VEINTICUATRO

A pesar de todo el entrenamiento recibido, de las lecciones sobre los hábitos de los strigoi y las formas de defenderme de ellos, no había visto a ninguno en mi vida. Daba más miedo del previsible.

Esta vez estaba preparada cuando vino a por mí. Más o menos. Me eché hacia atrás para evitarla y me puse fuera de su alcance mientras me preguntaba cuáles eran mis posibilidades reales de salir bien librada. Recordé las bromas de Dimitri durante el viaje al centro comercial. No tenía una estaca de plata ni un objeto con el cual cortarle la cabeza ni había forma de quemarla en un fuego. Después de todo, correr era la mejor opción de todas, mira tú por dónde, pero ella me cerraba el paso.

Me sentí una inútil, razón por la cual retrocedí por el vestíbulo conforme ella avanzaba hacia mí con movimientos mucho más gráciles de lo que había mostrado en vida.

En ese momento, saltó hacia delante, también mucho más deprisa que cuando estaba viva, y me agarró. Acto seguido empezó a golpearme la cabeza contra el muro. Noté un estallido de dolor por todo el cráneo y estaba convencida de que el sabor metálico que paladeaba al fondo de la boca era el de la sangre. Luché frenéticamente contra ella, intentando urdir algún tipo de defensa, pero era como cuando peleaba con Dimitri: no encontraba ningún fallo.

—Procura no matarla si no es estrictamente necesario, cariño —murmuró Victor—. Tal vez nos sea de utilidad más adelante.

Natalie hizo un alto en su ataque, lo cual me concedió un respiro para ponerme de pie, sin embargo no me quitó los ojos de encima ni un segundo.

—Haré lo posible —replicó ella con una nota de escepticismo en la voz—. Sal de aquí ahora mismo. Me reuniré contigo en cuanto haya terminado.

—No me lo puedo creer —le grité mientras él me daba ya la espalda—. ¿Has hecho que tu propia hija se convierta en una strigoi?

—Es un recurso de última instancia, un sacrificio necesario en aras a un bien superior. Natalie lo entiende.

Y se marchó.

—¿Lo entiendes? ¿De verdad? —esperaba poder salir del atolladero dándole palique, como en las películas, y también confiaba en poder ocultar mi pánico detrás de esas preguntas—. Dios Santo, Natalie, te has convertido en… ¿Y sólo porque él te lo dijo?

—Mi padre es un gran hombre —replicó—. Va a salvar a los moroi de los strigoi.

—¿Te falta un tornillo o qué? —chillé. Iba andando hacia atrás cuando de pronto topé con el muro. Mis uñas se hundieron en la pared, como si escarbando pudiera abrirme camino—. ¡Tú eres una strigoi!

Ella se encogió de hombros con un gesto muy similar al de la antigua Natalie.

—Debía hacerlo para sacarle de aquí antes de que vinieran los guardias. Un strigoi a cambio de salvar a todos los moroi. Merece la pena, no importa renunciar al sol ni a la magia.

—Pero tú vas a querer matar a los moroi, no vas a poder evitarlo.

—Él me ayudará a mantener el control. Si no es así, tendrán que matarme.

Alargó los brazos para sujetarme por los hombros. Me estremecí cuando Natalie habló de su propia muerte como si tal cosa. No me cupo duda de que consideraba mi muerte con idéntica indiferencia.

—Estás como una cabra. No puedes quererle tanto, no puedes, de veras…

Volvió a arrojarme contra la pared y de nuevo acabé en el suelo, hecha un revoltijo de miembros. Tenía la impresión de que no iba a poder levantarme esta vez. Su padre le había dicho que no me matara, pero los ojos de Natalie decían otra cosa: deseaba hacerlo, quería alimentarse de mí, el hambre estaba ahí, seguía el camino de los strigoi. No debería haberle dirigido la palabra, comprendí ya tarde, pues iba a vacilar, tal y como me había prevenido Dimitri.

Y entonces, de pronto, apareció él, estaca en mano, corriendo por el pasillo como si fuera la muerte vestida con un guardapolvo.

Natalie se giró como una peonza y lanzó una acometida. Era rápida, mucho, pero mi mentor no le iba a la zaga, y evitó su ataque. El semblante de Dimitri era la viva imagen de la potencia y la fuerza en estado puro. Con una fascinación estremecedora, los vi moverse: daban vueltas el uno en torno al otro como los integrantes de una pareja en un baile mortífero. Ella le aventajaba claramente en fuerza, pero al mismo tiempo era una strigoi recién convertida, y obtener superpoderes no implica que sepas utilizarlos.

