TRECE

Cuando regresamos a nuestras habitaciones, me inventé una excusa ante Lissa acerca de que tenía que ocuparme de ciertos asuntos de guardianes. Ella estaba deseando arreglar el conflicto previo con Christian, probablemente a base de quitarse la ropa, y no me hizo ninguna pregunta. Utilicé el teléfono que había en mi habitación para llamar a la centralita y logré enterarme de cuál era la de Dimitri.

Al verme ante su puerta se mostró sorprendido. Y un poco cauteloso. La última vez que sucedió tal cosa, yo me hallaba bajo el influjo del hechizo de lujuria de Victor, y la cosa se puso… violenta.

—Tengo que hablar contigo —le dije.

Me dejó entrar, y le entregué la nota de inmediato.

—V. D…

—Sí, ya lo sé —dijo Dimitri, y me devolvió la nota—. Victor Dashkov.

—¿Qué vamos a hacer? Sé que ya hemos hablado de esto, pero es que ahora de verdad dice que nos va a delatar.

Dimitri no respondió, y me di cuenta de que estaba evaluando cada uno de los matices del tema, exactamente igual que haría con un combate. Al final, sacó su teléfono móvil, algo mucho mejor que depender del teléfono de la habitación.

—Dame un segundo.

Fui a sentarme en su cama, pero decidí que era demasiado peligroso, así que me senté en el sofá. No sabía a quién había llamado, aunque toda la conversación se desarrolló en ruso.

—¿Qué pasa? —le pregunté cuando terminó.

—Te lo digo enseguida. Por el momento, tenemos que esperar.

—Genial. Mi pasatiempo favorito.

Arrastró una butaca y se sentó frente a mí. Parecía demasiado pequeña para alguien tan alto como él, pero, como siempre, se las arregló para que sirviese además de hacerlo con elegancia.

A mi lado había una de las novelas del Oeste que él siempre llevaba consigo. La cogí y volví a pensar en lo solo que estaba. Aun allí, en la Corte. Había preferido quedarse en su habitación.

—¿Por qué lees esto?

—Hay gente que lee libros por gusto.

—Oye, cuidadito con las pullas, que yo leo libros; y lo hago para resolver los misterios que amenazan la vida y la cordura de mi mejor amiga. No creo yo que leer estos rollos de vaqueros vaya a salvar el mundo, como hago yo.

Me lo quitó y lo puso boca abajo, con una expresión pensativa en la cara y sin su habitual intensidad.

—Como cualquier otro libro, es una forma de evadirse. Y también hay algo… mmm, no sé. Hay algo atractivo en el salvaje oeste. Sin reglas. Todo el mundo vive conforme a su propio código. No tienes por qué verte limitado por las ideas de los demás al respecto del bien y el mal a la hora de impartir justicia.

—Espera un momento —me partí de risa—. Creí que era yo quien quería quebrantar las normas.

—No he dicho que yo quiera hacerlo. Sólo que puedo ver lo que atrae.

—Tú a mí no me engañas, camarada. Lo que tú quieres es calarte tu sombrero de vaquero y mantener a raya a los indómitos ladrones de bancos.

—Me falta tiempo para eso. Bastantes problemas tengo ya con mantenerte a ti a raya.

Sonreí y, de pronto, todo fue muy similar a cuando limpiábamos en la iglesia, justo antes de discutir, al menos. Fácil, cómodo. De hecho, era muy similar a aquella época en que comenzamos mis prácticas juntos, mucho antes de que todo se complicase tanto. Vale, muy bien… las cosas siempre han sido complicadas, pero por un tiempo lo fueron menos. Me entristecía. Ojalá pudiésemos revivir aquel entonces. No habría habido un Victor Dashkov, ni tendría las manos manchadas de sangre.

—Lo siento —me dijo de repente Dimitri.

—¿El qué? ¿Leer novelas malas?

—No ser capaz de traerte aquí. Me siento como si te hubiese fallado.

Detecté una sombra de preocupación en su rostro, como si le agobiase el haber causado algún daño irreparable.

Su disculpa me pilló totalmente fuera de juego. Por un instante, me pregunté si no estaría celoso de las influencias de Adrian en el mismo sentido en que lo había estado Christian. Entonces advertí que se trataba de algo del todo distinto. Yo le había estado dando la tabarra a Dimitri porque estaba convencida de que él era capaz de cualquier cosa. En algún lugar —muy profundo de su interior— él sentía lo mismo, por lo menos en lo referente a mí. Él no deseaba negarme nada. Ya hacía un buen rato que mi mal humor anterior había desaparecido y, de repente, me sentí agotada. Y estúpida.

