VEINTITRÉS

La gente que había en el vestíbulo se detuvo y se me quedó mirando. Sentí como si me acabasen de golpear en la cara, sólo que no había sido en mi cara, sino en la de Lissa. Me introduje en su pensamiento y al segundo fui consciente de todo a su alrededor y de lo que le estaba pasando, como cuando unas piedras volvieron a elevarse desde el suelo y a golpearla en las mejillas. Las estaba guiando un novato del que yo no sabía nada, a excepción de que era un Drozdov. Las piedras nos hicieron daño a las dos, pero yo contuve el grito esta vez y apreté los dientes al tiempo que regresaba al pasillo con mis amigos.

—Zona noroeste del campus, entre la charca que tiene una forma tan rara y la valla —les indiqué.

Con aquello, me separé de ellos y salí por la puerta al exterior, corriendo tan rápido como pude hacia la parte del campus donde tenían a Lissa retenida. No podía ver a todos los que estaban reunidos a través de sus ojos, pero sí reconocí a algunos: Jesse y Ralf estaban allí. Brandon, Brett, el tal Drozdov y otros. Las piedras seguían golpeándola, haciéndole cortes. Sin embargo, no gritó ni lloró, no dejó de decirles una y otra vez que parasen mientras que otro par de tíos la sujetaban.

Jesse, mientras tanto, seguía diciéndole que les hiciese parar. Sólo lo escuché a medias a través de la mente de Lissa. Las razones eran lo de menos, y ya me las había imaginado. Iban a torturarla hasta que accediese a pertenecer a su grupo. Debían de haber forzado a Brandon y a los otros de la misma manera.

De pronto, una sensación sofocante se apoderó de mí, y me trastabillé, incapaz de respirar, cuando la cara se me empapó en agua. Hice un gran esfuerzo y me separé de Lissa. Aquello le estaba sucediendo a ella, no a mí. Alguien la estaba torturando ahora con agua, la usaban para cortarle el paso del aire. Quienquiera que fuese se estaba tomando su tiempo, y de manera alternativa le llenaba la cara de agua y se la retiraba para repetir acto seguido. Ella daba gritos ahogados y farfullaba, y cuando podía, seguía pidiéndoles que parasen.

Jesse continuaba vigilando con mirada calculadora.

—No se lo pidas, oblígalos.

Intenté correr con todas mis fuerzas, pero sólo fui capaz de sentirme más próxima a ella. Se encontraban en uno de los puntos más alejados de los límites del campus, tenía que cubrir una gran distancia, y a cada agonizante paso sentía con más fuerza el dolor de Lissa y me enfadaba más y más. ¿Qué clase de guardián iba a ser yo si no era siquiera capaz de mantenerla a salvo en el campus?

El siguiente utilizó el aire y, de pronto, fue como si el secuaz de Victor la estuviese torturando de nuevo. A ratos le quitaba el aire de su alrededor y la dejaba boqueando, y a continuación se lo estampaba contra la cara. Era agónico y le traía todos los recuerdos de su secuestro, todo el terror y el horror que había estado intentando olvidar. La tortura cesó, pero ya era demasiado tarde. Algo se quebró en su interior.

Cuando Ralf avanzó para ser el siguiente y utilizar el fuego, me encontraba ya tan cerca que pude ver cómo éste se prendía en su mano. Pero él no me vio.

Ninguno de ellos había prestado atención alguna a los alrededores, y habían hecho bastante ruido con su espectáculo como para oírme. Me abalancé sobre Ralf antes de que el fuego pudiese abandonar su mano, lo tiré al suelo y le aticé un puñetazo en la cara en una diestra maniobra. Algunos de los otros —incluido Jesse— corrieron a ayudarle e intentaron apartarme de allí. Lo intentaron, al menos, hasta que se dieron cuenta de quién era.

Los que me vieron la cara retrocedieron de inmediato. Los que no, pronto se enteraron por las malas, en cuanto me fui a por ellos. Un rato antes había liquidado a tres guardianes bien entrenados. Un grupo de principitos consentidos moroi no suponía ningún esfuerzo. Resultó irónico también —y un signo de lo poco dispuestos que estaban algunos moroi a mover un dedo en defensa propia—, que por muy ansioso que se había mostrado aquel grupo por utilizar su magia para torturar a Lissa, a ninguno de sus miembros se le había ocurrido utilizarla contra mí.