Sin embargo, Dimitri tenía un conocimiento muy preciso sobre el uso de los suyos y efectuó su movimiento después de un intercambio encarnizado de golpes. La estaca de plata centelleó en su mano como un rayo cuando él la volteó para dirigirla al corazón de Natalie, donde la hundió. Retrocedió y permaneció impasible mientras ella aullaba y caía al suelo. Dejó de moverse al cabo de unos segundos espantosos.

Con la misma rapidez, se inclinó sobre mí y deslizó los brazos por debajo de mi cuerpo. Se puso de pie, llevándome como cuando me fastidié el tobillo.

—Eh, camarada —murmuré. Mi voz me sonó soñolienta—. Tenían razón sobre los strigoi.

El mundo comenzaba a oscurecerse y se me cerraban los párpados.

—Abre los ojos, Rose. Roza —nunca le había oído tan tenso ni frenético—. No te duermas en mis brazos, aún no.

Entreabrí los ojos y le miré de soslayo mientras me sacaba del edificio prácticamente a la carrera, de vuelta a la enfermería.

—¿Estaba en lo cierto?

—¿Quién?

—Victor… aseguraba que no hubiera funcionado. El collar.

Comencé a delirar, perdida en la negrura de mi mente, pero Dimitri no dejaba de azuzarme para que permaneciera consciente.

—¿A qué te refieres?

—Al conjuro. Victor dijo… que… debías quererme e interesarte por mí para… que… funcionase —intenté agarrarle por la camisa cuando no me contestó, pero me faltaba fuerza en los dedos—. ¿Es verdad? ¿Me quieres?

—Sí, Roza, te quise, aún te quiero —contestó él con voz poco clara—. Me gustaría… que… pudiéramos estar juntos.

—Entonces, ¿por qué me mentiste?

Llegamos a la enfermería y él se las arregló para abrir la puerta a pesar de llevarme en brazos. Pidió ayuda a gritos en cuanto estuvimos dentro.

—¿Por qué me mentiste? —repetí con un hilo de voz.

Continuaba llevándome en brazos cuando bajó los ojos para mirarme. Las voces y el sonido de las pisadas sonaban cada vez más cercanos.

—Porque no podemos estar juntos.

—Por el rollo ese de la edad, ¿no? —pregunté—. ¿O porque eres mi mentor?

Se me había escapado una lágrima y corría por mi mejilla hasta que él la enjugó delicadamente con la yema del dedo.

—Eso es parte del problema —respondió—, pero no todo. Bueno… Tú y yo seremos guardianes de Lissa algún día y debo protegerla a ella a toda costa. Si nos ataca un grupo de strigoi, debo interponerme entre ellos y la princesa.

—Eso ya lo sé, forma parte de tu obligación —volví a ver las estrellas. Estaba a punto de desmayarme.

—No. Si me permito amarte, no me interpondré entre ellos y Lissa, te protegeré a ti.

El equipo médico llegó en ese momento y me robó de sus brazos.

Y así fue como di con mis huesos en la enfermería otra vez a los dos días de haber recibido el alta. Desde que regresamos a la Academia, era el tercer ingreso en dos meses. Eso olía a récord de algún tipo. Lo más probable es que tuviera una hemorragia interna y una conmoción cerebral, eso sin duda, pero nunca llegamos a averiguarlo. No te preocupas por esas menudencias cuando tu mejor amiga es una maldita curandera.

Aun así debí permanecer ingresada un par de días. Lissa y Christian, su nuevo novio, no se separaban de mi lado cuando no estaban en clase. Me enteré de unos cuantos cotilleos sobre el mundo exterior gracias a ellos. Dimitri había tomado conciencia de la presencia de un strigoi en el campus cuando encontró muerta y desangrada a la víctima de Natalie: el señor Nagy, de entre todos le había tocado la china a él. Era una elección sorprendente cuando menos, pero dada su edad, Natalie lo había tenido fácil para derrotarle con muy poca lucha. Se acabaron las clases de Arte eslavo. Los guardias del centro de detención sólo habían resultado heridos. Ella se había limitado a machacarlos, como a mí.

