DOS

Dimitri Beli-lo-que-sea era bastante listo, debía admitirlo, por muy odioso que me resultara. Después de transportarnos hasta el aeropuerto y embarcarnos en el jet privado de la Academia, nos había echado una ojeada mientras susurrábamos entre nosotras y ordenó que nos separasen.

—No les dejéis hablar entre ellas —advirtió al guardián encargado de escoltarme hasta la parte trasera del reactor—. Si las dejáis cinco minutos juntas, se les ocurrirá un plan de fuga.

Le lancé una mirada envenenada y salí disparada pasillo adelante. La verdad era que habíamos estado planeando precisamente eso.

Pero tal como andaban las cosas, no pintaban nada bien para nuestros héroes —o en este caso más bien heroínas—. Nuestras probabilidades disminuyeron todavía más en cuanto estuvimos en el aire. Aun imaginando que ocurriera un milagro y consiguiéramos deshacernos de los diez guardianes al completo, tendríamos más de un problemilla para salir del avión. Suponía que por alguna parte debía de haber paracaídas a bordo, pero en el caso improbable de que fuéramos capaces de activar alguno, aún quedaba ese asunto poco relevante de cómo íbamos a sobrevivir, teniendo en cuenta que aterrizaríamos en algún lugar de las Montañas Rocosas.

No, no podríamos salir de este jet hasta que nos bajásemos de él en algún lugar al otro lado de los bosques de Montana. Me tocaría pensar en algo entonces, algo que supondría deshacernos de las defensas mágicas de la Academia y diez veces la misma cantidad de guardianes que teníamos aquí. Ah, sí, claro, sin problemas.

Aunque Lissa estaba sentada en la parte delantera con el ruso, su miedo llegaba en oleadas hasta mí, golpeando de forma insistente el interior de mi cerebro como si fuera un martillo, pero pude controlar mi furia debido a mi preocupación por ella. No la podían volver a llevar allí; otra vez a ese lugar, no. Me pregunté si Dimitri hubiera llegado a tener dudas en el caso de que pudiese sentir lo que yo sentía en esos momentos y supiera lo que yo sabía. Probablemente, no. A él le daba igual.

Tal como estaba la cosa, las emociones de mi amiga se intensificaron tanto que durante un momento sentí una cierta sensación de desorientación, como si me encontrara sentada en su asiento e incluso dentro de su propia piel. Me ocurría algunas veces: ella me atraía hasta introducirme en su mente sin aviso de ninguna clase. La alta estructura ósea de Dimitri estaba sentada allí a mi lado y mi mano —la suya— se aferraba a una botella de agua. Él se había inclinado para coger algo y el gesto reveló los seis diminutos símbolos tatuados en la parte posterior del cuello: las marcas molnija. Tenían el aspecto de dos líneas quebradas, con un trazo similar al de los relámpagos, entrecruzadas en forma de equis, y cada una de ellas equivalía a un strigoi al que había matado. Por encima de ellas había una raya retorcida, como una especie de serpiente, que lo señalaban como guardián, la marca de la promesa.

Pestañeé con furia y puse una mueca mientras luchaba contra esa atracción a fin de regresar a mi propia mente. Odiaba esa situación cada vez que se producía. Una cosa era sentir las emociones de Lissa, y otra muy distinta deslizarme en su interior; era algo que ambas aborrecíamos. Ella lo consideraba una invasión de su intimidad, de modo que cuando sucedía no solía comentárselo, ya que de todas formas ninguna de los dos era capaz de controlarlo. Ésa era otra de las consecuencias del vínculo existente entre nosotras, un vínculo que ninguna de las dos comprendía del todo. Existían leyendas acerca de las conexiones psíquicas trabadas entre los guardianes y sus moroi, pero esas historias no mencionaban nada parecido a esto, de modo que nos apañábamos con este tema lo mejor que podíamos.

Casi al final del vuelo, Dimitri se acercó a mi asiento e intercambió el lugar con el guardián situado junto a mí. Yo aparté la mirada hacia otro lado adrede y me quedé mirando por la ventanilla con la mente en blanco.

Pasó un buen rato en silencio. Por fin, él dijo:

—¿De verdad ibas a atacarnos a todos? —no le contesté—. Hacer eso… protegerla de ese modo… es algo muy valiente —realizó una pausa—. Estúpido, pero valiente, sin duda. ¿Por qué lo intentaste siquiera?

