Todo estaba en la más absoluta quietud. No había pájaros a aquella hora de la noche, ni nada por el estilo, pero aún parecía más silenciosa de lo habitual. Incluso el viento se había acallado. Mason me miró con expresión de súplica. Las náuseas y el picor se intensificaron.
Entonces lo supe.
—Dimitri —dije apresurada—, hay strig…
Demasiado tarde.
Dimitri y yo lo vimos a la vez, pero él se encontraba más cerca. Cara pálida. Ojos rojos. El strigoi descendió en picado sobre nosotros, y casi me pude imaginar que volaba, tal y como solían contar las leyendas de vampiros. Pero Dimitri era igual de rápido y casi igual de fuerte. Con su estaca —una de verdad, no la de entrenamiento— en la mano, salió al encuentro del ataque del strigoi. Yo creo que el atacante estaba convencido de contar con el elemento sorpresa. Forcejearon, y por un instante parecieron suspendidos en el tiempo, incapaces de ganar terreno el uno sobre el otro. Entonces, la mano de Dimitri se zafó y hundió la estaca en el corazón del strigoi. Los ojos rojos se agrandaron a causa de la sorpresa, y el cuerpo del strigoi se precipitó al suelo.
Dimitri se volvió hacia mí para asegurarse de que estaba bien, y así, en silencio, nos dijimos un millón de cosas. Se apartó de mí y escrutó el bosque en plena oscuridad. Mis náuseas se habían incrementado. No entendía el porqué, pero podía sentir a los strigoi a nuestro alrededor. Eso era lo que me revolvía el estómago. Dimitri regresó hacia mí con una mirada que jamás había visto en sus ojos.
—Rose. Escúchame. Corre. Corre tanto y tan rápido como puedas de vuelta a tu residencia. Cuéntaselo a los guardianes.
Asentí. No había nada que preguntar.
Se estiró y me agarró del brazo con sus ojos clavados en los míos para asegurarse de que entendía sus siguientes palabras.
—No te detengas —me dijo—. Oigas lo que oigas, veas lo que veas, no te detengas. No hasta que hayas avisado al resto. No te detengas a menos que te corten el paso de forma directa. ¿Lo has entendido? —volví a asentir. Me soltó—. Diles la palabra buria —asentí una vez más—. Corre.
Y corrí. No miré atrás. No le pregunté qué iba a hacer él porque ya lo sabía. Iba a pararle los pies a tantos strigoi como pudiese para que me diese tiempo de pedir ayuda. Un momento más tarde, oí gruñidos y golpes que me decían que se había topado con otro. Durante apenas un suspiro, dejé que mi corazón se preocupase por él. Si él moría, estaba segura de que yo seguiría el mismo camino. Pero entonces lo dejé ir. No podía limitarme a pensar en una sola persona, no cuando cientos de vidas dependían de mí. Había strigoi en la academia. Era imposible. No podía suceder.
Mis pies golpeaban el suelo con firmeza y apartaba a salpicones el barro y la nieve a medio derretir. Creí oír voces y ver siluetas a mi alrededor, pero no eran los fantasmas del aeropuerto, sino los monstruos que por tanto tiempo me habían dado pavor. Aun así nada me detuvo. Cuando Dimitri y yo comenzamos a entrenar juntos, él me hacía correr, dar vueltas todos los días. Yo me quejaba, y él no paraba de decirme una y otra vez que era esencial, que me haría más fuerte, y añadió que llegaría el día en que no pudiese pelear y tuviera que huir. Hoy era ese día.
La residencia de los dhampir apareció ante mí, con la mitad de las ventanas encendidas. Ya era casi la hora del toque de queda, y la gente se estaba yendo a dormir. Atravesé las puertas en tromba y me sentí como si el corazón me fuese a reventar por el esfuerzo. Stan fue el primero al que vi, y casi me lo llevo por delante. Me agarró por las muñecas para estabilizarme.
—Rose, qu…
—Strigoi —solté con voz ahogada—. Hay strigoi en el campus.
Me miró fijamente, y por primera vez le vi quedarse con la boca muy abierta. Entonces se recuperó, y pude notar de manera inmediata lo que estaba pensando. Más historias de fantasmas.