La mayoría se dispersaron antes de que me diese tiempo de ponerles la mano encima, y yo tampoco estaba muy por la labor de salir detrás de ellos. Sólo los quería lejos de Lissa. He de admitir que le solté a Ralf algún que otro golpe de más, incluso cuando ya estaba en el suelo, pues lo consideraba responsable de todo aquel desastre. Por fin lo dejé en paz, tendido en el suelo y quejumbroso, mientras me levantaba y buscaba a Jesse, el otro culpable. Lo encontré de inmediato, era el único que quedaba.

Corrí hacia él y me detuve con un patinazo, confundida. Se encontraba allí de pie, mirando al cielo, con la boca abierta de par en par. Lo miré a él, después miré hacia donde él miraba, para volver a mirarlo a él de nuevo.

—Arañas —dijo Lissa. Su voz me hizo pegar un salto. Se hallaba a un lado, con el pelo húmedo, magullada y con cortes, pero, por lo demás, bien. A la luz de la luna, sus pálidos rasgos le otorgaban un aspecto casi tan fantasmal como el de Mason. Sus ojos no se desviaron de Jesse mientras hablaba—. Cree que está viendo arañas. Y que se le están subiendo. ¿Qué te parece? ¿Crees que debería haber escogido las serpientes?

Volví a mirar a Jesse. La expresión de su rostro me produjo escalofríos en la espalda. Era como si se encontrase atrapado en su propia pesadilla, pero daba más miedo aún lo que percibía a través del vínculo. Normalmente, cuando Lissa utilizaba la magia, la sensación era cálida, dorada, maravillosa. Esta vez era distinta: era negra, viscosa y espesa.

—Creo que deberías parar —le dije. En la distancia, oí gente que llegaba corriendo hacia nosotras—. Se ha acabado.

—Era un ritual de iniciación —me dijo—. Bueno, algo así. Me pidieron que me uniese a ellos hace un par de días, y los rechacé, pero me han vuelto a dar la lata hoy, y no dejaban de decir que sabían algo importante sobre Christian y Adrian. Ya me estaba empezando a molestar, así que… al final les dije que vendría a una de sus sesiones pero que no sabía nada sobre la coerción. Estaba haciendo teatro. Sólo quería enterarme de qué sabían —apenas había casi ladeado la cabeza, pero a Jesse le debió de pasar algo. Sus ojos se abrieron todavía más y continuó gritando en silencio—. Aunque técnicamente no había accedido aún, me han sometido a su ritual de iniciación. Querían saber cuánto soy capaz de aguantar. Es una forma de comprobar lo fuerte que es cada uno en la coerción. Se les tortura hasta que no lo pueden aguantar, y entonces, en pleno fragor, la gente se lanza e intenta doblegar la voluntad de los atacantes. Si la víctima consigue algún tipo de coerción, entonces pasa a formar parte del grupo —observó a Jesse con detenimiento. Parecía que estaba absorto en su propio mundo, y era un mundo muy, muy desagradable—. Supongo que esto me convierte en su presidenta.

—Para ya —le dije. La sensación de su magia pervertida me estaba provocando náuseas. Adrian y ella ya habían mencionado algo así antes, la idea de hacer que la gente viese cosas inexistentes. Medio en broma, lo habían llamado supercoerción, y era horrible—. No es así como se supone que hay que utilizar el espíritu. Tú no eres así. Está mal.

Respiraba profundamente; el sudor le corría por la ceja.

—No me puedo liberar de esto —me dijo.

—Sí puedes —contesté. Le toqué el brazo—. Dámelo a mí.

Por un instante muy breve, desvió su mirada de Jesse y la clavó en mí, perpleja, antes de retornar sobre él.

—¿Qué? Tú no puedes usar la magia.

