VEINTIUNO

Nunca antes había estado del todo desnuda con un chico cerca. Me ponía atacada de los nervios, aunque también me excitaba. Nos aferramos el uno al otro entre las sábanas sin dejar de besarnos. Sus manos y sus labios tomaron posesión de mi cuerpo, provocando espasmos de fuego con el menor roce en la piel.

Llevaba tanto tiempo deseando esto que apenas podía creerme que estuviera sucediendo. La atracción física era magnífica, pero también me gustaba el simple hecho de estar junto a él y el modo en que me miraba, como si fuera la criatura más sexy, la cosa más maravillosa del mundo.

Roza, Roza… —murmuraba Dimitri como una letanía. Me gustaba el sonido de mi nombre pronunciado por él en ruso.

Entretanto, en algún lugar, en algún sitio de todo aquel maremágnum, sonaba la voz que me había impulsado hasta la habitación de Dimitri. No se parecía a la mía, pero me sentía indefensa ante su sonido, no podía ignorarla. «Sigue junto a él, no te apartes de su lado. No pienses en ninguna otra cosa, salvo en Dimitri. No dejes de tocarle. Olvida todo lo demás».

Yo le prestaba oídos, pero no necesitaba ninguna motivación adicional.

El brillo ardiente de sus ojos me revelaba su deseo de ir mucho más lejos de adonde habíamos llegado, pero se tomaba las cosas con calma, tal vez porque era consciente de que estaba muy nerviosa. No se quitó los pantalones del pijama. Llegó un momento donde cambié de postura y me quedé encima de él, con las puntas de los cabellos colgando sobre él, que ladeó levemente la cabeza, lo cual me permitió verle la nuca. Acaricié con las yemas de los dedos las seis minúsculas marcas allí tatuadas.

—¿De verdad mataste a seis strigoi? —él asintió—. ¡Qué pasada!

Me tomó por el cuello para luego atraerme hacia él y besarme. Sus dientes me punzaron en la piel de un modo diferente a los colmillos de un vampiro, pero cada mordisquito era igual de excitante.

—No te preocupes. Algún día tendrás muchas más que yo.

—¿Sientes algún remordimiento?

—¿Eh…?

—Por matarlos. Me dijiste durante el viaje que eso era lo correcto, pero todavía te perturba. Por esa razón vas a la iglesia, ¿a que sí? Te veo allí durante la misa, pero en realidad tienes la mente en otro sitio.

Esbozó una sonrisa, en parte sorprendido y en parte divertido por el hecho de que hubiera adivinado otro de sus secretos.

—¿Cómo te enteras de esas cosas…? No siento remordimiento alguno, es sólo… tristeza. Todos ellos habían sido humanos, dhampir o moroi. Es una lástima, eso es todo, pero ha de hacerse. Todos debemos hacerlo en ocasiones y a veces eso me duele, y la capilla es buen lugar para meditar sobre ese tipo de cosas. De vez en cuando me siento en calma allí, pero no a menudo. Encuentro más paz en tu compañía.

Rodó sobre sí mismo hasta ponerse de nuevo encima de mí y volver a besarme, cada vez con más fuerza y urgencia. «Ay, Dios», pensé, «al fin voy a hacerlo. Es esto. Puedo sentirlo».

Debió de ver la resolución en mis ojos, ya que deslizó las manos por detrás de mi cuello sin dejar de sonreír a fin de soltar el broche de la cadena de oro regalada por Victor. Tuve la impresión de haber recibido una bofetada cuando el colgante se deslizó y quedó entre sus dedos. Parpadeé, sorprendida.

Dimitri debió de notar algo muy similar.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—No lo sé.

Me sentí como si intentara despertar después de un sueño profundo de dos días. Debía recordar algo…

… algo sobre Lissa.

Notaba la cabeza espesa, pero no era dolor ni vértigo, sino la desaparición de la voz. Ya no escuchaba en mi interior ese apremio machacón de que me acercara a Dimitri. Eso no significaba que ya no le deseara, ¿vale?, pues estaba fenomenal verle con esos pantalones de pijama y el pelo castaño fluyendo sobre un lado del semblante, pero había desaparecido esa influencia exterior que me empujaba hacia él. Todo era de lo más extraño.

