QUINCE

—Yo… ¿Qué?

—Ya me ha oído. No sé cuán lejos han llegado las cosas, y, sinceramente, no deseo conocer los detalles. Ésa no es la cuestión. La cuestión es que no van a ir a más.

La reina me miraba por encima del hombro y con los brazos en jarras, en clara pose de estar a la espera de que jurase hacer todo cuanto ella me pidiese. Excepto que yo, en cierto modo, no podía. Recorrí el salón con la mirada, segura de que se trataba de algún tipo de broma. Observé a los dos guardianes al otro lado de la sala, casi con la esperanza de que ellos me explicasen qué estaba sucediendo, pero ellos se dedicaban a eso de mirar pero sin llegar a ver nada en realidad. No me devolvieron la mirada. Me giré de nuevo hacia la reina.

Mmm, Majestad… ha habido algún tipo de error. No está pasando nada entre Adrian y yo.

—¿Cree que soy idiota? —me preguntó.

Vaya. Menuda apertura.

—No, Majestad.

—Bien, por algo empezamos. Es inútil mentirme. Se os ha visto juntos, aquí y allá, en vuestro instituto. Yo misma lo vi en la sala del tribunal —mierda. ¿Por qué tendría Adrian que escoger ese preciso momento para ponerse galante y colarme otro abrazo?—. Ya me he enterado de todos los detalles ilícitos de lo que está sucediendo, y se va a acabar ahora mismo. Adrian Ivashkov no va a huir con una triste y simple jovenzuela dhampir, así que mejor será para usted que se quite de la cabeza tales delirios cuanto antes.

—Yo jamás pensé que él fuera a… dado que no mantenemos una relación —le dije—. Es decir, somos amigos, pero eso es todo. Yo le gusto, y a él le encanta coquetear. Y si deseáis hablar sobre cuestiones ilícitas, pues… sí, claro, estoy muy segura de que él tiene una buena lista de cosas ilícitas que le gustaría hacer conmigo, montones de cosas ilícitas, pero no las estamos haciendo. Majestad.

Me sentí como una idiota nada más salir las palabras de mi boca. Por la expresión de su rostro, sin embargo, no tenía pinta de que las cosas pudiesen empeorar para mí.

—A usted la conozco ya —me dijo—. Todo el mundo habla de sus recientes galardones y reconocimientos, pero no he olvidado que fue usted quien se llevó a Vasilisa. Y también conozco los problemas en que solía meterse, sé del tema de la bebida y de los hombres. Si de mí dependiese, le pondría un lacito y la enviaría a una comuna de prostitutas de sangre. Es probable que encajase bien allí.

¿Bebida y hombres? Hacía que sonase como si fuera una prostituta alcohólica cuando, la verdad, era probable que no bebiese más que los otros adolescentes en las fiestas del instituto, sin embargo, parecía inútil contárselo. Tampoco habría supuesto ninguna diferencia señalarle el hecho de que aún era virgen.

—Pero —prosiguió—, sus recientes… logros me han hecho imposible el enviarla lejos de aquí. Todo el mundo cree que tiene algo parecido a un brillante futuro por delante, y quizá lo tenga. Al margen de esto, aunque no pueda evitar que se convierta en guardián, sí puedo influir en quién le sea asignado en sus funciones como tal.

Me puse recta.

—¿Qué estáis diciendo? ¿Me estáis amenazando? —no dije aquellas palabras de un modo agresivo, sino más bien en forma de tanteo. No lo podía decir en serio. Separarme de Lissa durante las prácticas de campo era una cosa, pero ahora estábamos hablando de un tema completamente distinto.

—Sólo estoy diciendo que tengo un gran interés en el futuro de Lissa, eso es todo, y que si tengo que protegerla de influencias negativas, lo haré. Podemos encontrarle otro guardián a ella. Podemos encontrarle a usted otro moroi.

