Esta vez no se nos quedaron mirando todos los presentes en las zonas comunes, gracias a Dios, a excepción de unos cuantos que pasaban por allí y se detuvieron a observar la escena.
—¿Qué demonios te crees que estás haciendo? —me preguntó la muñequita, con los ojos azules bien abiertos y chispeando de pura furia.
Ahora que estaba lo suficientemente cerca, pude echarle una buena ojeada. Tenía la misma constitución esbelta de todos los moroi, aunque no su peso habitual, que era en parte lo que la hacía parecer tan joven. Lucía un escaso vestido de color púrpura lo bastante extravagante para hacerme recordar que mi ropa procedía de una tienda de segunda mano, pero una inspección más exhaustiva me llevó a pensar que era un modelo de imitación de algún diseñador.
Crucé los brazos sobre el pecho.
—¿Te has perdido, chiquitina? La escuela primaria está en el campus occidental.
Un rubor rosado cubrió sus mejillas.
—No vuelvas a tocarme otra vez. Si me aprietas las tuercas yo también te las apretaré a ti.
Vaya, hombre, qué buena oportunidad era ésa. Sólo la negativa de Lissa fue capaz de hacerme reprimir la hilera de replicas hirientes que tenía en la punta de la lengua. En su lugar, opté por la fuerza bruta, por decirlo de alguna manera.
—Y si tú vuelves a molestarnos a cualquiera de las dos otra vez, te partiré la cara. Si acaso no me crees, vete a preguntarle a Dawn Yarrow lo que le hice a su brazo en noveno grado. Aunque seguramente tú todavía llevarías pañales en esas fechas.
El incidente con Dawn no había sido uno de mis momentos estelares. En realidad no esperaba romperle un hueso cuando la empotré contra un árbol. Aun así, aquel asunto me había dado una reputación de chica peligrosa, además de la de listilla. La historia había alcanzado dimensiones legendarias con el tiempo y me complacía pensar que todavía se hablaba de mí de madrugada, alrededor de los fuegos de campamento. Y desde luego, así debía ser teniendo en cuenta la expresión que mostraba el rostro de la chica.
En ese momento, uno de los miembros del personal, que patrullaba la zona, se acercó lanzando miradas suspicaces a nuestra pequeña reunión. La muñequita se retiró, aferrando el brazo de Aaron.
—Vámonos —le ordenó.
—Hola, Aaron —le dije con voz animada, recordando de pronto que él también estaba allí—. Me alegro de verte otra vez.
Me dedicó un seco asentimiento y una sonrisa insegura, mientras la chica se lo llevaba a rastras. El mismo Aaron de siempre. Tal vez fuera encantador e ingenioso, pero desde luego, de agresivo, nada.
Me volví hacia Lissa.
—¿Estás bien? —ella asintió—. ¿Tienes alguna pista de a quién acabo de amenazar con zurrarle?
—Ni idea —comencé a llevarla hacia la cola del almuerzo, pero ella sacudió la cabeza en mi dirección—. Vamos a ver a los proveedores.
Me asaltó un extraño sentimiento. Estaba tan acostumbrada a ser su fuente de alimentación primaria que se me hacía rara la idea de volver a la rutina normal de los moroi. De hecho, casi me molestó y no debería haber sido así. La alimentación diaria era parte de la vida de un moroi, algo que yo no había sido capaz de ofrecerle mientras vivíamos por nuestra cuenta. Había sido una situación inconveniente, porque me dejaba a mí muy débil en los días en que la alimentaba, y a ella en los días intermedios. Debería alegrarme que las cosas regresaran a la normalidad.
Forcé una sonrisa.
—Claro.
Anduvimos hacia el área de los proveedores, contigua a la cafetería. Se hallaba organizada en pequeños cubículos, de ese modo el espacio disponible quedaba dividido de forma que garantizara una cierta intimidad. Una mujer moroi de pelo negro nos saludó en la entrada y miró su anotador, haciendo pasar las páginas. Cuando encontró lo que buscaba, tomó unas cuantas notas y luego le hizo un gesto a Lissa para que la siguiera. Me lanzó una mirada desconcertada, pero no me impidió entrar.