—Rose, no sé qué es lo qu…
—¡No estoy loca! —le grité. Se nos quedó mirando toda la gente que había en el vestíbulo de la residencia—. ¡Están ahí fuera! Están ahí fuera, y Dimitri les está haciendo frente él solo. Tienen que ayudarle —¿cómo era lo que me había dicho Dimitri? ¿Qué palabra era?—. Buria, me ha pedido que les diga esa palabra: buria.
Y con ésas, Stan había desaparecido.
Jamás presencié unas maniobras de entrenamiento en caso de ataque strigoi, pero los guardianes las tenían que haber realizado: todo se desarrolló con demasiada rapidez como para no haberlas hecho nunca. Todos los guardianes que había en la residencia, ya estuviesen durmiendo o no, se encontraron en el vestíbulo en cuestión de minutos. Se realizó una serie de llamadas. Yo formaba en semicírculo con otros novicios que también observaban a nuestros mayores organizarse con una increíble eficiencia. Miré a mi alrededor y me percaté de algo: yo era la única estudiante de último año. Al ser domingo por la noche, todos habían regresado a las prácticas de campo para proteger a sus moroi. Resultaba un extraño consuelo, las residencias moroi gozaban de una línea extra de defensa.
Al menos en el caso de las residencias juveniles, porque el campus de primaria no; éste contaba con su habitual protección de guardianes así como con otras muchas defensas iguales a las nuestras como, por ejemplo, las rejas que había en todas las ventanas del primer piso. Aquellos elementos no impedirían el paso a los strigoi, pero sin duda lo ralentizarían. Nunca se había hecho mucho más, no había sido necesario. No con las defensas.
Alberta se había unido al grupo y se dedicaba a enviar partidas de guardianes por todo el campus. Algunas de estas partidas iban dirigidas a asegurar los edificios, otras eran partidas de caza cuya tarea específica era la de buscar a los strigoi e intentar averiguar cuántos de ellos había. Al ir marchándose todos los guardianes, yo di un paso al frente.
—¿Qué hacemos nosotros? —pregunté.
Alberta se giró hacia mí. Sus ojos hicieron un barrido hacia los demás, que permanecían a mi espalda, y cuyas edades oscilaban entre los catorce años y sólo un poco menores que yo. Algo se le pasó por la cabeza y se reflejó en su cara, tristeza, pensé yo.
—Os quedaréis aquí, en la residencia —dijo—. Nadie puede salir. El campus entero está bajo confinamiento, subid cada uno a vuestro piso, allí hay guardianes que os están organizando en grupos. Es menos probable que los strigoi asciendan hasta allí por el exterior. Si entran por aquí… —echó un vistazo a nuestro alrededor, a las puertas y ventanas bajo vigilancia. Hizo un gesto negativo con la cabeza—. Entonces nosotros nos encargaremos.
—Yo puedo ayudar —le dije—. Sabe que sí.
Noté que estaba a punto de llevarme la contraria, pero cambió de opinión. Para mi sorpresa, asintió.
—Llévalos arriba. Vigílalos.
Comencé a protestar porque no quería hacer de canguro, pero entonces hizo algo realmente sorprendente. Introdujo la mano en el interior de su abrigo y me entregó una estaca. Una de verdad.
—Vamos —me dijo—. Tenemos que sacarlos de aquí.
Comencé a darme la vuelta, pero hice una pausa.
—¿Qué significa buria?
—«Tormenta» —me dijo en voz baja—. Es «tormenta» en ruso.
Conduje a los otros novicios escaleras arriba. La mayoría estaban aterrorizados, algo perfectamente comprensible, pero unos pocos —los más mayores, en particular— parecían sentir lo mismo que yo. Deseaban hacer algo, cualquier cosa con tal de ayudar, y yo sabía que aunque aún les faltase un año para graduarse, no dejaban de ser mortíferos a su manera. Aparté a dos de ellos.
—Evitad que les entre el pánico —dije en voz baja—, y permaneced alerta. Si algo les sucede a los guardianes adultos, todo dependerá de vosotros.
