Lissa se había puesto en pie y se había marchado antes de que yo me levantase siquiera, y eso significaba que disponía del cuarto de baño para mí sola mientras me preparaba para el día. Aquel baño me encantaba, era inmenso, mi gigantesca cama habría cabido allí dentro sin problemas. Una ducha de tres chorros diferentes de agua hirviendo me terminó de despertar, aunque los músculos me dolían del día anterior. De pie, frente al espejo de cuerpo entero y mientras me peinaba, vi con cierta decepción que el morado aún seguía ahí, aunque era significativamente menos llamativo y se había puesto amarillento. Un poco de maquillaje y de colorete lo taparon casi por completo.
Me dirigí escaleras abajo en busca de comida. En el comedor estaban justo recogiendo el desayuno, pero una de las camareras me dio un par de porciones de mazapán de melocotón para llevar. Al tiempo que masticaba uno al caminar, abrí bien mis sentidos para percibir por dónde andaba Lissa. Tras unos instantes, la presentí en el otro extremo del refugio, lejos de las habitaciones de los alumnos. Seguí el rastro hasta que llegué frente a una habitación del tercer piso. Llamé.
Christian abrió la puerta.
—Aquí llega la bella durmiente. Bienvenida.
Me condujo al interior. Lissa estaba sentada en la cama con las piernas cruzadas y sonrió al verme. La habitación resultaba tan suntuosa como la mía, pero habían apartado la mayor parte de los muebles para hacer sitio, y allí, en el área que había quedado despejada, se encontraba Tasha de pie.
—Buenos días —dijo ella.
—Hey —le dije yo. Se acabó el evitarla.
Lissa dio unas palmaditas a su lado, sobre la cama.
—Tienes que ver esto.
—¿Qué es lo que pasa? —me senté allí y me terminé el mazapán que me quedaba.
—Nada bueno —dijo con malicia—. Te va a gustar.
Christian se situó en la zona despejada y se colocó frente a Tasha. Ambos se observaron y se olvidaron de Lissa y de mí. En apariencia, yo había interrumpido algo.
—Entonces, ¿por qué no seguir usando el hechizo de combustión y ya está? —preguntó Christian.
—Porque consume mucha energía —le contestó ella. Incluso en vaqueros y con una coleta, y su cicatriz, conseguía un aspecto ridículamente mono—. Además, es muy probable que mates a tu adversario.
Él se burló.
—¿Y por qué no habría yo de querer matar a un strigoi?
—Es posible que no siempre te encuentres luchando con uno. O puede que necesites que te den alguna información. Pase lo que pase, deberías estar preparado para todo.
Estaban practicando magia de ataque, pude darme cuenta. La emoción y el interés reemplazaron el mal humor que se me había puesto al ver a Tasha. Lissa no bromeaba al decir que no hacían «nada bueno». Yo siempre había sospechado que practicaban la magia de ataque, pero… vaya. Pensar en ello y verlo con tus propios ojos son dos cosas muy distintas. Estaba prohibido usar la magia como arma. Que un alumno se dedicase a hacer pruebas con ella se podía perdonar y saldar con un simple castigo, pero que un adulto enseñase activamente a un menor… vamos, aquello podía meter a Tasha en serios problemas. Por una décima de segundo jugueteé con la idea de delatarla, aunque descarté la posibilidad de inmediato. Podía odiarla por andar detrás de Dimitri, sin embargo una parte de mí en cierta forma creía en lo que Christian y ella estaban haciendo. Además, aquello molaba y punto.
—Un hechizo de distracción es prácticamente igual de útil —prosiguió ella. Sus ojos azules adoptaron esa concentración que yo tan a menudo había visto adquirir a los moroi al hacer uso de la magia. Su muñeca osciló hacia delante y una llamarada de fuego pasó rozando el rostro de Christian. No le tocó, pero a juzgar por su respingo, sospeché que le había pasado lo bastante cerca como para que él sintiese su calor—. Inténtalo tú —le dijo.
Christian vaciló sólo por un instante y a continuación realizó con la mano el mismo movimiento que había hecho ella. La llama salió disparada, pero sin el menor rastro en ella del refinado control que la de Tasha había exhibido. Él tampoco tenía su puntería: le salió directa a su cara, pero antes de que pudiese alcanzar el rostro de Tasha, se dividió en dos y la rodeó, casi como si hubiese impactado contra un escudo invisible. Ella había desviado la llamarada con su propia magia.
