CINCO

Sería más correcto decir que habían sido strigoi. Un regimiento de guardianes había salido en pos de ellos para cazarlos y eliminarlos. Si los rumores eran ciertos, Christian lo había presenciado todo cuando era todavía muy pequeño, y aunque él no era un strigoi, alguna gente pensaba que no le quedaba mucho para convertirse en uno de ellos, debido a que casi siempre vestía de negro y mantenía una actitud reservada.

Strigoi o no, yo no confiaba en él. Era un imbécil y le grité silenciosamente a Lissa que saliera de allí, aunque a decir verdad todos aquellos gritos no servían de nada. Estúpido vínculo de una sola dirección.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó ella.

—Disfrutando de la vista, por supuesto. Esa silla cubierta de lona es particularmente encantadora en esta época del año. Además, tenemos una vieja caja llena de escritos de nuestro venerado y loco San Vladimir. Y no nos olvidemos de esa hermosa mesa sin patas de la esquina.

—Ya te vale —ella puso los ojos en blanco y se deslizó hacia la puerta, haciendo ademán de marcharse, aunque él le bloqueó la salida.

—Bueno, ¿y qué pasa contigo? —se burló—. ¿Por qué has subido hasta aquí? ¿No tienes alguna fiesta a la que acudir o alguna vida que destruir?

Lissa recuperó una parte de su antigua chispa.

—Uau, eso ha tenido gracia. ¿Me he convertido en algún nuevo rito iniciático? ¿Vamos a ir a fastidiar a Lissa y así demostramos lo guay que somos? Una chica que no conozco de nada se ha puesto a gritarme hoy y ahora ¿debo lidiar contigo? ¿Qué es lo que hay que hacer para que la dejen a una en paz?

—Oh, vaya. Así que por eso estás aquí arriba. Para una fiesta de autocompasión.

—No estoy de broma, hablo en serio —pude darme cuenta de que Lissa estaba realmente enfadada, desahogando la angustia que la había llevado hasta allí.

Él se encogió de hombros y se reclinó con gesto indiferente contra la pared torcida.

—Yo también. Me encantan las fiestas autocompasivas. Me gustaría haberme traído unos sombreritos. ¿Con qué prefieres deprimirte primero? ¿Con si te va a llevar un día entero volver a ser popular y adorada otra vez? ¿Con si tendrás que esperar dos semanas por lo menos para que Hollister te traiga ropa nueva? Tal vez no tardes tanto si te lanzas a la vorágine compradora.

—Deja que me vaya —le replicó cabreada, esta vez empujándolo hacia un lado.

—Espera —le pidió él cuando ya estaba al lado de la puerta. El sarcasmo había desaparecido de su voz—. ¿Cómo… esto… cómo ha sido?

—¿Cómo ha sido qué? —repuso ella con brusquedad.

—Estar ahí fuera, lejos de la Academia.

Ella dudó un momento antes de contestar, ya que la había pillado con la guardia baja por lo que parecía un intento genuino de entablar una conversación.

—Fue genial. Nadie sabía quién era, sólo un rostro más. Ni moroi, ni de sangre real, nada —ella desvió la mirada hacia el suelo—. Todo el mundo aquí cree saber quién soy.

—Ah, sí. Es bastante duro sobrevivir a tu pasado —contestó él con voz amarga.

En ese momento, se le ocurrió a Lissa —y a mí por defecto— que debía resultar muy difícil ser Christian. La mayor parte del tiempo la gente le trataba como si no existiera, como si fuese un espectro. Nadie hablaba con él o sobre él. Simplemente, ni siquiera se daban cuenta de su existencia. El estigma del crimen de sus padres era demasiado grande de modo que proyectaba su sombra sobre toda la familia Ozzera.

Aun así, la había molestado, y ella no iba a sentir compasión por él.

—Espera… ¿ahora ésta es tu fiesta de autocompasión?

Él se echó a reír, aprobando su agudeza.

—Elegí este lugar para celebrar esas fiestas hace ya un año.

—Lo siento —dijo Lissa con un cierto sarcasmo burlón—. Yo ya venía antes de marcharme. Tengo más derecho que tú.

—El derecho del okupa ilegal prevalece. Además, debo asegurarme de estar cerca de la capilla el máximo tiempo posible para que la gente sepa que no me he convertido en strigoi… todavía —una vez más mostró aquel tono amargo.

