Me subía por las paredes de pura mala leche. ¿Consecuencia? Ese día peleé más y mejor de lo que lo había hecho jamás en ninguna de mis clases con los primerizos, por lo que al final le gané el primer mano a mano a Shane Reyes. Le pasé por encima. Siempre nos habíamos llevado bien él y yo, y se lo tomó con deportividad: aplaudió mi actuación, al igual que unos cuantos más.
—Ha empezado la recuperación —observó Mason después de clase.
—Eso parece.
Me tocó el brazo con amabilidad.
—¿Cómo está Lissa?
No me sorprendió que estuviera al tanto. Los cotilleos se extendían tan deprisa por aquí que a veces me daba la impresión de que allí todo el mundo tenía un vínculo psíquico.
—Bien. Se las apaña —no me explayé por no contarle cómo lo sabía, pues nuestro lazo era un secreto para los estudiantes—. Mason, tú que conoces a Mia, ¿crees que podría haberlo hecho ella?
—Eh, tranqui, no soy un experto en ella ni nada por el estilo, pero ¿sinceramente?… No. Mia no tiene estómago ni para hacer disecciones en Biología. De hecho, no me la imagino echándole el guante a un zorro, y menos aún matándolo.
—¿Y no podría haberse encargado alguno de sus amigos por ella?
—La verdad es que no —negó con la cabeza—. No son la clase de gente que se ensucia las manos con nada, pero, bueno, ¿quién sabe?
Lissa seguía alterada cuando me reuní más tarde con ella para el almuerzo y su malhumor no mejoró cuando Natalie y los suyos no se cortaron un pelo a la hora de hablar del zorro. Ésta había superado su asco lo suficiente como para disfrutar el hecho de ser el centro de todas las miradas, o esa impresión daba. Tal vez no estaba tan contenta con su papel marginal como yo había supuesto.
—Y el bicho estaba justo ahí —explicó al tiempo que movía las manos para enfatizar sus palabras—, justo en medio de la cama. Había sangre por todas partes.
Lissa se puso tan verde como su sudadera, y me la llevé de allí antes de haber terminado la comida mientras soltaba una ristra de obscenidades sobre las habilidades sociales de Natalie.
—Es amable —saltó Lissa de inmediato—. El otro día sin ir más lejos tú misma me contaste lo bien que te caía.
—Y me cae de vicio, pero en ciertas cosas tiene el tacto de un asno.
Salimos fuera y nos encaminamos hacia la clase de Comportamiento y fisiología animal. Noté las miradas de curiosidad de la gente y sus cuchicheos mientras pasaban junto a nosotras. Suspiré.
—¿Cómo lo llevas?
Esbozó una media sonrisa.
—¿No puedes percibirlo?
—Sí, pero quiero que me lo digas tú.
—No lo sé. Estaré bien, pero me gustaría que todo el mundo dejara de mirarme como si yo fuera una especie de bicho raro.
La ira me consumió otra vez. Lo del zorro era un mal rollo y la cosa podía ir a peor si la gente la desquiciaba, aunque al menos en eso sí podía intervenir.
—¿Quién te anda molestando?
—No puedes pegar a todas las personas con quienes tengamos problemas, Rose.
—¿Ha sido Mia? —aventuré.
—Y también otros… —repuso ella, saliéndose por la tangente—. Mira, no importa. Lo que me gustaría saber es cómo ha podido suceder esto… Es decir, no puedo dejar de pensar en aquella vez…
—No —la avisé.
—¿Por qué pretendes fingir que no ocurrió? Sobre todo tú más que nadie. Te cachondeas de Natalie por no callarse ni debajo del agua, pero no es que tú controles ni te quedes precisamente corta. Sueles hablar absolutamente de todo.
—Menos de eso. Debemos olvidarlo. Ocurrió hace mucho tiempo y ni siquiera estamos seguras de lo sucedido.
Ella me miró con esos enormes ojos verdes suyos, sopesando el siguiente argumento.
—Hola, Rose.
Cambiamos de conversación cuando Jesse dio grandes zancadas para ponerse a nuestra altura. Me volví y le puse mi mejor sonrisa.
—Hola.
Él hizo un cordial asentimiento hacia Lissa.
—Iba a ir a tu cuarto esta noche para lo del grupo de estudio. Crees que… quizá…
Me olvidé de Lissa por un instante y centré toda mi atención en Jesse. De pronto, me asaltó la necesidad de hacer alguna trastada salvaje. Aquel día habían pasado muchas cosas.
—Claro.
Él me dijo cuándo iba a dejarse caer por allí y yo le contesté que me reuniría con él en una de las áreas comunes con «nuevas instrucciones».
Lissa me estudió con la mirada en cuanto él se fue.
—Estás bajo arresto. No van a dejar que salgas a hablar con él.
—En realidad, no quiero hablar con él. Vamos a escaparnos.
Ella gimió.