Nos llevó a uno de los cubículos donde estaba sentada una regordeta mujer de mediana edad hojeando una revista. Alzó la mirada cuando nos acercamos y nos sonrió. Pude observar en sus ojos la mirada vidriosa y soñadora propia de la mayor parte de los proveedores. Probablemente ella ya casi había cubierto su cuota del día, a juzgar por el subidón que parecía tener.
Su sonrisa se acentuó cuando reconoció a Lissa.
—Bienvenida a casa, princesa.
La recepcionista nos dejó y Lissa se sentó en una silla al lado de la mujer. Sentí un cierto grado de incomodidad en ella, algo distinto al que sentía yo. Esto también le era extraño, ya que había pasado mucho tiempo desde la última vez. La proveedora, sin embargo, no tenía esos remilgos. Una mirada animosa le cruzó el rostro, la mirada de un yonqui a punto de darse su siguiente chute.
Me invadió el asco. Era un viejo instinto, uno que había sido macerado con el paso del tiempo. Los proveedores resultaban esenciales para la vida de los moroi. Se trataba de humanos que se ofrecían por voluntad propia para convertirse en una fuente regular de sangre, humanos que vivían en los límites de la sociedad y que entregaban sus vidas al mundo secreto de los moroi. Se les cuidaba muy bien por ello y se les facilitaban todas las comodidades necesarias, pero al fin y al cabo, en esencia, eran consumidores de droga, adictos a la saliva de los moroi y al subidón generado por cada mordisco. Los moroi y los guardianes despreciaban esta dependencia, aun siendo evidente que los moroi nunca podrían haber sobrevivido de otro modo a menos que consiguieran sus víctimas a la fuerza. Era de lo más hipócrita que podía uno imaginarse.
La proveedora inclinó la cabeza para facilitar el acceso total a su cuello, donde la piel estaba marcada por cicatrices de años y años de mordiscos diarios. Como Lissa y yo no habíamos realizado una pauta constante de alimentación, mi cuello estaba libre de marcas, ya que desaparecían al cabo del día más o menos.
Lissa se inclinó hacia delante y hundió los colmillos en la carne blanda de la proveedora. La mujer cerró los ojos al tiempo que emitía un suave sonido placentero. Yo tragué saliva mientras observaba cómo bebía. No pude ver nada de sangre, pero podía imaginármelo. Sentí crecer la emoción dentro de mi pecho, una suerte de ansiedad. Celos. Aparté los ojos y dirigí la mirada hacia el suelo. Me reprendí mentalmente a mí misma.
«Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué lo extrañas? Sólo lo has hecho una vez al día durante este tiempo. No te has vuelto una adicta, al menos no de esta manera, y tampoco quieres convertirte en una».
Sin embargo, no podía evitarlo, no soportaba cómo me sentía mientras recordaba el gozo y el subidón del mordisco de un vampiro.
Lissa terminó y nos dirigimos hacia la cola del almuerzo en las zonas comunes. Era corta, ya que sólo nos habíamos ausentado quince minutos, así que avancé y comencé a llenar mi plato de patatas fritas y algunas cosas redondeadas con forma de media luna con un aspecto que recordaba vagamente a los nuggets de pollo. Lissa sólo tomó un yogur. Los moroi necesitaban alimento, lo mismo que los dhampir y los humanos, pero rara vez sentían apetito después de haber bebido sangre.
—¿Cómo te han ido las clases? —le pregunté.
Ella se encogió de hombros. Ahora tenía el rostro iluminado por la vida y un bonito color.
—Bueno, muchas miraditas, muchísimas. Una gran cantidad de preguntas sobre dónde habíamos estado. Y cuchicheos.
