—¿Cómo es que vas tan cabizbaja, pequeña dhampir?
Me dirigía hacia el edificio común, a través del patio, cuando detecté el aroma de cigarrillos de clavo. Suspiré.
—Adrian, eres la última persona a quien me apetece ver ahora mismo.
Adrian Ivashkov se apresuró a situarse a mi lado y exhaló una nube de humo que, por supuesto, vino directa hacia mí. La aparté con la mano y desplegué todo un espectáculo de toses exageradas. Adrian era un moroi de la realeza que habíamos «adquirido» en nuestro reciente viaje de esquí. Era unos años mayor que yo y había regresado a St. Vladimir a trabajar en el aprendizaje del espíritu con Lissa. Por el momento, él era el otro único que conocíamos capaz de utilizar el espíritu. Era un arrogante y un mimado, y malgastaba gran parte de su tiempo con el vicio de los cigarrillos, el alcohol y las mujeres. También se había encaprichado conmigo, o, al menos, quería llevarme a la cama.
—Parece que apenas te he visto desde que regresamos —dijo—. Si no nos conociéramos, diría que me estás evitando.
—Estoy evitándote.
Exhaló de manera ruidosa y se mesó su meticulosamente despeinado cabello azabache.
—Venga, Rose. No hace falta que sigas manteniendo esa pose de chica difícil. Ya me tienes en el bote.
Adrian sabía a la perfección que yo no me estaba haciendo la difícil, pero siempre obtenía un particular placer al tomarme el pelo.
—De verdad, hoy no estoy de humor para tu supuesto «encanto».
—¿Qué ha pasado? Vas pisoteando cada charco que te encuentras y parece que le vas a dar un puñetazo al primero que veas.
—¿Por qué sigues aquí entonces? ¿No te preocupa recibir un golpe?
—Bah, nunca me harías daño. Mi rostro es demasiado hermoso.
—No lo suficiente para contrarrestar el humo basto y cancerígeno que me estás echando a la cara. ¿Cómo eres capaz de hacerlo? No está permitido fumar en el campus. Abby Badica estuvo castigada dos semanas cuando la pillaron.
—Yo estoy por encima de las normas, Rose. No soy ni alumno ni miembro docente, tan sólo un espíritu libre que vaga a voluntad por tu bella escuela.
—¿Y no podrías largarte ahora a vagar por ahí, quizá?
—Si quieres librarte de mí, dime qué está pasando.
No había por qué evitarlo. Además, se iba a enterar enseguida, sería de dominio público.
—Me han asignado a Christian en mis prácticas de campo.
Se produjo una pausa; luego, Adrian rompió a reír a carcajadas.
—Vaya, ahora lo entiendo. A la luz de los hechos, pareces notablemente calmada, la verdad.
—Se suponía que tenía que estar con Lissa —gruñí—. No me puedo creer que me hayan hecho esto.
—¿Por qué lo han hecho? ¿Es que hay alguna posibilidad de que no estés con ella cuando os graduéis?
—No. Por lo visto ahora todos piensan que esto me ayudará a prepararme mejor. Dimitri y yo seguimos siendo sus futuros guardianes.
Adrian me dedicó una mirada de soslayo.
—Oh, estoy seguro de que eso será lo más duro para ti.
Tenía que ser una de las cosas más raras del universo el hecho de que Lissa jamás estuviese cerca siquiera de sospechar mis sentimientos por Dimitri y que Adrian los hubiese descubierto.
—Como te he dicho, hoy me sobran tus comentarios.
Al parecer él no estaba de acuerdo. Algo me hacía sospechar que ya había estado bebiendo, y apenas era la hora del almuerzo.
—¿Dónde está el problema? Christian se va a pasar todo el tiempo con Lissa de todas formas —Adrian tenía su punto de razón, si bien yo jamás lo admitiría. A continuación, en ese modo de falta de capacidad de concentración tan suyo, cambió de tema justo cuando nos aproximábamos al edificio—. ¿Te he hablado alguna vez de tu aura? —me preguntó de golpe. Había un tono extraño en su voz. Vacilante. De curiosidad. Muy impropio. Todo lo que solía decir eran mofas.
—No lo sé. Sí, una vez. Dijiste que era oscura o algo así. ¿Por qué? —el aura era un campo de luz que rodeaba a cada individuo. Su color y brillo estaban supuestamente ligados a la personalidad y energía del portador. Sólo podían verla aquéllos capaces de utilizar el espíritu. Adrian lo hacía desde allá donde alcanzaban sus recuerdos, pero Lissa aún estaba aprendiendo.