Me concentré con un gran esfuerzo en el vínculo, en su mente. No es que me pudiese llevar la magia, pero sí la oscuridad que ésta traía consigo. Era lo que llevaba haciendo ya un tiempo, según me percaté. Cada vez que me preocupaba y deseaba que se calmase y combatiese sus sentimientos oscuros, ella lo hacía porque yo me los llevaba conmigo, los absorbía, igual que Anna había hecho por San Vladimir. Eso fue lo que vio Adrian cuando la oscuridad saltó del aura de Lissa a la mía. Y esto, el mal uso del espíritu, utilizarlo de forma perversa para causar un daño a otros y no para la autodefensa, estaba generando en ella los peores efectos secundarios hasta ahora. Corrompía y estaba mal, y no podía dejar que se quedara en ella. Todo pensamiento en mi demencia o en mi ira se tornó completamente irrelevante en aquel momento.

—No —reconocí—. No puedo, pero tú sí me puedes utilizar para liberarte de eso. Concéntrate en mí. Libéralo todo. No es bueno, y tú no lo quieres.

Me volvió a mirar fijamente, con los ojos muy abiertos y llenos de desesperación. Seguía siendo capaz de torturar a Jesse aun sin contacto visual directo. Vi y sentí la batalla que libró. Cuánto daño le había hecho Jesse, y Lissa quería que lo pagase. Tenía que pagarlo. Y, aun así, ella sabía que yo tenía razón, pero era duro. Qué difícil le resultaba liberarse de aquello…

De repente, la quemazón de aquella magia negra desapareció del vínculo junto con la sensación nauseabunda. Algo me golpeó, como una ráfaga de viento en la cara, y me tambaleé hacia atrás. Un escalofrío acompañó una extraña sensación que me revolvió el estómago. Fue como unas chispas, como una espiral de electricidad que ardía en mi interior. Y entonces desapareció también. Jesse cayó al suelo de rodillas, libre de su pesadilla.

Lissa se relajó con un alivio visible. Seguía asustada y aún le dolía lo que había sucedido, pero ya no le consumía aquella ira terrible, destructiva, que la había empujado a castigar a Jesse. Aquel ansia en ella se había desvanecido.

El único problema era que ahora estaba en .

Me volví a Jesse, y fue como si nada existiese en el universo a excepción de él. Había intentado acabar conmigo en el pasado, había torturado a Lissa y herido a muchos otros. Era inaceptable. Arremetí contra él. Sus ojos sólo dispusieron de un instante para abrirse más de terror antes de que mi puño entrase en contacto con su cara. La cabeza se le fue hacia atrás de un tirón, y la nariz empezó a sangrarle a chorro. Oí que Lissa me gritaba para que parase, pero no podía. Tenía que pagar por lo que le había hecho. Lo agarré por los hombros y lo lancé con fuerza contra el suelo. Ahora también me gritaba él —suplicaba— para que me detuviese. Cerró el pico cuando volví a pegarle.

Sentí que tenía clavadas las manos de Lissa, que intentaba apartarme, pero no era lo bastante fuerte. Seguí pegándole. No había el menor rastro de la precisión y estrategia de combate que había utilizado antes con él mismo y sus amigos, o incluso con Dimitri. Aquello era disperso y primitivo. Aquélla era yo, bajo el control de la demencia que había tomado de Lissa.

Entonces otras manos tiraron de mí. Éstas eran más fuertes, manos de dhampir, impulsadas por unos músculos fruto de años de entrenamiento. Era Eddie. Forcejeé contra su sujeción. Estábamos muy igualados, pero él pesaba más que yo.

—¡Suéltame! —le grité.

Para mi total y completo horror, Lissa se encontraba ahora de rodillas junto a Jesse, y lo estudiaba con preocupación. No tenía sentido. ¿Cómo podía hacer algo así? ¿Después de todo lo que él le había hecho a ella? Vi la compasión en su rostro y, un instante después, el calor de su magia sanadora iluminó el vínculo cuando ella reparó algunas de las lesiones más graves.

—¡No! —grité mientras luchaba contra la sujeción de Eddie—. ¡No puedes!

Entonces fue cuando aparecieron los demás guardianes, con Dimitri y Celeste a la cabeza. A Christian y a Adrian no se les veía por ninguna parte porque no habrían sido capaces de mantener el ritmo de los demás.

