DIECISIETE

Fuera, en la pista, Christian aguardaba cerca de la puerta del avión junto con parte del resto de guardianes. Lissa salió corriendo a hablar con él, y nos dejó solos a Dimitri y a mí. No había dicho palabra en todo el camino de regreso desde el balneario. La pose dura y silenciosa era un comportamiento típico en él, pero algo en su conducta me pareció inusual esta vez.

—¿Sigues pensando en lo que te ha dicho Rhonda? Menuda tomadura de pelo es esa mujer.

—¿Por qué dices eso? —me preguntó y se detuvo no demasiado lejos de los demás. Un viento cortante nos golpeaba de cara, y pensé que ojalá nos dejasen embarcar pronto.

—¡Porque no nos ha dicho nada! Tenías que haber oído mi futuro. Ha sido algo así como una frase para afirmar lo obvio. El futuro de Lissa ha estado mejor —admití—, pero tampoco ha sido nada especialmente profundo. Rhonda ha dicho que será una gran líder. Vamos, en serio, ¿te parece difícil imaginarte eso?

Dimitri me sonrió.

—¿Te lo creerías si te hubiese predicho algo más interesante?

—Si fuera bueno, quizá —aproveché que él se rió para preguntarle—: Tú te lo tomas en serio. ¿Por qué? ¿De verdad crees en esas historias?

—No es tanto que crea… o que no crea —hoy se cubría la cabeza con un gorro negro de punto, del que tiró para taparse mejor las orejas—. Es que siento respeto por la gente como ella. Tienen acceso a un conocimiento que no poseen otros.

—Sin embargo, ella no utiliza el espíritu, así que no estoy tan segura de que posea ese conocimiento. Sigo pensando que es un timo.

—En realidad es una vrajitoare[1].

—Una… —no iba siquiera a intentar pronunciar aquello—. ¿Una qué? ¿Es ruso?

—Rumano. Significa… bueno, no hay una verdadera traducción. «Bruja» se parece, pero no es correcto. Su idea de una bruja no es la misma que en los Estados Unidos.

Nunca me habría esperado mantener una conversación como aquélla con él. No pensaba que Dimitri fuera supersticioso. Por apenas medio segundo se me ocurrió que si creía en cosas como las brujas y las futurólogas, quizá me creyese a mí con mis visiones de fantasmas. Valoré la posibilidad de decirle algo, pero de inmediato la deseché. Tampoco habría tenido la oportunidad de decir nada, porque Dimitri continuaba hablando.

—Mi abuela era como Rhonda —me contó—. Es decir, practicaba el mismo tipo de arte. En lo personal, son muy distintas.

—¿Tu abuela era una… lo que sea eso?

—En ruso se llama de otra forma, pero sí, significa lo mismo. También leía las cartas y daba consejo. Así se ganaba la vida.

Me mordí el labio y evité cualquier comentario sobre timos.

—¿Acertaba en sus predicciones?

—A veces. No me mires así.

—¿Cómo?

—Tienes en la cara esa expresión que dice que piensas que soy un iluso, pero eres demasiado amable para decir nada.

—«Iluso» suena un poco duro. Estoy sorprendida, eso es todo. Nunca me imaginé que tú te tragases esas historias.

—Yo crecí con ello, por eso a mí no me parece tan extraño. Y, como te he dicho, tampoco estoy seguro de tragármelo al cien por cien.

Adrian se había unido al grupo junto al avión y protestaba de forma escandalosa porque no nos dejaban embarcar aún.

—Tampoco había pensado nunca en ti con una abuela —le dije a Dimitri—. Es decir, obviamente, debías tenerla, pero aun así… me resulta raro el hecho de crecer con una de ellas —el contacto con mi propia madre ya era lo bastante inusual, y jamás había conocido a ninguno de los otros miembros de mi familia—. ¿Era raro tener una abuela bruja? ¿Daba miedo? ¿Te amenazaba con echarte maldiciones si te portabas mal y eso?

—La mayoría de las veces me amenazaba con enviarme a mi cuarto.

—Eso no me suena aterrador.

—Eso es porque no la conoces.

Me percaté del tiempo verbal.

—¿Sigue viva?

Asintió.

—Sí. Hace falta algo más que la vejez para acabar con ella. Es una mujer dura. Fue guardiana durante una temporada.

—¿En serio? —de un modo muy similar al sucedido con Ambrose, mis ideas fijas sobre dhampir, guardianes y prostitutas de sangre se estaban enturbiando un poco—. Entonces ¿lo dejó para convertirse en una…, para quedarse con sus hijos?

—Tiene unas ideas muy firmes en cuanto a la familia, ideas que probablemente te parezcan sexistas. Piensa que todo dhampir ha de pasar por un periodo de entrenamiento y de servicio como guardián, pero al final las mujeres deben regresar a casa a educar a sus hijos.

—¿Y los hombres no?

—No —dijo cortante—. Piensa que los hombres tienen que seguir fuera y matar strigoi.