Frunció el ceño y dejó de dar vueltas. Atrajo hacia sí la joya y la recogió tras unos segundos de cavilación. El deseo apareció otra vez en sus facciones en cuanto tocó la cadena de oro. Deslizó la mano libre sobre mi cadera y de pronto me asaltó otra embestida de lujuria enfebrecida. Noté una arcada en el estómago mientras se me ponía carne de gallina y empezaba a respirar pesadamente. Sus labios se movieron sobre los míos otra vez.

Una resistencia luchaba por abrirse paso desde mi interior.

—Lissa —murmuré, cerrando los ojos con fuerza—. He de decirte algo sobre Lissa, pero no logro recordarlo… ¡Qué rara me siento!

—Lo sé —repuso, sosteniéndome todavía. Reposó la mejilla sobre mi frente—. Hay algo extraño aquí… —abrí los ojos cuando noté que retiraba el rostro—. ¿Es ésta la cadena que te regaló el príncipe Victor?

Asentí con la cabeza. Pude ver detrás de sus ojos cómo empezaba a hilvanar pensamientos muy despacio y a salir del trance. Retiró las manos de mis caderas con un suspiro hondo y luego se apartó de mi lado.

—¿Qué haces? —exclamé—. Vuelve…

Me miró como si se muriera de ganas por hacerlo, pero en vez de eso, se bajó de la cama, llevándose consigo el collar, lo cual me hizo sentirme como si me hubieran arrancado una parte de mí, pero al mismo tiempo comencé a experimentar la sensación de haberme recobrado, como si lograra pensar con claridad otra vez, sin que mi cuerpo adoptara todas las decisiones por mí.

Por otra parte, él tenía aspecto de estar consumido por una pasión animal y daba la impresión de hacer un gran esfuerzo mientras cruzaba la habitación en dirección a la ventana. Consiguió abrirla con una sola mano, dejando que entrara un soplo de aire helado. Me froté los brazos con las manos para calentarme.

—¿Qué estás haciendo…? —intuí la respuesta en ese momento y salté disparada de la cama, tarde para impedir que tirara la cadena por la ventana—. ¡No! ¿Sabes cuánto debe de haber costa…?

Ya no me sentí a punto de despertar, sino completamente despierta, cuando la joya desapareció de la habitación. Estaba dolorida y sorprendida.

Miré a mi alrededor: me hallaba desnuda en la habitación de Dimitri y la cama estaba deshecha.

Pero todo eso no era nada en comparación con el alcance de mi siguiente pensamiento.

—¡Lissa! —exclamé con voz ahogada.

En ese momento me vino todo a la cabeza: los recuerdos y las emociones, de hecho, toda la conmoción interior de Lissa se desparramó sobre mí de un modo inquietante. Estaba asustada, muy asustada. Todas esas sensaciones pretendían absorberme y llevarme de vuelta a su cuerpo, pero no se lo permití. Todavía no. Luché contra ella, pues necesitaba quedarme donde estaba. Le conté a Dimitri de forma atropellada todo cuanto había sucedido.

Él reaccionó sin dejarme terminar de hablar: parecía un dios airado mientras se vestía de forma precipitada y luego me ordenó hacer lo mismo, lanzándome una sudadera con un lema escrito en cirílico para que la llevara encima de mi descocado atuendo.

Las pasé canutas para poder seguirle mientras bajaba por las escaleras, pues esta vez no ralentizó el paso para esperarme. Habían comenzado los gritos cuando llegué, pues él ya había llamado a quien correspondiera. Se oían órdenes por todas partes. No tardamos en llegar junto a la oficina principal de los guardianes, donde ya habían llegado Kirova y otros profesores, además de la mayoría de los guardianes del instituto, y todos se pusieron a hablar a la vez mientras yo notaba el temor creciente de Lissa y la percibía cada vez más lejos.

