6.1. EL LABORATORIO MÁS RUDIMENTARIO DEL MIT
Hay un punto concreto de la calle Ames en el campus del MIT que defino como «el rincón más interesante del mundo». A tu derecha tienes el Media Lab donde se diseñan los proyectos tecnológicos más futuristas del MIT. Frente a ti el Departamento de Biología Sintética, y escasos 100 metros más adelante el Broad Institute, posiblemente el centro más avanzado en genética del mundo. Si giras a la izquierda, verás el Stata Center con sus reconocidísimos centros de robótica e inteligencia artificial, un edificio con laboratorios químicos, nanotecnológicos y de ingeniería espacial, la torre con algunos de los climatólogos más prestigiosos de Estados Unidos, y la construcción del Koch Institute, que con un presupuesto millonario aplicará principios de ingeniería a la investigación en cáncer. Y si alzas la mirada, podrás distinguir una parte de los Institutos Picower y McGovern dedicados exclusivamente a la neurociencia. Detrás de ti encontrarás la reconocida Sloan School of Management, a su lado la Facultad de Economía del MIT que ha generado tantos premios Nobel, y las aulas del Departamento de Ciencia, Tecnología y Sociedad a cuyos seminarios yo acudía cada lunes por la tarde.
Paseando por el MIT respiras futuro, y no te queda ninguna duda de que en lugares como éste es donde se inventa parte del mundo en el que viviremos. Puedes cruzarte con el robocar y darte cuenta de que es un todoterreno autónomo que se desplaza sin conductor ni control remoto; sólo con sensores y un sistema de posicionamiento que le permite dirigirse a sí mismo. O que Rodney Brooks te presente a su robot con sensores táctiles deformables llamado Obrero, y el Departamento de Ingeniería Mecánica al robosnail, que imita a un caracol y sube por las paredes llegando a cualquier rincón que se proponga. Dava Newman tiene colgado en su pared el traje espacial que puede sustituir a los engorrosos que actualmente llevan los astronautas. En el Institute for Soldier Nanotechnologies descubres la abrumadora cantidad de dinero que el ejército de Estados Unidos está invirtiendo en sensores, implantes biónicos y protectores a base de nanotubos con el objetivo de proteger mejor a sus soldados. Puedes ver una bombilla encendiéndose sin ningún cable que le transmita electricidad, un catalizador químico que descompone agua en oxígeno e hidrógeno con prometedora eficiencia, o presenciar las espectaculares explosiones en el interior del impactante reactor Alcator C-Mod del centro para el estudio de la fusión nuclear. Tobillos electrónicos, robots expresando emociones, todo tipo de interfaces con el ordenador, nanopartículas que viajarán por tu torrente sanguíneo, bacterias programadas genéticamente, o un ingeniero investigando cómo puede dirigir un sonido para ser oído sólo en un lugar concreto. He estado físicamente en todos estos laboratorios y muchos más. Pero si tuviera que escoger uno como mi preferido, quizá me quedaría con el más rudimentario de todos: el D-Lab dirigido por la carismática Amy Smith.
El objetivo del D-Lab (laboratorio del desarrollo) es al tiempo menos y más pretencioso que todo este high-tech dirigido a inventar el futuro. Sólo pretende aprovechar las ingeniosas mentes de los estudiantes del MIT para solucionar problemas concretos en países en vías de desarrollo, que no es poco. Hay una única condición: hacerlo de manera sencilla y barata para que pueda ser implantada fácilmente por la comunidad que la reciba. La transferencia de tecnología que ellos impulsan no consiste en regalarles molinos eléctricos para triturar el grano y producir harina, sino ayudarles a diseñar un aparato que ellos mismos puedan construir, difundir, y consiga reducir la enorme cantidad de mujeres que pasan largas horas haciendo este proceso de forma manual. Es un verdadero intercambio de conocimiento entre uno de los centros pioneros en la actual revolución tecnológica y algunos rincones del planeta que están todavía lejos de la revolución industrial.
Es tan seductor que la asignatura organizada por el D-Lab es de las más solicitadas por los estudiantes del MIT. Cada año hacen sorteos para seleccionar a los afortunados, cuyo proyecto será analizar las necesidades identificadas por ONG o miembros del D-Lab, buscar soluciones, viajar tres semanas sobre el terreno, trabajar con la gente local para resolver la problemática en cuestión, y recibir la recompensa emocional que supone ayudar de forma noble a personas que lo puedan necesitar. Muchos definen esta asignatura como la más influyente de sus estudios, y algunos han decidido reorientar su carrera profesional hacia el mundo de la cooperación al desarrollo. Y no es un tema baladí, si hablamos de estudiantes brillantes destinados a causar un fuerte impacto en cualquier tarea que desarrollen.