—No está mal, si obviamos el hecho de que me habrías chamuscado la cara.
Ni yo misma hubiera deseado que le quemasen la cara, pero en lo referente al pelo… oh, sí. Entonces veríamos lo guapa que estaba sin esa melena de color negro azabache.
Christian y ella siguieron practicando un buen rato más. Él fue mejorando conforme pasaba el tiempo, si bien quedó claro que aún le faltaba un trecho para alcanzar la técnica de Tasha. Mi interés fue creciendo y creciendo según avanzaban, y me encontré valorando todas las posibilidades que podía ofrecer aquella magia.
Pusieron fin a su clase cuando Tasha dijo que tenía que marcharse. Christian suspiró, claramente frustrado por no haber sido capaz de dominar el hechizo en una hora. Su naturaleza competitiva era casi tan fuerte como la mía.
—Yo sigo pensando que sería más fácil quemarlos enteros y fuera —discutió él.
Tasha sonrió mientras se cepillaba el pelo y se tensaba la coleta. Ya te digo, definitivamente se las apañaría sin ese pelo, en particular, por lo mucho que yo sabía que a Dimitri le gustaba el pelo largo.
—Es más fácil porque requiere menos concentración. Es vaguería. Tu magia será más fuerte a largo plazo si eres capaz de aprender esto y, como ya te he dicho, tiene su utilidad.
Yo no deseaba estar de acuerdo con ella, pero no podía evitarlo.
—Resultaría realmente útil si estuvieras luchando junto con un guardián —dije emocionada—, en especial si quemar vivo a un strigoi consume tanta energía. De esta otra forma, sólo utilizas un golpe rápido de tus fuerzas para distraer al strigoi, y vaya si lo distraerá con lo mucho que odian ellos el fuego. Ése es todo el tiempo que un guardián necesita para clavarle una estaca. Así puedes acabar con todo un grupo de strigoi.
Tasha me sonrió. Algunos moroi —como Lissa y Christian— sonreían sin enseñar los dientes. Tasha siempre enseñaba los suyos, colmillos incluidos.
—Exacto. Tú y yo tenemos que salir un día a cazar strigoi —bromeó conmigo.
—Me parece que no —le respondí.
No es que las palabras tuviesen nada de malo en sí o de por sí, pero el tono que utilicé al pronunciarlas sin duda lo tenía: frío, desagradable. Tasha pareció momentáneamente sorprendida por mi repentino cambio de actitud, pero se repuso. La perplejidad que sentía Lissa me llegó a través del vínculo.
Tasha, sin embargo, no parecía molesta. Charló un rato más con nosotros y quedó con Christian para verse y cenar juntos. Lissa me miraba de manera contundente según bajábamos ella, Christian y yo por la intrincada escalera de caracol que conducía al vestíbulo.
—¿A qué ha venido eso? —me preguntó.
—¿A qué ha venido qué? —le dije en plan inocente.
—Rose —contestó de manera significativa. Resultaba difícil hacerse la tonta cuando tu amiga era consciente de que le podías leer el pensamiento. Yo sabía a la perfección de qué hablaba—. Que te hayas pasado tanto con Tasha.
—No me he pasado tanto.
—Has sido una borde —exclamó mientras se apartaba del camino de una marabunta de niños moroi que venían corriendo por el vestíbulo. Iban bien embutidos en sus parkas, seguidos por el monitor de esquí, un moroi, con cara de agotado.
Puse los brazos en jarras.
—Mira, es sólo que estoy de mal humor, ¿vale? No he dormido mucho. Además, yo no soy como tú, yo no tengo que ser educada siempre.
Tal y como venía ocurriendo tan a menudo últimamente, no me podía ni creer lo que acababa de decir. Lissa se me quedó mirando, más atónita que dolida. Christian puso mala cara, a punto de contestarme, cuando el bendito Mason se acercó a nosotros. No le habían escayolado ni nada, pero sufría una leve cojera al andar.
