Percibí su miedo mucho antes de oír sus gritos.
Su pesadilla latió en mi interior y me alteró con tal virulencia que acabó por sacarme de mi propia ensoñación, protagonizada por un tío bueno embadurnándome de crema solar en la playa. Las imágenes de su sueño —sangre y fuego, el hedor del humo, el metal retorcido y achicharrado de un coche— no guardaban relación alguna con las del mío, desde luego, pero se dispersaron por mi mente, envolviéndome, asfixiándome, hasta que la parte racional del cerebro me recordó que ese delirio no era el mío.
Me desperté con unos mechones de largo pelo negro pegados a la frente.
Lissa descansaba en su cama sin dejar de retorcerse y gritar. Salté de la mía y crucé con rapidez la escasa distancia entre ambos lechos.
—Liss —le insté, sacudiéndola—. Lissa, despierta.
Cesaron sus gritos, reemplazados por unos suaves suspiros.
—André —gimió—. Oh, Dios mío.
La ayudé a incorporarse.
—Lissa, ya ha pasado, despierta.
Al cabo de un rato parpadeó y en la tenue penumbra comprobé que comenzaba a recobrar la conciencia. Acompasó poco a poco la respiración agitada y se reclinó sobre mí, descansando la cabeza sobre mi hombro. Le pasé un brazo por la espalda y la mano por el pelo.
—No ocurre nada —le dije con dulzura—. Todo va bien.
—He tenido otra vez ese sueño.
—Ah, sí, ya sé.
Permanecimos en silencio y en esa misma postura durante varios minutos. Cuando sentí que se calmaban sus emociones, me incliné hacia delante y encendí la lámpara de la mesilla de noche situada entre nuestras camas. Comenzó a brillar suavemente, pero lo cierto era que ninguna de las dos necesitábamos mucha luminosidad. Oscar, el gato de nuestro compañero de piso, acudió atraído por la luz desde su trono en el alféizar de la ventana abierta.
Se mantuvo a una distancia prudencial de mí, pues, por la razón que sea, a los animales no les gustan los dhampir, aunque no le importó saltar sobre el lecho y frotar la cabeza contra Lissa, maullando ligeramente. Los animales no solían tener problemas con los moroi en general, y todos amaban a Lissa en particular. Ella le rascó el cuello, sonriente, y percibí cómo se serenaba un poco más.
—¿Cuándo te alimentaste por última vez? —le pregunté mientras estudiaba su rostro. La piel clara estaba más pálida de lo habitual. Tenía unos círculos oscuros debajo de los ojos, y un leve aire de fragilidad. Esa semana había habido una actividad frenética en la escuela y no conseguía acordarme de la última vez que le había dado sangre—. Han pasado más de dos días, ¿no? ¿O tres? ¿Por qué no me has dicho nada?
Ella se encogió de hombros y evitó mi mirada.
—Estabas ocupada, y yo no quería…
—Venga, no me cuentes historias —repliqué, acomodándola en una posición mejor. No era de extrañar ese aspecto de debilidad. Oscar, que no me quería tan cerca, saltó y volvió a la ventana, donde podía observarme a una distancia segura—. Venga, vamos.
—Rose…
—Vamos ya. Haré que te sientas mejor.
Ladeé la cabeza y me aparté el pelo para poner al descubierto el cuello, cuya visión, y lo que ofrecía, demostró ser irresistible para Lissa. Una expresión de hambre le atravesó el rostro y retiró los labios ligeramente, mostrando los colmillos que solía mantener ocultos mientras convivíamos con los seres humanos corrientes. Aquellos colmillos contrastaban con el resto de sus rasgos, eran anómalos, pues ella tenía un aspecto más parecido al de un ángel, con aquel bello semblante y su pálido cabello rubio, que al de un vampiro.
El corazón se me aceleró a causa del miedo y la expectación cuando percibí sus dientes más y más cerca de mi piel desnuda. Siempre aborrecía esa última sensación, pero no era fácil de evitar y no conseguía deshacerme de esa debilidad.