La expresión de sus rostros era sobria, y asintieron ante mis indicaciones. Lo habían entendido a la perfección. Había algunos novicios, como Dean, que no siempre captaban la seriedad de nuestras vidas, pero la mayor parte sí lo hacía. Madurábamos rápido.
Me dirigí al segundo piso porque pensé que allí sería de mayor utilidad. Si algún strigoi atravesaba el primer piso, aquél era el siguiente objetivo lógico. Mostré mi estaca a los guardianes de servicio y les conté lo que había dicho Alberta. Respetaron sus deseos, pero pude notar que no me querían demasiado implicada. Me condujeron hasta un ala con una pequeña ventana. Quizá sólo cupiese por allí alguien de mi tamaño o menor que yo, y sabía bien que era casi imposible trepar por aquella sección del edificio a causa de la pared exterior.
Pero de todas formas patrullé la zona, desesperada por saber qué estaba pasando. ¿Cuántos strigoi había? ¿Dónde estaban? Entonces reparé en que había una buena forma de descubrirlo. Sin quitarle ojo a mi ventana, o tanto como pude, despejé mi mente y me deslicé en la de Lissa.
Se encontraba con un grupo de moroi en uno de los pisos altos de su residencia. El proceso de confinamiento se desarrollaba del mismo modo en todo el campus, sin duda. En este grupo había algo más de tensión que en el mío, con toda probabilidad debido al hecho de que, aun inexpertos, los novicios que estaban conmigo tenían alguna idea de cómo combatir a los strigoi. Los moroi no tenían ninguna, a pesar de aquellos grupos políticos tan resueltos a instigar cierta clase de sesiones de entrenamiento. Todavía estaban poniendo en marcha la logística que implicaba aquello.
Eddie se hallaba junto a Lissa. Qué fuerte y temible parecía, como si pudiese cargarse con una mano a todos los strigoi del campus. Cómo me alegraba de que entre todos mis compañeros fuese él el asignado a Lissa.
Al encontrarme entonces en su mente, pude percibir de lleno sus sentimientos. La sesión de tortura de Jesse parecía algo insignificante ahora, en comparación con el ataque de los strigoi. Como no era de extrañar, estaba aterrorizada, pero la mayor parte de su temor no se centraba en sí misma, era por mí y por Christian.
—Rose está bien —dijo una voz cercana. Lissa levantó la vista hacia Adrian. Al parecer se alojaba en la residencia y no con los invitados. Tenía su habitual expresión perezosa, pero se podía ver el miedo enmascarado detrás de aquellos ojos verdes—. Puede con cualquier strigoi. Además, ya te ha dicho Christian que está con Belikov, así que quizá esté más a salvo que nosotros.
Lissa asintió con unas desesperadas ganas de creerse aquello.
—Pero Christian…
Adrian, a pesar de todas sus bravatas, de repente desvió la mirada. No quiso mirarla a los ojos ni ofrecerle una sola palabra propiciatoria. No me hizo falta oír una explicación, porque la pude leer en el pensamiento de Lissa. Christian y ella querían verse a solas y charlar sobre lo que le había pasado a ella en el bosque. Se suponía que ambos iban a escaparse y a verse en la «guarida» de Christian, en el ático de la capilla. Ella no se había dado la suficiente prisa y se había visto atrapada por el toque de queda justo antes del ataque, lo cual supuso que ella se quedara en la residencia mientras Christian aún la esperaba fuera.
Fue Eddie quien le ofreció unas palabras de consuelo.
—Si está en la capilla, está bien. De hecho, es quien está más a salvo de todos nosotros —los strigoi no podían entrar en un espacio consagrado.
—A menos que la quemen —dijo Lissa—. Antes lo hacían.
—Hace cuatrocientos años —dijo Adrian—. Creo que pueden obtener beneficios más sencillos por aquí sin necesidad de ponerse en plan medieval.
Lissa dio un respingo ante la expresión «beneficios más sencillos». Era consciente de que Eddie tenía razón acerca de la capilla, pero no podía quitarse de la cabeza la idea de que Christian podría haberse encontrado de vuelta y verse atrapado a medio camino. La preocupación la estaba devorando por dentro, se sentía impotente, sin forma de hacer o enterarse de nada.