Pedí a grito pelado que alguien se apresurara a hacer algo, pero nadie salvo Dimitri parecía creer mi historia sobre el rapto de Lissa hasta que alguien regresó de la capilla y otros guardianes verificaron que ella no estaba en el campus.

Christian entró con paso tambaleante, sostenido por dos guardianes. Poco después se personó la doctora Olendzki a fin de hacerle un reconocimiento rápido y limpiarle la sangre de la herida del cogote.

«Al fin va a ocurrir algo», dije para mis adentros.

—¿De cuántos strigoi hablamos? —me preguntó uno de los guardianes.

—¿Cómo rayos han conseguido entrar? —masculló otro en voz baja.

Les miré fijamente.

—¿Qué…? Ninguno de ellos era strigoi.

Todos los ojos se posaron en mí.

—¿Y quién más ha podido llevársela? —inquirió Kirova con gazmoñería—. Has interpretado mal la… visión.

—No. Estoy segura. Se trataba de… eran… guardianes.

—Ella está en lo cierto —convino Christian con un hilo de voz, todavía bajo los cuidados de la doctora. Hizo una mueca de dolor cuando le limpió en la parte posterior de la cabeza—. Eran guardianes.

—Eso es imposible —dijo alguien.

—No eran de la Academia —me froté la frente e hice de tripas corazón para no zanjar la conversación e ir a por Lissa. Mi mosqueo fue a más—. ¿Vais a moveros de una vez? Liss se encuentra cada vez más lejos.

—¿Estás diciendo que un grupo de guardianes sobornados se ha colado entre estos muros y la ha raptado? —preguntó Kirova. Su tono de voz daba a entender que yo estaba hablando en broma.

—Sí —repliqué entre dientes—. Ellos…

Me saqué de encima la sujeción mental, poco a poco y con cuidado, y volé enseguida a la cabeza de mi amiga. Vi un cochazo caro de cristales tintados para impedir el paso de la luz. Tal vez fuera «de noche» entre aquellas paredes, pero era pleno día en el resto del mundo. Uno de los guardias de la capilla iba al volante y otro ocupaba el asiento del copiloto. Le identifiqué. Era Spiridon. Lissa estaba sentada en la parte posterior con las manos atadas, entre un guardia y…

—Trabajan para Victor Dashkov —anuncié con voz entrecortada, concentrándome otra vez en Kirova y los demás—. Están a sus órdenes.

—¿El príncipe Victor Dashkov? —preguntó con sorna uno de los guardianes.

Como si hubiera otro maldito Victor Dashkov.

—Haced algo, por favor —me quejé mientras me sujetaba la cabeza entre las manos—. Siguen alejándose. Están a… —miré por la ventanilla del vehículo y una imagen onduló delante de mis ojos—. Están en la autovía 83. Se dirigen hacia el sur.

—¿Tan lejos ya? ¿Cuánto hace que se marcharon de aquí? ¿Por qué no has dado la alarma antes?

Miré a Dimitri con ansiedad.

—Estaba sometida a un hechizo de coerción —contestó él, arrastrando las palabras—. El príncipe Victor le regaló un collar con un hechizo de coerción. Eso la impulsó a atacarme.

—No hay nadie capaz de usar esa clase de coerción —exclamó Kirova—. Nadie ha realizado uno desde hace siglos.

—Bueno, pues alguien lo hizo. Transcurrió bastante tiempo para cuando la reduje y le quité el collar —agregó Dimitri con el semblante perfectamente sereno.

Nadie cuestionó esa versión de la historia.

Al fin, al fin, se ponían en acción. Nadie deseaba llevarme, pero Dimitri insistió al darse cuenta de que yo podía conducirles hasta Lissa. Tres grupos de guardias se lanzaron en pos de los raptores en los siniestros SUV de color negro. Me monté en el primero y me coloqué en el asiento del copiloto mientras Dimitri conducía. Se fueron desgranando los minutos en silencio, roto sólo las contadas ocasiones en que yo les informaba.

—Siguen circulando por la 83, pero están a punto de llegar a una salida. No han acelerado. No quieren que la policía los detenga.