Me aparté el pelo del rostro y volví la vista atrás, de modo que pudiéramos mirarnos directamente a los ojos.

—Porque soy su guardiana.

Tras esa réplica, continué mirando por la ventanilla. Después de otro momento de tranquilidad, se levantó y regresó a la parte delantera del avión.

Lissa y yo no tuvimos la menor oportunidad de intentar algo tras el aterrizaje, y debimos permitir que los comandos nos llevaran a la Academia. Cuando el coche se detuvo ante la verja, el conductor habló con los guardias, que comprobaron que no éramos strigoi de camino en una expedición de matanza, y unos instantes después cruzamos el perímetro defensivo y llegamos hasta el mismo edificio de la Academia. Era el momento del crepúsculo —el comienzo del día vampírico— y el campus estaba envuelto en sombras.

Y ése era el aspecto que tenía este lugar: extenso y gótico. Los moroi confiaban mucho en la tradición y no les gustaban los cambios. Este centro no era tan antiguo como los de Europa, pero lo habían construido siguiendo el mismo estilo. Los edificios mostraban una construcción elaborada, casi como la de una iglesia, con afilados chapiteles y tallas en piedra. Verjas de hierro forjado cercaban pequeños patios, encuadrados por todos lados por portadas. Ahora, tras haber vivido en un campus universitario, gozaba de una perspectiva más cualificada para apreciar cuánto se parecía este sitio a una universidad, mucho más que a un típico instituto, eso desde luego.

Nos hallábamos en el campus de secundaria, dividido en las zonas de bachillerato y secundaria propiamente dicha. Cada una estaba construida en torno a un gran cuadrilátero abierto decorado con caminitos de piedra y enormes árboles centenarios. Nos condujeron hacia el patio de bachillerato. A un lado se alzaban edificios académicos y en el opuesto, los dormitorios de los dhampir y el gimnasio; la residencia de los moroi ocupaba otro de los costados y enfrente de la misma se erguían los edificios administrativos, de uso común para el bachillerato y la secundaria. Los estudiantes más jóvenes vivían en el campus de primaria, situado algo más lejos en dirección oeste.

Alrededor de los campus se extendían espacios abiertos realmente grandes, ya que, después de todo, estábamos en Montana y a muchos kilómetros de cualquier ciudad digna de tal nombre. Sentí el aire frío deslizarse en mis pulmones, un aire que olía a pino y a hojas caídas y húmedas. Los bosques circundantes crecían alrededor del perímetro del complejo estudiantil, y durante el día podían verse a lo lejos las cumbres de las montañas.

Mientras caminábamos en dirección a los edificios principales de bachillerato, me aparté de mi guardián y corrí hacia Dimitri.

—Eh, camarada.

Él siguió andando y no me dedicó ni una mirada.

—¿Ahora te han entrado ganas de hablar?

—¿Nos llevas a presencia de Kirova?

Directora Kirova —me corrigió. Desde su otro costado, Lissa me lanzó una mirada cuyo significado era «no empieces a liarla».

—Directora o lo que sea, sigue siendo una estirada y vieja perr…

Mis palabras se desvanecieron conforme los guardias nos introducían a través de una serie de accesos directos hacia las zonas comunes. Suspiré. ¿De verdad esta gente podía ser tan cruel? Debía de haber al menos una docena de caminos para llegar a la oficina de Kirova, pero nos llevaban justo por el que atravesaba las zonas comunes.

Y era la hora del desayuno.

Los guardias novicios —dhampir como yo— y los moroi se sentaban juntos, comiendo y relacionándose, con los rostros iluminados por cualquiera que fuese el cotilleo que mantuviera a la Academia en ascuas en ese momento. Cuando entramos, el fuerte zumbido de las conversaciones se detuvo de repente, como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Cientos de pares de ojos se giraron hacia nosotros.

Les devolví las miradas a mis antiguos compañeros de clase con una mueca perezosa, intentando captar en qué podían haber cambiado las cosas. En nada. O al menos no lo parecía. Camille Conta seguía teniendo el mismo aspecto remilgado de lagartona perfectamente acicalada que recordaba, y aún era la líder autoproclamada de la camarilla de los moroi de sangre real de la Academia. Al otro extremo, la desgarbada prima de Lissa, Natalie, nos observaba con los ojos dilatados, tan inocente e ingenua como siempre.