Regresé a mi propio cuerpo, allí de pie en el pasillo del segundo piso. Por fin comprendí de verdad lo que Dimitri me había dicho acerca de la importancia de ser el guardián de alguien que no se encuentra vinculado psicológicamente a ti. Que no se me malinterprete: aún me preocupaba Lissa. Ella me preocupaba más que cualquier otro moroi del campus, y la única forma de que no me hubiera preocupado sería que Lissa se encontrase a kilómetros de distancia, rodeada de defensas y guardianes. Pero al menos sabía que estaba tan a salvo como se podía estar en aquellos momentos, y eso ya era algo.
Sin embargo, Christian… no tenía ni idea. No contaba con un nexo que me revelase su paradero o que me ayudase a sentir siquiera si estaba vivo. A eso se refería Dimitri. Se trataba de un juego completamente distinto cuando no tenías el vínculo, un juego atemorizador.
Tenía la vista puesta en la ventana, pero en realidad no la veía. Christian estaba allí fuera, y se encontraba a mi cargo. Y por mucho que las prácticas de campo fuesen hipotéticas… bueno, eso no cambiaba las cosas. Era un moroi. Podría hallarse en peligro. Yo era su supuesto guardián. Ellos iban primero.
Respiré profundamente y batallé con la decisión que tenía ante mí. Había recibido órdenes, y los guardianes seguíamos las órdenes. Eso era lo que nos conservaba organizados y eficaces ante los peligros que nos rodeaban. El papel de rebelde a veces causaba que alguien muriese. Mason lo había demostrado al ir a por los strigoi en Spokane.
Pero tampoco era yo la única que se enfrentaba al peligro allí. El riesgo afectaba a todo el mundo. No habría seguridad hasta que los strigoi hubieran salido del campus, y yo no tenía la menor idea de cuántos había. La vigilancia de aquella ventana era una forma de tenerme ocupada con la intención de quitarme de en medio. Cierto, podrían invadir la segunda planta, y entonces yo sería útil allí. Y cierto, un strigoi podría intentar entrar por esta ventana, pero era improbable. Resultaba demasiado difícil y, tal y como Adrian había señalado, tenían maneras más sencillas de conseguir presas.
Y yo sí podía salir por la ventana.
Sabía que estaba mal, incluso mientras abría la ventana. Me estaba exponiendo, pero sentía instintos contradictorios. Obedecer las órdenes. Proteger a los moroi.
Debía asegurarme de que Christian se encontraba bien.
Entró el aire gélido de la noche. Ni un solo sonido del exterior me reveló qué estaba sucediendo. Ya me había escapado por la ventana de mi cuarto un buen número de veces, así que tenía experiencia en el tema. El problema allí era que la piedra bajo la ventana era totalmente lisa. No había donde agarrarse. Se veía una pequeña cornisa a la altura del primer piso, pero se trataba de una distancia mayor que mi estatura, por lo que no podía deslizarme sin más. Si conseguía llegar hasta aquella cornisa, sin embargo, podría ir andando hasta la esquina del edificio, donde un borde con festones de piedra me permitiría descender con facilidad.
Me quedé mirando a la cornisa debajo de mí. Tendría que dejarme caer hasta allí. Si me caía, quizá me rompiese el cuello. Beneficio fácil para los strigoi, que diría Adrian. Con una rápida oración a quien fuese que me escuchara, salí por la ventana, me descolgué con ambas manos del alféizar y balanceé mi cuerpo tan cerca de la cornisa inferior como pude. Todavía me quedaba medio metro para alcanzarla. Conté hasta tres, me solté y arrastré las manos por la pared mientras caía. Mis pies aterrizaron sobre la cornisa y empecé a perder el equilibrio, pero en ese momento intervinieron mis reflejos de dhampir. Recuperé el equilibrio y permanecí allí de pie, apoyada en la pared. Lo conseguí. A partir de ese punto, me desplacé con facilidad hasta la esquina y descendí.
Alcancé el suelo sin apenas darme cuenta de que me había desollado las manos. A mi alrededor, el patio estaba en silencio, aunque me pareció escuchar algunos gritos en la distancia. Si yo fuera un strigoi, no enredaría con esta residencia. Aquí, sin duda encontrarían resistencia, y aunque la mayoría de los strigoi pudiesen acabar con un grupo de novicios de golpe, había formas más fáciles. Los moroi tenían menos posibilidades de plantear verdadera batalla y, de todos modos, los strigoi preferían la sangre de los moroi a la nuestra.