—A veces no te entiendo.
—Eso es porque tú eres la prudente y yo la temeraria.
Me puse a especular sobre la posible responsabilidad de Mia en cuanto empezó la clase de Comportamiento y fisiología animal. Muy pagada de sí misma me parecía a mí ésta, con esa carita suya de psicópata angelical. Lo cierto es que tenía pinta de estar pasándoselo en grande con el asunto del zorro destrozado, aunque eso tampoco significara que fuese culpable de nada, y tras no haberla perdido de vista las dos últimas semanas, sabía que iba a deleitarse con cualquier cosa que nos molestara a Lissa o a mí sin necesidad de haber sido ella la causante.
—Como otras muchas especies, los lobos se organizan en manadas lideradas por un macho alfa y una hembra alfa. Los alfas son siempre los miembros provistos de mayor fuerza física, aunque los conflictos se resuelven la mayor parte de las ocasiones más por una cuestión de personalidad, resolución y fuerza de voluntad. Un alfa puede verse condenado al ostracismo e incluso atacado si ha sido derrotado tras un desafío —salí de mi trance y presté atención a la señora Meissner—. Casi todos los enfrentamientos tienen lugar durante la época de apareamiento —prosiguió ella, una afirmación que, por supuesto, levantó una oleada de risitas socarronas en la clase—. En muchas manadas, la pareja alfa es la única que se aparea. Quizá los aspirantes más jóvenes crean gozar de una oportunidad cuando el macho alfa es un lobo viejo y experimentado, pero la verdad de esto hay que verla caso a caso: a menudo los jóvenes no comprenden hasta qué punto son inferiores por una cuestión de veteranía.
Toda la tontería esa de lobos viejos y jóvenes me la traía al fresco, pero el resto me parecía de lo más relevante. Sin duda, resolví con cierta amargura, la estructura social de la Academia se asemejaba un montón a una manada con bastantes alfas y estaba llena de desafíos.
Mia alzó la mano.
—¿Y qué ocurre con los zorros? ¿También ellos tienen alfas?
La clase entera contuvo el aliento, y se oyeron algunas risitas nerviosas. Nadie podía creer que Mia hubiese ido tan lejos.
La señora Meissner se puso roja en lo que me dio la impresión de ser un subidón de rabia.
—Hoy hemos tratado el tema de los lobos, señorita Rinaldi.
La sutil corrección de la profesora no pareció impresionarle mucho, o esa sensación dio, y cuando nos pusimos a resolver una tarea en parejas, Mia se tiró todo el rato volviendo la vista atrás y soltando risitas como una boba. Supe gracias a nuestro vínculo que Lissa estaba cada vez más inquieta y que por su mente pasaban de continuo imágenes del zorro.
Ambas levantamos la vista cuando Ralf Sarcozy se detuvo junto a nuestros pupitres. Lucía esa sonrisa estúpida, su marca de fábrica, y tuve el presentimiento de que había hecho una apuesta con sus amigos.
—Venga, admítelo —me instó él—. Tú mataste al zorro. Pretendes convencer a la Kirova de que te falta un tornillo para que te deje salir de aquí otra vez.
—Que te follen —repliqué en voz baja.
—¿Es una oferta?
—No hay mucho que joder según tengo entendido —repliqué.
—Vaya —repuso en tono de burla—. Has cambiado. Lo último que recuerdo es que no te ponías tan quisquillosa en compañía de quién te desnudabas.
—Y lo último que yo recuerdo es que no habías visto más tías en pelotas que las de Internet.
Ladeó la cabeza en un gesto histriónico.
—Eh, ya lo tengo, has sido tú, ¿a que sí? —miró a Lissa, a mi espalda—. Ella te hizo matar al bicho, ¿verdad? Debió de ser algún extraño juego de vudú lésbic… ¡Aaah!
Ralf empezó a arder.
Pegué un brinco y aparté a Liss de en medio, lo cual no era fácil, pues estábamos sentadas en los pupitres. Acabamos las dos en el suelo mientras la clase se llenaba de alaridos, en especial los de Ralf, y la profesora Meissner corría que se las pelaba hacia el extintor.
Y entonces, como si tal cosa, se apagaron las llamas. Ralf siguió gritando un rato más mientras se golpeteaba a fin de apagar un incendio ya inexistente, y lo cierto es que no tenía la menor quemadura. La única indicación de lo sucedido era el tenue olorcillo a humo flotando en el aire.
La clase se quedó helada durante unos pocos segundos. Después, muy despacio, todos sumaron dos y dos. La especialización en magia moroi era de todos conocida y después de peinar la estancia con la mirada sólo hallé tres posibles usuarios de llamas: Ralf, su amigo Jacob y…
… Christian Ozzera.
Resultaba el culpable obvio, dado que ni Ralf ni Jacob habrían prendido el fuego, y además el tío se estaba partiendo de risa, lo cual disipaba cualquier posible duda.