Lo que siguió a continuación fue el caos organizado. Los miembros de la sociedad que quedaban fueron reunidos y conducidos a otra parte para un interrogatorio. A Lissa también se la llevaron para tratarle sus heridas. Una parte de mí que se encontraba sepultada en toda aquella emotividad sangrienta quería irse con ella, pero algo más había captado mi atención. También se estaban llevando a Jesse para darle asistencia médica. Eddie aún me sujetaba, y no flaqueó en ningún momento a pesar de mis forcejeos y ruegos. La mayoría de los adultos estaban muy ocupados con los demás como para reparar en mí, pero lo hicieron en cuanto me puse a gritar de nuevo.

—¡No podéis dejarlo marchar! ¡No podéis dejarlo marchar!

—Rose, cálmate —dijo Alberta con un tono de voz suave. ¿Cómo es posible que no se enterase de lo que estaba pasando?—. Ya se ha acabado todo.

—¡No se ha acabado nada! ¡No hasta que lo agarre por el pescuezo y lo ahogue hasta matarlo!

Alberta y algunos otros parecieron percatarse de que algo serio estaba pasando allí, pero tenían pinta de no pensar que tuviera algo que ver con Jesse. Todos me miraban con esos ojos de «Rose está loca» que tan bien había llegado a conocer en los días precedentes.

—Sacadla de aquí —dijo Alberta—. Aseadla y que se tranquilice.

No dio más instrucciones que aquéllas, pero de algún modo, se interpretó que sería Dimitri quien se ocuparía de mí.

Se acercó y me tomó de las manos de Eddie. Intenté escaparme en el brevísimo lapso del intercambio, pero Dimitri era demasiado rápido y demasiado fuerte. Me agarró del brazo y tiró de mí para sacarme de escena.

—Podemos hacerlo por las buenas o por las malas —me dijo Dimitri mientras caminábamos por el bosque—. No te voy a dejar ir con Jesse de ninguna de las maneras. Además, está en la enfermería, de modo que jamás podrías acercarte a él. Si eres capaz de aceptar eso, te soltaré. Si echas a correr, sabes que te retendré otra vez.

Valoré mis opciones. La necesidad de hacer sufrir a Jesse aún latía en mi riego sanguíneo, pero Dimitri tenía razón. Por ahora.

—Muy bien —dije.

Vaciló un momento, preguntándose quizá si estaba siendo sincera, y me soltó el brazo. Al no salir yo corriendo, vi cómo se relajaba de forma muy, muy ligera.

—Alberta te ha dicho que me asees —le dije en tono estable—. ¿Vamos a ir entonces a la enfermería?

Dimitri se rió de mí.

—Buen intento. No voy a dejar que te acerques a él. Conseguiremos un botiquín en alguna otra parte.

Me condujo en una dirección diagonal desde el lugar del ataque, hacia una zona que seguía estando junto a los límites del campus. Enseguida me di cuenta de hacia dónde se dirigía. Era una cabaña. Allá por la época en que había más guardianes en el campus, algunos se quedaban en puestos de avanzadilla como aquél y proporcionaban constante protección a las lindes de la academia. Ya llevaban tiempo abandonadas, pero aquélla había sido adecentada cuando la tía de Christian vino de visita. Ella prefirió quedarse por allí en lugar del alojamiento de invitados del campus, donde otros moroi la consideraban una strigoi en potencia.

Dimitri abrió la puerta. El interior estaba oscuro, pero pude ver lo suficiente como para observarle buscar unas cerillas y encender una lámpara de queroseno. No daba una enorme cantidad de luz, pero bastaba para nuestros ojos. Miré a mi alrededor y vi que Tasha había hecho un buen trabajo con la casita. Estaba limpia y casi coqueta, la cama estaba hecha con un edredón blando y había un par de sillas junto a la chimenea. Había incluso algo de comida —enlatada y empaquetada— en la cocina, en un lateral de la estancia.

—Siéntate —me dijo Dimitri con un gesto hacia la cama.