—¡No podéis hacer eso! —exclamé. En la forma en que me miró noté que se alegraba de obtener por fin una verdadera reacción por mi parte. Estaba a la vez enfadada y temerosa, y combatí con todas mis fuerzas mis habituales instintos explosivos. Diplomacia y sinceridad eran lo que me hacía falta ahora—. No estoy haciendo nada con Adrian. De verdad. No podéis castigarme por algo que no estoy haciendo —y de inmediato me acordé de añadir—: Majestad.

—No deseo castigarla, Rose, en absoluto. Sólo quiero asegurarme de que nos entendemos la una a la otra. Los moroi no se casan con las dhampir, juguetean con ellas. Todas las muchachas creen que en su caso será diferente, incluso su madre con Ibrahim, pero ella también se equivocó.

—¿Con quién? —le pregunté. El nombre me sentó como una bofetada en plena cara. ¿Ibrahim? Jamás había oído mencionar ese nombre, y no digamos ya oír hablar de alguien concreto que se llamase así. Quería preguntarle quién era y qué relación guardaba con mi madre, pero Tatiana continuó hablando.

—Siempre se equivocan, y pueden intentar cambiarlo con todas sus fuerzas, pero es una pérdida de tiempo —hizo un gesto negativo con la cabeza, como si lo sintiese por aquellas dhampir, pero su aire de petulancia contradecía cualquier empatía sincera—. Puede hacer el uso que estime oportuno de su cara bonita y su cuerpo fácil, aunque al final es a usted a quien usan. Él le podrá decir ahora que la ama, pero al final se cansará de usted. Ahórrese el dolor. Es un favor que le hago.

—Pero es que él no dice que me ame… —daba igual.

Lo más irónico era que estaba bien segura de que Adrian sólo me quería para el sexo. No había delirio alguno por mi parte al respecto, y dado que no me acostaba con él, tampoco había problema alguno, excepto, claro, que Tatiana sí parecía ver todo aquello como un problema. Suspiré, con la sospecha de que no había discusión que fuese a convencerla de que no me interesaba Adrian.

—Mirad, si tanta certeza tenéis de que no podemos tener un futuro juntos, entonces, ¿por qué me estáis contando todo esto? Según vos, él se va a deshacer de mí de todas formas. Majestad.

Vaciló un instante, y casi me echo a reír. A pesar de tanto hablar mal de mí, de mi madre y de otras dhampir, una parte de ella seguía preocupada porque yo sí pudiera ser lo bastante encantadora y bonita como para seducir a Adrian y llevarlo a un matrimonio caído en desgracia. Ocultó sus dudas rápidamente.

—Me gusta ocuparme de las cosas antes de que se conviertan en un lío, eso es todo. Además, el hecho de no arrastrar ningún peso por causa suya le hará a él y a Vasilisa más fáciles las cosas.

Toma ya. Mi breve momento de satisfacción hecho añicos, pura confusión. Ahora estaba de nuevo tan perdida como cuando empezó a acusarme de estar liada con Adrian.

—¿Él y… Vasilisa? ¿Lissa? ¿De qué estáis hablando? —esta vez se me olvidó el «Majestad», pero no creo que a esas alturas le diese importancia.

—Los dos encajan a la perfección —dijo de un modo que sonó como si estuviese decidiendo la compra de una obra de arte—. A pesar de su mala influencia, Rose, Vasilisa se ha convertido en una joven prometedora. Posee una forma de ser tan seria y dedicada que remediará parte de la imprudencia de él. Y estar juntos les permitirá continuar progresando en el estudio de su… inusual situación en cuanto a la magia.

Cinco minutos antes, mi matrimonio con Adrian me sonaba como la mayor locura del mundo, pero acababa de ser derrotado, no obstante, por la idea del matrimonio de Lissa con Adrian.

—Lissa y Adrian. Juntos. No lo podéis decir en serio. Majestad.