El careto de la profesora pasó del rojo al púrpura intenso.
—¿Cómo se atreve, señor Ozzera? —chilló—. ¿Tiene usted la menor idea de…? ¡Preséntese ahora mismo en el despacho de la directora Kirova!
Christian se puso de pie, impávido, y se echó la mochila al hombro.
—Delo por hecho, señora Meissner —contestó sin borrar la sonrisa burlona del rostro.
Se desvió de su camino al pasar junto a Ralf, que reculó cuando lo tuvo cerca. Los demás alumnos le contemplaron boquiabiertos.
Después de eso, los intentos de la profesora por lograr que la clase volviera a la normalidad fueron causa perdida. Nadie podía dejar de hablar sobre lo sucedido. Resultaba sorprendente a varios niveles. En primer lugar, nadie había visto semejante tipo de magia: ese gran fuego no había quemado nada. Segundo, Christian lo había usado en un ataque, había agredido con él a otro, cosa que jamás hacía un moroi, pues su credo rezaba que la magia se utilizaba para cuidar de la tierra y mejorar la vida de las personas, nunca jamás se usaba como arma. Además, tampoco los instructores de magia enseñaban esa clase de conjuros. De hecho, ni siquiera los conocían, o eso creía yo. Y por último, había sido obra de Christian, Christian, a quien nadie prestaba atención y por quien nadie daba un céntimo. Bueno, a partir de ahora seguro que lo harían.
Al parecer, después de todo, alguien sabía lo que eran los hechizos de ataque, y aunque había disfrutado viendo el rostro aterrado de Ralf, de pronto caía en la cuenta de lo que podría haber hecho Christian y de que quizá fuera un verdadero psicópata.
—Liss, por favor, dime que no vas a ir por ahí con él —le pedí cuando salimos de clase; el nexo de unión entre nosotras se agitó, lo cual valió más que ninguna otra explicación—. Liss —le increpé, agarrándola por el brazo.
—No es para tanto —repuso, incómoda—. Es un tipo guay…
—¿Guay? ¿Guay? —comprendí que estaba pegando voces cuando me di cuenta de que nos miraban cuantos estaban en el vestíbulo—. Ese tío está mal de la cabeza. Le ha prendido fuego a Ralf. Pensé que habíamos decidido que no ibas a verle más.
—Lo decidiste tú, Rose, no yo —había en la voz de Lissa una nota cortante, y no la había oído desde hacía mucho.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Vosotros estáis…?, ya sabes…
—¡No! —insistió—. Dios, ya te lo dije —me lanzó una mirada de indignación—. No todo el mundo piensa y actúa como tú.
Di un respingo al oír esas palabras. En ese momento tomé conciencia de que Mia pasaba junto a nosotras. No había escuchado la conversación, pero sí había pillado la tensión de la misma y se extendió por todo su rostro una sonrisa de malicia.
—¿Hay problemas en el paraíso?
—Ve a buscar el chupete, encuéntralo, y cierra ese maldito pico —le repliqué, sin esperarme a oír la respuesta. Ella se quedó boquiabierta unos segundos y luego apretó los dientes en gesto de cabreo.
Lissa y yo reanudamos nuestro camino en silencio y de pronto ella se echó a reír. Y así se acabó nuestra discusión.
—Rose —empezó, ahora con un tono de voz más suave.
—Es peligroso y no me gusta, Lissa. Ten cuidado, por favor.
—Lo tendré, yo soy la prudente, ¿recuerdas? La temeraria eres tú.
Esperaba que eso aún fuera verdad.
Pero luego, después de clase, me asaltaron las dudas. Estaba en mi cuarto haciendo los deberes cuando percibí un sonido similar al de un borboteo, y eso únicamente podía estar causado por algún merodeo furtivo de Lissa. Perdí el hilo de mi trabajo y me quedé con la mirada extraviada en el infinito mientras intentaba comprender de forma más precisa en qué se estaba metiendo mi amiga. Si había una ocasión propicia para deslizarme en el interior de su mente, era ésta, pero no sabía cómo controlar el proceso.
Arrugué el ceño mientras me devanaba los sesos pensando en cómo se establecía la conexión. Ella solía experimentar algún sentimiento fuerte, una emoción lo bastante potente como para causar perturbaciones en mi cabeza. Debía currármelo y luchar contra esa especie de muro mental.
Intenté eliminar dicho obstáculo mientras me concentraba en Lissa. Acompasé la respiración y despejé la mollera. No importaban mis pensamientos, sino los suyos. Necesitaba abrirme a ella y posibilitar la conexión.
Jamás había hecho nada como aquello y carecía de la paciencia que otorga la meditación. Sin embargo, mi apuro era tan grande que me obligué a sumirme en un relajación intensa. Necesitaba saber qué le ocurría, y mi esfuerzo obtuvo su recompensa al cabo de unos momentos.
Estaba dentro.