DOS

O, bueno, parecía Mason.

Resultaba difícil verle —a él, ello, o lo que fuese—, y tuve que entrecerrar los ojos y pestañear una y otra vez para mantenerlo enfocado. Su forma era inmaterial —casi translúcida— y aparecía y se desvanecía dentro de mi campo de visión.

Pero sí, por lo que podía ver, sin duda que parecía Mason. Sus rasgos poseían trazas apagadas y dotaban a su hermosa piel de un aspecto más pálido de lo que yo recordaba. Su pelo rojizo ahora parecía de un naranja desvaído, aguado. Apenas era capaz, incluso, de distinguir sus pecas. Vestía exactamente la última ropa que le había visto llevar: vaqueros y una chaqueta de forro polar amarilla. El borde de un jersey verde asomaba por debajo del dobladillo de la chaqueta. Aquellos colores también se veían desgastados. Tenía el aspecto de una fotografía que alguien hubiese dejado al sol y, así, se hubiera decolorado. Un resplandor muy, muy débil parecía siluetear sus rasgos.

Lo que más me sorprendió —aparte del hecho de que se suponía que estaba muerto— fue la expresión de su rostro. Era triste, muy, muy triste. Al mirarle a los ojos sentí que se me partía el alma. Regresaron a mí de golpe todos los recuerdos de lo que había sucedido apenas unas semanas atrás. Lo vi todo de nuevo: su cuerpo cayendo, las crueles miradas de los strigoi… se me hizo un nudo en la garganta. Permanecí allí, congelada, boquiabierta e incapaz de moverme.

Él también me estudió sin cambiar su expresión en ningún momento. Triste. Adusto. Serio. Abrió la boca, como si pudiese hablar, y a continuación la cerró. Transcurrieron unos instantes de intensidad entre nosotros, y, por fin, él levantó la mano para acto seguido extenderla hacia mí. Algo en aquel gesto me sacó de mi aturdimiento. No, aquello no podía estar pasando. No lo estaba viendo. Mason estaba muerto. Yo le había visto morir. Yo sostuve su cadáver.

Sus dedos se movieron ligeramente, como si me estuviese llamando, y me entró el pánico. Retrocedí unos pasos, puse algo de distancia entre nosotros y aguardé a ver lo que sucedía. No me siguió. Se quedó ahí, sin más, con la mano suspendida en el aire. El corazón me daba bandazos, di media vuelta y salí corriendo. Cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, me detuve, eché la vista atrás y dejé que se calmase el ritmo irregular de mi respiración. El claro en el que se encontraba Mason estaba ahora completamente vacío.

Subí hasta llegar a mi habitación y cerré de un portazo tras de mí, con las manos temblorosas. Me sumergí en la cama y reviví lo que acababa de suceder.

¡Pero qué demonios! Aquello no había sido real. De ninguna manera. Imposible. Mason estaba muerto, y todo el mundo sabe que los muertos no regresan. Bueno, vale, yo volví… pero se trataba de una situación diferente.

Me lo había imaginado, estaba claro. Eso era. Tenía que ser. Estaba agotada y recuperándome aún de lo de Lissa y Christian, por no mencionar las noticias sobre Victor Dashkov. También era probable que el frío me hubiese congelado parte del cerebro. Sí, cuanto más pensaba en ello, más me convencía de que tenía que haber cientos de explicaciones para lo que acababa de ocurrir.

Sin embargo, por mucho que me dijese aquello a mí misma, no era capaz de volver a dormirme. Me quedé en la cama, tapada hasta la barbilla, e intenté desterrar de mi mente aquella imagen inquietante. No podía. Sólo era capaz de ver aquellos ojos tan tristes, muy tristes, que parecían decir: «Rose, ¿por qué dejaste que me pasara esto?».

Cerré los ojos con fuerza en un intento por dejar de pensar en él. Desde el funeral de Mason, había hecho un esfuerzo enorme por seguir adelante y actuar como si fuera fuerte, pero lo cierto era que no me hallaba ni siquiera cerca de superar su muerte. Día tras día me torturaba con preguntas del tipo ¿Y si…? ¿Y si hubiese sido más veloz y más fuerte durante la pelea con los strigoi? ¿Y si no le hubiera contado dónde estaban los strigoi, para empezar? ¿Y si hubiese sido capaz, simplemente, de corresponder su amor? Cualquiera de estas suposiciones le habría mantenido con vida, pero ninguna de ellas se había materializado. Y todo por mi culpa.