Aun así, me desplacé con precaución al salir camino de la iglesia. Contaba con la protección de la oscuridad, aunque los strigoi veían en ella todavía mejor que yo. Utilicé los árboles para ir poniéndome a cubierto, sin dejar de mirar a todas partes, con la idea de que ojalá tuviese ojos en la nuca. Nada, salvo más gritos en la distancia. Entonces me di cuenta de que no sentía las náuseas de antes. De alguna manera, aquella sensación era un indicador de la proximidad de los strigoi. No confiaba tanto en él como para salir a ciegas, pero resultaba tranquilizador saber que disponía de una especie de mecanismo de alarma.
A medio camino de la iglesia, vi a alguien moverse y salir de detrás de un árbol. Lo rodeé estaca en mano y casi apuñalo a Christian en el corazón.
—Dios, pero ¿qué haces? —siseé.
—Intentar volver a la residencia —dijo él—. ¿Qué es lo que pasa? He oído gritos.
—Hay strigoi en el campus —le conté.
—¿Qué? ¿Cómo?
—No lo sé. Tienes que regresar a la capilla, allí estás a salvo —podía verla. Llegaría allí sin problemas.
Christian era tan temerario como yo a veces, y casi me esperaba una discusión. Pero no la inició.
—Muy bien. ¿Vienes tú conmigo?
Empezaba a decirle que sí cuando sentí resurgir de nuevo las náuseas.
—¡Agáchate! —le grité. Él se tiró al suelo sin dudarlo.
Nos acechaban dos strigoi. Los dos vinieron a por mí, conscientes de que sería una presa fácil para la suma de sus fuerzas, y después podrían ir a por Christian. Uno de ellos, una mujer, me estampó contra un árbol. Se me nubló la vista por un instante, pero enseguida me recuperé. Le devolví el empujón y tuve el placer de ver cómo se trastabillaba apenas un poco. El otro, un hombre, alargó el brazo para cogerme y lo esquivé, me zafé de su agarrón.
Aquella pareja me recordó a Isaiah y Elena, los de Spokane, pero me negué a dejarme atrapar por los recuerdos. Ambos eran más altos que yo, aunque la mujer se hallaba más próxima a mi estatura. Hice una finta hacia él y salí disparada hacia ella tan rápido como pude. Mi estaca le alcanzó el corazón, y ambas nos quedamos sorprendidas. Mi primera estaca a un strigoi.
Apenas acababa de extraerla cuando el otro strigoi, con un gruñido, me dio un golpe de revés. Me tambaleé pero mantuve el equilibrio y lo estudié. Más alto. Más fuerte. Igual que cuando combatía con Dimitri. Probablemente más rápido, también. Nos movimos en círculo, entonces di un salto y le propiné una patada. Apenas se movió. Volvió a estirar el brazo para agarrarme, pero de nuevo me las arreglé para esquivarlo mientras buscaba algún hueco para apuñalarlo con la estaca. Mi breve huida no le frenó, y de inmediato volvió al ataque. Me tiró al suelo y me sujetó los brazos. Intenté quitármelo de encima a empellones, pero no se movió. La saliva le goteaba de los colmillos al inclinar su rostro hacia el mío. Este strigoi no era como Isaiah, que se dedicaba a perder el tiempo con discursos estúpidos. Éste iba directo a cobrarse la presa, a extraer toda mi sangre, y después la de Christian. Sentí los colmillos en mi cuello y supe que iba a morir. Fue horrible. Tenía tantas, tantas ganas de vivir… pero así acabaría todo. En mis últimos instantes, grité a Christian que corriese, pero de repente el strigoi sobre mí se prendió como una antorcha. Se apartó de un salto y rodé para salir de debajo de él.