—Vaya —recordé que Dimitri ya me había hablado algo sobre su familia. Su padre aparecía de vez en cuando, y con eso se acababan los hombres a su alrededor, sólo tenía hermanas. La verdad, la idea no me parecía tan sexista. Yo pensaba lo mismo sobre enviar a los hombres a la lucha, y ése era el porqué de mi extrañeza al encontrarme un caso como el de Ambrose—. Tú fuiste el único que tuvo que marcharse, las mujeres de tu familia te dieron la patada.

—Lo dudo mucho —se rió—. Mi madre tardaría un segundo en aceptarme si desease regresar a casa —sonreía como si se tratase de una broma, pero veía algo en sus ojos que se parecía mucho a la nostalgia de su hogar. No obstante, desapareció de golpe, al darse Dimitri la vuelta cuando Adrian empezó a celebrar a voces que por fin pudiésemos embarcar.

Cuando nos acomodamos en el avión, Lissa no pudo aguantarse más y le contó a todo el mundo las novedades. Empezó por la historia de cómo me habían llamado para que fuese a ver a la reina. No era ése un tema sobre el que me apeteciese debatir, pero ella se empeñó, emocionada porque la reina desease «alabarme». Todos parecían impresionados excepto Adrian. Su expresión me decía que estaba seguro de que la reina, definitivamente, no me había hecho llamar para eso, aunque su mirada dejaba traslucir a un tiempo la suficiente perplejidad como para hacerme pensar que no tenía ni idea de la verdadera razón. Ya era hora de que yo supiese algo que él no sabía. Me daba la impresión de que se habría sorprendido tanto como yo ante la idea de enrollarse él con Lissa.

Entonces ella se puso a hablarles de su oferta para irse a vivir a la Corte e ir a la facultad en Lehigh.

—Todavía no me lo creo —reflexionó—. Tiene un aspecto demasiado bueno para ser cierto.

Adrian remató un vaso de lo que parecía ser whisky. ¿Cómo habría conseguido hacerse con uno de esos tan pronto?

—¿Viniendo de mi tía abuela? Sí, es demasiado bueno para ser cierto.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté yo. Después de que Tatiana me acusara de involucrarme en un romance ficticio y de descubrir que tenía un amante/proveedor dhampir, nada acerca de ella podía ya sorprenderme más—. ¿Lissa está en peligro?

—¿Qué, físico? Qué va. Es sólo que mi tía abuela no hace las cosas por la bondad de su corazón. A ver —corrigió Adrian—, a veces lo hace, no es que sea una cabrona integral, y creo que es sincera en cuanto a su preocupación por los Dragomir. Me he enterado de que tus padres le caían bien, pero en cuanto al motivo de que haga esto… no lo sé. Tú tienes ideas radicales. Quizá quiera escuchar opiniones diferentes, o quizá quiera vigilarte, evitar que le causes problemas.

«O quizá desee unirte a ti en sagrado matrimonio con ella», añadí yo en silencio.

A Christian no le gustó nada de aquello.

—Tiene razón. Podrían estar intentando pararte los pies. Deberías irte a vivir con la tía Tasha. No tienes por qué ir a una facultad moroi.

—Pero estará más segura si lo hace —admití yo.

Estaba totalmente a favor de combatir el sistema —y de mantener a Lissa apartada de los planes reales—, pero si iba a una de las universidades no protegidas por los moroi, se hallaría en peligro, y yo, sin duda, no deseaba tal cosa. Comencé a añadir algo pero, justo en ese instante, el avión despegó. En cuanto se elevó, regresó mi dolor de cabeza del día anterior. Era como si todo el aire a mi alrededor me presionara el cráneo.

—Su puta madre —gruñí al tiempo que me ponía la mano en la frente.

—¿Estás mareada otra vez? —me preguntó Lissa, preocupada. Asentí.

—¿Siempre has tenido estos problemas al volar? —preguntó Adrian, que hacía gestos para que le rellenasen la copa.

—Jamás —dije—. Maldita sea, no quiero pasar por esto otra vez.

Apreté los dientes e intenté hacer caso omiso del dolor, y también de aquellas formas oscuras, de nuevo. Me costó un esfuerzo, pero me concentré con la suficiente fuerza y logré reducirlo un poco. Muy raro. Aun así, tampoco tenía muchas ganas de hablar después de eso, y todos me dejaron tranquila. Se acabó la conversación sobre la universidad.

Pasaron las horas. Ya casi habíamos llegado a la academia. Una de las azafatas moroi descendió por el pasillo hasta nuestro grupo con un mal gesto en la cara y Alberta le prestó atención de inmediato.

—¿Algo va mal?

