SIETE

Transcurrieron un par de semanas después de esto y pronto olvidé lo de Anna, en cuanto me vi inmersa en la vida de la Academia. El impacto de nuestro regreso se había desvanecido un poco y comenzamos a vernos envueltas en una rutina bastante cómoda. Mis días transcurrían entre la iglesia, el almuerzo con Lissa, y cualquier otra forma de vida social que pudiera arañar aparte de eso. Como se me había denegado toda forma de ocio, no me costó mucho esfuerzo mantenerme fuera del ojo del huracán, aunque me las arreglaba para robar un poco de atención por aquí y por allá, a pesar de mi sermón lleno de buenas intenciones respecto a «pasar desapercibida», pero es que no podía evitarlo. Me gustaba flirtear, andar en grupo y me encantaba hacer comentarios en plan listilla en clase.

En cuanto a Lissa, su nuevo rol de ir de incógnito simplemente atrajo la atención por el contraste que había con su actitud anterior a nuestra fuga, más aún por lo activa que había sido entre los de sangre real. La mayoría de la gente pasó del tema al poco tiempo, terminando por aceptar que la princesa Dragomir se alejaba del radar social y se contentaba con andar con Natalie y su grupo. El charloteo de Natalie a veces me daba ganas de golpearme la cabeza contra las paredes, pero era una chica realmente encantadora, más que la mayoría de los demás nobles, y yo disfrutaba saliendo con ella la mayor parte del tiempo.

Y, justo como Kirova me había advertido que hiciera, lo cierto es que me pasaba casi todo el tiempo entrenando y trabajando. Conforme pasaban los días, mi cuerpo iba dejando de odiarme. Se me endurecieron los músculos y mi resistencia aumentó. Todavía me pateaban el culo en las prácticas, pero no de tan mala manera como antes, lo cual ya resultaba un avance. Ahora, el mayor inconveniente parecía estar en mi piel. Pasar tanto tiempo fuera expuesta al frío me estaba agrietando el rostro y sólo el constante abastecimiento por parte de Lissa de cremas para el cuidado de la piel evitó que tuviera un aspecto envejecido antes de hora. Aunque no podía hacer mucho por las ampollas que me salían en las manos y los pies.

También se desarrolló un tipo de rutina entre Dimitri y yo. Mason había tenido razón en cuanto al hecho de que era un tipo antisocial. No salía mucho con los otros guardianes, aunque quedaba bien claro que éstos lo respetaban. Y cuanto más trabajaba con él, más le respetaba yo también, aunque en realidad no comprendía bien sus métodos de entrenamiento. No parecía tener malas pulgas. Siempre comenzábamos haciendo estiramientos en el gimnasio y luego me mandaba fuera a correr, a enfrentarme con el otoño de Montana, que cada vez se volvía más frío.

Un día tres semanas después de mi regreso a la Academia, me dirigí hacia el gimnasio antes de clase y le encontré tirado en una colchoneta leyendo un libro de Louis L’Amour. Alguien se había traído un reproductor de CD portátil y aunque esto me animó un poco al principio, la canción que siguió no tanto: «When Doves Cry», de Prince. Era algo embarazoso conocer el título, pero uno de nuestros anteriores compañeros de piso había estado obsesionado con los ochenta.

—Vaya, Dimitri —le dije, dejando caer mi mochila en el suelo—. Ya me doy cuenta de que ahora debe de ser un éxito en Europa del Este, pero ¿no te parece que podríamos escuchar algo que no se hubiera grabado antes de que yo naciera?

Lo único que se movió en mi dirección fueron sus ojos, porque la postura de su cuerpo no se alteró.

—¿Y qué más te da? El único que la va a escuchar soy yo, tú vas a estar fuera corriendo.

Puse morros mientras apoyaba el pie en una de las barras y estiraba las corvas. Mirándolo bien, Dimitri tenía una naturaleza bastante tolerante con mis impertinencias. Mientras no flaqueara en el entrenamiento, no prestaba atención a ninguno de mis posibles comentarios.

—Eh —le increpé, comenzando la siguiente serie de estiramientos—. ¿Y de qué sirve tanto correr, de todas formas? Quiero decir, me doy cuenta de la necesidad de mejorar mi resistencia y todo eso, pero ¿no deberíamos estar ya haciendo algún ejercicio con golpes? Me están dando una verdadera paliza en el grupo de prácticas.

—Quizá deberías golpear con más fuerza —replicó con sequedad.

—Lo digo en serio.