Encontraron y apresaron a Victor mientras intentaba escaparse del campus. Me alegré, a pesar de que eso significaba que el sacrificio de Natalie había sido en vano. Los rumores decían que el príncipe no mostró el menor temor cuando vino la guardia real y se lo llevó. Se limitó a sonreír todo el tiempo, como si estuviera al corriente de un secreto ignorado por todos los demás.

Después de aquello, la vida volvió a su normalidad, en tanto en cuanto algo así fuera posible, claro. Lissa dejó de practicarse cortes en las muñecas y se encontró mucho mejor desde que la doctora le prescribió una medicina, un antidepresivo o un ansiolítico, nunca logro acordarme, pues jamás he entendido mucho sobre esa clase de pastillas. Siempre pensé que la gente se volvía estúpida y feliz cuando las tomaba, pero resultó ser una píldora como otra cualquiera, quiero decir, algo arreglaba, y sobre todo, la mantenía normal y estable…

… lo cual era estupendo, pues todavía le quedaban unos cuantos temas pendientes de resolución, como lo de André. Al final, había terminado por creer la historia de Christian y Lissa se permitió aceptar que su hermano no era el héroe sin mácula que ella siempre había tenido en un pedestal. Le resultó un tanto duro, pero al final alcanzó una solución tranquilizadora: aceptó que André tenía un lado bueno y otro chungo, como todos nosotros. Le entristecía su comportamiento con Mia, pero eso no quitaba para que hubiera sido un buen hermano que la quería mucho, y lo más importante de todo: eso la liberó por fin de la necesidad de ocupar el papel de su hermano y enorgullecer a la familia. Lissa podía ser ella misma, lo cual demostraba a diario en su relación con Christian.

La escuela no había logrado superar todo aquello, pero a ella le daba igual, se lo tomaba a risa, e ignoraba las miradas de sorpresa y desdén que le dirigían los de sangre real por ser la novia de alguien con una familia de tan mala reputación. Ahora bien, no todos ellos pensaban de ese modo. Algunos conocieron a Lissa durante su breve giro social y descubrieron que les caía bien por sí misma, sin necesidad de coerción alguna. La apreciaban con sinceridad y de forma franca, prefiriendo demostrarlo antes que andarse con los juegos a los que se entregaban casi todos los aristócratas.

La mayoría de los nobles la ignoraron y a sus espaldas echaban pestes de ella, por supuesto. Lo de Mia estuvo entre lo más sorprendente de todo: se las arregló para congraciarse con unos cuantos alumnos de sangre noble a pesar de la gran humillación sufrida. Eso demostró que yo tenía razón. No iba a quedarse mucho tiempo hundida en el hoyo, y de hecho, empecé a atisbar los primeros síntomas de que urdía de tapadillo su venganza una mañana que pasé junto a ella de camino a clase. Mia se hallaba junto a varios alumnos más y hablaba en voz alta con la intención manifiesta de que la oyera.

—… son la pareja perfecta. Los dos proceden de familias deshonradas y desacreditadas.

Apreté los dientes y no dejé de caminar, pero seguí la dirección de la mirada de Mia, que no quitaba ojo a Lissa y Christian. Ellos estaban perdidos en su propio mundo y hacían muy buena pareja: ella era una guapa rubia y él un chico de ojos azules y pelo negro. No pude evitar el mirarlos también yo. Mia estaba en lo cierto. Sus familias habían caído en desgracia. La reina Tatiana había denunciado en público a Lissa, y por mucho que nadie culpase a los Ozzera por el destino sufrido por los padres de Christian, el resto de familiares reales de los moroi iban a mantener las distancias.

Pero Mia también tenía razón en otro sentido: Lissa y Christian estaban hechos el uno para el otro. Quizá fueran unos marginados sociales, pero los Dragomir y los Ozzera habían figurado entre los líderes moroi más destacados, y en cuestión de muy poco tiempo, ellos dos habían empezado a dar forma a caminos que podrían situarlos en una posición muy semejante a la ocupada por sus antepasados. Él empezaba a imitar un poco de la amabilidad y de la fachada social de Lissa mientras ella aprendía a defenderse en lo tocante a sus pasiones. Cuanto más los miraba, más fácilmente podía ver a su alrededor un halo de energía y confianza.

Tampoco ellos iban a quedarse en el hoyo.