El D-Lab ya ha implantado los molinos antes citados en comunidades de Senegal, prótesis más baratas y fáciles de ajustar en la India, un sistema de cloración del agua que se está extendiendo por Honduras, generadores para cocinar con energía solar en Lesotho (África), una desgranadora manual de cacahuetes, incubadoras que no requieren electricidad para realizar análisis bacteriológicos del agua, y muchos otros proyectos que en países pobres no saben cómo abordar, ni hay empresas con interés comercial suficiente para desarrollarlos.
Quien primero me mostró el casi rústico taller del D-Lab fue el ingeniero español Víctor Grau, cuyo proyecto favorito tras varios años como profesor en el D-Lab era la producción de carbón para cocinar a partir de desechos agrícolas. Puede que no te parezca tan impactante; ésa también fue mi primera reacción Pero cuando Víctor te explica que en Haití las familias gastan casi el 25 por ciento de sus recursos en comprar madera para cocinar, que esa madera proviene de una preocupante deforestación, y que a escala global los humos que se respiran en el interior de las casas representan uno de los principales problemas de salud en niños menores de cinco años, te das cuenta de que transformar restos inservibles de mazorcas de maíz en carbón sí puede tener un fuerte impacto. La simple e ingeniosa técnica de carbonización desarrollada por el D-Lab ya ha sido exportada a diferentes rincones del planeta.
Es una tarea encomiable posibilitada por el compromiso y el liderazgo de Amy Smith, una brillante ingeniera que decidió alejarse de ideas futuristas extravagantes y trabajar directamente en solucionar problemas concretos en los países que más lo necesitan. Conocí por primera vez a Amy durante un seminario, y volví a coincidir con ella en diversas ocasiones. Aparece frecuentemente en los medios de comunicación, la solicitan en numerosas conferencias, ha recibido varios premios, y está considerada una de las personas más carismáticas del MIT; pero cuando conversas con ella sólo transmite humildad, honestidad, una profunda vocación por su labor, y percibes esa calma y satisfacción que produce hacer un trabajo bien hecho, del que se siente orgullosa, y que contribuye a avanzar hacia un mundo mejor. Inspiradora. Porque, como dijo en una ocasión, en este reto global the difference between nothing and something is everything, «la diferencia entre algo y nada lo es todo».
BENEDICTO XVI: LAS EVIDENCIAS CIENTÍFICAS CONTRADICEN SUS PALABRAS
—¿Es positivo dar libros a los niños de países en vías de desarrollo para mejorar su educación?
—¡Sí, claro!
—¿Cómo lo sabes?
—Hombre, me imagino que.
—No imagines nada. ¿Es más efectivo que proporcionarles un profesor adicional, o darles un desayuno gratuito?
—No lo sé. Una cosa no quita la otra.
—Si tienes un presupuesto ajustado, sí.
—Pero es mejor tener libros que no tenerlos. Yo creo que…
—No creas nada. Es un tema demasiado serio para abordarlo según lo que «creas». Si tu objetivo es mejorar la educación en un país como Kenia, y dispones de unos recursos limitados, deberías tener muy, pero muy claro, cuál es la forma más eficiente de gastarlos.
—¿Y cómo puedo averiguarlo?
—Selecciona un buen número de escuelas con características similares en una misma región A unas les das libros, a otras les proporcionas profesores, a otras das comida gratis a los alumnos que acudan a clase, en otras regalas uniformes, en otras desparasitas a los niños regularmente, y en otras no haces nada de momento. Intenta controlar todos los factores que puedas, sigue el desarrollo de los alumnos durante uno o dos años, y al final analiza qué impacto real ha tenido cada medida, y cuánto te ha costado.
—Esto me recuerda a los estudios sobre salud. Para ver si el aceite de oliva es bueno para el corazón, y todo eso, ¿no?
—¡Exacto! Se llama un randomizedtrial, «estudio randomizado», o ensayo aleatorio controlado, y es una metodología propia de los estudios epidemiológicos.
—Me parece un poco exagerado, ¿eso se debe hacer en cada caso?