—Resulta difícil explicarlo. Puede que no sea nada —hizo un alto cerca de la puerta e inhaló profundamente de su cigarrillo. Se apartó un poco para exhalar una nube de humo lejos de mí, pero el viento la trajo de vuelta—. Las auras son extrañas. Aumentan, disminuyen y cambian de color y de brillo. Algunas son vivas y otras pálidas. De tanto en tanto, la de alguien se asienta y refulge con un color tan puro que puedes… —echó la cabeza atrás y se quedó mirando al cielo. Reconocí los signos de aquel extraño estado «de trastorno» en el que a veces caía—. Puedes captar al instante lo que significa. Es como leerles el alma.
Sonreí.
—Pero no has descifrado aún la mía, ¿eh? O lo que cualquiera de esos colores significan, ¿no?
Se encogió de hombros.
—La estoy descifrando. Hablas con la cantidad suficiente de personas, te haces una idea de cómo son y entonces comienzas a ver a los mismos tipos de personas con los mismos tipos de colores… Pasado un tiempo, los colores comienzan a significar algo.
—¿Qué pinta tiene la mía ahora mismo?
Me echó un vistazo general.
—Eh, hoy no consigo fijar la vista en ella.
—Lo sabía, has estado bebiendo —ciertas sustancias, como el alcohol o alguna medicación, amortiguaban los efectos del espíritu.
—Lo justo para sacudirme el frío de encima. No obstante, me puedo imaginar cómo es tu aura. Suele ser como la de los demás, con esa especie de remolino de colores, pero es como si tuviese un ribete de oscuridad, como si una sombra te siguiese siempre.
Algo en su voz me hizo estremecer. Aunque ya les había oído hablar a él y a Lissa muchas veces sobre el aura, nunca había pensado realmente en ésta como en algo de lo que debiese preocuparme. Eran más como un truco de magia, algo curioso pero con poca sustancia.
—Pero qué alegre es eso —le dije—. ¿Se te ha ocurrido alguna vez dedicarte a las charlas motivacionales?
Su mirada dispersa se desvaneció, y regresó su jocosidad habitual.
—No te preocupes, pequeña dhampir. Puede que estés rodeada de nubes, que siempre serás como la luz del sol ante mis ojos —elevé la mirada al cielo. Tiró el cigarrillo al paseo y lo apartó con el pie—. Tengo que irme. Nos vemos —me ofreció una galante reverencia y se alejó hacia el edificio de invitados.
—¡No tires basura al suelo! —le grité.
—¡Por encima de las normas, Rose! —me respondió a voces—. ¡Por encima de las normas!
Hice un gesto negativo con la cabeza y recogí la ya fría colilla para tirarla a un cubo de basura que había junto al exterior de la puerta del edificio. Cuando entré, el calor del interior supuso un cambio muy bienvenido mientras me sacudía de las botas la nieve a medio derretir. Abajo, en la cafetería, me encontré con el almuerzo que daría paso al horario de la tarde. Allí, los dhampir se sentaban codo con codo con los moroi y proporcionaban todo un modelo de contrastes. Los dhampir, con nuestra sangre medio humana, éramos más grandes —aunque no más altos— y de una complexión más robusta. Las novicias poseían más curvas que las ultradelgadas chicas moroi; los novicios eran mucho más musculosos que sus homólogos vampiros. La piel de los moroi era pálida y delicada, como la porcelana, mientras que la nuestra estaba bronceada por pasar tanto tiempo en el exterior, al sol.
Lissa se hallaba sola, sentada a una mesa, con aspecto sereno y angelical con un jersey blanco. El pelo rubio y pálido formaba una cascada sobre sus hombros. Levantó la mirada cuando me aproximé, y recibí una oleada de sentimientos de bienvenida a través de nuestro vínculo.
Sonrió.
—¡Eh! Pero mira qué cara traes. Es cierto, ¿no? De verdad te han asignado a Christian —me quedé mirándola—. ¿Es que te va a dar algo si vives un poco menos alicaída? —me dirigió una mirada de censura aunque también divertida, al tiempo que con la lengua rebañaba de una cuchara el final de su yogur de fresa—. Vamos, que es mi novio, al fin y al cabo. Estoy con él por ahí todo el día. No es tan malo.
—Tienes la paciencia de una santa —gruñí mientras me dejaba caer en una silla—. Y, además, tú no estás con él veinticuatro horas al día, todos los días de la semana.
—Ni tú tampoco lo harás. Serán sólo veinticuatro horas al día, seis días a la semana.
—Qué más da. Como si son diez días a la semana.
Frunció el ceño.
—Eso no tiene sentido.