Lo hice y, en un minuto, había encendido un fuego para templar la casa. Una vez alcanzó el fuego la plenitud de su llama, Dimitri cogió un botiquín y una botella de agua de la encimera y se acercó hasta la cama con una silla para poder sentarse frente a mí.

—Tienes que dejar que me vaya —le supliqué—. ¿No lo ves? ¿No ves que Jesse tiene que pagar? ¡Ha torturado a Lissa! Le ha hecho unas cosas horribles.

Dimitri humedeció una gasa y me dio unos leves toquecitos cerca de una de las sienes. Me escocía, así que, al parecer, ahí tenía un corte.

—Recibirá su castigo, créeme. Y los demás también.

—¿Qué castigo? —le pregunté con amargura—. ¿Los expulsarán del colegio? Esto es tan malo como lo de Victor Dashkov. ¡Es que aquí nadie hace nada, o qué! La gente comete delitos y se sale con la suya. A Jesse le tiene que doler. A todos ellos.

Dimitri dejó la limpieza de mi herida y me miró con cara de preocupación.

—Rose, yo sé que estás molesta, y tú sabes que no castigamos así a la gente. Es… de salvajes.

—¿Ah, sí? ¿Y qué tiene de malo? Estoy segura de que así se evitaría que lo hiciesen de nuevo —apenas era capaz de permanecer sentada. Cada miembro de mi cuerpo temblaba de ira—. ¡Tienen que sufrir por lo que han hecho! ¡Y quiero ser yo quien se lo haga! Quiero causarles daño. Quiero matarlos a todos.

Comencé a levantarme al sentirme de pronto como si fuese a explotar. Como un rayo, sus manos se situaron sobre mis hombros y me empujaron hacia abajo. El botiquín ya había pasado a la historia. Su semblante al sujetarme era una mezcla de preocupación y ferocidad. Luché contra él, y sus dedos se clavaron con más fuerza.

—¡Rose! ¡Reacciona! —él también me gritaba—. No has dicho en serio nada de eso. Estás muy estresada y bajo una presión enorme, estás empeorando un hecho ya terrible de por sí.

—¡Para ya! —le respondí a gritos—. Lo estás haciendo otra vez, como siempre lo haces. Tú, siempre tan razonable por muy mal que se pongan las cosas. ¿Y qué ha sido de tus ganas de matar a Victor en la cárcel, eh? ¿Por qué eso sí estaba bien pero esto no?

—Porque aquello fue una exageración. Sabes que lo era. Pero esto… esto es algo diferente. A ti te pasa algo malo hoy.

—No, me pasa algo bueno —lo estaba estudiando, con la esperanza de que mis palabras le distrajesen. Si era lo bastante rápida, quizá, sólo quizá, pudiese escaparme—. Aquí soy yo la única que quiere hacer algo, y si eso es malo, pues lo siento. Sigues queriendo que sea una buena persona, un imposible, ¡porque no lo soy! ¡No soy una santa como tú!

—Ninguno de los dos es un santo —dijo cortante—. Créeme, yo no…

Me la jugué. Me lancé y lo aparté de un empujón. Eso lo separó, pero tampoco llegué demasiado lejos. Apenas me había separado medio metro de la cama cuando me agarró y me tiró al suelo, y esta vez me inmovilizó con todo el peso de su cuerpo. En cierto modo, sabía que debería haberme dado cuenta de que se trataba de un plan de huida imposible, pero no podía pensar con claridad.

—¡Suéltame! —grité por centésima vez aquella noche mientras intentaba liberarme las manos.

—No —me dijo con una voz muy dura y casi desesperada—. No hasta que acabes con esto. ¡Tú no eres así!

En mis ojos había unas lágrimas ardientes.

—¡Sí que lo soy! ¡Que me sueltes!

—¡No lo eres! ¡Tú no eres así! ¡Tú no eres así! —su voz sonaba agónica.

—¡Te equivocas! ¡Soy…!

