VEINTIOCHO

Las siguientes doce horas fueron las más largas de mi vida.

Nuestro grupo había llegado a salvo de regreso a la academia, si bien, la mayor parte del recorrido se hizo a la carrera, algo difícil con tantos heridos. No dejé de sentir náuseas en todo el camino, presumo que por la proximidad de los strigoi, pero por muy cerca que estuviesen, no nos alcanzaron en ningún momento, y también es posible que mi estómago revuelto se debiera a todo lo sucedido en las cuevas.

Una vez tras las defensas, los demás novicios y yo caímos en el olvido. Estábamos a salvo, y los adultos tenían ahora muchas cosas por las que preocuparse. Todos los rehenes habían sido liberados… todos los que seguían vivos. Tal y como me había temido, los strigoi decidieron hincarle el diente a uno de los nuestros antes de que pudiéramos llegar. Aquello significaba que rescatamos a doce. Perdimos a seis guardianes —incluido Dimitri—, unos números no del todo malos considerando la cantidad de strigoi a la que nos habíamos enfrentado, pero una vez hallada la diferencia, lo que realmente significaba era que habíamos salvado sólo seis vidas. ¿Había merecido la pena que todos esos guardianes perdieran la suya?

—No lo puedes mirar de esa forma —me decía Eddie mientras caminábamos hacia la enfermería. Todo el mundo, rehenes y rescatadores, recibió la orden de hacerse un chequeo médico—. No habéis salvado sólo esas vidas. Habéis liquidado a cerca de treinta strigoi, además de los del campus. Piensa en toda la gente que podían haber matado. Se puede decir que habéis salvado también todas esas vidas.

Una parte racional de mí sabía que estaba en lo cierto, pero ¿qué tenía que ver la racionalidad con todo aquello cuando Dimitri podía estar muerto? Era mezquino y egoísta, y sin embargo, en aquel instante, deseaba intercambiar todas aquellas vidas por la suya. Aunque él no lo habría querido. Lo conocía bien.

Y aunque la posibilidad fuese ínfima, la menor quizá, aún era posible que no hubiera muerto. Aunque la pinta del mordisco fue bastante seria, el strigoi pudo haberlo dejado fuera de combate y salir huyendo. Dimitri podía estar allí tirado en la cueva ahora mismo, moribundo y necesitado de asistencia médica. Aquella imagen de él, así, y no poder hacer nada para ayudarle me estaba volviendo loca. No había forma de regresar, de ninguna manera. No hasta el amanecer. Otra partida saldría hacia allá con el fin de recuperar a nuestros fallecidos, para poder ofrecerles un funeral. Hasta entonces, me tocaba esperar.

La doctora Olendzki me hizo una revisión rápida, decidió que no estaba conmocionada y me envió a que me vendase mis propias heridas. En aquel momento tenía demasiados pacientes en condiciones mucho peores por los que preocuparse.

Sabía que lo más inteligente era irme a mi residencia o a ver a Lissa. Me habría venido bien el descanso, y sentí que ella me llamaba a través del vínculo. Estaba preocupada. Tenía miedo. Sabía que, de todas formas, muy pronto se enteraría de las noticias. Ella no me necesitaba, y a mí no me apetecía verla. No quería ver a nadie, así que, en lugar de marcharme a mi residencia, me fui a la iglesia. Necesitaba hacer algo hasta que se pudieran revisar las cuevas. La opción de rezar era tan buena como cualquier otra.

La capilla solía estar vacía en pleno día, pero esta vez no fue así, y no debía de haberme sorprendido. Teniendo en cuenta la muerte y el volumen de la tragedia que había tenido lugar en las últimas veinticuatro horas, era más que natural que la gente buscase consuelo. Algunos se sentaban a solas, y otros en grupos. Lloraban. Se arrodillaban. Rezaban. Algunos se limitaban a mirar con expresión vacía, a todas luces incapaces de creer lo que había ocurrido. El padre Andrew se desplazaba por la nave principal y hablaba con muchos de ellos.

Encontré un banco vacío en la última esquina de atrás y me senté allí. Encogí las rodillas contra el pecho, las rodeé con los brazos y apoyé la cabeza sobre ellas. Desde los muros, los iconos de los ángeles y los santos nos observaban.