—Me lo he imaginado —susurré en voz alta en la oscuridad de mi cuarto. Tenía que habérmelo imaginado. Mason ya se me aparecía en sueños, no me hacía ninguna falta verle también cuando estaba despierta—. No era él.

No podía ser él, porque la única forma posible de que se tratase de él era… bueno, era algo en lo que no deseaba pensar, porque si bien creía en vampiros, magia y poderes psíquicos, a buen seguro que no creía en fantasmas.

Al parecer, tampoco creía demasiado en dormir, porque fue algo a lo que no le dediqué mucho tiempo esa noche. No paré de moverme y de dar vueltas, incapaz de calmar mi mente acelerada. Acabé por ir cayendo, al final, pero tuve la sensación de que la alarma sonó tan pronto que apenas pude haber dormido más que unos minutos.

Entre los humanos, la luz del día tiende a disipar las pesadillas y los temores. Yo no contaba con una luz diurna tal; me despertaba en una oscuridad creciente, pero el simple hecho de estar ahí fuera con gente viva, de verdad, tenía prácticamente el mismo efecto y, conforme me dirigía al desayuno y mi entrenamiento matinal, me iba pareciendo que lo que había visto la noche anterior —o lo que creía haber visto la noche anterior— se iba haciendo más y más tenue en mi memoria.

La extravagancia de aquel encuentro se veía también reemplazada por otra cosa: emoción. Había llegado el momento. El gran día. El inicio de nuestras prácticas de campo.

No tendría ninguna clase durante las próximas seis semanas. Podría pasar los días por ahí con Lissa, y todo lo que habría de hacer era escribir un informe de campo diario de tan sólo media página. Fácil. Y, sí, claro que estaría en turno de guardia, pero no me preocupaba. Eso era algo connatural a mí. Las dos habíamos vivido entre los humanos durante dos años, y yo la había protegido todo el tiempo. Antes de eso, cuando aún era de primer año, ya había visto el tipo de pruebas que los guardianes adultos planeaban para los novicios durante esta fase. Las tareas eran delicadas, por supuesto; los novicios debían estar vigilantes y no relajarse, y estar listos para la defensa y para el ataque si fuera necesario. No obstante, nada de eso me preocupaba. Lissa y yo estuvimos lejos de la academia durante mi segundo y mi tercer año, y me quedé atrás entonces, pero gracias a mis clases prácticas extra con Dimitri, me había puesto rápidamente al día y ahora era una de las mejores de mi clase.

—Eh, Rose.

Eddie Castile me alcanzó cuando caminaba en dirección al gimnasio, punto de partida de nuestras prácticas de campo. Por un breve instante, al mirar a Eddie, se me encogió el corazón. De repente fue como si me volviese a encontrar allí fuera con Mason, en el patio de la academia, viendo la expresión apesadumbrada de su rostro.

Eddie —junto con Christian, novio de Lissa, y otra moroi llamada Mia— formaba parte de nuestro grupo cuando nos capturaron los strigoi. Eddie no había muerto, obviamente, pero estuvo muy cerca de hacerlo. Los strigoi utilizaron a Eddie como alimento, nutriéndose de él durante todo nuestro cautiverio en un macabro esfuerzo por reírse de los moroi y aterrorizar a los dhampir. Funcionó; yo estaba muerta de miedo. El pobre Eddie permaneció inconsciente durante casi toda la aventura debido a la pérdida de sangre y las endorfinas procedentes del mordisco de un vampiro. Era el mejor amigo de Mason, y casi tan divertido y alegre como él.

Pero Eddie había cambiado desde que escapamos, exactamente igual que yo. Seguía mostrando su rápida sonrisa y seguía riéndose, aunque en él había ahora algo sombrío, un atisbo de oscuridad y seriedad en sus ojos, siempre en guardia a la espera de que sucediese lo peor. Aquello era comprensible, por supuesto, él sí que había visto que lo peor sucedía. Al igual que con la muerte de Mason, yo me consideraba responsable de aquella transformación en Eddie y de lo que él había sufrido de manos de los strigoi. Quizá algo así no fuese justo conmigo, pero tampoco podía evitarlo. Me sentía como si estuviese en deuda con él, como si tuviese la necesidad de protegerle o de compensarle de algún modo.