Los colmillos me mordieron con dureza y grité ante el repentino y doloroso pinchazo. El dolor desapareció enseguida y fue reemplazado por un goce potente y maravilloso que se extendió por todo mi cuerpo. Era mucho mejor que cualquier cosa que hubiera experimentado estando borracha o colgada. Era incluso mejor que el sexo, o al menos eso me imaginaba yo, pues hasta ahora no lo había practicado. Se trataba de un placer completo, puro y refinado: me envolvía y me hacía sentir que todo iba bien en el mundo. Y seguía y seguía. Los elementos químicos de su saliva me inyectaron un chute de endorfinas y yo perdí cuenta del mundo y hasta de mí misma.
Y entonces, por desgracia, se acabó de pronto. No había durado más de un minuto.
Ella se retiró, pasándose la mano por los labios mientras me estudiaba.
—¿Estás bien?
—Yo… sí —me dejé caer de espaldas en la cama, algo mareada debido a la pérdida de sangre—. Sólo necesito dormir un poco. Estoy bien.
Sus pálidos ojos de color verde jade me observaron con preocupación. Se levantó.
—Voy a traerte algo de comer.
Las protestas apenas consiguieron alcanzar perezosamente mis labios, porque ella se marchó antes de que fuera capaz de articular palabra. La excitación provocada por el mordisco se había aminorado algo cuando ella rompió el contacto, pero por las venas todavía circulaba un remanente de endorfinas, por lo cual mi rostro mostraba una especie de sonrisa estúpida. Volví la cabeza y la alcé para mirar a Oscar, todavía sentado en el alféizar de la ventana.
—No sabes lo que te pierdes —le comenté.
El animal tenía la atención puesta en el exterior. Se agazapó, formando una bola con el erizado pelo negro como la tinta, y empezó a retorcer la cola.
Dejé de sonreír e hice un gran esfuerzo para incorporarme. El mundo comenzó a dar vueltas y esperé a que cesara el vértigo antes de intentarlo de nuevo. Cuando lo conseguí, volví a marearme y esta vez no me dejó en paz. Aun así, me sentí con fuerzas suficientes para alcanzar el alféizar a trompicones y observar la calle a través de la ventana. Oscar me miró con cautela, echó una ojeada por los alrededores y luego centró su interés en lo que le había llamado la atención.
Una brisa cálida, de una temperatura poco frecuente en el otoño de Portland, jugó con mi pelo cuando me asomé por la ventana. La calle estaba oscura y bastante tranquila. Eran las tres de la mañana, justo el momento en que un campus de facultad suele estar más o menos en paz. La casa donde habíamos alquilado una habitación durante los últimos ocho meses se hallaba en una calle residencial con viejas casonas de estilos distintos. Al otro lado de la calzada titilaba una farola casi a punto de apagarse, aunque arrojaba la luz suficiente para poder distinguir los contornos de coches y edificios. Incluso era capaz de percibir las formas de los árboles y arbustos de nuestro propio patio.
Y la de un hombre que me observaba.
Di un salto hacia atrás ante la sorpresa de descubrir la silueta de un fisgón al lado de un árbol, a unos diez metros, desde donde podía mirar dentro de la casa con facilidad. Se encontraba tan cerca que probablemente podría haberle arrojado algo con muchas posibilidades de acertarle, y desde luego estaba lo bastante próximo para haber visto lo que acabábamos de hacer Lissa y yo.
Las sombras le cubrían con tanta eficacia que incluso con mi vista mejorada no lograba distinguir ninguno de sus rasgos, excepto su estatura. Era alto, muy alto, en realidad. Permaneció allí durante apenas unos momentos, casi indiscernible entre las sombras proyectadas por los árboles del lado más lejano del patio, hacia las que dio un paso, desapareciendo de la vista. Estaba casi segura de haber visto a alguien más moverse cerca de él y unírsele antes de que la oscuridad se los tragara a ambos.