Y al lado opuesto de la habitación… bueno, eso sí que era interesante. Aaron. El pobrecito Aaron que sin duda se había quedado con el corazón destrozado cuando Lissa se marchó. Tenía el mismo aire adorable de siempre, incluso algo más ahora, con el aura dorada que tan bien casaba con la de ella. Sus ojos seguían todos sus movimientos. Sí, definitivamente, no la había olvidado. Y era una pena, porque Lissa nunca había estado tan colada por él. Creo que tan sólo salió con él porque parecía que era lo que se esperaba de ella.

Pero lo que me pareció más interesante de todo esto fue que, aparentemente, Aaron había dado con una manera de pasar el tiempo sin ella. A su lado, sujetándole de una mano, se encontraba una chica moroi con aspecto de tener once años, aunque debía de ser mayor, a menos que él se hubiera convertido en pedófilo en nuestra ausencia. Tenía el aspecto de una muñequita de porcelana con sus pequeñas mejillas redondeadas y sus tirabuzones rubios. Una malvada y muy enojada muñeca de porcelana. Se aferró a su mano con fuerza y le lanzó a Lissa una mirada de odio tan ardiente que me dejó aturdida. ¿De qué infiernos iba todo esto? Yo no la conocía, y supuse que sólo era una novia celosa y nada más. El caso es que era normal estar muy enfadada si tu chico mira a alguien de esa manera.

Misericordiosamente, nuestro paseo de la vergüenza terminó, aunque nuestro nuevo decorado, la oficina de la directora Kirova, no es que mejorara mucho las cosas. La vieja bruja tenía la misma apariencia que yo recordaba: alta y delgada, como la mayoría de los moroi, con la nariz afilada y el pelo gris. Siempre me recordaba a un buitre. La conocía muy bien gracias al montón de tiempo que había pasado en su oficina.

La mayoría de nuestros escoltas se marchó en cuanto Lissa y yo nos sentamos, momento a partir del cual me sentí bastante menos prisionera. Sólo se quedaron Dimitri y Alberta, la capitana de los guardianes de la escuela. Tomaron posiciones junto a la pared, adoptando esa apariencia estoica y aterradora tan propia de su trabajo.

Kirova fijó sus ojos airados en nosotras y abrió la boca para empezar lo que sin duda sería una sesión de quejas de primera categoría, pero una voz profunda y amable la detuvo.

—Vasilisa.

Sorprendida, advertí en ese momento que había alguien más en la estancia, aunque no me había dado cuenta al principio. Era un descuido imperdonable en un guardián, incluso en un novicio.

Con una considerable dosis de esfuerzo, Victor Dashkov se alzó de una silla de la esquina. El príncipe Victor Dashkov. Lissa se levantó de un salto y corrió hacia él, arrojando los brazos alrededor de su cuerpo frágil.

—Tío —susurró, y su voz sonó al borde de las lágrimas cuando intensificó el abrazo.

Él le palmeó suavemente la espalda, con una sonrisa apenas insinuada.

—No tienes idea de lo feliz que me hace que estés a salvo, Vasilisa —miró en mi dirección—. Y también tú, Rose.

Asentí en respuesta a la cortesía e intenté esconder lo impresionada que me encontraba. Estaba enfermo cuando nos marchamos, pero esto… esto era horrible. Se trataba del padre de Natalie, y rondaba los cuarenta, aunque parecía tener el doble de esa edad. Pálido, macilento, con las manos temblorosas. Se me rompió el corazón al verle. Con toda la gente tan horrible que había por el mundo, me parecía fatal que este tipo hubiera cogido una enfermedad que le matara y que al final no le permitiera convertirse en rey.

Los moroi utilizaban los términos de parentesco con cierta inexactitud, en especial en el seno de la familia real, y técnicamente el príncipe no era tío de Lissa, pero sí un amigo íntimo de la familia Dragomir y había hecho de todo por ayudarla a la muerte de sus padres. Me caía muy bien y era la única persona a la que me alegraba ver entre los allí presentes.