Y eso resultaba en cierto modo curioso, porque yo creo que Eddie estaba intentando protegerme a mí. No es que me estuviese persiguiendo ni nada por el estilo, pero ya había reparado en que no me quitaba ojo. Creo que, después de lo que había pasado, tenía la sensación de deberle a Mason el cuidar de su novia. Nunca me tomé la molestia de contarle a Eddie que yo no había sido la novia de Mason, no en el verdadero sentido de la palabra, igual que tampoco le había recriminado nunca a Eddie su comportamiento de hermano mayor. Sin duda yo era capaz de cuidarme sola, pero cuando le oía mantener a algún otro tío alejado de mí contándole que yo no estaba aún preparada para salir con nadie, no veía ninguna necesidad de intervenir. Era absolutamente cierto. No estaba lista para salir con nadie.

Eddie me dedicó una sonrisa torcida que aportó a su cara larga un poco de encanto del tipo del de los niños pequeños.

—¿Estás nerviosa?

—Joder, sí —le dije. Nuestros compañeros de clase llenaban una grada lateral del polideportivo, y encontramos un hueco cerca de la zona central—. Va a ser como unas vacaciones: Lissa y yo, juntas durante seis semanas —con lo frustrante que a veces era nuestro vínculo, éste me convertía sin embargo en su guardián ideal. Yo siempre sabía dónde estaba y qué le sucedía. Me vería oficialmente asignada a ella una vez nos graduáramos y anduviésemos por el mundo exterior.

Se quedó pensativo.

—Sí, supongo que tú no tienes que preocuparte tanto. Ya conoces tu destino cuando te gradúes. Los demás no somos tan afortunados.

—¿Has puesto las miras en alguien de la realeza? —bromeé.

—Bueno, no tiene importancia. A la mayoría de los guardianes los asignan a la realeza últimamente.

Era cierto. Los dhampir —medio vampiros como yo— escaseaban, y las familias reales solían tener la oportunidad de elegir guardianes en primer lugar. Hubo una época en el pasado en que eran más los moroi —realeza y no realeza por igual— los que hubieran tenido guardianes, y los novicios como nosotros habrían competido con dureza por ser asignados a alguien importante. Ahora se daba casi por sentado que todo guardián trabajaría para una familia real. No éramos suficientes para todo el mundo, y las familias menos influyentes se las arreglaban por su cuenta.

—Aun así —dije—, supongo que dependerá de qué familia real consigas, ¿no? Quiero decir que algunos son unos esnobs totales, pero hay muchos que están genial. Consigue a alguien verdaderamente rico y poderoso y te podrías encontrar viviendo en la Corte Real o viajando a lugares exóticos —esa última parte me atraía mucho, y a menudo fantaseaba con Lissa y conmigo recorriendo el mundo.

—Sí —reconoció Eddie. Me señaló con la cabeza en dirección a un pequeño grupo de tíos que estaban en primera fila—. No te puedes ni imaginar de qué manera le han estado haciendo esos tres la pelota a algunos de los Ivashkov y los Szelsky. No es que eso vaya a afectar su asignación de hoy, por supuesto, pero se nota que ya están intentando apañar las cosas para después de la graduación.

—Bueno, las prácticas de campo sí que pueden influir en eso. La calificación que obtengamos aquí quedará registrada en nuestro expediente.

Eddie volvió a asentir y comenzó a decir algo cuando una voz femenina alta y clara cortó el murmullo de nuestra conversación. Ambos levantamos la vista. Mientras charlábamos, nuestros instructores se encontraban reunidos delante de la grada, y ahora formaban una fila impresionante frente a nosotros. Dimitri estaba entre ellos, oscuro, imponente e irresistible mientras Alberta intentaba ponernos firmes. La multitud guardó silencio.

