Me pasé los dos días siguientes vigilando a Lissa. Cada acto de espionaje iba acompañado de una suave punzada de culpabilidad, pues le sentaba fatal cada vez que lo hacía por accidente, y ahora cotilleaba a propósito.
Observé cómo se integraba de nuevo con las fuerzas vivas de los linajes reales, uno por uno, pues ella no era capaz de usar la coerción sobre el grupo y los iba atrapando en solitario, lo cual resultó igual de efectivo, aunque más lento. A decir verdad, no fue preciso ordenárselo a un buen número de ellos, dado que empezaron a frecuentar su compañía libremente. Muchos no eran tan superficiales como aparentaban; se acordaban perfectamente de ella, y les gustaba tal cual era. Se congregaron a su alrededor y al cabo de mes y medio de nuestro regreso parecía que jamás se hubiera escapado de la Academia. Y durante ese ascenso al estrellato, abogó a favor mío y cargó contra Mia y Jesse.
Me deslicé en el interior de la mente de Lissa una mañana mientras se disponía a tomar el desayuno. Había pasado los últimos veinte minutos secándose y alisándose el pelo, algo que llevaba sin hacer un tiempo. Desde la cama de su dormitorio, donde estaba sentada, Natalie observaba el proceso con curiosidad. Habló al fin cuando Lissa se fue a por el maquillaje.
—Vamos a ver una peli en el cuarto de Erin después de clase. ¿Te apuntas?
Natalie era una pánfila, y yo siempre andaba haciendo bromas con su sosería, pero su amiga Erin tenía la gracia de una pared.
—No puedo. He de ir a echar una mano a Camille para teñir de rubio el pelo de Carly.
—Ahora pasas muchísimo tiempo con ellas.
—Sí, supongo que sí.
Ella dio unos toquecitos para aplicar el rímel a las pestañas, resaltando los ojos: parecían más grandes.
—Pensé que ya no ibas a querer saber nada de ellos.
—He cambiado de opinión.
—Ahora parece que les gustas mucho. Quiero decir, no es que les cayeras mal, pero no les hablabas desde tu regreso y ellos parecían encantados de no dirigirte la palabra, lo cual no me sorprendía, ya que también eran amigos de Mia, pero ¿no es un poco raro lo mucho que les gustas ahora? Mira, les oigo siempre esperar a ver qué quieres tú antes de hacer planes y todo eso, y unos pocos se han puesto a defender a Rose, y eso sí es una chifladura. No es que me crea esas atrocidades sobre ella, pero jamás pensé que fuera posible que…
La semilla de la sospecha crecía en los comentarios de Natalie y Lissa lo pilló al vuelo. Quizá Natalie jamás hubiera imaginado nada sobre la coerción, pero Lissa no estaba dispuesta a que un puñado de preguntas inocentes se convirtiera en algo más serio.
—¿Sabes qué…? —le interrumpió—, tal vez me deje caer por el cuarto de Erin después de todo. No creo que el pelo de Carly me lleve demasiado tiempo.
La oferta interrumpió el hilo de los pensamientos de Natalie.
—¿De verdad? Vaya, eso sería estupendo. Ella me comentaba lo triste que está ahora que ya no vas tanto, pero yo le dije que…
Aquello se prolongó. Lissa continuó usando la coerción y recobró la popularidad perdida. Yo lo observaba todo en silencio y en estado de permanente preocupación, a pesar de que sus esfuerzos estaban empezando a reducir las miradas y cotilleos sobre mí.
—Al final, te va a salir el tiro por la culata —le susurré en la iglesia un día—. Alguien va a sorprenderse y empezará a hacerse preguntas.
—No te pongas tan melodramática. Aquí se usan poderes todos los días.
—Pero no como ése.
—¿No piensas que mi encantadora personalidad podría lograr todo eso por sí sola?
—Por supuesto que sí, pero si Christian es capaz de pillarte, alguien más acabará por hacerlo…
De pronto, un par de chavales sentados en un banco de delante me interrumpieron con sus risitas socarronas. Al levantar la vista, los vi observándome sin ni siquiera molestarse en ocultar el gesto burlón. Los ignoré con la esperanza de que el sacerdote empezara pronto, pero Lissa les devolvió el repaso y puso cara de muy pocos amigos. No despegó los labios, pero las sonrisitas de ese par se empequeñecieron ante el peso de su mirada.
—Disculpaos con ella —les dijo—, y procurad mostraos creíbles.
Al cabo de unos instantes prácticamente se postraron ante mí mientras se excusaban y me pedían perdón. No daba crédito a mis ojos. Usaba la coerción en público, nada menos que en la iglesia, y la ejercía sobre dos personas al mismo tiempo.
Al final se les acabaron las disculpas, pero Lissa no había terminado con ellos.
—¿Eso es todo cuanto sabéis hacer? —les espetó.
Ellos se alarmaron y la miraron con ojos como platos, aterrados de haberla ofendido.
—Está bien, Liss —me apresuré a decir al tiempo que le tocaba el brazo—. Yo… eh… Acepto las disculpas.