Y creo que eso, junto a la gran humanidad de Lissa, ha hecho que mucha gente se haya sentido atraída por ella. Nuestro círculo social comenzó a ampliarse con cierta rapidez. Mason se unió enseguida, por supuesto, y no hizo intento alguno de ocultar cuánto le atraía yo. Lissa no dejaba de gastarme bromas al respecto, y lo cierto es que todavía no sé cómo zanjar el tema. Una parte de mí opina que tal vez ha llegado la hora de darle una oportunidad como novio formal, incluso aunque la otra mitad se muera de ganas por conseguir a Dimitri.

Por lo demás, Dimitri sigue tratándome exactamente como uno podría esperar de un mentor. Es eficiente, amable, estricto y comprensivo. Nunca ocurre nada fuera de lo normal, no sucede nada que levante sospechas sobre lo que pasó entre nosotros, nada salvo algún que otro encuentro de miradas.

Él tenía razón en lo referente a nosotros, al menos en teoría, y así lo asumí en cuanto logré controlar las emociones y superar mi primera reacción. La edad era un problema, cierto, en especial mientras yo fuera una alumna de la Academia, pero jamás se me había ocurrido pensar en el segundo argumento mencionado por mi mentor. Si dos guardianes mantenían una relación, su mutua compañía podía distraerlos y eso afectaría a la seguridad del moroi a cuya protección estaban dedicados. No podía permitir que eso sucediera, no era posible arriesgar la vida de Lissa por nuestros sentimientos. De lo contrario no seríamos mejores que el guardián de los Badica, que dimitió. Una vez le aseguré a Dimitri que mis sentimientos no importaban, Lissa estaba por encima de todo.

Sólo esperaba tener la oportunidad de demostrarlo.

—No me gusta cómo están las cosas en lo de las curaciones —me dijo Lissa un día que estábamos en su cuarto.

—¿Eh…?

Fingíamos estudiar, pero yo tenía la mente puesta en Dimitri. Le había contado muchos secretos a mi mejor amiga, pero no le había dicho ni mu sobre lo cerca que había estado de perder la virginidad. No conseguía contárselo, ignoraba el motivo.

—Lo de que haya debido dejar de curar —soltó el libro de historia que sostenía en las manos—. Y de usar la coerción —la sanación había sido acogida como un don maravilloso necesitado de un estudio posterior, pero el uso de la coerción le había valido serias reprimendas por parte de Kirova y la señora Carmack—. Me explico, ahora soy feliz y debería haber pedido ayuda hace mucho, en eso tenías razón. Me alegra estar medicada, pero Victor también estaba en lo cierto: ya no puedo usar el espíritu. Lo percibo, eso sí, pero echo de menos la posibilidad de tocarlo.

No tenía muy claro qué contestar a eso. A mí me gustaba su estado actual, la veía completa, confiada y sociable ahora que había desaparecido la amenaza de perder la cordura. Viéndola ahora, resultaba fácil creer las palabras de Victor sobre lo de su futuro como líder moroi. Me recordaba a sus padres y a André y a cómo ellos solían despertar la devoción en quienes los conocían.

—Y hay algo más —continuó—. Él tenía razón cuando aseguró que no podría dejarlo. Me duele no disponer de la magia. A veces, me muero de ganas de usarla…

—Lo sé —repuse, y era cierto: percibía ese dolor en su fuero interno. Las pastillas habían entumecido el acceso de Lissa a la magia, pero no habían afectado al vínculo existente entre nosotras.

—No dejo de pensar en todas las cosas que podría hacer y en toda la gente a la que podría ayudar —parecía compungida.

—Primero debes ayudarte a ti misma —le repliqué con fiereza—. No quiero que te hagas daño otra vez. No te lo voy a permitir.

—Lo sé. Christian dice lo mismo —puso una sonrisa tonta, como cada vez que pensaba en él. No habría mostrado tanto entusiasmo en que volvieran a estar juntos de haber sabido lo idiotas que se vuelven los enamorados—. Supongo que los dos tenéis razón: más vale desear la magia y estar cuerda que tenerla y estar como un cencerro. No hay término medio.

—No —convine—, en esto, no.

Entonces, salido de la nada, me vino a la cabeza un pensamiento. Había un término medio. Las palabras de Natalie me lo recordaron. «Merece la pena, no importa renunciar al sol ni a la magia».

La magia.