—Lo mismo que yo —le contesté. El dependiente nos cobró y caminamos hacia las mesas. Le dediqué a Lissa una mirada de medio lado—. ¿No te ha sentado mal? No te han molestado, ¿a que no?
—No, no pasa nada.
Las emociones que fluían a través de nuestra conexión entraban en contradicción con sus palabras. Sabiendo que yo podía percibirlo, intentó cambiar de tema y me entregó su horario de clases. Le eché una ojeada.
1ª clase: Ruso 2.
2ª clase: Literatura colonial americana.
3ª clase: Bases de control elemental.
4ª clase: Poesía antigua.
—Almuerzo—
5ª clase: Comportamiento y fisiología animal.
6ª clase: Cálculo avanzado.
7ª clase: Cultura moroi 4.
8ª clase: Arte eslavo.
—Qué pasada —le dije—. Si no tuvieras esas estúpidas mates, tendríamos el mismo horario de tarde —dejé de caminar—. ¿Por qué te han puesto en Bases? Esa clase es del curso anterior.
Ella me observó.
—Porque los de último curso dan clases especializadas.
Nos quedamos completamente calladas. Todos los moroi manejaban un cierto tipo de magia elemental. Ésa era una de las cosas que diferenciaban a los vampiros vivos de los strigoi, los vampiros muertos. Los moroi consideraban la magia como un don, ya que era una parte de sus almas y les conectaba al mundo.
Hacía mucho tiempo, habían usado la magia de forma abierta, evitando los desastres naturales y ayudando en asuntos como la comida y la producción de agua. Ahora ya no necesitaban hacer eso, pero seguían llevando la magia en la sangre. Ardía en ellos y les hacía querer conectarse con la tierra y ejercer su poder. Las academias como ésta existían precisamente para ayudar a los moroi a controlarla y aprender cómo realizar cosas cada vez más complejas. Los estudiantes también debían aprender las reglas referentes a la magia, reglas que habían existido durante siglos y que se hacían cumplir de forma estricta.
Todos los moroi tenían alguna pequeña habilidad especial en cada uno de los elementos. Al alcanzar más o menos nuestra edad, los estudiantes se «especializaban» cuando uno de los elementos se hacía más fuerte sobre los otros: tierra, agua, fuego y aire. No especializarse equivalía a no haber llegado a la pubertad.
Y Lissa… bueno, aún no se había especializado.
—¿Todavía la imparte la señora Carmack? ¿Qué te ha dicho ella?
—Dice que no le preocupa. Cree que terminará ocurriendo por sí solo.
—¿Le contaste… le hablaste de…?
Lissa sacudió la cabeza.
—No, por supuesto.
Dejamos de hablar del asunto. Era algo en lo que pensábamos a menudo, pero rara vez hablábamos de ello.
Comenzamos a ponernos de nuevo en movimiento, escudriñando las mesas para buscar un lugar donde sentarnos. Unos cuantos ojos se alzaron hacia nosotras con curiosidad evidente.
—¡Lissa! —exclamó una voz cercana. Echando una ojeada alrededor localicé a Natalie haciéndonos gestos y Lissa y yo intercambiamos las miradas. Natalie era una especie de prima de Lissa, del mismo modo que Victor era su tío, pero nunca solíamos pasar con ella mucho rato.
Lissa se encogió de hombros y nos dirigimos en esa dirección.
—¿Por qué no?
Yo la seguí con evidente desgana. Natalie era encantadora, pero también una de las personas menos interesantes que había conocido. La mayoría de los miembros de la realeza que había en la escuela disfrutaban de una especie de estatus de celebridad, pero Natalie nunca se había sentido cómoda entre la multitud. Era demasiado sosa y no tenía interés alguno en los politiqueos de la Academia, aunque de todas formas, le habrían faltado luces para manejarse con ellos.