—Pues es difícil ver la diferencia —apartó el libro pero no cambió en nada su postura relajada—. Mi trabajo consiste en prepararte para defender a la princesa y luchar contra las criaturas oscuras, ¿no?

—Sip.

—Así que respóndeme: supón que consigues secuestrarla de nuevo y llevarla a un centro comercial. Mientras estáis allí, se te acerca un strigoi. ¿Qué harías?

—Depende de la tienda en la que estuviéramos.

Se me quedó mirando.

—Vale. Le clavaría una estaca de plata.

Dimitri se sentó, cruzando las largas piernas con un solo movimiento fluido. No podía entender cómo alguien tan alto podía moverse aun así con tanta gracia.

—¿Ah, sí? —alzó sus cejas oscuras—. ¿Tienes una estaca de plata? ¿Sabes cómo usarla?

Aparté los ojos de su cuerpo y torcí el gesto. Las estacas de plata son el arma más letal de un guardián, y están creadas con una magia bastante básica. Si se atraviesa el corazón de un strigoi con una, el mal bicho muere de forma instantánea. Esas hojas también son letales para los moroi, así que no se les suministraban a la ligera a los novicios. Precisamente ahora mis compañeros de clase estaban empezando a aprender a usarlas. Yo había entrenado antes con armas de fuego, pero nadie me había puesto nunca cerca de una estaca. Por fortuna, había otras dos maneras de matar a un strigoi.

—Bueno, también le puedo cortar la cabeza.

—Salvando el hecho de que no tienes un arma capaz de hacer eso, ¿cómo vas a compensar el que probablemente sea treinta centímetros más alto que tú?

Me incorporé después de tocarme los dedos de los pies con los de las manos, enfadada.

—Bien, pues entonces le prendería fuego.

—Otra vez te pregunto lo mismo: ¿con qué?

—Vale, me rindo. Tú ya tienes la respuesta, simplemente te estás quedando conmigo. Estoy en el centro comercial y veo a un strigoi, ¿qué es lo que debo hacer?

Se me quedó mirando fijamente sin pestañear.

—Echar a correr.

Contuve la necesidad de tirarle algo. Me anunció que correría conmigo cuando terminé los estiramientos. Era la primera vez, así que quizás correr juntos me diera alguna pista sobre su fama de asesino.

Salimos a la helada tarde de octubre. Volver a un horario vampírico todavía me resultaba extraño. Con la escuela a punto de empezar dentro de una hora, esperaba que el sol comenzara a salir, no a ponerse, pero en estos momentos se hundía en el horizonte del oeste, iluminando las montañas con sus cimas cubiertas de nieve con un resplandor anaranjado. Lo cierto es que esto no servía de mucho para calentar el ambiente y pronto sentí el frío atravesar con pinchazos mis pulmones conforme se acentuaba mi necesidad de oxígeno. No hablamos. Él disminuyó su ritmo para emparejarse con el mío, así que corrimos juntos.

Algo al respecto me molestó; de repente quería a toda costa obtener su aprobación. Así que incrementé el ritmo de las zancadas, haciendo trabajar más duro a mis músculos y mis pulmones. Doce vueltas a la pista equivalían a cinco kilómetros y nos quedaban nueve para terminar.

Cuando llegamos a la antepenúltima vuelta pasaron un par de novicios por allí, camino de las prácticas hacia las que pronto me dirigiría yo también. Al verme, Mason me animó:

—¡Estás en buena forma, Rose!

Yo sonreí y le devolví el saludo.

—Estás disminuyendo el ritmo —me increpó bruscamente Dimitri, haciendo que apartara la mirada de los chicos. La dureza de su voz me sorprendió—. ¿Éste es el motivo por el cual no rebajas tus marcas con más rapidez? ¿Te distraes con tanta facilidad?

Avergonzada, incrementé de nuevo mi ritmo, pese al hecho de que mi cuerpo comenzó a gritarme verdaderas obscenidades. Finalizamos las doce vueltas y cuando él comprobó el tiempo vimos que había superado en dos minutos mi mejor marca.

—¿No está mal, eh? —grazné cuando nos dirigimos de nuevo al interior para hacer los estiramientos de relajación—. Tiene pinta de que podría escapar de los strigoi antes de que me cogieran en el centro comercial. No estoy segura de cómo le iría a Lissa.

—Si ella estuviera contigo, estaría bien.

Levanté la mirada sorprendida. Era el primer cumplido real que me había dedicado desde que había empezado a entrenar con él. Sus ojos marrones me observaron, divertidos y llenos de aprobación.

Y entonces fue cuando ocurrió.