La señora Karp no se había convertido en una strigoi por haber enloquecido. Lo había hecho para mantener la cordura. Convertirse en una strigoi anulaba todo vínculo con la magia. No era posible utilizarla después de la transformación. De ese modo, ya no podría percibirla ni usarla. Una espiral de pena me recorrió las entrañas al mirar a Lissa. ¿Qué iba a ocurrir si llegaba a averiguarlo? ¿También ella se convertiría en una strigoi? No, me apresuré a contestar. Ella jamás haría algo así, era una persona muy fuerte y de una enorme rectitud, y mientras siguiera tomando la medicación, su profunda racionalidad evitaría que adoptase una medida tan drástica.

Aun así, la idea en sí misma me impulsó a averiguar un último detalle y por eso, a la mañana siguiente, acudí a la capilla y me senté en una bancada a la espera de que asomara por allí el sacerdote.

—Hola, Rosemarie —me saludó él, abiertamente sorprendido—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Me puse de pie.

—Necesito saber algo más sobre San Vladimir. He leído ese libro que me prestó y un par más —más valía no hablarle de los libros birlados—. Ninguno menciona cómo murió ni cómo acabó sus días. ¿Sufrió algo así como un martirio?

El sacerdote arqueó una de sus pobladas cejas.

—No, murió de viejo y en paz.

—¿Está seguro? ¿No se suicidó ni se convirtió en un strigoi?

—No, por descontado que no. ¿Cómo se te ha ocurrido algo semejante?

—Bueno, él era un santo y todo eso, pero también estaba un poco chiflado, ¿no? He leído al respecto y me dio por pensar, no sé, que tal vez hubiera sufrido alguno de esos destinos.

—Es cierto, luchó contra el demonio de la locura toda su vida —contestó con semblante grave—, y fue una lucha ardua en verdad. Quiso morirse en ocasiones, pero se sobrepuso. No se dejó vencer por ella.

Le miré, sorprendida, pues el santo no disponía de pastillas y era obvio que no había dejado de usar la magia.

—¿Cómo…? ¿Cómo lo logró?

—Por pura fuerza de voluntad, supongo —hizo una pausa—. Por eso y por Anna.

—Anna, la bendecida por la sombra —murmuré—. Su guardiana.

El sacerdote asintió.

—Ella permaneció a su lado y estuvo allí para sostenerle cada vez que aumentaba la debilidad de San Vladimir. Ella le instaba a permanecer firme, a no entregarse a los brazos de la locura.

Salí de la capilla como si estuviera en trance. Anna lo había logrado, había dejado que Vladimir navegase por las aguas del término intermedio y le había ayudado a obrar milagros por el mundo sin acabar de forma espantosa. La señora Karp había tenido la mala suerte de no contar con un guardián vinculado a ella. No había contado con la ayuda de nadie que la sostuviera en los momentos difíciles.

Lissa sí tenía a esa persona.

Crucé el patio de camino a la cafetería con una gran sonrisa. Hacía mucho tiempo que la vida no me parecía tan maravillosa. Lissa y yo podíamos lograrlo. Juntas podríamos conseguirlo.

En ese preciso instante, distinguí una figura oscura por el rabillo del ojo. Descendió en picado y se posó en un árbol próximo. Me detuve a mirarlo. Era un cuervo enorme de aspecto fiero y lustroso plumaje negro.

Un momento después me percaté de que no se trataba de un cuervo cualquiera, sino del cuervo al que Lissa había curado. Ningún otro pájaro toma tierra tan cerca de un dhampir y ninguna otra ave iba a quedarse mirándome con esa familiaridad e inteligencia. No daba crédito a mis ojos, no lograba creerme que siguiera por allí. Noté un escalofrío y retrocedí. Entonces comprendí la verdad.

—Tú también estás ligado a ella, ¿a que sí? —le pregunté, convencida de que cualquiera que me viera iba a pensar que estaba mal de la cabeza—. Ella te trajo de vuelta. También tú estás bendecido por la sombra.

De hecho, eso era realmente guay. Extendí el brazo hacia el ave, albergando cierta esperanza de que hiciera un movimiento dramático, como en las pelis, y se posara en mi antebrazo, pero todo lo que hizo el pajarraco fue mirarme como si yo fuera tonta de remate. Luego, desplegó las alas y echó a volar.

Contemplé su batir de alas mientras se perdía entre la penumbra del crepúsculo y luego me volví para ir en busca de Lissa. A lo lejos oí el sonido de un graznido, muy similar a una carcajada.