—Muy bien —arrancó. Alberta estaba en la cincuentena, era enjuta y dura. Al verla recordé la conversación que ella y Dimitri habían mantenido la noche anterior, pero la archivé para más tarde. Victor Dashkov no me iba a estropear aquel momento—. Todos sabéis por qué estáis aquí —nos habíamos quedado en tal silencio, que su voz resonaba por todo el pabellón—. Éste es el día más importante de vuestra formación antes de que os enfrentéis a las pruebas finales. Hoy conoceréis con qué moroi se os ha situado. La semana pasada se os entregó un cuadernillo con todos los detalles de cómo se desarrollarán las próximas seis semanas. Confío en que, a estas alturas, todos lo habréis leído ya —yo lo había hecho, la verdad. Es probable que nunca hubiese leído algo con tanta atención en mi vida—. Sólo a modo de resumen, el guardián Alto destacará las principales reglas del ejercicio.

Entregó un portapapeles a Stan Alto. Era uno de los últimos en mi lista de instructores favoritos pero, tras la muerte de Mason, se había aliviado parte de la tensión entre nosotros. Ahora nos comprendíamos mejor el uno al otro.

—Allá vamos —dijo Stan de forma brusca—. Todos estaréis de servicio seis días a la semana. Esto es en realidad una deferencia con vosotros, chicos. En la vida real se suele trabajar todos los días. Acompañaréis a vuestros moroi a todas partes: a clase, a sus residencias, sus nutriciones. Todo. Tendréis que buscar la manera de encajar en sus vidas. Algunos moroi se relacionan con sus guardianes como si fueran amigos, otros preferirán que seáis más como un fantasma invisible que no habla con ellos —¿es que tenía que escoger el término «fantasma»?—. Cada situación es diferente, y ambos tendréis que hallar la manera de resolverlo del modo que mejor establezca su seguridad.

»Los ataques pueden llegar en cualquier momento, en cualquier lugar, y cuando sucedan, todos nosotros iremos vestidos de negro. Tendréis que estar siempre en guardia. Recordad: aunque sepáis, obviamente, que somos nosotros quienes os atacan, y no verdaderos strigoi, habréis de responder como si vuestras vidas estuvieran en un peligro terrible e inmediato. No tengáis miedo de hacernos daño. Algunos de vosotros, estoy seguro, no tendréis ningún reparo en vengaros de nosotros por agravios del pasado —el grupo de alumnos soltó alguna risita ante esto—, pero puede que otros sintáis que os debéis contener por temor a meteros en un lío. No lo hagáis. Os meteréis en un lío aún mayor si os contenéis. No os preocupéis, podemos aguantarlo.

Pasó a la siguiente página de su portapapeles.

—Estaréis de servicio veinticuatro horas al día en periodos de seis días, pero podréis dormir durante la luz diurna, cuando lo hagan vuestros moroi. Tan sólo tened presente que, si bien los ataques de los strigoi son raros a la luz del día, no son imposibles en interiores, y no os hallaréis necesariamente «a salvo» en esos momentos.

Stan siguió leyendo algunas cuestiones técnicas más, y yo me encontré con que había dejado de prestar atención. Eso ya me lo sabía. Todos lo sabíamos. Miré a mi alrededor y vi que no me hallaba sola en mi impaciencia. Los nervios y el recelo crepitaban por todo el grupo. Las manos, apretadas; los ojos, abiertos de par en par. Todos queríamos nuestras asignaciones. Todos deseábamos que empezase aquello.

Stan entregó el portapapeles a Alberta cuando finalizó.

—Bien —dijo ella—, voy a llamaros uno a uno por vuestros nombres y anunciaré con quién estáis emparejados. En ese momento, bajad aquí, y el guardián Chase os entregará un paquete que contiene información acerca del horario, pasado, etcétera, de vuestro moroi.

Todos nos estiramos mientras ella repasaba sus papeles. Los alumnos suspiraban. Junto a mí, Eddie exhaló con fuerza.

—Ojalá vaya con alguien que merezca la pena —masculló—. No quiero estar seis semanas asqueado.

Le apreté el brazo para tranquilizarle.

—Lo harás —le respondí en un susurro—. O sea, ir con alguien que merezca la pena, quiero decir, no lo de estar asqueado.

—Ryan Aylesworth —anunció Alberta con voz clara. Eddie dio un respingo, y yo supe de inmediato el porqué. Antes, Mason Ashford era siempre el primer nombre que oíamos al pasar lista en cualquiera de las clases. Aquello no volvería a ocurrir nunca—. Asignado a Camille Conta.