—Eh, qué pasa, cojito —le dije al tiempo que le cogía de la mano. Christian contuvo su ira hacia mí para más tarde y se volvió hacia Mason.
—¿Es verdad eso de que tus intentos de suicidio por fin te han pasado factura?
Mason tenía la mirada fija sobre mí.
—¿Es verdad eso de que te has estado viendo con Adrian Ivashkov?
—No… ¿qué?
—He oído que os emborrachasteis anoche.
—¿Hiciste eso? —preguntó Lissa, perpleja.
Miré a ambos rostros de forma alternativa.
—¡No, por supuesto que no! Si apenas le conozco.
—Pero le conoces —me presionó Mason.
—Apenas.
—Tiene mala reputación —advirtió Lissa.
—Ya te digo —apostilló Christian—, y una lista enorme de chicas.
No me lo podía creer.
—¿Vais a dejarlo ya? ¡Hablé con él, no sé, como unos cinco minutos! Y únicamente porque me bloqueaba la entrada. ¿De dónde has sacado todo eso? —yo misma me respondí de inmediato—. Mia —Mason asintió y tuvo la decencia de parecer avergonzado—. ¿Y desde cuándo hablas tú con Mia? —le pregunté.
—Me crucé con ella, eso es todo —me dijo.
—¿Y la creíste? Sabes que miente la mitad de las veces.
—Sí, pero suele haber algo cierto en las mentiras, y tú sí que hablaste con él.
—Sí, hablar. Eso es.
Yo había estado haciendo un esfuerzo sincero por tomarme en serio lo de salir con Mason, así que no me hizo ninguna gracia que no me creyese. Hasta me había ayudado a desentrañar las mentiras de Mia con anterioridad, aquel mismo año escolar, así que me sorprendió que ahora se pusiese tan paranoico con ellas. Es posible que de haber aumentado sus sentimientos hacia mí, fuese más susceptible a los celos.
De modo sorprendente, fue Christian quien salió al rescate y cambió de tema.
—Supongo que hoy nada de esquí, ¿eh? —señaló el tobillo de Mason y provocó de inmediato una respuesta de indignación.
—¿Qué, es que piensas que esto me va a frenar? —preguntó Mason.
Su enfado se diluyó, reemplazado por la ardiente necesidad de demostrar su valía, una necesidad que ambos compartíamos. Lissa y Christian se le quedaron mirando como si estuviera loco, pero yo sabía que nada de lo que dijésemos iba a detenerlo.
—¿Queréis veniros con nosotros? —pregunté a Lissa y a Christian.
Lissa negó con la cabeza.
—No podemos, tenemos que ir a ese almuerzo que dan los Conta.
Christian gruñó.
—Bueno, tú tienes que ir.
Ella le dio un toque con el codo.
—Y tú también. La invitación decía que puedo llevar a un invitado. Además, no es más que un aperitivo de la gran fiesta.
—¿Y ésa cuál es? —preguntó Mason.
—La supercena de Priscilla Voda —suspiró Christian. Verle tan afligido me hizo sonreír—. La mejor amiga de la reina. Lo más esnob de la realeza estará allí, y yo voy a tener que ponerme traje y corbata.
Mason me sonrió. Había desaparecido su actitud antagónica previa.
—Lo de esquiar suena cada vez mejor, ¿eh? Sin tanta etiqueta.
Dejamos atrás a los moroi y salimos al exterior. Mason no podía competir conmigo de la misma forma que el día anterior, sus movimientos eran lentos y torpes; aun así, teniéndolo todo en cuenta, hay que decir que se manejaba considerablemente bien. La lesión no era tan grave como nos habíamos temido, pero él tuvo la prudencia de limitarse a bajar por pistas de una facilidad extrema.
La luna llena se hallaba suspendida en el vacío, una esfera brillante de un color blanco plateado. La iluminación de los focos eléctricos la derrotaba sobre el terreno en su mayoría, pero aquí y allá, entre las sombras, la luna lograba proyectar su luz. Me hubiese gustado que hubiera sido lo bastante brillante para mostrar la cadena de montañas que nos rodeaba, pero aquellos picos permanecían envueltos en un manto de oscuridad. Se me había olvidado salir a mirarlos un rato antes, cuando aún había luz.