Kirova les concedió unos momentos y después, con rigidez, llevó a Lissa hasta su asiento.

Había llegado la hora del sermón.

Y fue uno de los buenos, el mejor de Kirova, quizás, y eso no era poca cosa, ya que se trataba de una maestra en tales lides. Estoy más que convencida de que ése era el único motivo por el cual había escogido la administración escolar, porque ya me gustaría ver alguna prueba de que realmente le gustaran los niños. El discursito cubrió todos los temas habituales: responsabilidad, comportamiento temerario, egocentrismo… bla, bla, bla. Pronto me descubrí con la cabeza en otra cosa, considerando las posibilidades de huir a través de la ventana de su oficina.

Pero cuando la invectiva cambió de dirección y me tocó a mí… Bueno, entonces tuve que volver a concentrarme.

—Y usted, señorita Hathaway, ha roto el compromiso más sagrado entre los de su especie: la promesa de todo guardián de proteger a su moroi. Es una gran confianza la que se deposita en usted, una confianza que usted ha traicionado de forma egoísta sacando a la princesa de aquí. Los strigoi estarían encantados de terminar con los Dragomir y usted casi se lo sirve en bandeja.

—Rose no me secuestró —terció Lissa; sentía una gran inquietud en su fuero interno, pero transmitía aplomo en el semblante y el tono de voz—. Era yo quien quería irse, no la culpe.

La señora Kirova nos chistó a ambas para hacernos callar y recorrió la oficina de un lado a otro con las manos enlazadas tras su estrecha espalda.

—Señorita Dragomir, según lo que a día de hoy obra en mi conocimiento, seguro que usted pudo ser perfectamente la que orquestara todo el plan, pero era responsabilidad de ella asegurarse de que usted no lo llevara a cabo. Si hubiera cumplido con su deber, habría notificado esto a quien correspondiese. Si hubiera cumplido con su deber, la habría mantenido a salvo.

Yo repliqué de forma instantánea.

—¡Yo he cumplido con mi deber! —grité, saltando de mi silla. Dimitri y Alberta dieron un respingo pero no me hicieron nada ya que no intenté golpear a nadie. Al menos todavía—. ¡La he mantenido a salvo! ¡La he protegido incluso cuando ninguno de ustedes hizo nada por ella! —acompañé mi defensa con un gesto que abarcó a todos los ocupantes de la habitación—. Me la llevé para apartarla del peligro, hice lo que debía hacer, algo que ninguno de ustedes hizo, por cierto.

Lissa estaba intentando hacerme llegar mensajes de calma a través del lazo que nos unía, urgiéndome a que no dejase que la ira eclipsara lo mejor de mí, pero ya era tarde.

Kirova permaneció mirándome fijamente con rostro inexpresivo.

—Señorita Hathaway, perdóneme si no soy capaz de seguir la lógica de su argumento al entender que usted pretende que sacarla de un lugar muy bien protegido y defendido con recursos mágicos es lo que entiende por protección. A menos que haya algo más que no nos haya contado.

Me mordí el labio.

—Ya veo. Bien, entonces. Según mi estimación, el único motivo por el cual usted se marchó, además de por el afán de novedad que tanto le atrae, sin duda, fue para evitar las consecuencias de esa horrible y destructiva hazaña que cometió inmediatamente antes de su desaparición.

—No, ése no es…

—Y esto sólo hace mi decisión más fácil. Como es una moroi, la princesa debe continuar aquí en la Academia por su propia seguridad, aunque no tenemos las mismas obligaciones en lo que a usted se refiere. La enviaremos fuera tan pronto como sea posible.

De golpe, se me acabó la chulería.

—¿Que yo… qué?

Lissa se puso a mi lado.

—¡No puede hacer eso! Es mi guardiana.

—Ella no es nada de eso, particularmente teniendo en cuenta que ni siquiera posee ese rango, ya que aún es una novicia.

—Pero mis padres…

—Conozco la voluntad de sus padres, que Dios dé descanso a sus almas, pero las cosas han cambiado y la señorita Hathaway es prescindible. No se merece ser guardiana, así que se irá.

Me quedé mirando fijamente a Kirova, incapaz de creer lo que estaba escuchando.