Sentí como si alguien me hubiera propinado un golpe seco y cortante, y el terror explotó en mi cuerpo y mi mente, como pequeños navajazos de dolor. Se me emborronó la visión y durante un momento dejé de estar allí. Mi amiga bajaba corriendo las escaleras, asustada y desesperada, con la necesidad acuciante de salir de allí, con la necesidad de… encontrarme a mí.

Se me aclaró la visión, devolviéndome a la pista y fuera de la cabeza de Lissa. Sin decirle una palabra a Dimitri, me separé bruscamente de él y comencé a correr lo más deprisa posible hacia los dormitorios moroi. No me importaba que mis piernas hubieran sufrido ya el castigo de una minimaratón. Corriendo con rapidez y fuerza, igual que si acabaran de empezar, flamantes y nuevecitas. Percibía a Dimitri a distancia intentando cogerme, preguntándome qué era lo que pasaba, pero yo no podía contestarle, tenía una tarea, una sola, llegar hasta el dormitorio.

La forma del edificio surgió ante nuestros ojos, cubierta de hiedra, justo cuando Lissa se topó con nosotros. Llevaba el rostro inundado de lágrimas. Yo me detuve con un chirrido, con los pulmones a punto de reventar.

—¿Qué va mal? ¿Qué te ha pasado? —inquirí mientras la aferraba de los brazos y la obligaba a que me mirase a los ojos.

Pero ella no fue capaz de contestarme. Me lanzó los brazos al cuello y se acurrucó en mi pecho, ahogada entre lágrimas. La apreté allí, acariciando su sedoso cabello, lacio y brillante, mientras le decía que todo iba a ir bien, fuera lo que fuese. Y la verdad, no me preocupaba qué era en ese momento. Ella estaba allí y a salvo, que era todo lo que importaba. Dimitri nos rodeó, alerta y preparado para cualquier amenaza, con el cuerpo agazapado, listo para atacar. Me sentí segura con él a nuestro lado.

Media hora más tarde, todos atestábamos el dormitorio de Lissa, otros tres guardianes, la señora Kirova y la encargada del pabellón. Era la primera vez que veía la habitación de Lissa. Natalie había conseguido apañárselas para ser su compañera de cuarto, y los dos lados de la habitación eran un estudio de contrastes. El de Natalie se veía habitado, con cuadros en las paredes y un cobertor de volantes que no pertenecía a la Academia. Lissa tenía tan pocas posesiones como yo, lo que hacía que su lado apareciera evidentemente mucho más vacío. Sólo había colgado una imagen, una foto que nos habíamos hecho el pasado Halloween, cuando nos vestimos de hadas, con un traje completo que llevaba alas y un maquillaje brillante. La visión de la foto y el recuerdo de cómo eran las cosas entonces provocó un dolor sordo en mi pecho.

Con toda la excitación del momento, nadie pareció recordar que se suponía que yo no debía estar allí. Fuera del pabellón se arremolinaban otras chicas moroi, intentando averiguar qué pasaba. Natalie se abrió camino entre ellas, preguntando qué había ocurrido en su habitación. Cuando lo descubrió, se detuvo con un chillido.

Todos los rostros que había allí mostraban la misma sorpresa y desagrado al mirar la cama de Lissa. Había un zorro en la almohada, de pelo rojizo anaranjado, matizado de blanco. Parecía tan suave y adorable que podría haber sido un animal doméstico, como un gato, algo que podías tener en brazos y con lo que acurrucarte.

Si descartabas el hecho de que le habían destrozado la garganta.

El interior era de color rosado y como gelatinoso. La sangre manchaba su piel suave y se había derramado hasta bajar por la colcha amarilla, formando un charco oscuro que se extendía por la tela. Los ojos de la criatura miraban hacia arriba, vidriosos, con una especie de expresión sorprendida en ellos, como si no pudiera creerse lo que estaba ocurriendo.

Las náuseas comenzaron a revolverme el estómago, pero me obligué a seguir mirando. No me podía permitir ser impresionable, pues algún día estaría matando strigoi. Si no podía soportar mirar a un zorro, no podría soportar tampoco matanzas de mayor calado.

Lo que le había ocurrido al zorro era asqueroso y retorcido, a todas luces obra de alguien tan ruin que no había palabras para él. Lissa lo miraba, con su rostro pálido como una muerta, y dio unos cuantos pasos hacia él, al tiempo que extendía la mano de manera involuntaria. Aquel acto espantoso la había afectado mucho, como bien sabía yo, dirigido directamente a su amor por los animales. Ella los adoraba, y era recíproco. Cuando andábamos por nuestra cuenta, muchas veces me suplicó que tuviéramos un animal doméstico, pero yo me negaba siempre, porque no podíamos hacernos cargo de ninguno cuando en cualquier momento teníamos que poder emprender la huida. Además, a mí me odiaban. Así que se contentaba ayudando en lo que podía a los animales callejeros que encontraba, o bien haciendo buenas migas con los animales de otros, como el gato Oscar.