Los amigos de Natalie nos miraron con una tranquila curiosidad, pero eso no la contuvo y nos envolvió entre sus brazos. Tenía los ojos de color verde jade como Lissa, pero su pelo era negro como el carbón, igual que el de Victor antes de que la enfermedad se lo agrisara.
—¡Has vuelto! ¡Sabía que ocurriría! Todo el mundo decía que te habías ido para siempre, pero yo sabía que no estarías lejos mucho tiempo. ¿Por qué os fuisteis? ¡Circulan tantas historias sobre el motivo de vuestra marcha! —Lissa y yo intercambiamos miradas mientras Natalie seguía parloteando—. Camille decía que una de las dos se había quedado embarazada y que os habíais ido para abortar, aunque yo sabía que eso no podía ser verdad. Alguien dijo también que os habíais ido para quedaros con la mamá de Rose, pero yo me imaginaba que la señora Kirova y papá no habrían estado tan preocupados si eso fuera lo que había pasado. ¿Sabes si podemos ser compañeras de habitación? Le estaba diciendo…
Y siguió charlando más y más, haciendo centellear sus colmillos mientras hablaba. Yo sonreí educadamente, dejando que Lissa lidiara con aquel asalto hasta que Natalie hizo una pregunta peligrosa.
—¿Cómo te las apañaste para obtener sangre, Lissa?
La mesa nos dedicó una mirada inquisitiva. Lissa se quedó rígida, pero yo intervine de inmediato y la mentira fluyó sin esfuerzo a través de mis labios.
—Oh, muy fácil. Hay un montón de humanos dispuestos a prestarse a ello.
—¿De verdad? —inquirió uno de los amigos de Natalie, con los ojos como platos.
—Así es. Te los encuentras en fiestas y sitios así. Andan buscando un chute de lo que sea y la verdad es que no se dan cuenta de lo que hace un vampiro, total, la mayoría están tan pasados que no se acuerdan de nada —todos estos vagos detalles eran lo máximo que podía contar así que me encogí de hombros segura de mí misma y con un aspecto tan guay como pude fingir. Ninguno de ellos sabía mucho del asunto, la verdad—. Como os he dicho, es fácil. Casi tan fácil como con nuestros propios proveedores.
Natalie aceptó eso y después se lanzó hacia otro tema de conversación, con lo cual Lissa me lanzó una mirada de agradecimiento.
Pasé de la conversación otra vez, me estuve fijando en aquellas caras de siempre, intentando adivinar quién salía con quién y cómo había cambiado de manos el poder dentro de la escuela. Mason, sentado con un grupo de novicios, captó mi mirada, y yo sonreí. Se sentaban cerca de él un grupo de moroi de sangre real, que se reían de algo, y entre ellos estaban Aaron y la chica rubia.
—Oye, Natalie —la interpelé, dándome la vuelta y cortando su parloteo. Ella no pareció notarlo o en todo caso no le dio importancia—. ¿Quién es la nueva novia de Aaron?
—¿Quién? Oh, Mia Rinaldi —al percibir mi mirada de incomprensión, me preguntó—. ¿No te acuerdas de ella?
—¿Debería acordarme? ¿Estaba aquí cuando nos fuimos?
—Ella siempre ha estado aquí —comentó Natalie—. Sólo tiene un año menos que nosotros.
Lancé una mirada cargada de interrogantes a Lissa, que optó por encogerse de hombros.
—¿Por qué la fastidiamos tanto? —le pregunté—. Nosotras no la conocíamos de nada.
—No lo sé —respondió Natalie—. Tal vez está celosa por Aaron. Ella no contaba para nada cuando os marchasteis, pero después cobró popularidad con mucha rapidez. No es de sangre real ni nada por el estilo, pero una vez que comenzó a salir con Aaron, ella…
—Oh, ya vale, gracias —la interrumpí—. Realmente no hace falta…
Levanté los ojos del rostro de Natalie hasta los de Jesse Zeklos, que pasaba en ese momento justo al lado de nuestra mesa. Ah, Jesse. Me había olvidado de él. Me gustaba flirtear de vez en cuando con Mason y otros novicios, pero Jesse entraba en una categoría completamente distinta. Con los otros chicos tan sólo flirteaba por el placer de hacerlo, pero con Jesse lo hacía con la esperanza de terminar con él semidesnuda en algún sitio. Era un moroi de sangre real y estaba tan bueno que debería llevar puesto un letrero como advertencia: «PELIGRO, INFLAMABLE». Me sonrió cuando nuestras miradas se encontraron.