—Solía verte siempre en misa. ¿Ésa es la única razón por la que vas? ¿Para aparentar que eres bueno? —los strigoi no podían entrar en terreno sagrado. Más de todo ese rollo del pecado-contra-natura.

—Ya lo creo —repuso él—. ¿Por qué si no? ¿Por el bien de tu alma?

—Pues más o menos —contestó ella, que claramente tenía una opinión distinta del asunto—. Te dejaré entonces a solas.

—Espera —insistió él de nuevo. Parecía no querer que ella se marchara—. Hagamos un trato. Te dejaré que andes por aquí si me dices una cosa.

—¿Qué? —ella le devolvió la mirada.

Él se inclinó hacia delante.

—De todos los rumores que he oído respecto a ti hoy, y créeme, han sido un montón aunque nadie haya venido a contármelos, hay uno del que no se ha hablado apenas. Lo han diseccionado todo: por qué os marchasteis, qué hicisteis por ahí fuera, por qué habéis vuelto, la especialización, lo que Rose le ha dicho a Mia, bla, bla, bla. Y entre todo eso, no ha habido nadie al que se le haya ocurrido cuestionar esa estúpida historia que Rose contó sobre que encontrasteis toda clase de humanos marginales que te permitieron tomar su sangre.

Ella miró hacia otro lado y percibí cómo se ruborizaban sus mejillas.

—No es una estupidez y tampoco una historieta.

Él se echó a reír quedamente.

—He vivido entre humanos. Mi tía y yo estuvimos por ahí después de que mis padres… murieran. La sangre no se encuentra con tanta facilidad —como ella no contestó, él rompió a reír de nuevo—. Fue Rose, ¿no? Ella te alimentó.

Un miedo renovado se disparó en nuestro interior, porque nadie en la escuela debía saber eso. Kirova y los guardianes que contemplaron aquella escena lo sabían, pero se habían reservado ese conocimiento.

—Bueno, si eso no es amistad, que alguien me diga qué es entonces —replicó él.

—No puedes decírselo a nadie —le espetó ella.

Era lo único que nos faltaba. Como se me acababa de recordar, los proveedores eran adictos a las mordeduras de vampiro. Aunque aceptábamos esto entre nosotros como parte de la vida, la verdad era que los menospreciábamos por ello. Dejar que un moroi te sacara sangre resultaba para cualquiera, especialmente para los dhampir, algo un poco… sucio. De hecho, una de las cosas más pervertidas, casi pornográficas, que podía hacer cualquier dhampir era precisamente permitir que un moroi bebiera su sangre mientras practicaban sexo.

Liss y yo no nos habíamos acostado, desde luego, pero ambas sabíamos qué opinión tendrían los demás si se enteraran de que yo la había alimentado.

—No se lo digas a nadie —repitió Lissa.

Él metió las manos en los bolsillos de su abrigo y se sentó en uno de los cajones de embalaje.

—¿A quién se lo voy a decir? Mira, quédate con el asiento de la ventana. Puedes usarlo hoy y compartirlo conmigo un rato, salvo que todavía me tengas miedo.

Ella vaciló, estudiándole. Tenía un aspecto oscuro y hosco, con los labios torcidos en esa sonrisita de suficiencia en plan «oh, qué rebelde soy», aunque no parecía demasiado peligroso. Y desde luego, no era un strigoi. Con cautela, Liss volvió a sentarse en la ventana, frotándose las manos de frío de forma inconsciente.

Christian la observó y un momento más tarde el aire se caldeó considerablemente.

Lissa se encontró con los ojos de Christian y sonrió, sorprendida al no haberse dado cuenta antes del color azul helado que tenían.

—¿Estás especializado en fuego?

Él asintió y puso en pie una silla rota.

—Ahora tenemos muebles de lujo y todo.

Y de repente me vi expulsada de la visión.

—¿Rose? ¿Rose?

Enfoqué el rostro de Dimitri, pestañeando aún. Se hallaba inclinado sobre mí, con las manos clavadas en mis hombros. Yo había dejado de andar, de modo que nos encontrábamos en mitad del patio cuadrado que separaba los edificios de la escuela superior.

—¿Te encuentras bien?

—Ah, sí. Estaba… Estaba con Lissa… —me pasé una mano por la frente. Jamás había tenido una experiencia más clara o larga que ésta—. Estaba en el interior de su mente.

—¿De… su mente?

—Sí, claro. Forma parte de la conexión —no me apetecía entrar en más detalles.