Fueran quienes fueran esas figuras, a Oscar no le gustaron. Solía llevarse bien con casi todo el mundo, si omitíamos mi caso, y sólo se sentía molesto cuando alguien suponía un peligro inmediato. El tipo de ahí fuera no había hecho ningún gesto amenazador hacia el felino, pero él había notado algo que le había puesto nervioso.
Algo idéntico a lo que siempre percibía en mí.
Un miedo helado me recorrió con rapidez, erradicando casi, aunque no del todo, el goce encantador del mordisco de Lissa. Me retiré de allí e intenté embutirme en unos vaqueros que encontré tirados por el suelo, y estuve a punto de caerme en el proceso. Una vez que los tuve puestos, agarré mi abrigo y el de Lissa, junto con nuestras carteras. Metí los pies en los primeros zapatos que vi y salí disparada hacia la puerta.
La hallé en la planta baja, trasteando en el frigorífico de la atestada cocina. Uno de nuestros compañeros de piso, Jeremy, estaba sentado a la mesa con la mano apoyada en la frente mientras contemplaba con tristeza un libro de Cálculo. Lissa me miró sorprendida.
—No deberías haberte levantado.
—Debemos irnos. Ya.
Se le dilataron los ojos y justo un momento más tarde, comprendió qué quería decirle.
—¿Estás… segura? ¿Segura del todo?
Asentí. No podía explicarle la razón de tanta certeza. Simplemente, era así.
Jeremy nos observó con curiosidad.
—¿Pasa algo?
Se me ocurrió una idea en ese momento.
—Liss, cógele las llaves del coche.
Él desplazó la mirada de una a otra alternativamente.
—¿Qué es lo que…?
Lissa, sin vacilar, caminó hacia él. Su miedo se infiltró en mí a través de nuestra conexión psíquica, pero también había algo más: su fe absoluta en que yo me haría cargo de todo y en que estaríamos a salvo. Como siempre, yo esperaba poder estar a la altura de ese tipo de confianza.
Exhibió una gran sonrisa y le miró directamente a los ojos. Durante un momento, Jeremy se limitó a devolver la mirada con gesto de cierta confusión, mas enseguida me di cuenta de cómo ella le sometía. Los ojos del joven se vidriaron y poco después la contemplaba con total adoración.
—Necesitamos que nos prestes el coche —le dijo con voz dulce—. ¿Dónde has puesto las llaves?
Él sonrió y me estremecí. Yo tenía una gran resistencia a la coerción, pero podía notar sus efectos cuando se dirigía hacia otra persona. Por otro lado, durante toda mi vida me habían enseñado que usarla estaba mal. Jeremy se llevó la mano al bolsillo y sacó del mismo un juego de llaves colgado de un gran llavero rojo.
—Gracias —repuso Lissa—. ¿Y dónde lo has aparcado?
—En la calle, más abajo —contestó con voz soñadora—. En la esquina. Cerca de Brown —eso estaba a unas cuatro manzanas de distancia.
—Gracias —repitió ella, mientras retrocedía—. En cuanto nos marchemos, quiero que te pongas a estudiar de nuevo. Olvídate de que nos has visto esta noche.
Él asintió cortésmente. Tenía la impresión de que, bajo su poder, se habría tirado por un acantilado si ella se lo hubiera pedido. Todos los humanos son susceptibles a la coerción, pero éste parecía más vulnerable que la media, lo cual había venido de perilla en ese preciso momento.
—Vamos —la conminé—. Tenemos que ponernos en marcha.
Salimos fuera y nos encaminamos hacia la esquina a la que él se había referido. Todavía me sentía algo mareada a causa del mordisco y fui trastabillando, incapaz de moverme con la deseada rapidez. No me caí gracias a Lissa, que me sostuvo varias veces a lo largo de todo ese trayecto. Fui consciente de la gran ansiedad que procedía de su mente, pero hice cuanto pude por ignorarla, pues debía lidiar con mis propios miedos.
—Rose… ¿qué vamos a hacer si nos capturan? —me susurró.
—No lo harán —repuse con fiereza—. No lo permitiré.