—Hola, Rose, bienvenida de vuelta. ¿Sigues todavía rompiendo corazones por ahí?
—¿Te vas a ofrecer voluntario?
Su sonrisa se amplió.
—Podemos salir alguna vez y a ver qué pasa. Si es que te dan la condicional.
Siguió andando y le observé llena de admiración. Natalie y sus amigos me miraron con respeto casi reverencial. Puede que yo no sea una diosa al estilo de Dimitri, pero en ese grupo, Lissa y yo éramos auténticas diosas —o al menos algo parecido— de otra naturaleza.
—Oh, Dios mío —exclamó una chica, cuyo nombre no recordaba—, pero si ése era Jesse.
—Sí —le respondí, sonriente—, sin duda alguna que lo es.
—Me gustaría tener tu aspecto —añadió con un suspiro.
Los ojos de todo el grupo cayeron sobre mí. Técnicamente, yo era medio moroi, pero mi aspecto era humano. Mientras habíamos estado por ahí me había mezclado sin problemas con los humanos, tanto que apenas había dedicado ni un segundo a pensar en mi apariencia. Aquí, entre las delgadas chicas moroi de senos pequeños, yo tenía algunos rasgos, como mis pechos más grandes y mis caderas más pronunciadas, que hacían que llamara la atención. Sabía que era guapa, pero para los chicos moroi, mi cuerpo era algo más que bonito, era sexy en el sentido más atrevido del término. Las dhampir resultaban una conquista exótica, una novedad que todos los moroi querían «catar».
Era una ironía que las dhampir tuviésemos aquí tanto atractivo, porque las esbeltas chicas moroi tenían un aspecto mucho más parecido a las escuálidas modelos de pasarela que hacían furor en el mundo de los humanos. La mayoría de las humanas no conseguiría alcanzar esa escualidez «ideal», del mismo modo que las chicas moroi no conseguirían adquirir mis medidas. Desde luego, todo el mundo aspiraba a lo que no podía tener.
Lissa y yo nos sentamos juntas en las clases que compartíamos por la tarde, pero no hablamos mucho. Esta vez no fuimos objeto de las miradas y además me di cuenta de que cuanto más hablábamos con la gente, más nos apoyaban. Lentamente, de forma gradual, parecieron recordar quiénes éramos y empezó a disiparse la novedad de nuestra alocada proeza, aunque no la intriga.
O quizás yo diría más bien que recordaron quién era yo, porque era la única que hablaba. Lissa mantenía la vista fija hacia delante, escuchando, pero sin reconocer ni participar en mis intentos de abrir una conversación. Sentía cómo rezumaba ansiedad y tristeza.
—De acuerdo —le comenté cuando las clases terminaron al fin. Permanecimos allí de pie fuera de las aulas y era completamente consciente de que, al hacer eso, rompía los términos de mi acuerdo con Kirova—. No nos podemos quedar aquí —insistí mirando en derredor hacia el campus, con incomodidad—. Voy a buscar una manera de escaparnos.
—¿Crees que podrás conseguirlo una segunda vez? —me preguntó Lissa en voz baja.
—Estoy convencida —le repliqué con seguridad, aliviada de nuevo por que ella no pudiera percibir mis sentimientos. Habernos escapado la primera vez ya había sido lo bastante astuto. Para hacerlo de nuevo, tendría que ser realmente una auténtica cabrona, si es que era capaz de encontrar la manera.