Dimitri no podía estar muerto. No podía estarlo de ninguna de las maneras. Sin duda que, de estarlo, yo lo sabría. Nadie podía llevarse de este mundo una vida como aquélla. Nadie que me hubiese abrazado en la cama el día antes como él lo había hecho podía haberse ido de verdad para siempre. Entre nosotros se había generado una calidez tal, tanta vida, que no podía ser la muerte lo que viniese a continuación.

Llevaba el chotki de Lissa en la muñeca; recorrí la cruz y las cuentas con los dedos. Intenté con desesperación expresar mis pensamientos en forma de plegaria, pero no supe cómo. Si Dios existía, me imaginaba que sería tan poderoso como para saber lo que yo quería aunque no lo dijese con las palabras apropiadas.

Pasaron las horas. La gente iba y venía. Me cansé de estar sentada y acabé por tumbarme a lo largo del banco. Más santos y más ángeles me observaban desde aquel techo pintado en oro. Tanta ayuda divina, pensé, y, a la hora de la verdad, ¿qué bien estaban haciendo?

Ni siquiera me percaté de haberme quedado dormida hasta que Lissa me despertó. Incluso ella parecía un ángel, con su melena de color pálido, larga y suelta alrededor de su rostro. La mirada en sus ojos también era tan amable y compasiva como la de los santos.

—Rose —me dijo—, llevamos un buen rato buscándote. ¿Has estado aquí todo el tiempo?

Me incorporé y me sentí cansada y con los ojos llorosos. Considerando que no había dormido la noche anterior y que había estado en una misión brutal, mi fatiga resultaba comprensible.

—Yo diría que sí —le respondí.

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Eso fue hace horas. Deberías comer algo.

—No tengo hambre —hace horas. Me agarré a su brazo—. ¿Qué hora es? ¿Ha salido el sol?

—No, quedan aún, mmm, unas cinco horas.

Cinco horas. ¿Cómo iba a ser capaz de esperar tanto?

Lissa me tocó en la cara. Sentí arder la magia a través del vínculo y, a continuación, el cosquilleo alternativo de frío y calor por mi propia piel. Mis cortes y magulladuras desaparecieron.

—No deberías hacer eso —le dije.

En sus labios se dibujó una tenue sonrisa.

—Llevo haciéndolo todo el día. He estado ayudando a la doctora Olendzki.

—Sí, ya me he enterado, pero vaya, que me sigue pareciendo extraño después de haberlo ocultado siempre, ¿sabes?

—Ya no importa que lo sepa todo el mundo —me dijo al tiempo que se encogía de hombros—. Tenía que ayudar después de todo lo que ha sucedido. Hay muchos heridos, y si eso supone sacar mi secreto a la luz… mira, tenía que pasar antes o después. Adrian también ha estado ayudando, aunque él no puede hacer tanto.

Y entonces se me ocurrió. Me incorporé de golpe.

—Dios mío, Liss. Tú puedes salvarle. Tú puedes ayudar a Dimitri.

Un profundo pesar se apoderó de su rostro y del vínculo.

—Rose —me dijo en voz baja—, dicen que Dimitri ha muerto.

—No —dije yo—. No puede ser. Tú no lo entiendes… Creo que está herido, nada más, probablemente malherido, pero si tú estás allí cuando lo traigan de vuelta, podrás sanarlo —y entonces se me ocurrió la idea más macabra—. Y si… y si ha muerto… —sentía dolor físico al pronunciar aquellas palabras—, ¡tú puedes traerlo de vuelta! Igual que conmigo. Él también estaría bendecido por la sombra.

La tristeza se hizo aún mayor en su rostro. Irradiaba pesar, por mí en este caso.

—No puedo hacer eso. Traer a alguien de la muerte exige un desgaste de poder inmenso… y, además, no creo que pudiese hacerlo con alguien que lleva tanto tiempo muerto. Creo que ha de ser inmediato.

Podía notar una desesperación descontrolada en mi propia voz.

—Pero tienes que intentarlo.

—No puedo… —tragó saliva—. Ya oíste lo que le dije a la reina. Lo decía en serio. No puedo ir por ahí resucitando a todo el mundo. Eso nos lleva a una situación de abuso similar a la de los deseos de Victor. Por eso lo mantuvimos en secreto.