—Mierda —masculló a nuestra espalda alguien que, al parecer, albergaba la esperanza de ir con Camille.

Ryan era uno de los lameculos de la primera fila, y lucía una amplia sonrisa al bajar para recibir su paquete. Los Conta eran una familia real con mucho futuro. Se rumoreaba que uno de sus miembros era candidato para el momento en que la reina moroi nombrase por fin a su heredero. Además, Camille era bastante mona. Ir por ahí detrás de ella no sería demasiado duro para cualquier tío. Ryan, que caminaba con aire arrogante, parecía encantado consigo mismo.

—Dean Barnes —dijo Alberta a continuación—. Tienes a Jesse Zeklos.

Puaj —dijimos al tiempo Eddie y yo. Si me hubieran asignado a Jesse, le hubiera hecho falta otra persona más para protegerle. De mí.

Alberta continuó leyendo nombres, y me di cuenta de que Eddie estaba sudando.

—Por favor, por favor, que me toque alguien que merezca la pena —mascullaba.

—Lo hará —dije—. Lo hará.

—Edison Castile —anunció Alberta. Él tragó saliva—. Vasilisa Dragomir.

Eddie y yo nos quedamos de piedra por un instante y, entonces, el deber le obligó a ponerse en pie y dirigirse hacia la pista. Al bajar de la grada, me dirigió una rápida mirada de pánico por encima del hombro. Su expresión parecía decir: «¡No sé! ¡No sé!».

Pues ya éramos dos. A mi alrededor, el mundo deceleró hasta convertirse en un borrón. Alberta prosiguió diciendo nombres, pero no escuché uno solo de ellos. ¿Qué estaba pasando? Estaba claro que alguien había cometido un error. Lissa era mi asignación. Tenía que serlo. Yo iba a ser su guardián cuando se graduara. Aquello no tenía el menor sentido. Con el corazón acelerado, observé cómo Eddie caminaba hasta el guardián Chase y recibía su paquete y su estaca de entrenamiento. Miró de inmediato los papeles, y sospeché que estaba comprobando el nombre, seguro de que había una confusión. La expresión de su rostro cuando elevó la mirada me dijo que el nombre que había encontrado era el de Lissa.

Respiré profundamente. Muy bien. Aún no era necesario ser presa del pánico. Alguien había cometido allí un error administrativo, un error que se podía solucionar. De hecho, tendrían que corregirlo bien pronto, cuando llegasen a mí y volviesen a leer el nombre de Lissa otra vez, entonces se percatarían de que habían asignado dos veces a uno de los moroi. Lo rectificarían y le darían a Eddie alguien distinto. Al fin y al cabo, había moroi de sobra para todos. Superaban a los dhampir en número en la academia.

—Rosemary Hathaway —me puse en tensión—. Christian Ozzera.

Me quedé con los ojos clavados en Alberta, sin más, incapaz de moverme o de responder. No. Alberta no acababa de decir lo que yo pensaba que había oído. Algunos otros, al notar que no movía un dedo, se volvieron para mirarme, pero estaba estupefacta. Aquello no estaba sucediendo. Mi ilusión óptica de Mason anoche parecía más real que esto. Unos instantes después, Alberta también se percató de que estaba inmóvil. Molesta, levantó los ojos de su portapapeles y escrutó la multitud.

—¿Rose Hathaway?

Alguien me propinó un codazo, como si, digamos, no hubiese reconocido mi propio nombre. Tragué saliva, me puse en pie y descendí por la grada como un autómata. Había un error. Tenía que haber un error. Me dirigí hacia Chase con la sensación de ser una marioneta que alguien estaba manejando. Me entregó mi paquete y mi estaca de entrenamiento con la que «matar» a los guardianes adultos, y me quité de en medio para el siguiente.

Incrédula, leí tres veces lo que había escrito en el envoltorio del paquete. Christian Ozzera. Lo abrí y vi toda su vida desplegada ante mis ojos. Una fotografía actual. Su horario de clases. Su árbol genealógico. Su biografía. Incluso entraba en detalle en la trágica historia de sus padres, de cómo habían decidido convertirse en strigoi y habían asesinado a varias personas antes de que por fin les dieran caza y muerte.