—¿Y ella está bien?

—Ah, sí, está… —dudé ¿De veras estaba bien? Christian acababa de invitarla a pasar un rato con él y eso no era nada bueno. Una cosa era «avanzar por mitad de todo esto buscando el lado más fácil» y otra distinta volverse hacia el lado oscuro, pero a juzgar por los sentimientos que zumbaban a través de nuestra conexión no percibí que estuviera ni amedrentada ni enfadada. Se encontraba más bien contenta, aunque algo nerviosa—. No estaba en peligro —le comenté finalmente. Al menos eso esperaba.

—¿Puedes seguir andando?

El guerrero estoico, duro, con el que me había encontrado antes se había ido —sólo por un segundo— y en este momento parecía preocupado, preocupado de verdad. Algo se agitó en mi interior cuando sentí sus ojos sobre mí de ese modo, lo cual sin duda era una estupidez. No tenía motivo para que se me fuera la olla sólo porque el tipo estaba más bueno de lo conveniente. Después de todo, era un dios antisocial, según Mason. Uno que sin lugar a dudas iba a dejarme toda clase de dolores.

—Ah, sí. Estoy bien.

Entré en el vestuario del gimnasio y me cambié: me puse ropa de faena que por fin alguien había caído en darme después de todo un día practicando en vaqueros y camiseta. Qué asco. Que Lissa saliera con Christian me preocupaba, pero aparté ese pensamiento para después cuando mis músculos me informaron de que no querían soportar más ejercicio por ese día.

Así que le sugerí a Dimitri que quizá debía dejarme marchar.

Él se echó a reír y me quedé de lo más convencida de que era de mí y no conmigo.

—¿Qué es lo que te divierte tanto?

—Oh —exclamó él, perdiendo la sonrisa—. Lo dices en serio.

—¡Claro que sí! Mira, técnicamente llevo despierta dos días. ¿Por qué tenemos que empezar a entrenar hoy mismo? Deja que me vaya a la cama —lloriqueé—, si sólo es una hora.

Él se cruzó de brazos y bajó la mirada hacia mí. Su preocupación anterior había desaparecido, en este momento estaba pendiente de su tarea. Pues vaya interés.

—¿Qué tal te sientes ahora? ¿Qué tal después de tanto entrenamiento?

—Me siento fatal.

—Te sentirás todavía peor mañana.

—¿Así que…?

—Así que mejor ponerse a ello ahora mientras aún no te sientes… tan mal.

—¿Qué clase de lógica es ésa? —le recriminé.

Pero no discutí más cuando me condujo a la sala de musculación. Me mostró las pesas y las series que quería que hiciera y entonces él se repantigó en una esquina con una baqueteada novela del Oeste. Vaya dios.

Cuando terminé, se colocó a mi lado y me mostró unos cuantos estiramientos para relajarme.

—¿Cómo es que han terminado designándote guardián de Lissa? —le pregunté—. No estabas aquí hace unos cuantos años. ¿Acaso has entrenado en esta escuela?

Él no contestó de forma inmediata, e intuí que no hablaba de sí mismo a menudo.

—No. Acudí a una que había en Siberia.

—Vaya, debe de ser el único sitio peor que Montana.

Un destello de algo parecido a la diversión chispeó en sus ojos, aunque no hizo acuse de recibo del chiste.

—Después de graduarme, me convertí en guardián de un señor de Zeklos. Le mataron hace muy poco —la sonrisa desapareció y el rostro se le ensombreció—. Me enviaron a la Academia porque necesitaban más gente en el campus. Cuando la princesa apareció y ya que yo andaba por aquí, me asignaron a ella. No es que eso importara antes de que ella abandonase el campus.

Pensé en lo que me había dicho antes. ¿Es que algunos strigoi habían matado a quien se suponía que él estaba protegiendo?

—Aquel señor ¿murió mientras tú lo protegías?

—No, estaba con su otro guardián. Yo me encontraba fuera.

Se quedó en silencio, con la mente a todas luces en otra parte. Los moroi esperaban muchas cosas de nosotros, aunque eran conscientes de que éramos más o menos humanos. Por ese motivo, los guardianes tenían salarios y vacaciones como en cualquier otro trabajo. Algunos guardianes duros de verdad, como mi madre, rehusaban tomarse vacaciones, jurando no abandonar nunca a los moroi que tenían asignados. Mientras miraba a Dimitri en este momento, intuí que quizás él podría convertirse algún día en uno de ellos. Si todo había sucedido coincidiendo con el período en que él se había ausentado por un motivo justificado, difícilmente podría culparse por lo que le había pasado a aquel tipo. Sin embargo, tenía la sensación de que con toda probabilidad eso era lo que le ocurría de todos modos. Yo también me culparía si algo le pasaba a Lissa.