—Si ambos están aquí, juntos, creo que se convencerán de ello. Ambos cuentan ya con un cierto carisma a su alrededor. Además, las dos abuelas de Adrian proceden de ramas de la familia Dragomir. Él cuenta con sangre más que suficiente para ayudarla a ella a continuar el linaje Dragomir.

—También Christian Ozzera —en uno de sus momentos más asquerosamente pastelosos, Lissa y Christian habían estado repasando el árbol genealógico de él para ver si contaba con los suficientes genes Dragomir y así continuar el apellido. Cuando descubrieron que sí, se pusieron a decidir los nombres de sus futuros hijos. Fue horrible. Yo me largué en cuanto Lissa me dijo que nombraría a su tercera hija en mi honor.

—¿Christian Ozzera? —aquella sonrisa suya de condescendencia se tensó—. Vasilisa Dragomir no se va a casar con él de ninguna de las maneras.

—Bueno, claro, ahora no, es decir, van a ir a la universidad y…

—Ni ahora, ni nunca —me interrumpió Tatiana—. Los Dragomir son un elevado y ancestral linaje de la realeza. Su último descendiente no se va a unir a alguien como él.

—Pertenece a la realeza —dije en un tono de voz tan bajo que estaba a punto de convertirse en mi voz aterradora. Por alguna razón, el hecho de que insultase a Christian me molestaba más que el que me insultase a mí—. El linaje de los Ozzera posee exactamente la misma importancia que los Dragomir y los Ivashkov. Pertenece a la realeza, igualito que Lissa, que Adrian y que vos.

Se mofó.

No es como nosotros. Sí, los Ozzera son una de las casas reales, y sí, él cuenta con algunos primos lejanos respetables, pero no estamos hablando de ellos aquí y ahora. Estamos hablando del hijo de alguien que decidió convertirse en strigoi. ¿Sabe cuántas veces ha sucedido eso en toda mi vida? Nueve. En cincuenta años, nueve, y sus padres fueron dos de ellas.

—Sí… sus padres —dije—, no él.

—No es relevante. La princesa Dragomir no puede unirse a alguien como él. Es un puesto demasiado prestigioso, así de simple.

—Pero vuestro sobrino sí que es la elección perfecta —dije con amargura—. Majestad.

—Si tan inteligente es usted, dígame, ¿cómo les tratan allí, en St. Vladimir? ¿Cómo ven sus compañeros de clase a Christian? ¿Cómo los ven a ambos juntos? —los ojos, sabedores, le brillaban.

—Genial —respondí—. Tienen un montón de amigos.

—¿Y Christian goza de una plena aceptación?

De manera inmediata me acordé de Jesse y Ralf dándome la tabarra sobre Christian. Y sí, seguía habiendo mucha gente que aún evitaba a Christian como si ya fuese un strigoi. Ése era el motivo de que no tuviese compañero en clase de Ciencia culinaria. Intenté ocultar mis pensamientos, pero mi vacilación ya me había delatado.

—¿Lo ve? —exclamó—. Y eso no es más que un microcosmos de la sociedad. Imagíneselo a gran escala. Imagínese cómo será cuando ella sea un miembro activo del gobierno e intente conseguir el apoyo de otros. Él será un lastre. Ella se ganará enemigos sólo a causa de él. ¿De verdad quiere que le suceda eso?

Era exactamente lo que temía Christian, y lo que yo ahora negaba tanto como se lo había negado a él.

—No sucederá. Os equivocáis.

—Y usted es muy joven, señorita Hathaway. Y también está haciendo que su vuelo se retrase —se dirigió hacia la puerta. Los guardianes de la sala se encontraron junto a ella en un abrir y cerrar de ojos—. No tengo nada más que decir, y espero que ésta sea la última vez que mantengamos una conversación semejante.

«O cualquier otra conversación», pensé yo.