—De verdad podrías, ¿no? —ella sonrió, más para sí misma que para mí, como si estuviera pensando en algo divertido—. Claro que lo harías. Es sólo que, bueno… —suspiró—. No sé si deberíamos irnos. Quizá… quizá sería mejor que nos quedáramos.
Parpadeé atónita.
—¿Qué? —no es que fuera la más elocuente de las respuestas, pero sí la mejor que pude apañar. Nunca hubiera esperado esto de ella.
—Te he visto, Rose. Te he visto hablando con los otros novicios durante la clase, cuando charlabais sobre las prácticas. Tú echarías esto de menos.
—Pero eso no importa —le argumenté—. No si… no si tú… —no pude acabar siquiera; ella llevaba razón. Me había calado. Echaba de menos a los otros novicios, incluso a algunos de ellos que eran moroi, pero había algo más que eso. El peso de mi inexperiencia, lo mucho que me había quedado atrás, había estado creciendo en mi mente durante todo el día.
—Todo va a ir mejor ahora —me respondió ella—, ya hace un tiempo que…, bueno, ya sabes, no han ocurrido tantas cosas. No he percibido que nadie nos siga ni nos observe.
No le contesté nada a eso. Antes de nuestra fuga, Lissa tenía la impresión de ser continuamente vigilada, como si la estuvieran cazando. No había visto ninguna prueba que apoyara esto, pero había escuchado a uno de mis maestros insistir una y otra vez sobre la misma cosa, en concreto a la señora Karp, una bonita moroi con cabellos de un intenso tono caoba y pómulos muy altos. Y sobre la cual yo tenía la razonable certeza de que estaba un poco loca.
«Nunca se sabe quién puede estar observándote», solía decir mientras caminaba con paso firme por la clase y cerraba todas las persianas, «o quién te está siguiendo. Lo mejor es asegurarse. Y lo mejor de todo es optar siempre por la seguridad». Nos solíamos reír de ella por lo bajinis porque eso es lo que los estudiantes hacen con sus profesores excéntricos y paranoicos. La idea de que Lissa actuara como ella me molestaba.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Lissa, al notar que tenía la cabeza en otra cosa.
—¿Eh? Nada. Sólo estaba pensando —suspiré mientras intentaba equilibrar mis propios deseos con lo más conveniente para ella—. Liss, podemos quedarnos, supongo, pero con unas cuantas condiciones.
Ella se rió de esa manera suya tan peculiar.
—Un ultimátum de Rose, ¿eh?
—Hablo en serio —y éstas eran palabras que yo no solía emplear a menudo—. Quiero que te mantengas apartada de los de sangre real. No me refiero a Natalie ni a otros como ella, sino ya sabes, los otros, los que juegan al poder, como Camille, Carly. Ese grupito.
Su diversión se transformó en sorpresa.
—¿Lo dices en serio?
—Del todo. De todas formas, nunca te gustaron.
—A ti sí.
—No, no, de verdad. Me gustaba lo que podían ofrecer: las fiestas y todo eso.
—¿Y podrás prescindir de eso ahora? —se mostró escéptica.
—Sin duda. Ya lo hicimos en Portland.
—Ah, sí, pero eso era diferente —sus ojos se perdieron soñadores, sin fijarse en nada concreto—. Aquí… aquí debo ser parte de todo. No puedo evitarlo.
—Ya lo creo que puedes. Natalie vive apartada de todo ese rollo.
—Natalie va a heredar el título de su familia —me replicó ella—, pero yo ya lo tengo. Debo implicarme, comenzar a hacer contactos. André…
—Liss —gruñí—. Tú no eres André —no me podía creer que todavía se siguiera comparando con su hermano.
—Él siempre estaba pendiente de todas estas cosas.
—Ah, sí, vale —repliqué con brusquedad—, pero él está muerto.
Su rostro se crispó, tenso.
—¿Sabes?, algunas veces no tienes nada de agradable.