Hice un gesto para que ignorase mi estúpido comentario y recorrí el comedor con la mirada perdida. La sala sonaba rebosante de las noticias sobre las inminentes prácticas de campo, que arrancaban en cuanto terminase el almuerzo. La mejor amiga de Camille había recibido la asignación del mejor amigo de Ryan, y los cuatro hacían piña juntos con regodeo, con el aire de estar a punto de embarcarse en una cita doble de seis semanas. Al menos había alguien que disfrutaría todo aquello. Suspiré. Christian, que pronto sería mi carga, se encontraba fuera con los proveedores, humanos que donaban voluntariamente su sangre a los moroi.
A través del vínculo sentí que Lissa deseaba contarme algo. Se estaba conteniendo por su preocupación ante mi mal humor y quería estar segura de que yo tenía el apoyo suficiente. Sonreí.
—Deja de preocuparte por mí. ¿Qué pasa?
Sus brillantes labios rosas me devolvieron la sonrisa al tiempo que ocultaban sus colmillos.
—Me han dado permiso.
—¿Permiso para…? —la respuesta salía a brincos de su mente antes siquiera de haber podido vocalizarla—. ¿Qué? —exclamé—. ¿Que vas a dejar la medicación?
El espíritu era un poder increíble cuyas alucinantes capacidades estábamos comenzando a descubrir. Poseía, sin embargo, un desagradable efecto secundario: podía conducir a la depresión o a la demencia. Parte de los motivos que Adrian tenía para abandonarse tanto con la bebida —al margen de su naturaleza juerguista— era el protegerse contra estos efectos secundarios. Lissa tenía una forma mucho más sana de hacerlo. Tomaba antidepresivos que la desconectaban por completo de la magia. Odiaba el ser incapaz de trabajar de nuevo con el espíritu, pero se trataba de un precio aceptable por no volverse loca. Al menos yo pensaba que lo era, aunque al parecer ella estaba en evidente desacuerdo si es que consideraba la posibilidad de aquel experimento insensato. Yo sabía que Lissa deseaba volver a probar la magia, pero no creía que fuese realmente a llevarlo a cabo, o que alguien se lo fuera a permitir.
—Tengo que presentarme ante la señora Carmack todos los días, y hablar de forma regular con un orientador —Lissa cambió de cara ante aquella última parte, pero sus sentimientos continuaban siendo en general optimistas—. Qué ganas tengo de ver lo que soy capaz de hacer con Adrian.
—Adrian es una mala influencia.
—Él no me ha obligado a hacer esto, lo decidí yo —al no obtener respuesta por mi parte, me rozó suavemente el brazo—. Eh, escúchame. No te agobies. Ya estoy mucho mejor, y voy a tener a mucha gente cuidándome.
—A todo el mundo menos a mí —le dije con tristeza. Al otro lado de la sala, Christian entró por unas puertas dobles y se acercó a nosotras. Según el reloj faltaban cinco minutos para el final del almuerzo—. Oh Dios. Ya es casi la hora cero.
Christian añadió una silla a nuestra mesa y le dio la vuelta para así descansar la barbilla sobre el respaldo de listones. Se apartó el pelo negro de delante de sus ojos azules y nos obsequió con una sonrisa de suficiencia. Sentí que el corazón de Lissa se animaba con su presencia.
—No veo la hora de que este show se ponga en marcha —dijo—. Rose, tú y yo nos lo vamos a pasar en grande. Elegir cortinas, peinarnos el uno al otro, contar historias de fantasmas…
La referencia a las «historias de fantasmas» se acercó al blanco mucho más de lo que me hacía sentirme cómoda. Y no es que escoger cortinas o cepillarle el pelo a Christian resultase mucho más atractivo.
Sacudí la cabeza con exasperación y me puse en pie.
—Os voy a dejar a solas durante vuestros últimos y breves instantes de intimidad —ambos se rieron.
Me acerqué a la cola de la comida con la esperanza de hallar algún donut que hubiese quedado del desayuno. Hasta ahora sólo había visto cruasanes, quiche y peras cocidas. Debía de ser el día del intelectual en la cafetería. ¿Es que un poco de masa frita era mucho pedir? Tenía a Eddie delante de mí. Su cara expresó culpabilidad en cuanto me vio.
—Rose, de verdad lo siento…
Levanté una mano para detenerle.
—No te preocupes, no es culpa tuya. Tan sólo prométeme que vas a hacer un buen trabajo protegiéndola.
Era un sentimiento estúpido ya que Lissa no se encontraba ante un auténtico peligro, pero de verdad no era capaz de dejar de preocuparme, en particular a la luz de aquel nuevo avance con su medicación.
Eddie permaneció serio, en apariencia sin pensar que mi petición fuese en absoluto una tontería, era uno de los pocos que sabían de las capacidades de Lissa, y de sus inconvenientes, lo cual fue probablemente el motivo de que lo seleccionaran para protegerla.