—¿Adónde va a enviarme? ¿Con mi madre a Nepal? ¿Sabe ella siquiera que me he escapado? ¿O es que se le ha ocurrido mandarme con mi padre? —entrecerró los ojos ante la mordacidad con la que pronuncié la última palabra. Cuando hablé de nuevo mi voz sonó tan fría que apenas pude reconocerla como mía—. O quizá me va a largar de aquí para que me convierta en una prostituta de sangre. Inténtelo y nos habremos marchado antes de que haya finalizado el día.

—Señorita Hathaway —siseó ella—, está pasándose de la raya.

—Tienen una conexión —la voz de Dimitri, grave y con acento, rompió la tensión del instante y todos nos volvimos hacia él. Tuve la sensación de que Kirova se había olvidado de que él estaba presente, pero yo no. Su presencia era demasiado poderosa para poder ignorarla. Estaba allí de pie, contra la pared, con el aspecto de un centinela vestido de cowboy con aquel ridículo guardapolvo largo que llevaba. Me miró a mí, no a Lissa, y sus ojos oscuros me atravesaron—. Rose sabe lo que siente Vasilisa, ¿a que sí?

Al menos me quedó la satisfacción de ver cómo Kirova bajaba la guardia mientras paseaba la mirada entre nosotras y Dimitri.

—No, eso es imposible. No ha ocurrido nada semejante en siglos.

—Salta a la vista —repuso él—. Lo sospeché tan pronto como comencé a observarlas.

Ni Lissa ni yo respondimos, y yo aparté mis ojos de los suyos.

—Es un don —murmuró Victor desde la esquina donde se encontraba—. Algo inusual y maravilloso.

—Los mejores guardianes siempre han tenido ese vínculo —añadió Dimitri—. Al menos eso aseguran las viejas historias.

La irritación de Kirova regresó de nuevo.

—Esas historias tienen siglos de antigüedad —exclamó—. Seguramente no estarás sugiriendo que le permitamos permanecer en la Academia después de todo cuanto ha hecho…

Él se encogió de hombros.

—Puede que sea indisciplinada e irrespetuosa, pero si tiene ese potencial…

—¿Indisciplinada e irrespetuosa? —le interrumpí—. ¿Y quién demonios eres tú, de todos modos? ¿Ayuda subcontratada?

—Belikov es ahora el guardián de la princesa —aclaró Kirova—. Su guardián autorizado.

—¿Es que ha ido a buscar mano de obra extranjera barata para proteger a Lissa?

Resultaba muy mezquino por mi parte decir eso, en especial teniendo en cuenta que la mayoría de los moroi y sus guardianes tenían ascendencia rusa o rumana, pero el comentario sonó más inteligente de lo que era en realidad. Y la verdad, yo no era quién para hablar al respecto. Puede que me hubiese criado en los Estados Unidos, pero mis padres eran de origen extranjero. Mi madre, dhampir, era escocesa, de pelo rojo y con un acento de lo más ridículo, y me habían contado que mi padre moroi era turco. Esta combinación genética me había conferido una piel de color almendrado, junto con lo que yo consideraba que eran los rasgos casi exóticos de una princesa del desierto: grandes ojos negros y un pelo de un marrón tan oscuro que casi pasaba por negro. No me habría importado haber heredado el cabello rojo, pero no podemos escoger lo que nos viene dado.

Kirova alzó las manos en un gesto de pura desesperación y se volvió hacia él.

—¿Estás viendo? ¡Totalmente indisciplinada! Por mucha conexión psíquica que tenga con ella y aunque posea el potencial más grande que haya en el mundo, esto no se puede tolerar. Un guardián sin disciplina es mucho peor que carecer de protección en absoluto.

—Pues enséñele a ser disciplinada. Las clases acaban de empezar. Métala de nuevo en ellas y vuelva a entrenarla otra vez.

—Eso es imposible. Se quedará muy por detrás del resto.

—No, no lo haré —rebatí yo, pero nadie me escuchó.

—Entonces, dele clases de entrenamiento extra —replicó él.

Ambos continuaron de esta tesitura mientras el resto de los demás observábamos el intercambio como si fuera un partido de ping-pong. Todavía sentía el orgullo herido por lo fácilmente que Dimitri nos había emboscado, pero se me ocurrió que quizá fuera mi única esperanza de quedarme aquí con Lissa. Y desde luego, sería mejor quedarme en este culo del mundo que estar lejos de ella. Pude percibir un hilito de esperanza a través de nuestro lazo psíquico.