El semblante de Lissa emanaba desaprobación, pero terminó por asentir y los muchachos tragaron saliva con alivio.
¡Ay, Dios! Jamás en la vida me había alegrado tanto de que empezara la misa. A través del vínculo sentí una suerte de sombría satisfacción procedente de Lissa, lo cual era impropio de ella, y no me gustó ni un pelo.
Necesitaba distraerme de aquel comportamiento suyo tan turbador, así que me puse a estudiar a otras personas, como solía hacer. Con semblante preocupado, Christian miraba abiertamente a Lissa no muy lejos de nosotras. Frunció el ceño y desvió la vista en cuanto se percató de que le observaba.
Dimitri se sentaba como de costumbre en un banco situado al fondo, y por una vez no escudriñaba cada rinconcito en busca de algún posible peligro. Volcaba en su interior todo el interés. Tenía una expresión casi dolorida. Ignoraba por qué venía a la iglesia, pues siempre parecía estar luchando contra algo.
En el altar, el sacerdote volvía a hablar sobre San Vladimir.
—Era un hombre de espíritu fuerte y gozaba de la gracia de Dios, sin duda, pues el toque de San Vladimir bastaba para que los lisiados echaran a andar y los ciegos recuperasen la vista. Los capullos de las flores se abrían a su paso.
Jopé, los moroi necesitaban conseguir otros santos…
Un momento. ¿Curaba a los lisiados y a los ciegos?
Me había olvidado por completo de San Vladimir. Mason mencionó que Vladimir devolvía a la gente a la vida, y en aquel momento eso me recordó a Lissa. Luego, otras cosas me habían distraído. Durante mucho tiempo no había pensado en el santo ni en su guardiana bendecida por la sombra ni en el vínculo existente entre ellos. ¿Cómo podía haber pasado eso por alto? La señora Karp no era la única moroi capaz de realizar curaciones, al igual que Lissa. El santo también podía obrar ese prodigio.
—Las masas se congregaban junto a él todo el tiempo, y le amaban, y se mostraban ávidas de seguir sus enseñanzas y le escuchaban cuando predicaba la palabra del Señor…
Giré la cabeza para mirar a Lissa, quien me devolvió una mirada de perplejidad.
—¿Qué pasa?
No tuve ocasión de elucubrar nada, ni siquiera de buscar las palabras adecuadas, ya que debía irme a mi prisión en cuanto terminara el servicio religioso, y me puse de pie.
Nada más llegar a mi cuarto me conecté a Internet e hice una búsqueda acerca de San Vladimir, pero no saqué nada en claro. Maldita sea. Mason había efectuado un examen preliminar en los libros de la biblioteca y decía que allí había poco de dónde rascar. ¿Con qué me dejaba eso? No había forma de saber más sobre ese santo del año de la catapulta.
¿O sí la había? ¿Qué había dicho Christian Ozzera ese primer día cuando estuvo con Lissa?
«Tenemos una vieja caja llena de escritos de nuestro venerado y loco San Vladimir».
Los escritos debían de hallarse en el desván situado encima de la capilla. Christian los había mencionado y yo necesitaba echarles un vistazo, pero ¿cómo iba a salirme con la mía? No podía pedírselos al sacerdote. ¿Y cómo iba a reaccionar si descubría que uno de los alumnos se había subido ahí arriba? Supondría el final de la guarida de Ozzera, pero tal vez pudiera ayudarme el mismo Christian. Sin embargo, era domingo y no iba a verle hasta el lunes por la tarde e incluso entonces tampoco sabía si iba a tener ocasión de hablar con él a solas.
Más tarde, me detuve en la cocina de los cuartos para llevarme una barrita de cereales mientras iba de camino a las prácticas. Al hacerlo, pasé junto a un par de novicios, Miles y Anthony. El primero me silbó al verme.
—¿Qué haces, Rose? ¿Estás solita? ¿Quieres algo de compañía? —Anthony se echó a reír—. No puedo morderte, pero puedo darte todo lo demás.
Debía cruzar el pasillo mientras esos dos se quedaban ahí fuera. Lancé una mirada fulminante e intenté pasar a toda pastilla, pero Miles me atrapó por la cintura y fue deslizando las palmas hacia abajo.
—Voy a romperte esa jeta como no me quites las manos del culo —le solté mientras me alejaba de golpe, y al hacerlo salí dando tumbos y choqué con Anthony.
—Vamos —dijo Anthony—, creí que no ibas a tener inconveniente en montártelo con dos tíos a la vez.
—Si esos dos tipos no salen por patas ahora mismito, los convertiré en uno solo a la de ya —amenazó una voz.
Mason. Mi héroe.
—Pues sí que estás salido, Ashford —replicó Miles, el más grandote de los dos acosadores, mientras me soltaba para plantarse delante de Mason.
Anthony se apartó de mí, más interesado en ver si había o no una pelea. La concentración de testosterona saturaba el aire hasta tal punto que tuve la sensación de necesitar una careta antigás.
—También te lo haces con ella, ¿eh? —le preguntó Miles a Mason—. Y no quieres compartirla, ¿a que sí?
—Otra palabra más sobre ella y te arranco la cabeza.