—Una tormenta de hielo acaba de atravesar la zona —dijo la azafata—. No podemos tomar tierra en St. Vladimir porque el hielo y el viento hacen que la pista esté impracticable. Sin embargo, tenemos que repostar, así que vamos a aterrizar en el Martinville Regional. Es un pequeño aeropuerto a unas pocas horas en coche, pero a ellos no les ha afectado tanto. El plan es aterrizar allí, repostar, y volar a la academia una vez que hayan despejado la pista. Menos de una hora en el aire.

Eran unas noticias inoportunas, pero tampoco sonaban tan mal. Además, ¿qué podíamos hacer? En el peor de los casos, pronto me sentiría mejor, porque si mi dolor de cabeza se comportaba como antes, desaparecería en cuanto estuviésemos en tierra firme. Nos acomodamos en nuestros asientos y nos abrochamos los cinturones, listos para el aterrizaje. El tiempo en el exterior parecía horrible, pero el piloto era bueno y tomó tierra sin mayores dificultades.

Y entonces fue cuando sucedió.

En el instante de tocar el suelo, mi mundo explotó. El dolor de cabeza no desapareció, empeoró. Empeoró mucho… y no pensaba que tal cosa fuese posible. Me sentía como si me estuviesen abriendo el cráneo.

Pero eso fue sólo el principio porque, de pronto, a mi alrededor había rostros. Rostros fantasmales y translúcidos, y cuerpos… iguales que el de Mason. Dios mío, estaban por todas partes, ni siquiera podía ver las filas de asientos, ni a mis amigos, sólo esos rostros… y sus manos. Unas manos pálidas y brillantes que intentaban alcanzarme. Las bocas abiertas como si fuesen a hablar, y todos aquellos rostros tenían el aspecto de querer algo de mí.

Y cuanto más se me acercaban, a mayor número de ellos iba yo reconociendo. Vi a los guardianes de Victor, a los que mataron cuando rescatamos a Lissa. Tenían los ojos muy abiertos y aterrorizados… pero ¿por qué? ¿Estaban reviviendo su muerte? Mezclados con ellos había unos niños a quienes no reconocí de inmediato. Entonces… lo supe. Eran los que Dimitri y yo encontramos muertos tras la masacre de los strigoi. Los niños tenían el mismo aspecto desvaído que Mason, pero con el cuello cubierto de sangre, igual que los vimos en aquella casa. El tono escarlata destacaba en marcado contraste con sus cuerpos luminiscentes, envueltos en sombras.

Los rostros eran más y más densos. Aunque ninguno de ellos había llegado a hablar, notaba un zumbido en los oídos cuyo volumen ascendía cuantos más de ellos aparecían. Tres nuevas siluetas se unieron al grupo, y tenían que haberse fundido con las demás, pero destacaban casi con el mismo contraste que la sangre del cuello de los niños.

Era la familia de Lissa.

Su madre, su padre y su hermano André. Tenían el mismo aspecto que la última vez que los vi, justo antes del accidente de coche. Rubios. Hermosos. Regios. Como Mason, no mostraban marcas de su muerte, aunque sabía que el accidente les había causado estragos. Igual que Mason, me miraban con ojos tristes, sin hablar pero con el claro deseo de decirme algo, sólo que, al contrario que con Mason, comprendí el mensaje.

Detrás de André había una gran extensión negra que crecía a un ritmo constante. Me señaló a mí, y después señaló hacia la oscuridad. Supe, sin entender cómo pero lo supe, que se trataba de la entrada al mundo de los muertos. El mundo del que yo había regresado. André —que tenía mi edad cuando murió— volvió a señalar. Sus padres se unieron a él. No hacía falta que hablasen para hacerme entender lo que me decían: «No deberías haber vivido. Tienes que regresar con nosotros…».

Comencé a gritar. Y grité sin parar.

Pensé que alguien del avión me estaba hablando, pero no podía estar segura. No era capaz de ver nada excepto aquellos rostros, manos, y la negrura que había a la espalda de André. El rostro de Mason se materializaba aquí y allá, cada dos por tres, solemne y triste. Acudí a él en busca de ayuda.

—¡Haz que se vayan! —le grité—. ¡Haz que se vayan!

Pero no hacía —o no podía hacer— nada. Frenética, me desabroché el cinturón de seguridad y traté de ponerme en pie. Los fantasmas no me tocaron, pero estaban todos demasiado cerca, aún me intentaban alcanzar con sus manos esqueléticas. Hice unos aspavientos con los brazos para repelerlos, sin dejar de gritar para que alguien me ayudase y pusiese fin a aquello.

Sin embargo, no hubo ayuda para mí. No hubo ayuda a pesar de todas aquellas manos y ojos vacíos o del dolor que me consumía. Empeoró tanto que una serie de manchas negras y brillantes comenzaron a danzar ante mis ojos. Me sentía como si fuera a perder el conocimiento, y lo agradecí, eso haría que el dolor se desvaneciese y me salvaría de los rostros. Las manchas crecían y se hacían más y más grandes, y poco después ya no pude ver nada. Los rostros desaparecieron, y también el dolor, cuando las dulces aguas oscuras me arrastraron al fondo.