En aquel momento, nuestras instrucciones eran leer los expedientes, preparar una maleta y, después, encontrarnos con nuestro moroi en la comida. Dado que seguían llamando a gente, muchos de mis compañeros de clase se quedaron por el gimnasio, charlando con sus amigos y mostrándose sus respectivos fardos de información. Me quedé rondando cerca de un grupo, esperando de forma discreta a que se me presentase una oportunidad de hablar con Alberta y Dimitri. El hecho de que no me hubiese ido directa a ellos en aquel instante a exigirles respuestas era un signo de mi recién desarrollada paciencia. Y, créeme, tenía ganas de hacerlo. En cambio, les dejé llegar al final de la lista, aunque aquello parecía eterno. En serio, ¿cuánto se tarda en leer unos pocos nombres?

Cuando el último novicio hubo sido asignado a su respectivo moroi, Stan vociferó por encima del jaleo para que pasásemos al siguiente punto del proceso e intentó conducir al exterior a mis compañeros de clase. Yo atravesé la multitud y me planté ante Alberta y Dimitri, que gracias a Dios se encontraban juntos. Estaban charlando sobre alguna cuestión administrativa y no se percataron de mi presencia de manera inmediata.

Cuando me miraron, sostuve en alto mis papeles y los señalé.

—¿Qué es esto?

La cara que puso Alberta fue inexpresiva y confusa. En la de Dimitri había algo que me decía que ya se esperaba aquello.

—Es su asignación, señorita Hathaway —dijo Alberta.

—No —repliqué entre dientes—, no lo es. Es la asignación de otro.

—Las asignaciones de sus prácticas de campo no son opcionales —me dijo con seriedad—, exactamente igual que tampoco lo serán sus asignaciones en el mundo real. No puede escoger a quién protege basándose en caprichos y estados de ánimo, ni aquí, ni, por supuesto, tras la graduación.

—¡Pero tras la graduación voy a ser el guardián de Lissa! —exclamé—. Todo el mundo lo sabe. Se supone que me tienen que poner con ella en esto.

—Ya sé que el hecho de que estarán juntas después de la graduación es algo que se da por asumido, pero yo no recuerdo ninguna norma de obligado cumplimiento que diga que «se supone» que tenemos que ponerla con ella o con nadie en la academia. Se queda con quien le hemos asignado.

—¿Christian? —tiré mi fardo de papeles al suelo—. Está pirada si cree que voy a ser su guardián.

—¡Rose! —me soltó Dimitri, que por fin participaba en la conversación. Su voz era tan dura y áspera que di un respingo y por un momento me olvidé de lo que iba a decir—. Su conducta está fuera de lugar. No se dirija a sus instructores de ese modo.

Odiaba que alguien me reprendiese. Odiaba en especial que él me reprendiese. Y odiaba muy en especial que me reprendiese cuando él tenía razón. Pero no lo podía evitar. Estaba demasiado enfadada, y la falta de sueño me estaba pasando factura. Tenía los nervios en tensión y a flor de piel, y de repente, resultaba difícil aguantar las cosas más pequeñas. ¿Y las más grandes, como ésta? Imposible aguantarlas.

—Lo siento —dije muy a regañadientes—, pero es que esto es una estupidez. Casi tan estúpido como no llevarnos al juicio de Victor Dashkov.

Alberta pestañeó sorprendida.

—¿Cómo sabía…? Déjelo, hablaremos de eso más tarde. Por ahora, ésta es su asignación, y tiene la obligación de hacerlo.

De pronto, Eddie habló a mi lado con un tono de voz lleno de recelo. Un rato antes le había perdido de vista.

—Mire… A mí no me importa… Podemos intercambiarlos…

Alberta desplazó su pétrea mirada de mí hacia él.

—No, no cabe la menor duda de que no pueden. Vasilisa Dragomir es su asignación —volvió a posar su mirada en mí—. Y la suya es Christian Ozzera. Fin de la conversación.

—¡Esto es una estupidez! —repetí—. ¿Por qué voy a tener que perder el tiempo con Christian? Es con Lissa con quien voy a estar cuando me gradúe. Me da la impresión de que, si lo que quieren es que sea capaz de hacer las cosas bien, deberían ponerme en las prácticas con ella.