Unas densas llamas le cubrían todo el cuerpo y ocultaban cualquiera de sus rasgos. Una hoguera con forma humana. Oí algunos gritos ahogados antes de que se quedase en silencio. Cayó al suelo entre convulsiones y rodó hasta permanecer por fin inmóvil. Una nube de vapor se elevaba en el lugar donde el fuego había entrado en contacto con la nieve, y pronto se extinguieron las llamas, que no dejaron más que cenizas a la vista.
Me quedé mirando a los restos calcinados. Apenas unos instantes atrás, esperaba la muerte. Ahora mi atacante estaba muerto. De lo cerca que había estado de morir, casi me mareo. Qué impredecibles eran la vida y la muerte. Qué próximas la una a la otra. Vivíamos al momento, sin saber jamás quién sería el siguiente en abandonar este mundo. Yo seguía en él, por los pelos, y al levantar la mirada de las cenizas, todo a mi alrededor me pareció de una maravillosa hermosura. Árboles. Estrellas. La luna. Estaba viva, y cómo me alegraba de estarlo.
Me volví hacia Christian, que se hallaba encorvado en el suelo.
—Vaya —le dije mientras le ayudaba a incorporarse. Era obvio que mi salvación había sido cosa suya.
—No me jodas —me dijo—, que yo no sabía que era tan poderoso —miró a nuestro alrededor con el cuerpo tenso y rígido—. ¿Hay más?
—No —le dije.
—Qué segura pareces.
—Mira… esto te va a sonar raro, pero es como si pudiera sentirlos. Y no me preguntes cómo —le contesté al ver cómo abría la boca—. Acéptalo sin más. Creo que es como lo de los fantasmas, un efecto secundario de la bendición de la sombra. O lo que sea. Volvamos a la iglesia.
Él no dio un paso. En su rostro había una mirada extraña, pensativa.
—Rose… ¿de verdad quieres ir a refugiarte a la iglesia?
—¿Qué quieres decir?
—Acabamos de liquidar a dos strigoi —me dijo al tiempo que señalaba los cadáveres, uno apuñalado y el otro incinerado.
Le miré a los ojos. Capté todas las implicaciones de lo que me estaba diciendo. Podía sentir a los strigoi. Él podía utilizar el fuego con ellos. Yo podía clavarles la estaca. Siempre que no nos topásemos con un grupo de diez o más, podríamos causarles estragos. Pero me sacudió la realidad.
—No puedo —le dije lentamente—. No puedo poner tu vida en peligro.
—Rose, tú sabes de qué somos capaces. Lo veo en tu cara. Merece la pena arriesgar una vida moroi, bueno, y la tuya, para liquidar a una buena manada de strigoi.
Poner en peligro a un moroi. Llevármelo a combatir a los strigoi. Aquello sí que iba contra todo lo que me habían enseñado. De pronto recordé el breve instante de lucidez que acababa de tener, esa alegría de estar viva. Sería capaz de salvar a muchos otros, y tenía que hacerlo. Me esforzaría en la lucha tanto como pudiese.
—No utilices todo tu poder cuando los ataques —le dije por fin—. No hace falta incinerarlos así, en diez segundos. Préndeles fuego lo justo para distraerlos, que yo acabaré con ellos. Así puedes ahorrar fuerzas.
Una sonrisa le iluminó el rostro.
—¿Nos vamos de caza?
Madre mía. En menudo lío me iba a meter. Pero la idea era demasiado atractiva, demasiado emocionante. Quería responder al ataque, deseaba proteger a la gente que quería. Lo que realmente deseaba era ir a la residencia de Lissa y protegerla a ella, aunque no fuese lo más eficaz. Lissa tenía a mano a mis compañeros de clase, y otros no eran tan afortunados. Pensé en todos aquellos alumnos, estudiantes como Jill.
—Vamos al campus de primaria —le dije.
Nos pusimos en marcha al paso ligero por una ruta que —esperábamos nosotros— nos mantuviese apartados de otros strigoi. Aún no tenía ni idea de a cuántos nos enfrentábamos, y eso me ponía de los nervios. Ya estábamos casi en el otro campus, y sentí de nuevo las extrañas náuseas. Lancé un grito de advertencia a Christian, justo al tiempo que un strigoi conseguía agarrarle, pero Christian fue muy rápido. Las llamas envolvieron la cabeza del strigoi. Comenzó a gritar y soltó a Christian en un frenético intento por apagar el fuego. En ningún momento me vio venir con la estaca. Todo aquello duró menos de un minuto. Christian y yo intercambiamos una mirada.