—¿Tú le dejarías morir? ¿No lo harías? ¿No lo harías por mí? —no estaba gritando, pero mi voz, sin duda, era demasiado alta para una iglesia. Casi todo el mundo se había marchado ya, y con el dolor que había allí presente, dudé que a nadie le importase mucho mi arrebato—. Yo haría lo que fuese por ti, lo sabes. ¿Y tú no vas a hacer esto por mí? —me encontraba al borde del sollozo.

Lissa me estudiaba con un millón de pensamientos rondándole por la cabeza. Analizó mis palabras, mi cara, mi voz y, con ésas, por fin lo descubrió. Por fin se dio cuenta de mis sentimientos por Dimitri, que nuestro nexo iba más allá de la relación entre profesor y alumna. Sentí cómo la idea se iluminaba en su mente, cómo ataba un número incontable de cabos: mis comentarios, la conducta que tanto Dimitri como yo teníamos cuando estábamos cerca el uno del otro… todo cobraba ahora sentido para ella, cosas que no advirtió de lo ciega que había estado. De inmediato le surgieron preguntas, también, pero no me hizo ninguna de ellas o siquiera mencionó de qué se había percatado. En cambio, me cogió de la mano y me atrajo hacia sí.

—Cuánto lo siento, Rose. Cuánto lo siento. No puedo.

Después de aquello, dejé que me sacase de allí, seguramente, para ir a buscar algo de comer. Cuando me senté a la mesa de la cafetería y me quedé mirando a la bandeja ante mí, la sola idea de comer cualquier cosa me produjo más náuseas que el hallarme cerca de los strigoi. Visto aquello, Lissa se rindió y aceptó que no haría nada hasta que supiese lo que le había sucedido a Dimitri. Subimos a su habitación, y me tumbé en la cama. Ella se sentó cerca de mí, pero yo no tenía ganas de hablar y enseguida volví a dormirme.

La siguiente vez que me desperté, era mi madre quien se encontraba a mi lado.

—Rose, vamos a ir a inspeccionar las cuevas. No puedes volver a entrar allí, pero sí puedes acompañarnos hasta los límites de la academia si quieres.

Eso era lo mejor que iba a conseguir, y si significaba que me podría enterar de lo que había sido de Dimitri un momento antes que si me quedaba aquí, entonces iría. Lissa vino conmigo, y fuimos haciendo camino detrás del grupo de guardianes. Aún me dolía su negativa de sanar a Dimitri, pero una parte de mí pensaba en secreto que ella no se podría contener en cuanto lo viese.

Los guardianes habían formado un grupo grande para inspeccionar las cuevas, por si acaso. No obstante, estábamos bastante seguros de que los strigoi se habían marchado. Habían perdido su ventaja y tendrían que ser conscientes de que, si regresábamos a por nuestros caídos, lo haríamos con un grupo reforzado. Cualquiera de ellos que hubiese sobrevivido se habría marchado ya.

Los guardianes atravesaron las defensas, y el resto, quienes los habíamos acompañado, aguardamos junto al límite. Nadie habló apenas. Quizá pasasen tres horas antes de que volviesen, incluidos los traslados. Intenté hacer caso omiso del oscuro y sombrío sentimiento que habitaba en mi interior, me senté en el suelo y recosté la cabeza en el hombro de Lissa. Ojalá volasen los minutos. Un moroi utilizó su magia con el fuego y encendió una fogata. Todos nos calentamos a su alrededor.

No es que volaran los minutos, precisamente, pero acabaron transcurriendo. Alguien gritó que regresaban los guardianes. Me levanté de un salto y corrí a verlos. Lo que me encontré me hizo parar en seco.

Camillas. Camillas que trasladaban los cadáveres de los caídos. Guardianes fallecidos, con el semblante pálido y los ojos sin vida. Uno de los moroi que observaban se alejó hasta un arbusto y vomitó. Lissa se puso a llorar. Uno detrás de otro, los fallecidos fueron pasando en fila ante nosotros. Me quedé mirando con una sensación de frío y de vacío, preguntándome si vería sus fantasmas la próxima vez que saliese de las defensas.

Por fin pasó todo el grupo. Cinco cadáveres, pero me sentí como si hubieran sido quinientos. Y había uno en particular que no había visto. Uno que temía. Corrí hasta mi madre, que ayudaba a transportar una camilla. No me miró, sin duda sabía lo que le iba a preguntar.