Sin embargo, a éste ya no podía ayudarle, porque no había posible recuperación para él, aunque leí en sus ojos su deseo de socorrerle, como siempre hacía. Le cogí la mano y la aparté de allí, recordando súbitamente una conversación que habíamos tenido hacía ya dos años.

«¿Qué es eso? ¿Una corneja?».

«Demasiado grande. Es un cuervo».

«¿Está muerto?».

«Ah, ya lo creo, muerto del todo. No lo toques».

Ella no me escuchó en aquel entonces. Confiaba en que lo hiciese ahora.

—Todavía estaba vivo cuando llegué —me susurró Lissa, cogiéndome del brazo—, casi, oh, Dios mío, aún se retorcía. Debe de haber sufrido tanto…

Sentí cómo la bilis ascendía por mi garganta, pero no podía vomitar bajo ninguna circunstancia.

—Pero ¿tú lo…?

—No. Quería hacerlo… empecé a…

—Entonces olvídalo —le espeté con brusquedad—. Es una estupidez. Una broma estúpida de alguien. Lo limpiarán todo, y probablemente te darán una habitación nueva si quieres.

Ella se volvió hacia mí, con los ojos llenos de desesperación.

—Rose, te acuerdas… aquella vez…

—Déjalo ya —repuse—. Olvídalo. No es lo mismo.

—¿Y si alguien lo vio? ¿Y si alguien sabe…?

Apreté la mano sobre su brazo, clavándole las uñas para captar su atención. Ella dio un respingo.

—No, no es lo mismo, no tiene nada que ver con aquello, ¿me oyes? —percibía los ojos de Natalie y de Dimitri clavados en nosotras—. Va a ir bien. Todo va a ir bien.

Lissa asintió, aunque no pareció creerme lo más mínimo.

—Que limpien todo eso —le ordenó con brusquedad Kirova a la encargada—. Y averigüe si alguien ha visto algo.

Finalmente alguien advirtió mi presencia y le ordenaron a Dimitri que me sacara, sin importarles lo mucho que les supliqué para que me dejasen quedarme con Lissa. Él me llevó de vuelta al dormitorio de los novicios y no me dijo nada hasta que casi habíamos llegado allí.

—Tú sabes algo sobre lo que ha pasado. ¿Era esto a lo que te referías cuando le dijiste a la directora Kirova que Lissa estaba en peligro?

—Yo no sé nada. Sólo es alguna broma estúpida.

—¿Tienes alguna sospecha de quién puede haberlo hecho? ¿O por qué?

Consideré la idea. Antes de que nos fuéramos, podría haber sido un cierto número de personas. Así eran las cosas cuando te convertías en alguien popular, porque había gente que te adoraba y otros que te odiaban, pero ¿ahora…? Lissa se había quitado de en medio hasta cierto punto. La única persona que la despreciaba profunda y realmente era Mia, pero ella parecía luchar sus batallas con palabras, no con hechos. Y si acaso había decidido hacer algo más agresivo, ¿por qué de este modo? No parecía de ese tipo de personas. Había un millón de maneras distintas de vengarse de alguien.

—No —le contesté—. Ninguna pista.

—Rose, si sabes algo, dímelo. Estamos del mismo lado. Ambos queremos protegerla. Esto es serio.

Yo me revolví, volcando mi ira por lo que había pasado con el zorro contra él.

—Ah, sí, claro que es serio. De lo más serio. ¡Me tienes dando vueltas todos los días cuando debería estar aprendiendo a luchar y a defenderla! Si quieres ayudarla, entonces, ¡enséñame algo! ¡Enséñame a luchar! Ya sé de sobra cómo huir.

No me había dado cuenta hasta ese momento de cuánto quería aprender en realidad, de cómo quería probarles que era capaz; a él, a Lissa, a todos. El incidente del zorro había logrado que me sintiera vulnerable, y no me gustaba nada. Quería hacer algo, cualquier cosa.

Dimitri observó mi estallido con calma, sin que su expresión variara un ápice. Cuando terminé, simplemente me hizo señas para que entrase como si no hubiese dicho nada.

—Vamos, llegas tarde a las prácticas.