—Bueno —le dije, con el repentino deseo de animarle—, ¿colaboraste tú a la hora de planificar el modo de hacernos regresar a casa? Porque fue un pedazo de plan, con su uso de la fuerza bruta y todo.

Él arqueó una ceja con curiosidad. Qué guay. Siempre había deseado poder hacer eso.

—¿Me estás felicitando?

—Bueno, estuvo que te pasas comparado con el último que intentaron.

—¿El último?

—Claro, el de Chicago. Cuando mandaron la manada de sabuesos psíquicos.

—Pues la primera vez que dimos con vosotras fue en Portland.

Dejé los estiramientos y me senté, cruzando las piernas.

—Mmm, no creo que los sabuesos psíquicos fuesen imaginaciones mías. ¿Quién podría haberlos enviado, si no? Sólo responden a los moroi, así que tal vez no te lo hayan contado.

—Es posible —convino con tono displicente, tanto que la expresión de su rostro dejaba traslucir con claridad que no se lo creía en absoluto.

Después de aquello, me marché al dormitorio de los novicios. Los estudiantes moroi vivían en otra parte del patio cuadrado, más cerca de las zonas comunes. Las disposiciones para la vida cotidiana se basaban sobre todo en la comodidad. Los novicios teníamos asignada esa zona a fin de estar más cerca del gimnasio y los terrenos de entrenamiento, pero también vivíamos de forma separada para servir a las diferencias entre los estilos de vida de los dhampir y los moroi, cuyos dormitorios casi no tenían ventanas, aparte de algunas tintadas que filtraban la luz del sol. También había una sección especial donde los proveedores estaban a mano. Los dormitorios de los novicios se hallaban construidos de una manera más abierta, lo que permitía la entrada de más luz.

Yo disponía de una habitación propia debido al escaso número de novicios, y no digamos chicas. La habitación que me habían dado era pequeña y espartana, con dos camas gemelas y un escritorio con un ordenador. Las pocas pertenencias que tenía se habían evaporado de Portland y ahora estaban distribuidas en cajas alrededor de la habitación. Rebusqué en unas y otras hasta localizar una camiseta que ponerme para dormir. Mientras lo hacía encontré un par de fotos de Lissa y mías en un partido de fútbol en Portland y otra tomada cuando me fui con su familia de vacaciones, un año antes del accidente.

Las coloqué sobre el escritorio y encendí el ordenador. Alguien del departamento de tecnología me había dejado una página con instrucciones para renovar mi cuenta de correo y asignarle una nueva contraseña. Hice ambas cosas, contenta al descubrir que nadie se había dado cuenta de que ésta era una manera de poder comunicarme con Lissa. Ahora me sentía demasiado cansada para escribirle; iba a apagarlo todo cuando me di cuenta de que ya tenía un mensaje, de Janine Hathaway. Era muy corto:

«Me alegro de que hayas vuelto. Tu comportamiento es inexcusable».

—Yo también te quiero, mamá —mascullé entre dientes, cerrándolo de golpe.

Después me fui a la cama y me quedé dormida antes de poner la cabeza en la almohada. Tal y como había predicho Dimitri, me sentí diez veces peor cuando me desperté a la mañana siguiente. Tumbada en la cama, reconsideré las ventajas de huir. Entonces recordé lo mal que me sentó que me patearan el culo y supuse que la única forma de prevenir que esa situación pudiera repetirse consistía en soportar más de lo mismo esa misma mañana.

Estaba tan dolorida que lo pasé mucho peor, aunque sobreviví toda la práctica de antes del horario de clases con Dimitri y las siguientes sin morirme o desmayarme.

A la hora del almuerzo, me llevé a rastras a Lissa de la mesa de Natalie lo más pronto posible y le endilgué un sermón digno de la mismísima Kirova sobre Christian, en particular, reprendiéndola por haberle permitido enterarse de cómo nos las habíamos apañado con el asunto de la sangre. Si eso llegaba a saberse, nos mataría socialmente a ambas y yo no confiaba en que él no terminara contándolo.