—Tú tampoco me quieres a tu lado para que lo sea. Si quieres alguien agradable, hay ahí una docena de borregos que se desgarrarían la garganta unos a otros para ponerse a buenas con la princesa Dragomir. Tú me mantienes cerca para que te diga la verdad, que es ésta: André está muerto. Ahora la heredera eres tú, y tendrás que lidiar con eso como mejor veas, mas por ahora, lo que eso significa es que debes mantenerte apartada de los otros moroi de sangre real. Intentaremos pasar inadvertidas de momento, así que hay que avanzar por mitad de todo esto buscando el lado más fácil. Vuelve a implicarte en ese rollo, Liss, y te volverás…
—¿Loca? —completó ella cuando vio que yo dejaba la frase sin terminar.
Ahora fui yo quien apartó la mirada.
—No pretendía decir…
—Vale —replicó, después de un rato. Suspiró y me tocó el brazo—. Está bien. Nos quedaremos y me mantendré aparte de todo ese asunto. «Avanzaremos por mitad de todo esto buscando el lado más fácil», como quieres. Andaré por ahí con Natalie, supongo.
Si debía ser sincera, no era eso lo que yo deseaba, para nada. Me apetecía asistir a todas las fiestas y las reuniones reales donde bebían como cosacos, igual que habíamos hecho antes, pues ésa era la vida que habíamos llevado durante años, hasta el fallecimiento del hermano y los padres de Lissa. André era quien debía haber heredado el título familiar y realmente actuó como se esperaba de él en ese sentido. Era guapo y extrovertido y hechizaba a todos sus conocidos, hasta el punto de convertirse en el líder de todas las camarillas y los clubs habidos y por haber en el campus. Después de su muerte, Lissa pensaba que era su deber familiar sustituirle en su puesto.
Y a mí me encantó unirme a ella en ese mundo, porque resultaba fácil para mí, teniendo en cuenta que no debía cargar con el lado político de todo aquello. Era una bonita dhampir, una a la que no le importaba meterse en problemas y gastar todo tipo de bromas estúpidas. Me convertí en una novedad, y a todos les encantaba tenerme por allí cerca por la diversión.
Pero Lissa tenía que lidiar con otros asuntos. Los Dragomir eran una de las doce familias gobernantes, conque tenía una posición de mucho poder en la sociedad moroi, de modo que los otros jóvenes moroi querían estar a buenas con ella. Los falsos amigos se le acercaban para cotillear y hacer grupitos unos en contra de otros. Esos nobles sobornaban y apuñalaban por la espalda en un suspiro, todos contra todos. Eran completamente impredecibles para los dhampir y los demás que carecían de sangre real.
Esa cultura cruel había cobrado ya su precio a Lissa. Ella tenía una naturaleza abierta y amable, que a mí me encantaba, y odiaba verla enfadada y estresada por aquellos juegos de poder reales. Se había vuelto muy frágil después del accidente y todas las fiestas del mundo juntas no valdrían nada al lado de verla herida.
—Está bien entonces —acordé finalmente—. Veamos cómo va todo esto, pero si algo sale mal, lo que sea, nos vamos. Sin discusiones.
Ella asintió.
—¿Rose?
Ambas elevamos la mirada hacia la masa imponente de Dimitri. Esperaba que no hubiera escuchado la parte que se refería a nuestra marcha.
—Llegas tarde a la sesión de prácticas —anunció con voz inexpresiva. Cuando vio a Lissa, le dedicó un educado gesto de asentimiento con la cabeza—. Princesa.
Mientras nos alejábamos me preocupé por Lissa y me pregunté si realmente quedarnos era la mejor opción. No notaba nada alarmante a través del vínculo, pero sus emociones me acicateaban desde todas partes. Confusión, nostalgia, miedo, expectativa. Fluían en mi interior intensas y con fuerza.