—No lo has hecho —le dije—. Me comporté como una cría. Nunca me has fallado antes, y tampoco lo has hecho con esto.

La mirada de agradecimiento que me dirigió me hizo sentir como si tuviera alas. De haber pasado sólo un instante más, sospecho que me habría dicho algo tan dulce que habría salido volando. Pero en cambio, sonó su teléfono.

Se produjo otra conversación en ruso, y se puso en pie.

—Muy bien. Vámonos.

—¿Adónde?

—A ver a Victor Dashkov.

Resultó que tenía un amigo, que a su vez conocía a alguien, y no sé cómo, a pesar de todas las medidas de seguridad del mundo de los moroi, se las arregló para entrar en los calabozos del juzgado.

—¿Por qué estamos haciendo esto? —susurré mientras bajábamos por el pasillo hacia la celda de Victor. Tenía la verdadera esperanza de encontrarme unos muros de piedra con antorchas, pero aquel sitio tenía un aspecto muy moderno y práctico, con suelos de mármol y austeras paredes blancas. Al menos no había ventanas—. ¿Crees que le vamos a poder convencer para que no lo haga?

Dimitri negó con la cabeza.

—Si Victor quisiera vengarse de nosotros, lo haría sin avisarnos antes. Él no hace nada sin un motivo. El hecho de que te lo haya contado a ti antes de hacerlo significa que quiere algo, y ahora vamos a descubrir qué es.

Llegamos a la celda de Victor, que era el único prisionero retenido en aquel momento. Al igual que el resto de las instalaciones, su habitáculo me recordó a lo que te puedes encontrar en un hospital: todo limpio, reluciente y esterilizado. Y muy desnudo. Era un lugar carente de todo estímulo o distracción de ninguna clase, algo que a mí me habría vuelto loca en apenas una hora. La celda tenía unos barrotes plateados con pinta de ser difíciles de romper, sin duda la parte más importante.

Victor permanecía sentado en una silla, ocioso, y se examinaba las uñas. Habían pasado tres meses desde nuestro último encuentro, y verlo de nuevo me puso los pelos de punta. Los sentimientos que ni siquiera recordaba haber enterrado afloraron de golpe a la superficie.

Una de las cosas más duras era el verle tan sano y joven, una salud que había conseguido a base de torturar a Lissa, y yo le odiaba por ello. De haber seguido la enfermedad su curso normal, ahora debería estar muerto.

Lucía entradas en su pelo negro con unos mínimos toques de color plateado. Estaba ya en los cuarenta y tantos y poseía un rostro de perfil regio, casi guapo. Levantó la vista al ver que nos acercábamos y sus ojos, del mismo color jade pálido de los de Lissa, se encontraron con los míos. Había muchos enlaces en la historia de las familias Dragomir y Dashkov, y me resultaba macabro ver ese color de ojos en alguien que no fuera ella. Una sonrisa le iluminó la cara.

—Oh, cielos. Menudo obsequio. La encantadora Rosemarie, prácticamente una adulta —sus ojos se posaron en Dimitri—. Claro que algunos llevan ya bastante tiempo tratándote como si lo fueras.

Apreté la cabeza contra los barrotes.

—Tú, deja ya de jodernos, hijo de puta. ¿Qué es lo que quieres?

Dimitri posó la mano con suavidad sobre mi hombro y tiró de mí hacia atrás.

—Tranquila, Rose.

Respiré profundamente y retrocedí con lentitud. Victor se incorporó en su silla y se echó a reír.

—Después de todo este tiempo, tu cría no ha aprendido nada aún sobre el control. Pero claro, quizá tú nunca hayas querido que lo haga.

—No hemos venido para ponernos a hacer gracias —dijo Dimitri envuelto en calma—. Querías atraer a Rose hasta aquí, ahora tenemos que saber por qué.

—¿Es que ha de haber alguna razón siniestra? Sólo deseaba saber cómo le iban las cosas, y algo me dice que mañana no tendremos oportunidad de disfrutar de una charla amistosa —la molesta sonrisita no se le borraba de la cara, y fui consciente de lo afortunado que era al hallarse entre rejas y fuera de mi alcance.

—Tampoco ahora vamos a mantener ninguna charla amistosa —le gruñí.

—Crees que estoy de broma, pero no es así. De veras quiero saber qué tal te van las cosas, siempre has resultado ser un tema fascinante para mí, Rosemarie. La única bendecida por la sombra de quien tenemos noticia. Ya te lo dije una vez, ése no es el tipo de cosas del que uno sale indemne. No hay forma de que te escondas en la estricta rutina de la vida académica. La gente como tú no está hecha para pasar desapercibida.