Pero Lissa tenía otras preocupaciones.

—¿Has entrado otra vez en mi mente? —exclamó ella—. ¿Cuánto tiempo?

—No lo hice a propósito —la rebatí—, simplemente ocurrió, aunque ése no es el problema. ¿Cuánto tiempo estuviste allí con él?

—No mucho. Aunque fue bastante… divertido.

—Bueno, pues no puedes volver a hacerlo. Si la gente te pilla saliendo con él, te crucificará —la miré de forma precavida—. Esto… ¿tú no estarás, esto… por él, no?

Ella resopló burlona.

—No. Claro que no.

—Vale. Porque si vas a ir detrás de algún chico, recupera a Aaron —cierto que él era bastante aburrido, pero fiable, igual que Natalie. ¿Por qué toda la gente inofensiva era tan sosa? Quizá porque ésa es la definición perfecta de la seguridad.

Ella rompió a reír.

—Mia me sacaría los ojos.

—Ya nos apañaremos con ella. Además, él se merece a alguien que no compre en Gap Kids[1].

—Rose, deberías dejar de decir ese tipo de cosas.

—Sólo digo lo que tú no te atreves a decir.

—Ella es sólo un año más pequeña que nosotras —repuso Lissa y luego se echó a reír—. Me cuesta trabajo creer que pienses que de las dos, soy yo la que nos va a meter en problemas.

Le lancé una mirada de reojo mientras caminábamos hacia la clase.

—¿Es que Aaron no te parece bastante guapo para ti?

Me devolvió la sonrisa pero evitó mis ojos.

—Ah, sí, claro. Muy guapo.

—Oh, oh, ¿lo ves? Deberías ir tras él.

—De eso nada. Estamos mejor como amigos.

—Amigos acostumbrados a meterse la lengua hasta la garganta —ella puso los ojos en blanco—. Vale —dejé estar la cosa—. Que Aaron se quede en la guardería, siempre que tú te mantengas apartada de Christian. Es peligroso.

—Te estás pasando. No se va a convertir en strigoi.

—Es una mala influencia.

Se echó a reír.

—¿Acaso crees que corro peligro de convertirme en una strigoi?

No esperó a mi respuesta, sino que empujó la puerta de nuestra clase de ciencias. Me quedé allí un momento y rememoré algo inquieta sus palabras antes de entrar un momento después. Cuando lo hice, pude ver el poder real en todo su esplendor. Unos cuantos chicos estaban molestando a un moroi de aspecto desgarbado, mientras unas chicas se reían al observarlos. No le conocía demasiado bien, pero sabía que era pobre, y desde luego, no de sangre real. Un par de sus atormentadores eran practicantes de magia aérea y habían hecho volar los papeles de su pupitre y ahora cabalgaban una corriente de aire que daba vueltas alrededor de la habitación, mientras el chico intentaba recogerlos.

El instinto me empujaba a hacer algo, quizás darle una bofetada a uno de los magos aéreos, pero no podía montar una pelea con todos los que me molestaran y menos aún con un grupo de sangre real, especialmente cuando Lissa estaba mejor fuera de su alcance. Así que sólo les dediqué una mirada de asco mientras caminaba hacia mi pupitre y al llegar sentí una mano posarse sobre mi brazo. Era Jesse.

—Oye, tú —repliqué en son de broma. Afortunadamente él no parecía participar en la sesión de tortura—, aparta las manos de la mercancía.

Destelló una sonrisa en su rostro, pero no me quitó la mano de encima.

—Rose, cuéntale a Paul aquel día que empezaste una pelea en la clase de la señora Karp.

Incliné la cabeza hacia él, dedicándole una sonrisa juguetona.

—Monté muchas peleas en esa clase.

—La del cangrejo ermitaño. Y el jerbo.

Me eché a reír al recordarlo.

—Ah, sí, vale. Creo que era un hámster. Me limité a ponerlo en el tanque del cangrejo y ambos habían acabado tan hartos de estar cerca de mí que se pusieron a la faena.

Paul, un chico que se sentaba cerca de mi sitio y al que realmente apenas conocía, también comenzó a reír entre dientes. Había venido trasladado el año pasado, al parecer, y no había oído nada del tema.

—¿Quién ganó?

Miré a Jesse con gesto burlón.

—Yo no me acuerdo, ¿y tú?