Se marchó, y en cuanto las normas de etiqueta me permitieron irme, salí corriendo a coger mi avión. La cabeza me daba tumbos por el camino. Qué loca estaba aquella mujer. No sólo estaba convencida de que yo me encontraba a punto de fugarme con Adrian, sino que además creía que podía arreglar una especie de matrimonio de conveniencia entre él y Lissa. Resultaba complicado decidir qué parte de aquella conversación había sido la más ridícula.

Apenas podía aguantar las ganas de contarle a los demás lo que había pasado y echarnos unas risas a su costa, pero lo reconsideré al regresar a mi habitación para recoger la bolsa. Ya había demasiado cotilleo circulando por ahí sobre Adrian y sobre mí, y pensé que no debía echar más leña al fuego. Tampoco creí que Christian debiese enterarse. Ya se sentía inseguro en su situación frente a Lissa. ¿Cómo se sentiría al descubrir que la reina ya estaba haciendo planes para quitarle de en medio?

De modo que decidí ocultar la información por un tiempo, algo difícil ya que Lissa estaba esperándome allí mismo, en la puerta de mi habitación, cuando regresé.

—Hey —le dije—. Pensé que estarías ya en el avión.

—Nada, que han retrasado el vuelo unas horas.

—Vaya —volver a casa de repente sonaba como la mejor idea de la historia.

—¿Qué quería la reina? —me preguntó Lissa.

—Felicitarme —respondí con mucha labia— por los strigoi que maté. No me lo esperaba viniendo de ella, ha sido extraño.

—No tanto —replicó Lissa—. Lo que hiciste fue increíble, y estoy segura de que sólo deseaba darte las gracias por ello.

—Sí, supongo. Bueno, ¿y qué ha pasado? ¿Qué vamos a hacer con el tiempo extra? —había una gran emoción tanto en sus ojos como en sus sentimientos, y yo agradecí el cambio de tercio.

—Pues… estaba pensando… ya que estamos en la Corte Real… ¿no quieres echarle un vistazo? Tiene que haber mucho más que un bar y una cafetería. ¿No crees que deberíamos conocer bien todo esto si es que nos vamos a venir a vivir aquí? Además, tenemos mucho que celebrar.

La realidad de nuestra situación cayó sobre mí con todo su peso. Había estado tan distraída con Victor que no había sido consciente de lo que me rodeaba: estábamos en la Corte Real, el epicentro del poder de los moroi. Era casi tan grande como la academia, y sí, tenía que haber mucho más que la parte formal que hasta ahora habíamos visto. Además, ella tenía razón, teníamos muchas razones por las que sentirnos felices. Habían encerrado a Victor, a Lissa le habían hecho una maravillosa oferta para ir a la universidad. La única pega había sido mi supuesto affair con Adrian, pero también me sentí deseosa de echarlo a un lado cuando la contagiosa emoción de Lissa se apoderó de mí.

—¿Dónde está Christian? —le pregunté.

—A lo suyo —me dijo—. ¿Crees que debería estar con nosotras?

—Últimamente lo está.

—Sí —admitió—, pero creo que me apetece más que nos vayamos solas por ahí —escruté los pensamientos que había detrás de aquella decisión. Nuestra breve charla justo antes de que se marchase a ver a la reina había hecho que Lissa sintiese nostalgia de los viejos tiempos, cuando estábamos sólo nosotras, a nuestra bola.

—Ninguna queja por mi parte —le dije—. ¿Cuánto crees que nos dará tiempo a ver en tres horas?

Una sonrisa maliciosa le iluminó la cara.

—Lo esencial.

Notaba que tenía algo especial en mente, pero estaba intentando mantenerlo oculto. Ella no podía bloquearme el acceso a través del vínculo, pero sí había descubierto que, si no pensaba con demasiada intensidad en ciertas cosas, yo no las captaba con facilidad. Le gustaba la posibilidad de pensar que aún era capaz de sorprenderme a veces. No obstante, ocultarme las cosas importantes o los problemas no le funcionaba nunca.