—¿Por qué…? Sólo es una insignificante prostituta de san…
Mason le atizó. No le descabezó ni le hirió ni le hizo sangrar, pero el puñetazo debió de dolerle. Abrió los ojos con rabia y arremetió contra Mason. Todos nos quedamos quietos en cuanto oímos abrirse una puerta. Los novicios se caían con todo el equipo si los pillaban en una pelea.
—Lo más probable es que sea alguno de los guardianes —aventuró Mason con una ancha sonrisa—. ¿Queréis que se enteren de que estabais pegando a una chica?
Miles y Anthony intercambiaron una mirada, y luego el segundo propuso:
—Venga, vámonos, no tenemos tiempo para esto.
Miles le siguió a regañadientes.
—Ya iré a por ti luego, Ashford.
Me encaré con Mason en cuanto se hubieron marchado esos dos.
—¿Pegar a una chica?
—No hace falta que me des las gracias —repuso secamente.
—No necesitaba tu ayuda.
—Sí, claro. Estabas arreglándotelas de vicio por tu cuenta.
—Me pillaron desprevenida, eso es todo. Al final, habría logrado salvar los muebles.
—Oye, no me apetece pagar yo sus platos rotos.
—No me gusta ser tratada como una… chica.
—Es que… tú eres una chica y yo sólo pretendía ayudar.
Aprecié en su rostro tal solemnidad que me mordí la lengua, pues iba de buenas. No tenía sentido darle caña cuando últimamente tenía tanta gente a la que odiar.
—Bueno, gracias, y lamento haber saltado de esa manera.
Estuvimos charloteando un ratito más y me las arreglé para sonsacarle algunos cotilleos de clase. Mason se había percatado de la recién recobrada popularidad de Lissa, pero todo le había parecido de lo más normal. Mientras hablaba con él, noté que se le ponía esa pinta de cordero degollado que tenía siempre que rondaba cerca de mí. Se sentía atraído por mí sin ser correspondido, y eso me entristecía, hasta me hacía sentir culpable.
Llegué a preguntarme si sería muy duro salir con él. Era un tío enrollado, divertido y razonablemente guapo. Nos llevábamos bien. ¿Por qué meterme en tantos líos con otros cuando había uno encantador que me quería? ¿Por qué no era capaz de corresponder a sus sentimientos?
Obtuve la respuesta incluso antes de haber terminado de formularme la pregunta. No podía ser la novia de Mason porque cuando me imaginaba a alguien sujetándome y murmurándome marranadas al oído, ese alguien tenía acento ruso.
Mason continuó lanzándome miradas de admiración, ajeno a cuanto pasaba por mi cabeza, y viendo semejante adoración, de pronto comprendí cómo podía utilizarla en mi provecho.
Sentí una punzada de culpabilidad al verle relucir de interés cuando cargué las tintas y le di un toque de flirteo a la conversación.
Permanecí apoyada contra la pared, pero me incliné lo bastante como para que nuestros brazos se rozasen antes de dedicarle una sonrisa perezosa.
—Sigue sin gustarme ni un pelo todo ese rollo de machito, ya sabes, pero los asustaste, así que… casi merece la pena.
—Pero ¿no lo apruebas?
Tracé con los dedos varios caminos sobre su brazo.
—No, quiero decir: es guay como planteamiento, pero no en la práctica.
Él se echó a reír.
—Y un cuerno que no —me atrapó una mano y me dedicó una mirada perspicaz—. A veces todos necesitamos ser salvados. A ti te gusta que te salve, o eso creo, pero te revienta admitirlo.
—Y a mí me parece que te pone ir por ahí en plan salvador, pero te revienta admitirlo.
—Dudo que sepas lo que me pone. Salvar damiselas en apuros como tú es lo único honorable que cabía hacer —declaró con altivez.
Reprimí las ganas de cruzarle la cara por el uso del término «damiselas».
—Bueno, demuéstralo entonces. Hazme un favor sólo porque es lo correcto.
—Claro —contestó él de inmediato—. Únicamente tienes que decirlo.
—Necesito que le entregues un mensaje a Christian Ozzera.
Su entusiasmo flaqueó.
—¿Que le en…? No hablas en serio.
—Sí, muy en serio.
—No puedo hablar con él, Rose, y tú lo sabes.
—Pensaba que habías dicho que ibas a ayudarme, pensaba que ayudar a las damiselas en apuros era lo único honorable que cabía hacer.
—No veo qué relación guarda esto con el honor —le dediqué la mirada lo más abrasadora posible y dejó de resistirse—. ¿Qué quieres que le diga?
—Dile que necesito los libros de San Vladimir, los conservados en el desván. Pronto va a tener que birlarlos para mí. Dile que es por Lissa, y también que le mentí la noche de la recepción de la reina —vacilé—. Dile que lo siento mucho.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza.
—No tiene por qué. Tú sólo hazlo, ¿vale?
Volví a sonreír con mi sonrisa de reina de la belleza.
Se apresuró a asegurar que vería qué podía hacer. Luego, se fue a almorzar y yo me marché a las prácticas.