Sí señor, éramos unos tipos duros.
El campus de primaria resultó ser un punto caliente de actividad. Guardianes y strigoi luchaban frenéticos alrededor de las entradas de una de las residencias. Por un instante me quedé paralizada. Había al menos veinte strigoi y la mitad de guardianes. Tantos strigoi juntos… Hasta hacía poco tiempo, nunca habíamos sabido que se pudiesen agrupar en números tan elevados. Creímos haber desbandado a un grupo grande al matar a Isaiah, pero, al parecer, nos equivocamos. Sólo me permití un momento más de sorpresa, y nos lanzamos a la refriega.
Emil estaba cerca de una entrada lateral, repeliendo a tres strigoi. Estaba magullado y golpeado, y a sus pies yacía el cuerpo de un cuarto strigoi. Arremetí contra uno de los tres, una mujer. No me vio llegar y le clavé la estaca sin apenas resistencia. Tuve suerte. Mientras tanto, Christian prendía fuego a los otros dos. Había sorpresa en la cara de Emil, pero eso no evitó que apuñalara a otro de ellos. Yo me encargué del último.
—No deberías haberle traído aquí —me dijo Emil mientras nos dirigíamos a ayudar a otro guardián—. Los moroi no han de involucrarse en esto.
—Los moroi debieron involucrarse en esto hace mucho tiempo —dijo Christian entre dientes.
No hablamos mucho más. El resto fue difuso. Christian y yo íbamos de pelea en pelea con la combinación de su magia y mi estaca. No fue tan rápido y tan fácil con todos los strigoi como lo había sido con los primeros. Algunas peleas se hicieron largas, interminables. Emil se quedó con nosotros, y yo, sinceramente, perdí la cuenta de los strigoi que liquidamos.
—Yo te conozco.
Aquellas palabras me sorprendieron. En todo aquel festival sangriento, ninguno de nosotros, amigo o enemigo, hablaba mucho. Las había pronunciado un strigoi con aspecto de tener mi edad, pero que quizá fuese diez veces más mayor que yo. Tenía una melena rubia que le caía hasta los hombros y los ojos de un color que no podía distinguir. Mostraban un anillo de color rojo, que era lo que importaba.
Mi única respuesta fue blandir mi estaca, pero él la evitó. Christian estaba prendiendo fuego a otra pareja de strigoi, así que a éste me enfrentaba yo sola.
—Hay algo extraño en ti, pero aún te recuerdo. Te vi hace años, antes de mi despertar —vale, no era diez veces mayor que yo, no si de verdad me había visto cuando aún era un moroi. Esperé que su charla le distrajese. La verdad es que era bastante rápido para un strigoi joven—. Siempre ibas con esa Dragomir, la rubia —mi pie hizo blanco en él, y retiré la pierna antes de que él pudiese retenerla. Apenas se movió—. Sus padres querían que fueses su guardián, ¿verdad? ¿No fue eso antes de que se matasen todos?
—Soy su guardián —gruñí. Mi estaca le pasó peligrosamente cerca.
—Entonces sigue viva… había rumores de que murió el año pasado —en su voz advertía un cierto deje de ilusión, que generaba una macabra mezcla con su malicia—. No te imaginas la recompensa que me van a dar por liquidar a la última Drag… ¡Ahhh!
Una vez más había esquivado mi estaca, que se dirigía a su pecho, pero esta vez me las arreglé para realizar una maniobra ascendente y le arañé la cara con la punta de la estaca. Eso no lo mataría allí mismo, pero el contacto con la estaca —tan llena de vida— era como ácido para los no-muertos. Gritó, pero no bajó la guardia.
—Volveré a por ti cuando haya acabado con ella —gruñó entre dientes.
—Nunca te acercarás a ella —le bufé en respuesta.