Regresamos al frío, Lissa delante, abriendo camino. Me alejó de los edificios administrativos, hacia otro conjunto que se alzaba en el extremo más alejado de los terrenos de la Corte.

—La reina vive en ese primer edificio —me explicó Lissa—. No es exactamente un palacio, pero sí lo más parecido que tenemos. En los tiempos en que la Corte estaba en Europa, la realeza moroi vivía en castillos.

Le puse cara de asco.

—Lo dices como si fuese algo bueno.

—¿Muros de piedra? ¿Torreones? Hasta tú debes admitir que eso suena de narices.

—Sí, pero seguro que la conexión a Internet es una mierda.

Lissa me miró sonriente e hizo un gesto negativo con la cabeza, sin dignificar mi comentario con una respuesta. Pasamos de largo otros edificios con la misma piedra labrada que tenían los anteriores, aunque eran altos y estaban construidos de modo que me recordaban a unos apartamentos. Lissa me lo confirmó.

—Esto son pisos, donde viven los que pasan aquí todo el año.

Les eché un ojo y me imaginé cómo serían por dentro. Percibí un pensamiento de felicidad.

—¿Crees que es ahí donde vamos a vivir?

La idea la cogió fuera de juego, pero enseguida se emocionó tanto como yo. A ella también le encantaba eso de tener nuestra propia casa, gozar de libertad para decorarla y para entrar y salir a placer. Yo prefería la opción de tener a Dimitri viviendo también con nosotras, pero allí, en la Corte, él no estaría con Lissa las veinticuatro horas del día. Por el mismo motivo, yo tampoco tenía por qué pasar todo el tiempo con ella. ¿Nos dejarían vivir juntas? ¿O sería quizá otra oportunidad más de mostrar que yo era prescindible?

—Eso espero —me dijo, ajena a mis preocupaciones—. Un ático con vistas.

Conseguí forzar otra sonrisa.

—Y con piscina.

—¿Cómo puedes pensar en una piscina con el tiempo que hace?

—Oye, si nos ponemos a fantasear, hagámoslo del todo, ¿no te parece? Seguro que Tatiana tiene piscina. Seguro que se pasea en biquini y tiene tíos macizos que le frotan la espalda con protector solar.

Me esperé que pusiese otra vez los ojos en blanco, pero Lissa se limitó a sonreírme mientras me conducía al interior de un edificio cerca de los pisos.

—Qué curioso que digas eso.

—¿Qué? —exclamé. Estaba a punto de que le reventase el secreto, así de cerca de sonsacárselo mentalmente. Y lo habría hecho, de no haberme quedado tan alucinada con el entorno. Era una sobrecarga de sensaciones: música suave, fuentes, plantas, gente vestida con túnicas blancas, todo en tonos cromados y brillantes…

Era un balneario. Un balneario de lujo y con todas las de la ley, oculto en un viejo edificio de piedra allí, en la Corte. ¿Quién se lo habría imaginado? Un gran mostrador de granito a modo de recepción protegía la entrada, así que sólo teníamos una vista parcial, pero lo que podía ver era bastante agradable. Mujeres sentadas a lo largo de un muro a las que hacían la pedicura y la manicura. Moroi, hombres y mujeres, a los que cortaban y teñían el pelo. Al fondo del salón se podía ver lo que tenía el aspecto de ser un laberinto de pasillos, con un directorio de flechas que señalaban a otras secciones: masaje, sauna, limpieza de cutis, etcétera.

Lissa me sonrió.

—¿Qué te parece?

—Creo que Adrian tenía razón cuando dijo que en la Corte había todo tipo de secretos —fingí un suspiro—. Y odio admitir que tiene razón.

—Lo has pasado tan mal con las prácticas de campo… y otras cosas —no tenía que mencionar la muerte de Mason y la pelea con los strigoi. Lo leí en su mente—. Imaginé que podrías darte un capricho. Comprobé el horario mientras estabas con la reina, y nos hicieron un hueco.