—No permitiré que le pase nada. Lo digo en serio.
A pesar de mi ánimo plomizo, no pude evitar una sonrisa. Su experiencia con los strigoi hacía que se tomase todo aquello mucho más en serio que prácticamente cualquier otro novicio. Aparte de mí, es probable que él fuese la mejor elección para protegerla.
—Rose, ¿es verdad que le diste un puñetazo a la guardiana Petrov?
Me volví y vi la cara de dos moroi, Jesse Zeklos y Ralf Sarcozy. Se habían puesto en la cola justo detrás de Eddie y de mí y parecían más pagados de sí mismos y más molestos de lo habitual. Jesse siempre tenía buen aspecto, bronceado, y poseía agilidad mental. Ralf era su compinche, ligeramente menos atractivo y menos inteligente. Resultaba bastante posible que ambos fuesen las dos personas a las que más odiaba en la academia, debido sobre todo a ciertos desagradables rumores que difundieron acerca de que yo había hecho determinadas cosas bastante explícitas con ellos. Fue la mano dura de Mason lo que les obligó a decir la verdad al resto de la escuela, y no creo que jamás llegasen a perdonarme por ello.
—¿Pegar a Alberta? Lo dudo mucho —comencé a volverles la espalda, pero Ralf continuó hablando.
—Nos han dicho que le has soltado una airada perorata en el gimnasio cuando te has enterado de con quién ibas.
—¿Una airada perorata? Pero ¿qué edad tienes tú, sesenta? Todo lo que hice fue… —me detuve y escogí cuidadosamente mis palabras—, hacer constar mi opinión.
—Bueno —dijo Jesse—, supongo que si alguien tiene que echarle un ojo a ese aspirante a strigoi, bien podrías ser tú. Eres la mayor broncas que hay por aquí.
El reticente tono de su voz hizo que aquello sonase como un cumplido. Yo no lo veía así en absoluto. Antes de que pudiese pronunciar una sola palabra más, me situé justo delante de él, sin apenas espacio alguno entre nosotros. En lo que consideré un verdadero signo de disciplina, no le eché la mano a la garganta. La sorpresa hizo que se le abriesen mucho los ojos.
—Christian no tiene nada que ver con ningún strigoi —dije en voz baja.
—Sus padres…
—Son sus padres, y él es Christian. No los confundas —Jesse ya se había ganado mis iras con anterioridad, y era obvio que ahora lo estaba recordando y que su temor combatía contra sus ganas de difamar a Christian delante de mí. Sorprendentemente, fueron estas últimas las que acabaron venciendo.
—Antes te comportaste como si estar con él fuese el fin del mundo, ¿y ahora le defiendes? Ya sabes cómo es: incumple las normas una y otra vez. ¿Me estás diciendo que en serio no crees que haya ninguna posibilidad de que se convierta en un strigoi como sus padres?
—Ninguna —dije—. En absoluto. Christian tiene más ganas de plantar cara a los strigoi que prácticamente cualquier otro moroi de aquí —la mirada de Jesse osciló hacia Ralf con curiosidad antes de regresar sobre mí—. Incluso me ayudó a luchar contra ellos en Spokane. No hay ninguna posibilidad de que nunca, jamás se convierta en un strigoi —me estrujé el cerebro en un intento por recordar a quién le habían asignado a Jesse en las prácticas de campo—. Y si me entero de que andas difundiendo esa basura por ahí, Dean no te va a poder proteger de mí.
—O de mí —añadió Eddie, que se había situado a mi lado.
Jesse tragó saliva y retrocedió un paso.
—Menuda mentirosa que eres. No puedes ponerme una mano encima. Si te apartan ahora, nunca te graduarás.
Tenía razón, por supuesto, pero le sonreí de todas formas.
—Puede que merezca la pena. Ya lo veremos, ¿eh?
Fue justo en ese momento cuando Jesse y Ralf decidieron que, al fin y al cabo, no se les había perdido nada en la cola de la comida. Se largaron y pude oír algo sospechosamente parecido a «puta loca».
—Idiotas —mascullé, y se me iluminó la cara—. Hey, mira. Donuts.
Escogí uno de chocolate glaseado y, a continuación, Eddie y yo nos marchamos a toda prisa a localizar a nuestros moroi y llegar a clase. Eddie me sonrió.
—Si no nos conociésemos, diría que acabas de defender el honor de Christian. ¿No era un grano en el culo?
—Sí —dije mientras me lamía el azúcar glaseado de los dedos—. Lo es, pero durante las próximas seis semanas, Christian es mi grano en el culo.