—¿Y quién va a dedicarle ese tiempo extra? —inquirió Kirova—. ¿Tú?

El alegato de Dimitri se cortó de forma abrupta.

—Bueno, no era eso lo que yo…

Kirova cruzó los brazos con una expresión de satisfacción.

—Sí. Justo como pensaba.

Belikov torció el gesto al ver a las claras que perdía la discusión y se puso a mirarnos alternativamente a Lissa y a mí. Me pregunté qué era lo que estaba viendo. ¿Dos chicas patéticas que le contemplaban con grandes ojos suplicantes, o más bien dos fugitivas que se habían escapado de una escuela de alta seguridad y que habían despilfarrado la mitad de la herencia de Lissa?

—Sí —repuso al final—. Yo me ocuparé de Rose. Le daré sesiones extra aparte de las normales.

—Y entonces, ¿qué? —insistió Kirova con voz enfadada—. ¿Se queda sin castigo?

—Encuentre otra manera de reprenderla —contestó Dimitri—. El número de guardianes ha descendido mucho como para arriesgarse a perder otro. En especial si es una chica.

Lo que había implícito en sus palabras me produjo escalofríos, pues recordé mi afirmación anterior sobre las «prostitutas de sangre». Muy pocas dhampir llegaban a convertirse en guardianas en estos tiempos.

Victor intervino por sorpresa desde su rincón.

—Me inclino a estar de acuerdo con el guardián Belikov. Mandar lejos a Rose sería una lástima, un desperdicio de talento.

La señora Kirova se quedó mirando por la ventana. Había oscurecido por completo en el exterior. Teniendo en cuenta el horario nocturno de la Academia, los términos «mañana» y «tarde» se volvían relativos. Por eso, se mantenían tintadas las ventanas, para bloquear el exceso de luz.

Cuando se dio la vuelta, Lissa se enfrentó a sus ojos.

—Por favor, señora Kirova. Deje que Rose se quede.

«Oh, Lissa», pensé. «Ten cuidado». Usar la coerción con otro moroi era peligroso, en especial delante de testigos, pero Lissa la estaba usando muy poquito y necesitábamos en ese momento toda la ayuda posible. Por fortuna, nadie pareció darse cuenta de lo que estaba sucediendo.

No sé si realmente la coerción empleada supuso diferencia alguna, pero al final, Kirova, suspiró.

—Si la señorita Hathaway se queda, las cosas serán así —se giró hacia mí—. Su presencia en St. Vladimir será estrictamente condicional. Sálgase de la línea marcada una sola vez, y se marchará. Asistirá a todas las clases y entrenamientos requeridos para las novicias de su edad. También se entrenará con el guardián Belikov en cada momento libre de que disponga, antes y después de las clases. Además de eso, queda apartada de todas las actividades de tipo social, excepto la comida, y el resto del tiempo permanecerá en su dormitorio. Si no cumple todo lo estipulado, la enviaremos… fuera.

Se me escapó una risa hosca.

—¿Apartada de todas las actividades sociales? ¿Está intentando mantenernos separadas? —asentí en dirección a Lissa—. ¿Es que teme que volvamos a escaparnos de nuevo?

—Sólo tomo precauciones. Como estoy segura de que usted recuerda, no ha sido convenientemente castigada por la destrucción de la propiedad escolar. Tiene un montón de cosas que compensar —sus labios delgados se apretaron hasta formar una fina línea recta—. Se le está ofreciendo un trato muy generoso. Le sugiero que no deje que su actitud habitual lo ponga en peligro.

Comencé a decir que no me parecía generoso en absoluto, y entonces capté la mirada de Dimitri. Resultaba difícil de interpretar, pero parecía decir que creía en mí. Aunque también podría estar diciendo que era una imbécil por continuar luchando contra Kirova. No lo sabía.

Aparté la mirada de él por segunda vez durante ese encuentro y permanecí con los ojos clavados en el suelo, consciente de Lissa, que estaba a mi lado y de cómo su propio aliento me animaba a través de nuestra conexión. Al cabo de un buen rato, exhalé el aire y le eché una ojeada a la directora.

—Vale, acepto.