Lissa se acercó a la recepcionista y le dio nuestros nombres. La mujer los reconoció de inmediato, pero se mostró algo sorprendida al dejar entrar a un dhampir. A mí, sin embargo, no me importó, estaba demasiado deslumbrada con las vistas y los sonidos a mi alrededor. En comparación con la dura y pragmática vida que solía llevar, aquel derroche de lujo casi desafiaba mi crédito.

Tras registrarnos, Lissa se volvió hacia mí con un rostro radiante y lleno de entusiasmo.

—He conseguido que nos den un masaje con esas…

—Uñas —interrumpí.

—¿Qué?

—Quiero que me hagan las uñas. ¿Puedo ir a la manicura?

Era la cosa más exótica y completamente inútil que se me podía ocurrir. Bueno, no era inútil para las mujeres normales y corrientes, pero ¿para mí? ¿Con la forma en que utilizaba yo las manos y las sometía a ampollas, heridas, polvo e intemperie? Sí, inútil. No me había pintado las uñas en años, no había motivo para hacerlo. Es probable que la mitad del esmalte se descascarillase tras una sesión de prácticas, y una novicia como yo no se podía permitir tales lujos, por eso deseaba uno con tantas, tantas ganas. Ver a Lissa maquillarse había despertado en mí el anhelo de alguna clase de tratamiento de belleza. Ya había asumido que no formaría parte habitual de mi vida, pero si me encontraba en un lugar como aquél, entonces, por Dios, quería que me hiciesen las uñas.

Lissa titubeó un poco. Al parecer ya tenía grandes planes que implicaban la cosa esa del masaje, pero le costó mucho negármelo y habló con la recepcionista otra vez. Tuvo pinta de verse obligada a hacer algún que otro malabarismo con el horario, pero dijo que podría arreglarlo.

—Por supuesto, princesa —sonrió con alegría, atrapada por el carisma natural de Lissa. La mitad de las veces, ni siquiera necesitaba el espíritu para lograr la ayuda de la gente.

—No quiero ser una molestia —dijo Lissa.

—¡No, no, por supuesto que no!

Enseguida nos encontramos sentadas ante unas mesas adyacentes mientras que unas mujeres moroi nos remojaban las manos en agua caliente y las empezaban a frotar con una extraña combinación de azúcar y algas marinas.

—¿Por qué la manicura? —quiso saber Lissa.

Le hablé de mi razonamiento, de cómo apenas tenía ya tiempo para maquillarme y de cómo el maltrato al que sometía a mis manos convertía en algo poco práctico cualquier mimo que les hiciese. Su expresión se tornó pensativa.

—Nunca había pensado en eso antes. Me figuré que no te apetecía últimamente, o, bueno, que no te hacía falta. No con tu aspecto.

—Lo que tú digas —le dije—. Es a ti a quien adoran los chicos.

—Por mi nombre. Es a ti a quien los chicos, como uno en particular que las dos sabemos, quieren en realidad por otros motivos.

Vaya, ¿a quién se referiría?

—Sí, pero esos otros motivos no son muy nobles, que digamos.

Se encogió de hombros.

—La cuestión es la misma. No te hace falta maquillaje para que se les caiga la baba por ti.

Entonces sentí procedente del vínculo la cosa más rara de mi vida. Me vi a mí misma a través de sus ojos. Era como si me mirase en un espejo, excepto porque ella tenía una vista de perfil de mí. Entonces me miró; pensaba de verdad que yo era hermosa, le parecía exótica con mi tono de piel bronceado y mi pelo castaño oscuro. Se sentía pálida y descolorida a mi lado, escuálida junto a mis curvas. Era surrealista teniendo en consideración la de veces que yo me había sentido una desaliñada junto a su luminosa belleza. Su envidia no era maliciosa, eso no formaba parte de su naturaleza; era más nostálgica, como si sintiese admiración ante un aspecto que ella jamás tendría.