—Pero si nos han encontrado…
—Ya nos han localizado otras veces y no nos cogieron entonces. Lo único que debemos hacer es conducir hasta la estación de tren y desde allí irnos a Los Ángeles. Allí perderán la pista.
Hice que sonara así de simple. Siempre lo hacía, incluso aunque no era nada fácil mantenernos en una continua huida de la gente con la que nos habíamos criado. Lo habíamos estado haciendo durante dos años, escondiéndonos donde podíamos e intentando a la vez finalizar nuestros estudios en el instituto. Habíamos comenzado nuestro último año y nos había parecido más seguro vivir en un campus de facultad, ya que nos hacía sentirnos más cerca de la libertad.
Ella no dijo nada más, y sentí otra vez cómo me recorría su fe en mí. Así era como había ocurrido siempre todo entre nosotras. Yo era la parte más activa, la que hacía que las cosas sucedieran… algunas veces de forma bastante temeraria. Ella era la parte más razonable, la que se complacía en pensarse bien las cosas y las meditaba profundamente antes de actuar. Ambos estilos tenían sus ventajas, pero estaba claro que en este momento se imponía la temeridad: no había tiempo para la duda.
Lissa y yo habíamos sido amigas desde la guardería, cuando nuestra maestra nos puso juntas para aprender a escribir. Forzar a unas niñas de cinco años a deletrear «Vasilisa Dragomir» y «Rosemarie Hathaway» era algo que sobrepasaba en mucho lo que podríamos considerar un trato cruel y las dos —o mejor dicho, yo— respondimos de forma apropiada. Le tiré el libro a la maestra y le dije que era una bastarda fascista. Yo no conocía el significado de esas palabras, pero sí sabía cómo atinarle a un objetivo en movimiento.
Desde entonces Lissa y yo nos hicimos inseparables.
—¿Has oído eso? —me preguntó de repente.
Me llevó varios segundos captar lo que sus sentidos más afinados que los míos ya habían hecho. Escuché los pasos de alguien que andaba muy deprisa. Hice una mueca. Nos quedaban todavía otras dos manzanas para llegar a nuestro destino.
—Tendremos que correr para conseguirlo —le dije, cogiéndola del brazo.
—Pero tú no puedes…
—Corre.
Necesité toda mi fuerza de voluntad para no desmayarme en la acera. Mi cuerpo no quería correr después de haber perdido sangre ni mientras aún estaba metabolizando los efectos de la saliva de Lissa, pero ordené a mis músculos que dejaran de quejarse y me apoyé en ella cuando nuestros pies comenzaron a golpear el cemento. En circunstancias normales la habría superado corriendo sin hacer mucho esfuerzo —sobre todo porque Lissa iba descalza—, pero esa noche, ella era lo único que tenía para mantenerme derecha.
Los pasos de nuestro perseguidor se oían cada vez más cerca y con mayor fuerza. Veía unas oscilantes estrellas negras ante los ojos. Justo delante de nosotras localicé el Honda verde de Jeremy. Oh, Señor, si pudiéramos conseguirlo…
A diez pasos del coche nos interceptó directamente un hombre. Nos detuvimos con un ruido chirriante y tiré del brazo de Lissa hacia atrás. Era él, el tipo que había visto al otro lado de la calle. Era mayor que nosotras, quizás en la mitad de la veintena, y tan alto como había imaginado: probablemente sobrepasaba los dos metros. En otras circunstancias, quiero decir, si no estuviera impidiendo nuestra huida desesperada, hubiera pensado que estaba bastante bueno. Llevaba el pelo castaño a la altura de los hombros, atado en una corta cola de caballo. También los ojos eran de color marrón oscuro. Vestía un largo abrigo marrón, creo que era eso que llaman un guardapolvo.
Sin embargo, ese enorme atractivo carecía ahora de importancia. Simplemente era un obstáculo que nos impedía a Lissa y a mí acceder al coche y a la libertad. Detrás de nosotras, los pasos disminuyeron su ritmo y comprendimos que los perseguidores nos habían cogido. También detecté más movimiento a los lados, es decir, más gente que se aproximaba. Dios. Debían de haber enviado al menos a una docena de guardias para capturarnos. No me lo podía creer. Ni la misma reina viajaba con tanta compañía.