—Yo no soy ningún experimento científico.

Actuó como si yo no hubiese abierto la boca.

—¿Cómo ha sido? ¿Qué has notado?

—No tenemos tiempo para esto. Si no vas al grano —le advirtió Dimitri—, nos vamos a marchar.

No entendía cómo Dimitri podía mantener tanta calma. Me incliné hacia delante y dediqué a Victor mi sonrisa más fría.

—No hay forma de que te dejen libre mañana. Espero que disfrutes en prisión. Estoy segura de que será genial cuando vuelvas a caer enfermo, porque lo harás, tú lo sabes.

Victor me observó sin inmutarse, conservando aquella mirada de diversión que me hacía tener ganas de estrangularlo.

—Todas las cosas mueren, Rose. Bueno, excepto tú, supongo. O quizá estés muerta, no sé. Es posible que quienes visitan el mundo de los muertos jamás puedan sacudirse por completo su conexión con él.

Ya tenía en los labios un comentario sarcástico, pero algo hizo que me contuviese. Quienes visitan el mundo de los muertos. ¿Y si mis apariciones de Mason no se debían a que estuviese loca, o a que él buscase venganza? ¿Y si había algo en mí —algo que hubiera sucedido cuando fallecí y regresé— que ahora me mantuviese en contacto con él? Fue Victor el primero en ofrecerme una explicación de lo que significaba estar bendecida por la sombra, por eso me preguntaba ahora si tendría alguna de las respuestas que yo buscaba.

Mi expresión debió de ofrecerle alguna pista, porque me miró con cara de estar haciendo conjeturas.

—¿Sí? ¿Quieres decirme algo?

Odiaba preguntarle nada, me revolvía las tripas. Me tragué mi orgullo y le pregunté:

—¿Qué es el mundo de los muertos? ¿Es el cielo o el infierno?

—Ninguno de los dos —me dijo.

—¿Qué es lo que vive ahí? —exclamé—. ¿Fantasmas? ¿Voy a volver? ¿Hay alguna cosa que pueda salir de allí?

Victor estaba obteniendo un placer enorme del hecho de que tuviese que acudir a él en busca de información, justo lo que yo temía. Vi cómo se intensificaba su sonrisita.

—Bueno, parece claro que algunas cosas salen de allí. Aquí estás tú con nosotros.

—Te está poniendo el anzuelo —dijo Dimitri—. No le hagas caso.

Victor le miró fijamente por un segundo.

—La estoy ayudando —dijo y se volvió hacia mí—. ¿La verdad? No sé tanto sobre el tema. Eres tú quien ha estado allí, Rose, no yo. No aún. Es probable que, algún día, seas tú quien me enseñe a mí. Estoy seguro de que, cuanta más muerte repartes, más cercano a ella te vuelves.

—Basta ya —dijo Dimitri con voz áspera—. Nos vamos.

—Espera, espera —dijo Victor en tono agradable—. No me has contado nada aún de Vasilisa.

Volví a aproximarme.

—Aléjate de ella. No tiene nada que ver con esto.

Victor me miró con expresión áspera.

—Al estar encerrado aquí, no me queda más remedio que mantenerme lejos de ella, querida mía. Y te equivocas: Vasilisa tiene mucho que ver con todo.

—Eso es —dije al comprenderlo todo de repente—. Por eso me enviaste la nota, querías que viniese porque necesitabas saber de ella, y sabías que Lissa no vendría a hablar contigo en persona ni de coña. No tenías nada con lo que hacerle chantaje.

—«Chantaje» es una palabra muy fea.

—No la vas a ver de ninguna manera, al menos, fuera de la sala del tribunal. Jamás te sanará. Te lo he dicho: vas a recaer y vas a morir. Tú serás quien me envíe postales desde el otro lado.

—¿De eso crees que va todo esto? ¿Tan mezquinas crees que son mis necesidades?

Su tono burlesco había desaparecido, reemplazado por una mirada febril y casi fanática en sus ojos verdes. La tensa disposición de la boca le estiraba un poco la piel de la cara, y noté que había perdido peso desde nuestro último encuentro. Quizá la cárcel le estaba resultando más dura de lo que yo pensaba.

—Lo has olvidado todo, por qué hice lo que hice. Has estado tan metida en tu miopía que te has perdido la gran vista general que yo contemplaba.

Me estrujé el cerebro en un intento por recordar el último otoño. Él tenía razón. Me había centrado en todos los males que nos había causado personalmente a Lissa y a mí, y había olvidado las demás conversaciones, las dementes explicaciones de su gran plan.