Deseaba reconfortarla, pero me daba la sensación de que no quería que supiese de sus inseguridades. Además, mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando la mujer que me hacía las uñas me preguntó qué color quería. Escogí uno que parecía un dorado con mucho brillo. Chillón y no muy elegante, quizá, pero de verdad pensé que estaba bien, y, de todas formas, tampoco es que fuese a durar demasiado. Lissa escogió un rosa pálido, un color tan elegante y refinado como ella. A ella se las pintaron mucho más rápido que a mí, debido al tiempo que tuvo que emplear mi manicura en ablandarme las manos y limarme las uñas. Ella terminó mucho antes que yo.

Cuando ambas tuvimos unas manos llenas de glamour, las levantamos juntas muy orgullosas.

—Estás ideal, querida —dijo en tono de parodia de un aire sofisticado.

Nos reímos y nos dirigimos a la sala de masaje. En un principio, Lissa había reservado sitio para darnos un masaje completo, pero la manicura nos había partido el tiempo por la mitad, así que cambiamos el masaje de cuerpo entero por uno para los pies, que también nos venía perfecto, ya que no podíamos ponernos las túnicas ni cambiarnos ningún tipo de ropa con las uñas todavía húmedas. Todo cuanto tuvimos que hacer fue quitarnos los zapatos y remangarnos los pantalones. Me senté en una silla mientras tenía metidos los pies en remojo, en una bañera de agua tibia y con burbujas donde alguien había echado algo que olía a violetas, pero no le había prestado mucha atención. Estaba extasiada con mis uñas; perfectas. La manicura las había pulido y ablandado hasta dejarlas suaves como la seda, y las uñas se habían convertido en brillantes óvalos dorados.

—Rose —oí decir a Lissa.

¿Mmm? —aquella mujer me había puesto también una capa de esmalte transparente sobre el dorado. Me preguntaba si aquello haría que aguantasen más tiempo como nuevas.

—Rose.

Al tener la sensación de que Lissa deseaba mi atención en exclusiva, levanté por fin la vista de mis alucinantes manos. Tenía una sonrisa de oreja a oreja, podía sentir que le quemaba la emoción de algo que iba a contarme, ese secreto que guardaba mientras nos dirigíamos hacia allí.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

Hizo un gesto y me señaló hacia abajo con la expresión de su cara.

—Rose, éste es Ambrose.

Miré con despreocupación al masajista que tenía a mis pies.

—Hey, Ambrose, qué tal va… —me corté un pelo antes de que las palabras «la madre que me parió» o «ahí va la leche» saliesen de mis labios.

El tío que me masajeaba los pies no podía ser mucho mayor que yo. Tenía el pelo negro y rizado, y músculos por todas partes. Lo sabía a ciencia cierta, porque iba sin camiseta y nos estaba ofreciendo una perspectiva inmejorable de sus esculpidos pectorales y bíceps. El profundo color dorado de su piel sólo se podía lograr a base de una excesiva exposición al sol, y eso indicaba que era humano. Las marcas de colmillos en el cuello lo confirmaban. Un jovencito proveedor muy mono. Muy, muy mono.

De todas formas, su atractivo era casi irreal. Dimitri resultaba impresionante, pero tenía pequeños defectos que precisamente lo convertían en aún más impresionante. Ambrose era demasiado perfecto, como una obra de arte. No es que quisiera lanzarme a sus brazos ni nada por el estilo, aunque no cabía duda de que resultaba agradable a la vista.

Al parecer Lissa, aún preocupada por mi vida sentimental, había pensado que eso era justo lo que yo necesitaba. Su masajista era mujer.

—Encantado de conocerte, Rose —dijo Ambrose. Tenía una voz musical.