Me dio un ataque de pánico y actué por instinto, fuera de control y sin tener en cuenta ningún tipo de racionalidad. Tiré de Lissa hasta colocarla a mis espaldas y lejos del hombre que parecía ser el líder.
—Dejad que se marche —les gruñí—. No la toquéis.
Su rostro resultaba impenetrable, pero alzó las manos en lo que aparentemente era una especie de gesto de calma, como si yo fuera un animal rabioso al que pretendiera sedar.
—No voy a…
Dio un paso al frente, que le colocó muy cerca de nosotras.
Le ataqué, saltando hacia delante en una maniobra ofensiva que no había utilizado desde hacía dos años, no al menos desde que Lissa y yo habíamos comenzado nuestra fuga. El movimiento era estúpido, otra reacción nacida del instinto y el miedo. Y además, no tenía futuro alguno. Él era un guardián entrenado, no un novato que no hubiera finalizado aún su entrenamiento. Tampoco estaba débil ni al borde del desmayo.
Y, chaval, bien rápido que era. Había olvidado lo veloces que podían ser los guardianes y que se movían y golpeaban como cobras. Me dejó fuera de combate con tanta rapidez como habría aplastado una mosca: sus manos impactaron en mí y me mandaron hacia atrás. No creo que pretendiera golpearme con tanta fuerza, sino que simplemente intentaba apartarme, pero mi falta de coordinación interfirió con mi habilidad para responder. Incapaz de controlar las piernas, comencé a caer en dirección a la acera en un ángulo torcido, con las caderas por delante. Iba a ser bastante doloroso. Mucho.
Sólo que no fue así.
Con la misma rapidez con la que me había bloqueado, aquel hombre avanzó y me cogió del brazo, manteniéndome en pie. Cuando me enderecé me di cuenta de que se me había quedado mirando, o más bien, a mi cuello. Aún desorientada, no pude impedirlo. Entonces, con lentitud, alcé la mano libre a un lado de mi garganta y toqué ligeramente la herida que me había hecho antes Lissa. Cuando retiré los dedos, observé la piel resbaladiza debido a la sangre oscura que la teñía. Algo avergonzada, sacudí el pelo de modo que cayera en torno a mi rostro. Tenía el cabello muy espeso y largo así que cubrió mi cuello por completo. Me lo había dejado crecer precisamente por ese motivo.
Los ojos oscuros de aquel tipo se clavaron un momento más en el mordisco ahora fuera de la vista y después se encontraron con los míos. Le devolví la mirada de forma desafiante y a toda prisa me separé de él con un tirón. Él me soltó, aunque me di cuenta de que habría podido retenerme toda la noche de haber querido. Hice un esfuerzo para sobreponerme a las náuseas del mareo y me retiré hacia atrás, hasta donde estaba Lissa, afianzándome de nuevo para repeler otro ataque. De repente, me cogió la mano.
—Rose —dijo en voz baja—, no lo hagas.
Al principio, sus palabras no me hicieron efecto, pero unos pensamientos tranquilizadores comenzaron a infiltrarse en mi mente, procedentes de nuestro vínculo. No era exactamente algún tipo de coerción, porque eso no habría tenido ningún efecto en mí, sino algo de igual modo eficaz, tanto como el hecho de que estábamos muy superadas en número, más allá de toda esperanza, y también porque eran muy superiores a nosotras. Incluso yo comprendía que luchar carecía de sentido. La tensión abandonó mi cuerpo y admití mi derrota.
El hombre dio un paso hacia delante nada más detectar mi resignación y centró su atención en Lissa. Mostraba una expresión tranquila en el rostro. Le hizo una reverencia y consiguió que pareciera que la hacía con gracia, lo cual me sorprendió bastante teniendo en cuenta su altura.
—Mi nombre es Dimitri Belikov —afirmó; pude detectar un ligero acento ruso en su voz—. He venido a llevaros de vuelta a la Academia St. Vladimir, princesa.