Dimitri asintió sin mirarme. Él sí estaba pisando a fondo el acelerador, de eso no me cabía duda alguna.

Estuve mirándole por el rabillo del ojo mientras revivía en mi mente todos los hechos de esa noche. Rememoré todo de nuevo, en especial la forma en que me miraba y me besaba.

Pero ¿qué había sido todo aquello? ¿Una ilusión? ¿Un engaño? De camino hacia el coche, me había dicho que habíamos actuado impelidos por un hechizo de coerción fijado en el collar, una coerción de lujuria. Jamás en la vida había oído hablar de algo semejante, y escurrió el bulto cuando le pedí más información, limitándose a decir que era un tipo de nigromancia antigua ya en desuso empleada por los ejecutantes del elemento tierra.

—Están tomando un desvío —anuncié de pronto—. No veo el nombre, pero lo sabré cuando estemos cerca.

Dimitri soltó un gruñido en señal de asentimiento y yo me hundí todavía más en el asiento.

¿Qué significado tenía lo de esa noche? ¿Representaba algo para él? Para mí suponía muchísimo.

—Ahí —le advertí al cabo de unos veinte minutos, e indiqué el camino sin asfaltar por donde había girado el coche de Victor.

Nuestro vehículo estaba más preparado para correr sobre la gravilla, y eso nos daba un plus. Avanzábamos en un silencio absoluto, sólo roto por el crujir de los guijarros debajo de las llantas. A ambos laterales del vehículo se arremolinaban las dos nubes de polvo levantadas por las llantas a nuestro paso.

—Están girando de nuevo.

Los fugitivos se alejaban más y más de las rutas principales. Nosotros los seguimos todo el rato gracias a mis indicaciones. Al final, percibí cómo se detenía el coche de Victor.

—Han frenado delante de una pequeña cabaña —avisé—. La están llevando dentro.

«¿Por qué hacéis esto? ¿Qué va a pasar?».

Era Lissa, encogida de miedo. Me había zambullido en su ser a causa de la intensidad de sus sentimientos.

—Vamos, chiquilla —repuso Victor al tiempo que entraba en la cabaña con dificultad, apoyándose en su bastón, mientras uno de los escoltas le mantenía abierta la puerta. Victor se sentó en frente de ella. Un guardián clavó una mirada de aviso en Liss cuando ella hizo ademán de ponerse en pie—. ¿De veras piensas que voy a hacerte daño?

—¿Qué ha sido de Christian? —chilló ella, ignorando la pregunta del anciano—. ¿Está muerto?

—¿El joven Ozzera? No era mi intención que eso sucediera. No esperábamos que estuviese allí. Nuestro plan consistía en atraparte a solas y convencer a los demás de que habías vuelto a fugarte. Ya habíamos empezado a hacer circular rumores en ese sentido.

¿Nuestro? ¿Habíamos? Esa semana habían vuelto a escucharse esas historias, y recordaba el origen de las mismas: Natalie.

—¿Y ahora? No lo sé —suspiró y estiró los brazos en gesto de impotencia—. Dudo que alguien vaya a relacionarnos con tu desaparición incluso en el caso de que no se crean la historia de tu huida. El mayor lastre de todos es Rose, y teníamos intención de matarla, dejando creer a los demás que también ella había huido, pero resultó imposible después del numerito que montó durante el baile. Por suerte, tenía un plan B para asegurarme de que estuviera ocupada durante un buen rato, probablemente hasta mañana. Luego, deberemos afrontar ese problema.

Victor no había contado con que Dimitri descubriera lo del conjuro. Había supuesto que los dos íbamos a estar demasiado ocupados toda la noche como para darnos cuenta.

—¿Por qué…? —inquirió Lissa—. ¿Por qué has hecho todo esto?

Los ojos verdes del príncipe se dilataron. Me recordaron a los del padre de Lissa. Tal vez fueran sólo parientes lejanos, pero los Dragomir y los Dashkov tenían los ojos del mismo tono verde jaspeado.

—Me sorprende el que debas preguntármelo, cielo. Te necesito, necesito que me cures.