Las pistas eran facilísimas para mí, pero me quedé con Mason y sólo de vez en cuando me metía con él por lo soporífero que me estaba resultando su esquí preventivo. Fueran o no aburridas las pistas, era agradable encontrarse al aire libre con tus amigos, y la actividad me movía la circulación lo suficiente como para entrar en calor frente al aire frío. Los postes de la luz iluminaban la nieve y la convertían en un inmenso mar de color blanco con el débil brillo de los cristales de los copos. Y si conseguía apartarme y sacar aquellas luces de mi campo visual, podría levantar la vista y ver las estrellas desparramadas por el cielo. Aparecían nítidas y cristalinas en el aire limpio y gélido. Volvimos a quedarnos fuera la mayor parte de la jornada, pero esta vez fingí estar cansada y pedí que lo dejásemos antes, de manera que Mason pudiese tomarse un respiro. Era capaz de apañarse con el tobillo delicado en ese esquí tan sencillo, pero yo notaba que le estaba empezando a doler.
Mason y yo nos dirigimos de vuelta al refugio, caminando muy cerca el uno del otro y riéndonos de algo que habíamos visto antes. De repente, percibí un fogonazo blanco en mi visión periférica y una bola de nieve impactó en la cara de Mason. Yo me puse de inmediato a la defensiva con un salto hacia atrás y observé los alrededores. Se oían voces y gritos que provenían de un área dentro del terreno de las instalaciones, donde había cobertizos para almacenar materiales y unos pinos muy altos.
—Demasiado lento, Ashford —gritó alguien—. No es bueno estar enamorado.
Más risas. El mejor amigo de Mason, Eddie Castile, y unos pocos novicios más del instituto aparecieron desde detrás de un grupo de árboles. Más allá de ellos, yo seguía oyendo voces.
—De todas formas, aún te aceptamos si es que quieres estar en nuestro equipo —dijo Eddie—. Aunque esquives como una tía.
—¿Equipo? —pregunté con cara de emoción.
Allá, en la academia, estaba estrictamente prohibido lanzarse bolas de nieve. La dirección del instituto tenía el inexplicable temor de que nos tirásemos bolas con trozos de cristal o cuchillas dentro, si bien yo no tenía ni la menor idea de cómo pensaban ellos que nos podíamos hacer nosotros con ese tipo de cosas, para empezar.
No es que una guerra de bolas de nieve fuese tan rebelde, pero después de toda la presión a la que me había visto sometida últimamente, ponerte a tirar cosas a los que tienes delante de pronto sonaba como la mejor idea que hubiera oído en una temporada. Mason y yo nos fuimos corriendo con los demás, y la perspectiva de una guerra prohibida le proporcionó unas renovadas energías que le hicieron olvidarse del dolor en su tobillo. Nos entregamos a la lucha con un entusiasmo exagerado.
La batalla pronto se convirtió en una cuestión de darle a la mayor cantidad de gente posible al tiempo que se esquivaban los ataques de los demás. Yo era excepcional en ambas cosas y agravé la inmadurez de aquello dedicándome a abuchear y vociferar insultos estúpidos a mis víctimas.
Para el momento en que alguien se dio cuenta de lo que estábamos haciendo y se puso a darnos voces, todos nos encontrábamos ya partidos de risa y cubiertos de nieve. De nuevo, Mason y yo nos dirigimos de vuelta al refugio, y estábamos de un humor tan genial, que supe que el tema de Adrian había quedado bien atrás.
Es más, Mason me miró justo antes de que entrásemos.
—Yo, bueno, siento haber saltado antes contra ti por lo de Adrian.
Le apreté la mano.
—Está bien. Sé que Mia es capaz de contar algunos cuentos muy convincentes.
—Sí… pero aunque tú estuvieses con él… no es que yo tenga ningún derecho…
Le miré fijamente, sorprendida al ver la impronta de la timidez en su semblante casi siempre desenvuelto.
—¿No lo tienes? —pregunté.
Sus labios adoptaron una sonrisa.
—¿Lo tengo?