—Lo hará bien con ella —dijo Dimitri— porque la conoce, y cuentan con su vínculo. Pero en algún momento, algún día, podría acabar con otro moroi diferente. Tiene que aprender cómo proteger a alguien con quien no tiene ninguna experiencia en absoluto.

—Ya tengo experiencia con Christian —gruñí—. Ése es el problema. Le odio —vale, eso era una exageración enorme. Christian me irritaba, cierto, pero en realidad no le odiaba. Tal y como he dicho, trabajar juntos contra los strigoi había cambiado un montón de cosas. De nuevo, sentí que mi falta de sueño y mi irritabilidad general estaban agrandando la magnitud de las cosas.

—Tanto mejor —dijo Alberta—. No todo aquel a quien proteja será su amigo. No todo aquel a quien proteja le caerá bien. Es algo que tiene que aprender.

—Lo que tengo que aprender es cómo combatir a los strigoi —dije—. Eso ya lo he aprendido en clase —clavé los ojos en ellos, preparada para jugar mi baza—. Y lo he hecho en persona.

—Este trabajo consiste en mucho más que tecnicismos, señorita Hathaway. Hay todo un aspecto individual, llamémoslo trato personal si le parece, que no se toca demasiado en clase. Les enseñamos qué trato tener con los strigoi. Ahora tienen ustedes que aprender por sí mismos cómo tratar con los moroi. Y, en particular, usted tiene que tratar con alguien que no haya sido su mejor amiga durante años.

—Debe aprender también cómo es trabajar con alguien cuando no se tiene la posibilidad de sentir de forma instantánea que está en peligro —añadió Dimitri.

—Cierto —reconoció Alberta—. Eso es un hándicap. Si quiere usted ser un buen guardián, si desea ser un excelente guardián, entonces ha de proceder como le estamos diciendo.

Abrí la boca para rebatir aquello, para argüir que estar con alguien tan cercano a mí me prepararía más rápido y haría de mí un mejor guardián para cualquier otro moroi. Dimitri me interrumpió.

—El trabajo con otros moroi ayudará también a mantener a Lissa con vida —dijo.

Aquello me cerró la boca. Era lo único que podía haberlo hecho y, maldito fuera Dimitri, él lo sabía.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

—Lissa también tiene un hándicap: usted. Si Lissa nunca dispone de la posibilidad de aprender cómo es que la proteja un guardián que carece de su conexión psíquica, podría hallarse en un riesgo mayor en caso de ataque. La protección de alguien es realmente una relación entre dos personas. Esta asignación para las prácticas de campo lo es tanto para usted como para ella.

Permanecí en silencio mientras procesaba sus palabras. Sonaban casi razonables.

—Y —añadió Alberta— es la única asignación que va a recibir. Si no la acepta, estará usted renunciando a las prácticas de campo.

¿Renunciar? ¿Estaba loca? No se trataba de una clase de la que me pudiese salir un día. Si no hacía mis prácticas de campo, no me graduaba. Quería explotar por la injusticia, pero Dimitri me lo impidió sin decir una sola palabra. La mirada constante y en calma de sus ojos oscuros me contuvo y me alentó a aceptarlo con elegancia, o del modo más cercano a la elegancia del que fuese capaz.

Recogí el paquete a regañadientes.

—Muy bien —dije con frialdad—, lo haré, pero quiero que conste que lo hago contra mi voluntad.

—Creo que eso ya nos lo imaginábamos, señorita Hathaway —apostilló Alberta con sequedad.

—Lo que usted diga. Sigo pensando que es una idea pésima, y ustedes lo acabarán pensando también.

Me volví y atravesé furibunda el gimnasio camino de la puerta antes de que ninguno de los dos pudiese responder. Al hacerlo, me percaté del aspecto de mocosa malhumorada que tenía, pero si ellos hubieran aguantado la vida sexual de su mejor amiga, visto un fantasma y apenas dormido, también estarían malhumorados. Además, estaba a punto de pasar seis semanas con Christian Ozzera. Era sarcástico, difícil, y hacía bromas de casi todo.

Vamos, que se parecía mucho a mí.

Iban a ser unas seis semanas muy largas.