Mis palabras se quedaron de repente en suspenso. Tú no eres así. Era lo mismo que yo le había dicho a Lissa cuando la observaba, horrorizada, mientras ella utilizaba la magia para torturar a Jesse. Allí estaba yo, incapaz de creer lo que estaba haciendo Lissa, que no era consciente de haber perdido el control y se encontraba a punto de convertirse en un monstruo; y ahora, al mirar a Dimitri a los ojos, al ver su pánico y su amor, me daba cuenta de que me estaba pasando a mí. Yo estaba exactamente igual que Lissa, tan ensimismada, tan cegada por unas emociones irracionales que ni siquiera había reconocido mis propios actos. Era como si me estuviese controlando alguna otra cosa.

Intenté combatirlo, sacudirme la quemazón de los sentimientos en mi interior. Eran demasiado fuertes. No podía hacerlo. No podía librarme de ellos. Se apoderarían de mí por completo, como habían hecho con Anna y con la señora Karp.

—Rose —dijo Dimitri. Sólo era mi nombre, pero qué poderoso, cargado de tantas cosas. Y qué fe tan absoluta tenía en mí Dimitri, fe en mi propia fortaleza y mi bondad. Y él también tenía fortaleza, una fortaleza que no temía poner a mi disposición si la necesitaba. Es posible que Deirdre diese con algo al respecto de mi envidia a Lissa, pero se equivocó de lleno con lo de Dimitri. Lo que había entre nosotros era amor. Éramos como dos mitades de un todo, siempre listos para respaldar al otro. Ninguno de los dos éramos perfectos, pero eso daba igual. Con él, yo era capaz de vencer aquella ira que me saturaba. Él creía que yo era más fuerte que ella. Y lo fui.

Lenta, muy lentamente, sentí disiparse la oscuridad. Dejé de combatirla. Mi cuerpo tembló, pero no ya de ira. Fue temor. Dimitri reconoció el cambio de inmediato y me soltó.

—Oh, Dios mío —dije con voz temblorosa.

Sus manos me tocaron en la mejilla, suaves, la acariciaron.

—Rose —suspiró—. ¿Estás bien?

Contuve algunas lágrimas más.

—Creo… creo que sí. Por ahora.

—Se acabó —me dijo. Me tocaba aún, ahora me apartaba el pelo de la cara—. Se acabó. Todo va bien.

Lo negué con la cabeza.

—No. No lo está. Tú… tú no lo entiendes. Es verdad, todo lo que me preocupaba. ¿Lo de Anna? ¿Lo de absorber yo la demencia del espíritu? Está sucediendo, Dimitri. A Lissa se le fue la cabeza con Jesse en el bosque, estaba fuera de control, pero la detuve porque absorbí su ira y la introduje en mí. Y es… es horrible. Es como ser, no sé, una marioneta. No me puedo controlar.

—Eres fuerte —me dijo—. No volverá a pasar.

—No —dije yo. Pude oír cómo mi voz se quebraba al hacer un esfuerzo para sentarme erguida—. Sí volverá a pasar. Voy a ser como Anna, y me voy a poner peor, y peor. Esta vez ha sido sed de sangre y odio. Quería destruirlos, tenía que destruirlos. ¿La próxima vez? No lo sé. Quizá sea sólo demencia, como con la señora Karp. Quizá ya esté loca y por eso veo a Mason. Quizá sea una depresión como las que solía tener Lissa. No voy a dejar de caer en ese pozo, una y otra vez, hasta que por fin sea como Anna y me sui…

—No —me interrumpió Dimitri con suavidad. Acercó su rostro al mío, y nuestras frentes casi se apoyaron la una en la otra—. Eso no te pasará a ti. Eres muy fuerte. Lo combatirás, como has hecho esta vez.

—Sólo lo he hecho porque tú estabas aquí —me envolvió con sus brazos, y escondí la cara en su pecho—. No puedo lograrlo sola —susurré.

—Puedes —me dijo. En su voz había un tono trémulo—. Eres fuerte, muy, muy fuerte. Por eso te quiero.

Cerré los ojos y los apreté con fuerza.

—No deberías. Me voy a convertir en algo terrible. Podría ser ya algo terrible —recordé mi conducta del pasado, el modo en que había sido una borde con todo el mundo. La forma en que intenté amedrentar a Ryan y Camille.

Dimitri se apartó de forma que pudiese mirarme a los ojos. Me tomó la cara con ambas manos.