Le devolví la sonrisa, di un paso al frente y le besé. Noté sus labios sorprendentemente cálidos en aquel aire gélido. No fue como ese beso demoledor que había tenido con Dimitri antes del viaje, pero fue dulce y agradable. Una especie de beso de amigo que podía convertirse en algo más. Al menos, así era como yo lo veía. Por la cara de Mason, parecía como si todo su mundo se hubiese tambaleado.
—Vaya —dijo con los ojos como platos. La luz de la luna les daba un color azul plateado.
—¿Lo ves? No hay nada de lo que preocuparse, ni Adrian, ni nadie.
Nos volvimos a besar —un beso un poco más largo esta vez— antes de separarnos. Estaba claro que Mason se encontraba de mejor humor, tanto como podía estar, y yo me metí en la cama con una sonrisa en la cara. No estaba técnicamente segura de que fuésemos pareja entonces, aunque estábamos muy cerca de serlo.
Pero cuando me dormí, soñé con Adrian Ivashkov.
Otra vez me hallaba con él en el porche, sólo que era verano. El aire resultaba templado y agradable, y el sol brillaba en el cielo cubriéndolo todo de una luz dorada. No había estado expuesta a tanto sol desde que vivía entre los humanos. A mi alrededor, las montañas y los valles eran verdes y estaban repletos de vida; los pájaros trinaban por todas partes. Adrian se apoyó contra la valla del porche y le costó reaccionar al verme.
—Eh, no esperaba verte por aquí —sonrió—. Estaba en lo cierto. Eres devastadora cuando te arreglas —de forma instintiva, me toqué la piel alrededor del ojo—. Ha desaparecido —me dijo.
Aun sin poder verlo, de alguna forma sabía que tenía razón.
—No estás fumando.
—Un mal hábito —dijo. Me hizo un gesto con la cabeza—. ¿Tienes miedo? Vas muy protegida.
Fruncí el ceño y bajé la vista. No me había percatado de mi atuendo. Llevaba unos vaqueros bordados que vi una vez pero que no me había podido permitir. Me había puesto una camiseta recortada que me dejaba la tripa al aire, y lucía un piercing en el ombligo. Siempre había querido perforarme el ombligo, pero tampoco había podido permitírmelo. Ahora llevaba un pequeño amuleto de plata que oscilaba, y de su extremo pendía el colgante raro del ojo azul que me había regalado mi madre. Tenía el chotki de Lissa atado en la muñeca.
Levanté la vista de nuevo a Adrian y observé la forma en que el sol iluminaba su pelo castaño. Allí, a plena luz del día, pude ver que sus ojos eran en realidad verdes, de un verde esmeralda oscuro en contraste con el verde jade pálido de los de Lissa. De repente caí en algo sorprendente.
—¿No te molesta todo este sol?
Él se encogió de hombros sin ganas.
—Qué va. Es mi sueño.
—No, es mi sueño.
—¿Estás segura? —recuperó la sonrisa.
Yo me sentí confusa.
—No… no lo sé.
Se carcajeó, pero un instante después, la risa se desvaneció. Por vez primera desde que le conocí, tenía un aspecto serio.
—¿Por qué hay tanta oscuridad a tu alrededor?
Fruncí el ceño.
—¿Qué?
—Estás rodeada de oscuridad —sus ojos me estudiaban a conciencia, pero no como si me estuviesen evaluando—. Nunca he visto a nadie como tú. Sombras por todas partes. Jamás me lo habría imaginado. Mientras estás aquí, de pie, las sombras incluso siguen creciendo.
Me miré las manos aunque no vi nada fuera de lo normal. Volví a mirar al frente.
—Estoy bendecida por la sombra…
—¿Qué significa eso?
—Morí una vez —nunca había hablado de eso a nadie aparte de Lissa y de Victor Dashkov, pero aquello era un sueño, no importaba—. Y regresé.
El asombro le iluminó el rostro.
—Mmm, interesante…
Me desperté.
Alguien me estaba zarandeando. Era Lissa. Sus sentimientos me alcanzaron con tanta fuerza a través del vínculo que me arrastraron al interior de su mente y me encontré mirándome a mí misma. La palabra «raro» ni siquiera daba para empezar a describirlo. Me forcé a volver de nuevo a mí e intenté filtrar el terror y la alarma que provenían de ella.
—¿Qué pasa?
—Ha habido otro ataque de los strigoi.