—No. Sólo recuerdo que la Karp se puso como loca —se volvió hacia Paul—. Chico, tendrías que haber conocido a esa maestra, estaba ida de la olla del todo. Creía que la gente la seguía y se ponía a charlar de cosas que no tenían ningún sentido. Estaba chiflada. Solía vagabundear por el campus cuando todos estábamos dormidos.

Sonreí un tanto tensa, como si encontrara el comentario de lo más ocurrente, pero eso me hizo pensar de nuevo en la señora Karp, y me sorprendió que fuera la segunda vez en dos días. Jesse llevaba razón, solía andar de un lado para otro del campus cuando aún trabajaba aquí. Lo cierto es que era algo espeluznante. Me topé con ella un día, de forma bastante inesperada.

Me había escapado por la ventana de mi dormitorio para pasar el rato con alguna gente a horas intempestivas, cuando se suponía que todos estábamos en nuestras habitaciones, profundamente dormidos, pero esa forma de escaparse era algo habitual en mí, y se me daba muy bien.

Sin embargo, esa vez me caí. Tenía una habitación en el segundo piso y perdí pie como a la mitad del camino de descenso. Intenté desesperadamente agarrarme a algo que detuviera mi caída en cuanto percibí que me precipitaba hacia el suelo. La piedra rústica del edificio me raspó la piel, causándome cortes que en ese momento no me preocuparon en absoluto. Me di un buen golpe de espaldas contra el suelo cubierto de hierba y por un instante me quedé sin aliento.

—Mal hecho, Rosemarie. Deberías tener más cuidado. A tus instructores no les habría gustado nada.

La observé fijamente entre mi pelo enredado y ella a su vez me observaba, con una mirada desconcertada en el rostro, mientras el dolor se extendía por todo mi cuerpo.

Lo ignoré lo mejor posible y me arrastré como pude hasta ponerme en pie. Una cosa era estar con la loca de la Karp en clase, rodeada de todos los demás estudiantes, y otra muy distinta era permanecer a solas con ella. Siempre tenía un extraño resplandor en la mirada, como algo ausente, que me ponía los pelos de punta.

Aunque también había muchas probabilidades de que me arrastrara hasta la oficina de Kirova para que me castigaran, lo cual no resultaba menos pavoroso.

Pero en vez de ello, simplemente sonrió y me cogió las manos. Yo intenté evitarlas, pero ella chasqueó la lengua censurándome cuando vio los arañazos. Apretándolas con más fuerza, frunció un tanto el ceño. Sentí un cosquilleo en la piel, entrelazado con un agradable zumbido, y las heridas se cerraron. Me mareé un poco y me subió la temperatura. La sangre desapareció, al igual que el dolor de la cadera y la pierna.

Jadeando, aparté las manos de un tirón. Había visto una buena ración de magia moroi, pero nada parecido a esto.

—¿Qué… qué es lo que me ha hecho?

Ella me dedicó de nuevo aquella extraña sonrisa.

—Vuelve a tu dormitorio, Rose. Rondan muchas cosas malas por aquí fuera. Nunca sabes qué es lo que puede estar detrás de ti.

Yo todavía estaba mirándome las manos.

—Pero…

Alcé la mirada hacia ella y por primera vez noté las cicatrices que tenía a ambos lados de la frente, como si alguien la hubiera arañado allí. Ella me guiñó el ojo.

—Yo no diré nada sobre ti si tú tampoco hablas de mí.

Regresé de golpe al presente, un tanto alterada por el recuerdo de aquella noche extraordinaria. Jesse, mientras tanto, me estaba contando algo sobre una fiesta.

—Tienes que soltarte la correa esta noche como puedas. Vamos a ir a ese lugar del bosque sobre las ocho y media. Mark ha pillado algo de hierba.

Yo suspiré con nostalgia, lamentando verme obligada a contener el estremecimiento que me provocaba el recuerdo de la señora Karp.

—Esa correa no me la puedo soltar. Me toca el carcelero ruso.

Él me soltó el brazo, con aspecto molesto y se pasó la mano por el pelo de color bronce. Ay, Dios. No poder salir con él era una condenada pena. Tendría que apañármelas algún día.

—¿No te rebajan la condena por buen comportamiento? —bromeó él.

Yo le devolví lo que consideré una sonrisa seductora mientras me sentaba en mi asiento.

—Sí, claro —le contesté, hablando ya de espaldas a él—. Lo harían si alguna vez hubiera sido buena.