—Querías iniciar una revolución, y aún lo deseas. Menuda locura. No va a suceder —le dije.

—Ya está ocurriendo. ¿Qué te crees, que no sé lo que está pasando ahí fuera? Sigo teniendo mis contactos. La gente es sobornable, ¿cómo crees que conseguí mandarte el mensaje? Sé que hay cierta agitación, conozco el movimiento de Tasha Ozzera para llevar a los moroi a luchar junto a los guardianes. A ella la defiendes y a mí me vilipendias, Rosemarie, pero la verdad es que yo intenté exactamente lo mismo el pasado otoño. Sin embargo, no pareces tener por ella la misma consideración que tienes por mí.

—Tasha Ozzera está trabajando en su causa de un modo ligeramente distinto al tuyo —apuntó Dimitri.

—Y es por eso que no está llegando a ninguna parte —replicó Victor—. A Tatiana y su consejo los retienen siglos de tradiciones arcaicas. Mientras nos gobierne esa forma de poder, nada va a cambiar. Nunca aprenderemos a luchar. Los moroi comunes jamás tendrán voz. Los dhampir como vosotros seguirán yendo a la guerra.

—A eso dedicamos nuestras vidas —dijo Dimitri. Podía notar cómo crecía la tensión en él. Podría hacer gala de un autocontrol superior al mío, pero sabía que sentía la misma frustración que yo.

—Y por eso las perdéis. No sois más que esclavos, y ni siquiera os dais cuenta. ¿Y para qué? ¿Por qué nos protegéis?

—Porque… os necesitamos —titubeé— para que nuestra raza sobreviva.

—Para eso no hace falta ir a la guerra. Procrear no es tan difícil, la verdad.

Hice caso omiso de su ocurrencia.

—Y porque los moroi… los moroi y su magia son importantes. Pueden hacer cosas increíbles.

Victor elevó las manos al cielo en un gesto de exasperación.

—Hacíamos cosas increíbles, y los humanos nos reverenciaban como a dioses, pero con el paso del tiempo nos volvimos perezosos. La llegada de la tecnología convirtió nuestra magia en algo cada vez más obsoleto. Ahora, todo lo que hacemos son trucos de salón.

—Si tantas ideas tienes —dijo Dimitri con un peligroso brillo en sus ojos oscuros—, entonces haz algo útil en prisión y redacta un manifiesto.

—Y, de todas formas, ¿qué tiene eso que ver con Lissa? —le pregunté.

—Porque Lissa es el vehículo del cambio.

Le miré fijamente, incrédula.

—¿Crees que va a liderar tu revolución?

—Bueno, preferiría hacerlo yo, algún día; pero con independencia de eso, creo que ella formará parte. También he oído cosas sobre Lissa, es muy prometedora: aún joven, sin duda, pero la gente se está dando cuenta. No todos los miembros de la realeza son iguales, ya lo sabes. El símbolo de los Dragomir es el dragón, el rey de las bestias. De igual manera, el linaje de los Dragomir ha sido siempre poderoso, ése es el motivo por el que han sido un objetivo constante de los strigoi. El retorno de un Dragomir al poder no es cosa menor, y en particular, alguien como ella. La impresión que yo obtengo de mis informaciones es que tiene que haber dominado su magia. Si eso es así, con sus dones, a saber qué podría conseguir. La gente siente atracción hacia ella sin apenas esfuerzo por su parte, y cuando intenta realmente influir en los demás… bueno, pues hacen lo que ella desea.

Mientras hablaba, sus ojos se mantenían muy abiertos, y la expresión en su rostro irradiaba ilusión y felicidad al imaginarse a Lissa encarnando su sueño.

—Increíble —dije—. Primero querías quitarla de en medio para que te mantuviese con vida. Ahora, en realidad la quieres frente a todo el mundo para que utilice su coerción en pro de tus planes de psicópata.

—Ya te lo he dicho. Ella es uno de los agentes del cambio, e igual que tu condición de bendecida por la sombra, Lissa es la única de su clase de quien tenemos noticia. Eso la convierte en peligrosa… y le otorga un valor incalculable.

Bueno, algo es algo. Al fin y al cabo, Victor no lo sabía absolutamente todo. No sabía que Adrian utilizaba el espíritu.

—Lissa jamás lo hará —le dije—. No va a abusar de sus poderes.

—Y Victor tampoco va a decir nada sobre nosotros —dijo Dimitri al tiempo que me tiraba del brazo—. Ha logrado su meta, te ha traído aquí porque quería saber de Lissa.

—Pues tampoco es que haya descubierto mucho —dije yo.