—No lo eres. No lo serás —me dijo—. No lo permitiré. Sea lo que sea, no lo permitiré.

Mi cuerpo se volvió a llenar de emoción, aunque no se trataba ahora de ira, odio, ni nada similar. Era cálida, maravillosa y hacía que me doliese el corazón, pero de un modo bueno. Le rodeé el cuello con los brazos, y nuestros labios se encontraron. Aquel beso fue puro amor, dulce y dichoso, sin desesperación ni oscuridad. Sin embargo, la intensidad de nuestro beso se fue incrementando a un ritmo constante. Seguía repleto de amor, pero se convirtió en mucho más, algo hambriento y poderoso. Regresó la corriente eléctrica que ya nos había atravesado a los dos cuando lo sostuve debajo de mí en el combate, y ahora nos envolvía.

Me recordó la noche en que nos encontrábamos bajo los efectos del hechizo de lujuria de Victor, ambos movidos por unas fuerzas interiores que no podíamos controlar. Era como estar muriéndose de hambre o ahogándose, y que sólo el otro pudiera salvarte. Me aferré a él, un brazo alrededor de su cuello mientras que la otra mano se apretaba con tanta fuerza a su espalda que casi le estaba clavando las uñas. Me tumbó en la cama, con ambas manos en mi cintura. De repente, una de ellas se deslizó por detrás de mi muslo y lo levantó, de manera que casi le rodeaba a él.

Los dos nos separamos muy brevemente y a la vez, pero qué cerca aún… Todo lo que había en el mundo dependía de aquel momento.

—No podemos… —me dijo.

—Lo sé —admití.

Pero su boca estaba ya sobre la mía de nuevo, y, esta vez, sabía yo, no habría vuelta atrás. Sin muros esta vez. Nuestros cuerpos entrelazados mientras él intentaba quitarme el abrigo, después su camisa, y después la mía… Se parecía mucho a un rato antes, cuando nos encontrábamos en pleno combate en el patio, esa misma pasión y ardor. Al fin y al cabo, pienso yo, los instintos que mueven la agresividad del combate y el sexo no son tan diferentes. Todos proceden de nuestro lado más animal.

Aun así, conforme más y más prendas iban cayendo, fuimos más allá de la pasión animal. Fue al mismo tiempo dulce y maravilloso. Cuando le miraba a los ojos, podía ver que me quería más que nadie en el mundo, que yo era su salvación del mismo modo que él era la mía. Jamás me había imaginado que mi primera vez sería en una cabaña en el bosque, pero supe que el lugar no importaba. Importaba con quién. Con alguien a quien amas, podrías ir a cualquier sitio y sería increíble. Daría igual hallarse en la cama más lujosa del universo si estuvieses con alguien a quien no amas.

Y sí, le amaba. Le amaba tanto que me dolía. Toda nuestra ropa acabó formando un montón en el suelo, pero la sensación de su piel sobre la mía era más que suficiente para que no sintiese frío. No distinguía dónde terminaba mi cuerpo y dónde empezaba el suyo, y en ese momento supe que era así como yo había querido siempre que fuese. No quería que nos separásemos nunca.

Ojalá tuviese palabras para describir el sexo, pero nada de lo que pueda contar capturaría de forma fidedigna lo increíble que fue. Sentí nervios, excitación, y un trillón de cosas más. Me daba la impresión de que Dimitri sabía perfectamente lo que estaba haciendo, con habilidad y con una paciencia infinita, igual que en nuestros entrenamientos de combate. Dejarse llevar por él me resultaba natural, aunque él también estaba más que dispuesto a dejar que yo tomase el control. Éramos iguales, por fin, y cada roce era poderoso, hasta la caricia más leve de las yemas de sus dedos.

Cuando finalizó, me quedé tendida con la espalda contra él. Me dolía todo el cuerpo… y sin embargo, a la vez, la sensación era increíble, alegre, feliz. Pensé que ojalá lo hubiera hecho hace tiempo, pero también sabía que no habría salido así hasta aquel preciso instante.