Sentí la tracción justo un momento antes de que sucediera. Ocurrió exactamente igual que en el avión: sus emociones adquirieron tal intensidad que me «absorbieron» hacia el interior de Liss antes de que pudiera impedirlo. A partir de ese momento podía ver y sentir todo lo que ella veía y sentía.
Caminó despacio a través de las zonas comunes hacia la pequeña capilla ortodoxa rusa que suplía la mayor parte de las necesidades religiosas de la escuela. Lissa siempre había acudido a misa con regularidad. Yo, no. Tenía un acuerdo firme con Dios: yo accedía a creer en él, por los pelos, siempre que me dejara dormir a pierna suelta los domingos.
No obstante, cuando ella entró en el interior, sentí que no había acudido allí para rezar. Tenía otro propósito distinto, uno del cual yo no sabía nada. Tras echar una ojeada alrededor, comprobó que no se encontraban por allí ni el sacerdote ni ningún fiel. El lugar estaba vacío.
Se deslizó a través de una entrada situada en la parte trasera de la capilla y subió unas escaleras angostas y chirriantes hasta el ático, oscuro y polvoriento. La única luz provenía de una gran vidriera que quebraba el ligero resplandor del crepúsculo, convirtiéndolo en un montón de pequeñas joyas multicolores derramadas sobre el suelo.
No supe hasta ese momento que éste era uno de los sitios donde Lissa se retiraba habitualmente, pero ahora pude percibir sus recuerdos de cómo solía escaparse a este lugar para estar sola y pensar. Su ansiedad se deshizo en cuanto se sintió rodeada por aquel entorno familiar. Se subió al alféizar de la ventana y reclinó la espalda contra uno de sus lados, el silencio y la luz la sumieron en un trance momentáneo.
Los moroi eran capaces de soportar algo de luz diurna, a diferencia de los strigoi, pero no podían extralimitarse en su exposición. Allí sentada, podía tener la sensación de estar al sol, protegida por la fragmentación de la luz que hacía el cristal.
«Respira, sólo respira», dijo para sus adentros, «todo va a salir bien, porque Rose va a hacerse cargo de todo».
Ella lo creía a pies juntillas, como siempre, y eso la relajaba.
Entonces, una voz baja habló desde la oscuridad:
—Puedes quedarte con la Academia, pero no con el asiento de la ventana.
Ella dio un respingo, con el corazón latiéndole a toda velocidad. Yo compartí su ansiedad y mi propio pulso se aceleró.
—¿Quién está ahí?
Un momento más tarde, una forma se alzó desde detrás de una pila de cajas, justo fuera de su campo de visión. La figura avanzó hacia delante, bajo la pobre iluminación, hasta que se materializaron unos rasgos familiares: revuelto pelo negro, pálidos ojos azules y una perenne mueca sardónica en el rostro.
Christian Ozzera.
—No te preocupes —le dijo él—. No muerdo. Bueno, no de la manera que tanto te asusta —y se echó a reír de su propio chiste.
Ella no lo encontró nada divertido. Se había olvidado de Christian por completo, al igual que yo.
No importaba lo que pasase en nuestro mundo, había unas cuantas verdades básicas sobre los vampiros que permanecían incólumes. Los moroi estaban vivos; los strigoi, no muertos. Los moroi eran mortales; los strigoi, inmortales. Los moroi nacían, los strigoi se creaban.
Y había dos maneras de fabricar un strigoi: cualquiera de ellos podía convertir a humanos, dhampir o moroi con un solo mordisco. Los moroi a los que les tentaba la idea de la inmortalidad podían convertirse en strigoi por elección si mataban a otra persona al alimentarse de ella. Esto se consideraba perverso y retorcido, el más grande de todos los pecados, contrario a la forma de vida de los moroi y a su misma naturaleza. Los moroi que escogían esta oscura vía perdían su habilidad para conectar con la magia más elemental y otros poderes de la naturaleza. Por eso no podían exponerse al sol.
Y eso era lo que les había pasado a los padres de Christian: eran strigoi.