—¿Dónde está Dimitri? —le pregunté—. ¿Está…? —era mucho esperar, y mucho preguntar—. ¿Está vivo? —cielo santo, ¿y si habían sido escuchadas mis plegarias? ¿Y si se había quedado allí a la espera de que le enviasen un médico?

Mi madre no me respondió de forma inmediata, y casi no pude reconocer su voz cuando lo hizo.

—No estaba allí, Rose.

Me trastabillé con el suelo irregular y tuve que correr para ponerme de nuevo a su altura.

—Espera, ¿qué significa eso? Quizá esté herido y se marchase en busca de ayuda…

Seguía sin mirarme.

—Molly tampoco estaba allí.

Molly era la moroi de la que se habían nutrido. Era de mi edad, alta y hermosa. Había visto su cuerpo en la cueva, sin una gota de sangre. Estaba absolutamente muerta. No había ninguna posibilidad de que estuviese herida y saliese a trompicones al exterior. Molly y Dimitri. Ambos cuerpos desaparecidos.

—No —dije casi ahogándome—. No pensarás que…

De los ojos de mi madre brotó una lágrima. Nunca había visto algo similar en ella.

—No sé qué pensar, Rose. Si ha sobrevivido, es posible… es posible que se lo hayan llevado para más tarde.

La idea de Dimitri como un «bocado» era demasiado horrenda como para verbalizarla, pero no era tan horrible como la otra alternativa, y ambas lo sabíamos.

—Pero a Molly no se la habrían llevado para más tarde, ya llevaba un rato muerta.

Mi madre asintió.

—Lo siento, Rose. No podemos saberlo a ciencia cierta. No sería raro que ambos estuviesen muertos, y que los strigoi sacaran sus cuerpos a rastras.

Estaba mintiendo. Era la primera vez en toda mi vida que mi madre me soltaba una mentira para protegerme. Ella no era de las personas que te consuelan, no era de los que se inventan historias maravillosas para hacerte sentir mejor. Siempre decía la cruda verdad.

No esta vez.

Me detuve, y el grupo continuó desfilando frente a mí. Lissa me alcanzó, preocupada y confundida.

—¿Qué está pasando? —me preguntó.

No respondí a su pregunta, sino que me di la vuelta y eché a correr hacia las defensas. Ella salió corriendo detrás de mí, llamándome a gritos. Nadie se fijó en nosotras porque, la verdad, ¿quién iba a ser lo bastante estúpido como para cruzar las defensas después de todo lo que había pasado?

Pues yo; aunque en pleno día, no tenía nada que temer. Corrí más allá del lugar donde Jesse y su grupo había torturado a Lissa, y traspasé las líneas invisibles que marcaban los límites de los terrenos de la academia. Lissa titubeó un instante y se unió a mí. Le faltaba el aire a causa de la persecución a la carrera.

—Rose, ¿qué estás…?

—¡Mason! —grité—. ¡Mason, necesito que vengas!

Materializarse le costó un rato. Esta vez no sólo parecía extremadamente pálido, sino que también se diría que su silueta parpadeaba, como una luz a punto de fundirse. Se quedó inmóvil, observándome y, aunque su expresión era la misma de siempre, me dio la extrañísima sensación de que sabía lo que le iba a preguntar. Lissa, junto a mí, no dejaba de mirar a uno y otro lado, a mí y al lugar hacia donde yo hablaba.

—Mason, ¿está muerto Dimitri?

Mason lo negó con la cabeza.

—¿Está vivo?

Mason lo negó con la cabeza.

Ni vivo ni muerto. El mundo daba vueltas a mi alrededor; pequeños puntos de colores brillantes danzaban ante mis ojos. La ausencia de alimento me había mareado, y estaba a punto de desmayarme. Tenía que mantener el control, tenía que hacer la siguiente pregunta. De entre todas las víctimas… de entre todas las víctimas que tenían para escoger, sin duda, no podían haberlo elegido a él.

Las siguientes palabras se me atascaron en la garganta, y me hundí de rodillas en el suelo al tiempo que las pronunciaba.

—¿Es… es Dimitri un strigoi?

Mason vaciló un instante, como si temiese darme una respuesta, y entonces… asintió.

Mi corazón estalló en pedazos. Mi mundo se hizo añicos.

Perderás lo que más aprecias

Rhonda no estaba hablando de mí, ni siquiera de la vida de Dimitri.

Lo que más aprecias.

Era su alma.