Apoyé la cabeza en el pecho de Dimitri para consolarme con su calor corporal. Me besó en la frente y deslizó sus dedos por mi pelo.

—Te quiero, Roza —volvió a besarme—. Voy a estar siempre aquí, contigo. No voy a dejar que te pase nada.

Aquellas palabras eran maravillosas y arriesgadas. No debería haberme dicho algo así. No debería haberme prometido que me protegería. No cuando, supuestamente, había de dedicar su vida a proteger a morois como Lissa. Yo no podía ocupar el primer lugar en su corazón, igual que él no podía ser el primero en el mío. Por eso yo no debería haber dicho lo que dije a continuación, pero lo dije de todos modos.

—Y yo no dejaré que te pase nada a ti —le prometí—. Te quiero.

Me besó de nuevo y me tragué cualquier otra palabra que pensase añadir.

Después de aquello, permanecimos tumbados juntos durante un rato, abrazados el uno al otro y sin decir mucho. Podía haberme quedado así para siempre, pero al final, éramos conscientes de que teníamos que irnos. Los demás acabarían viniendo a buscarnos para obtener mi versión de los hechos, y si nos encontraban de esa guisa, era prácticamente seguro que las cosas se pondrían feas.

Así que nos vestimos, que no fue tarea fácil porque cada dos por tres nos deteníamos a besarnos. Por fin, y a regañadientes, salimos de la cabaña. Nos cogimos de la mano, con la certeza de que lo podríamos hacer sólo por unos breves instantes; al acercarnos al corazón del campus, tendríamos que comportarnos de nuevo como de costumbre. Pero por el momento, todo en el mundo era espléndido y maravilloso. Cada paso que daba estaba repleto de alegría, y en el aire a nuestro alrededor parecía sonar un zumbido.

Por supuesto que aún había preguntas a las que daba vueltas en la cabeza. ¿Qué acababa de pasar? ¿Qué había sido de nuestro supuesto control? En aquel momento no podía importarme. Aún sentía el calor y los anhelos de él, y… de repente me detuve. Otra sensación —algo muy desagradable— se iba formando a un ritmo constante en mi interior. Era extraño, como si unas oleadas de náusea fugaces y apenas perceptibles se mezclasen con un picor en mi piel. Dimitri se detuvo de inmediato y me miró extrañado.

Una forma pálida y con una débil luminiscencia se materializó delante de nosotros. Mason. Tenía el mismo aspecto de siempre, ¿o no? Su habitual tristeza estaba ahí, pero podía ver algo más, algo más que no acertaba a distinguir. ¿Pánico? ¿Frustración? Podía haber jurado que era temor, pero sinceramente, ¿de qué podía tener miedo un fantasma?

—¿Qué pasa? —preguntó Dimitri.

—¿Le estás viendo? —susurré.

Dimitri siguió la dirección de mi mirada.

—¿A quién?

—A Mason.

La expresión atribulada de Mason se oscureció más. Es posible que no hubiera sido capaz de identificarla de forma correcta, pero sabía que no era nada bueno. Se me intensificaron las náuseas pero, de algún modo, supe que no tenía nada que ver con él.

—Rose… deberíamos regresar… —dijo Dimitri con cuidado. No había terminado aún de aceptar lo mío con los fantasmas.

Pero no me moví. El rostro de Mason me estaba diciendo algo más, o lo intentaba. Algo había allí, algo importante que tenía que saber, pero él no era capaz de comunicármelo.

—¿Qué? —le pregunté—. ¿Qué es?

La frustración se apoderó de su mirada. Señaló a mi espalda y dejó caer la mano.

—Cuéntamelo —le dije con una frustración reflejo de la suya. Dimitri miraba a uno y otro lado, de mí a Mason, aunque para él, probablemente, Mason no sería más que un espacio vacío.

Yo estaba demasiado concentrada en Mason como para preocuparme de lo que pudiera pensar Dimitri. Allí pasaba algo, algo gordo. Mason abrió la boca con el mismo deseo de hablar que las otras veces y aún incapaz de pronunciar palabra. Excepto que esta vez, tras unos segundos agónicos, lo consiguió. Sus palabras fueron casi inaudibles.

—Ya… vienen…