—Yo también estoy encantada de conocerte —dije, avergonzada de pronto cuando él me sacó los pies del agua y los secó con una toalla. Y me avergoncé especialmente de la apariencia de mis pies. No es que fuesen bastos ni nada, ya que no solían estar expuestos a los elementos como mis manos. Fue como si desease que me los hubiesen adecentado también si es que aquel modelo me los iba a manosear un buen rato.

Lissa, lo bastante astuta como para percatarse de que me había puesto nerviosa, no podía dejar de reírse. Oía sus pensamientos en mi cabeza. Mono, ¿eh? La miré cortante. No quería poner voz a lo que me pasaba por la cabeza. Es el masajista personal de Tatiana. Eso prácticamente te convierte en miembro de la realeza. Suspiré bien alto para hacerle saber que no era tan graciosa como ella creía. Y cuando digo personal, quiero decir «personal».

Di un respingo de sorpresa y, por accidente, se me escapó un pie en una patada. Las diestras manos de Ambrose lo capturaron antes de que golpease en su hermoso rostro, gracias a Dios. Podría no ser capaz de comunicarme por telepatía, pero estaba bastante segura de que la expresión en mi cara le decía a Lissa: «No lo puedes estar diciendo en serio, porque si lo es, te has metido en un buen lío».

Su sonrisa se hizo mayor aún. Pensé que te gustaría: recibir mimos del amante secreto de la reina.

«Mimos» no era la palabra exacta que a mí me venía a la cabeza. Observaba los jóvenes y hermosos rasgos de Ambrose y no me lo podía imaginar haciéndoselo con aquella vieja arpía. Claro está, que tal rechazo bien podía ser la forma que tenía mi cerebro de negarse a reconocer que alguien que la había tocado a ella me estaba tocando a mí ahora. Puaj.

Las manos de Ambrose me estaban repasando las pantorrillas junto con los pies, y arrancó una conversación acerca de lo elegantes que eran mis piernas. La deslumbrante sonrisa blanca jamás le abandonaba el rostro a pesar de que la mayoría de mis respuestas eran cortantes. No me había podido recuperar aún de la idea de él y Tatiana juntos.

En silencio, Lissa se quejó. ¡Está tonteando contigo, Rose!, pensó hacia mí. Pero ¿a qué te dedicas? Sabes hacerlo mucho mejor. Las he pasado canutas para conseguirte al tío más macizo que hay aquí, ¡y así me lo pagas!

Este rollo de la conversación unidireccional me estaba empezando a tocar las narices. Tenía ganas de decirle que yo jamás le pedí que me alquilase a aquel tío. Es más, de repente tuve la visión de la reina que me llamaba a otra reunión para gritarme por mantener también con Ambrose un affair inexistente. Vamos, ¿no sería perfecto?

Ambrose continuó sonriendo mientras me frotaba la planta de un pie con los pulgares. Me hacía daño, pero en plan bien. No me había percatado de lo dolorida que tenía la zona.

—Se preocupan mucho de asegurarse de que vistes del blanco y negro de rigor, pero nadie piensa nunca en tus pies —reflexionó—. ¿Cómo es posible que te hagan pasar todo el día de pie con esos zapatos tan malos y aun así quieran que seas capaz de dar patadas circulares o adoptar la posición del gato?

Estaba a punto de decirle que tampoco tenía que seguir preocupándose tanto por mis pies, pero algo extraño se me pasó por la cabeza. «Patadas circulares» y «posición del gato» no eran ni mucho menos términos ultrasecretos de los guardianes, cualquiera podía meter «artes marciales» en Google y aprender algo sobre esas cosas. Aun así, no era el tipo de tema que me hubiese esperado que un moroi me sacase por las buenas en una conversación, y no digamos ya un proveedor. Observé a Ambrose con detenimiento y me di cuenta del modo en que sus ojos oscuros volaban de un lado a otro y lo escrutaban todo. Recordé su rapidez de reflejos al detener mi patada.

Sentí que la mandíbula se me empezaba a descolgar, y la cerré antes de parecer idiota.

—Eres un dhampir —susurré.