Algo me golpeó por un costado, un strigoi con el que Yuri forcejeaba. Me trastabillé, pero conseguí clavarle la estaca en el corazón al strigoi que me golpeó antes de que éste recobrase el equilibrio. Yuri me dio las gracias con la respiración entrecortada, y los dos nos dirigimos a otros focos de la batalla, sólo que el strigoi rubio había desaparecido. No lo encontré por ningún lado. Otro ocupó su lugar, y justo cuando me abalancé sobre él, una bola de fuego se prendió a su alrededor y lo convirtió en un blanco fácil para mi estaca. Christian había regresado.
—Christian, ese strigoi…
—Lo he oído —dijo entre respiraciones profundas.
—¡Tenemos que ir con ella!
—Te estaba tomando el pelo. Lissa está al otro lado del campus, rodeada de novicios y guardianes. Estará bien.
—Pero…
—Nos necesitan aquí.
Era consciente de que tenía razón, y sabía lo difícil que le resultaría a él decir aquello. Él, como yo, deseaba correr a por Lissa. A pesar del buen trabajo que Christian estaba haciendo allí, sospechaba que hubiera preferido dedicar toda su magia a protegerla a ella, a meterla en un círculo de fuego que ningún strigoi pudiese atravesar. No tenía tiempo para investigar el vínculo en profundidad, pero podía notar las cosas más importantes: estaba viva y no sentía dolor.
Así que allí me quedé, combatiendo con Christian y Yuri. Lissa continuaba deambulando por mi mente, y el vínculo me decía que estaba bien. Aparte de eso, dejé que el fragor de la batalla se apoderase de mí. Tenía una meta, una sola meta: matar strigoi. No podía permitirles el paso a aquella residencia, ni tampoco les podía dejar marchar de la zona y que tuviesen la oportunidad de ir a la residencia de Lissa. Perdí la noción del tiempo. Sólo importaba el strigoi con el que estuviera luchando en ese momento. Y en cuanto uno caía, iba a por el siguiente.
Hasta que no quedó ningún siguiente.
Me sentía dolorida y exhausta, con el ardor de la adrenalina por todo el cuerpo. Christian se encontraba a mi lado, resollando. No había entrado en combates cuerpo a cuerpo como yo, pero sí había hecho un intenso uso de la magia esa noche y aquello le pasaba una buena factura física. Miré a mi alrededor.
—Tenemos que encontrar a otro —dije yo.
—No hay ninguno más —me contestó una voz familiar.
Me giré y clavé la mirada en el rostro de Dimitri. Estaba vivo. Todo el temor que había sentido por él y había contenido afloró de golpe. Quería lanzarme sobre él y abrazarlo tan fuerte como pudiera. Estaba vivo; sí, molido y ensangrentado, pero vivo.
Me miró a los ojos por apenas un instante y me recordó lo sucedido en la cabaña. Era como si hubiese pasado un siglo, pero en aquella breve mirada vi su amor y preocupación; y su alivio. Él también se había preocupado por mí. Dimitri se giró entonces y señaló al cielo del Este. Mis ojos siguieron su gesto, el horizonte estaba de color púrpura y rosa. El amanecer se aproximaba.
—O bien han muerto, o bien han huido —me dijo, y nos miró de forma alternativa a Christian y a mí—. Lo que habéis hecho vosotros dos…
—¿Ha sido estúpido? —sugerí.
Lo negó con la cabeza.
—Una de las cosas más increíbles que he visto. La mitad de éstos son vuestros.
Volví a mirar a la residencia, perpleja ante el número de cadáveres que había alrededor de ella. Habíamos matado strigoi, muchos de ellos. La muerte, dar muerte, era algo horrible… pero me gustó lo que acababa de hacer. Había derrotado a los monstruos que venían a por mí y a por aquellos que me importaban.
Entonces me percaté de algo. Se me revolvió el estómago, pero no fue nada parecido a la sensación de percibir a los strigoi. Lo provocaba algo completamente distinto. Me volví hacia Dimitri.
—Aquí hay algo más que cadáveres de strigoi —le dije en voz baja.
—Lo sé —dijo él—. Hemos perdido a mucha gente, en todos los sentidos de la expresión.
Christian frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
La expresión en el rostro de Dimitri era dura y triste al tiempo.
—Los strigoi han matado a algunos moroi y dhampir. Y a otros… a otros se los han llevado.