—Te sorprendería —contestó Victor. Sonrió a Dimitri—. ¿Y qué te hace estar tan seguro de que no ilustraré al mundo con vuestras indiscreciones sentimentales?

—Que eso no te va a salvar de la cárcel. Y que si acabas con Rose, destruirás la más mínima oportunidad que tengas de que Lissa colabore en tu retorcida fantasía —Victor dio un levísimo respingo. Dimitri estaba en lo cierto. Dio un paso al frente para acabar tan cerca de los barrotes como lo había estado yo antes. Yo creía que mi voz daba miedo, pero cuando él pronunció sus siguientes palabras, me percaté de que no le andaba cerca siquiera—. Y que de todas formas será inútil, porque no aguantarás vivo en prisión lo suficiente como para poner en práctica tus magníficos planes. No eres el único que tiene contactos.

Se me cortó un instante la respiración. Dimitri había aportado muchas cosas a mi vida: amor, tranquilidad y formación. Me había acostumbrado tanto a él, que a veces se me olvidaba lo peligroso que podía ser. Allí estaba de pie, alto y amenazador, mientras miraba a Victor por encima del hombro. Un escalofrío me descendió por la espalda. Recordé cómo, cuando llegué a la academia, la gente decía de Dimitri que era un dios. En aquel momento, lo parecía.

Si a Victor le asustó la amenaza de Dimitri, no se le notó nada. Sus ojos verdes como el jade nos miraban a ambos de forma alternativa.

—Qué buena pareja hacéis vosotros dos, verdaderamente celestial. O quizá de otra parte.

—Nos vemos en el juicio —le dije.

Dimitri y yo nos marchamos y, en nuestro camino a la salida, le dijo unas pocas palabras en ruso al guardián de servicio. A decir de sus gestos, Dimitri le estaba dando las gracias.

Salimos al exterior y atravesamos una especie de parque muy amplio y hermoso camino de nuestras habitaciones. El aguanieve había cesado y lo había dejado todo cubierto de hielo, tanto árboles como edificios, como si el mundo estuviese hecho de cristal. Observé a Dimitri y pude ver que miraba recto, al frente. Resultaba difícil decirlo con certeza mientras caminábamos, pero juraría que estaba temblando.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí.

—¿Seguro?

—Tan bien como se puede estar.

—¿Crees que le va a contar lo nuestro a todo el mundo?

—No.

Caminamos en silencio un rato. Finalmente le hice la pregunta que me moría por formular.

—¿Lo decías en serio… que si Victor habla… que vas a…?

No fui capaz de terminarla. No lograba pronunciar las palabras «hacer que le maten».

—No tengo muchos contactos entre las clases altas de la realeza moroi, pero sí los tengo a patadas entre los guardianes que se encargan de hacer el trabajo sucio en nuestro mundo.

—No has respondido a la pregunta, que si realmente llegarías a hacerlo.

—Haría muchas cosas para protegerte, Roza.

El corazón me latía con fuerza. Sólo me llamaba «Roza» cuando se sentía especialmente afectivo hacia mí.

—Eso no sería protegerme, para ser exactos. Lo harías a posteriori, a sangre fría. Tú no haces ese tipo de cosas —le dije—, la venganza es más propia de mí. Tendré que matarlo yo.

Lo había dicho en broma, pero a él no le pareció gracioso.

—No hables así. De todos modos no importa. Victor no va a decir nada.

Me dejó para marcharse a su habitación en cuanto entramos en el edificio. Estaba abriendo la puerta de la mía cuando Lissa apareció por la esquina del pasillo.

—Estás aquí. ¿Qué ha pasado? Te has perdido la cena.

Me había olvidado por completo.

—Lo siento… Me he liado con algunos temas de guardianes. Es una historia muy larga.

Se había cambiado para asistir a la cena. Aún llevaba el pelo recogido, pero se había puesto un vestido ajustado de seda plateada. Estaba preciosa. Regia. Pensé en las palabras de Victor y me pregunté si podría ella ser realmente ese motor del cambio que juraba que era. Con el aspecto que tenía en ese instante, tan glamurosa y serena, me podía imaginar a la gente siguiéndola al fin del mundo. Yo sin duda lo haría, pero claro, yo no era imparcial.

—¿Por qué me miras así? —me preguntó con una leve sonrisa.

No podía contarle que acababa de ver al hombre que más la aterrorizaba. No podía contarle que mientras ella estaba por ahí pasándolo bien, yo había estado escondida y guardándole la espalda en las sombras, como haría siempre.

En cambio, correspondí a su sonrisa.

—Me gusta el vestido.