—No. Si quieres solucionar problemas concretos que ya tienes bien identificados, o cuentas con mucha experiencia sobre el terreno, quizá no es necesario. Pero si pretendes abordar una situación nueva, o tienes dudas sobre si ciertos programas ya implantados son efectivos o no, esos estudios pueden resultar de gran ayuda.
—De todas formas, ¿no es un proceso un poco lento?
—Piensa a medio plazo.
—Entonces… ¿cuál es la mejor forma de mejorar la educación en Kenia?
Éste es el tipo de preguntas que intentan resolver en el Poverty Action Lab del Departamento de Economía del MIT. Ellos mismos definen su objetivo global como: «luchar contra la pobreza asegurando que las decisiones políticas se basan en evidencias científicas». Para ello trabajan en colaboración con ONG y gobiernos, evaluando mediante estudios randomizados el impacto de sus programas sociales contra la pobreza. El ejemplo citado en el diálogo anterior es real. Una serie de estudios realizados en Kenia y la India concluyeron que los libros que estaba suministrando una ONG causaban un ligero impacto sólo en el 5 por ciento de los niños. El profesor adicional era una medida un poco más efectiva, pero con diferencia la más cara. Regalar uniformes al inicio del curso aumentaba la escolarización en un 15 por ciento. Las escuelas que servían desayunos gratuitos reducían el absentismo en un 30 por ciento. Pero los resultados más notorios los obtuvo el programa de desparasitamiento. Además de ser la acción más barata, los niños sin gusanos intestinales perdían menos días de clase y tenían un rendimiento escolar muchísimo mejor. Claramente, desparasitar a los niños era la medida con mejor relación «coste-efecto», y según el Poverty Action Lab debería convertirse en una de las acciones prioritarias a implementarse a gran escala en las escuelas de los países pobres.
Conocí este estudio y al Poverty Action Lab (J-PAL) durante un seminario impartido por su directora, la economista Esther Duflo, en el Departamento de Ciencia, Tecnología y Sociedad del MIT. Me impactó. Una de mis obsesiones es que la ciencia impregne cada vez más la toma de decisiones políticas, y ver que la metodología científica podía ser aplicada en la lucha contra la pobreza me resultó tan interesante que posteriormente me reuní con otros miembros del JPAL para pedirles más información sobre sus evaluaciones. Una de ellas me vino al pelo quince meses después.
Sida en África: ideología versus ciencia
Cuando en marzo de 2009 oí al papa Benedicto XVI decir durante su visita a África que «la distribución de preservativos no soluciona el problema del sida, incluso lo agrava», mi primera reacción fue de estupor y enfurecimiento visceral. ¿Cómo podía alguien tan influyente espetar semejante sandez? ¿Hasta tal punto estaba su ideología por encima de la vida de tantos miles de personas?
Te calmas pensando que podría haber sido un lapsus sacado de contexto. Pero cuando al día siguiente el Vaticano reitera oficialmente dichas palabras, te enervas todavía más al comprobar lo desfasada y peligrosa que puede llegar a ser la Iglesia católica como institución. ¡Que se aparten de una vez por todas!, piensas sofocado.
Entonces te relajas de nuevo, y dudas. A ver si resulta que tendrán algo de razón… ¿Qué sé yo lo que le conviene a África? Recuerdas el estudio que demostraba que repartir libros en escuelas africanas no mejoraba el rendimiento escolar de los alumnos, y constatas que las recetas que funcionan en los países ricos no tienen por qué hacerlo en el complejo mundo en vías de desarrollo. Te asaltan ciertos interrogantes, ¿a ver si me estaré dejando llevar yo también por ideas preconcebidas?
Justo tres semanas atrás había visitado Boston y charlado de nuevo con Esther Duflo, una de las directoras del J-PAL. Recordé su mensaje principal: para atajar los problemas de los países en vías de desarrollo debemos utilizar menos ideología y más ciencia. Empecemos por no asumir tan alegremente que conocemos bien las soluciones y sólo se trata de implantarlas, ya que muchos años y millones de dólares invertidos por instituciones como el Banco Mundial, el FMI o infinidad de ONG… demuestran lo contrario. En África se llevan gastadas cantidades ingentes de dinero en proyectos que no funcionan. De nuevo, la propuesta del J-PAL: ante un problema determinado, utilizar la metodología científica para evaluar cuál es la mejor intervención para solventarlo.
¿Habrán realizado algún estudio randomizado para comparar diferentes políticas de prevención del sida? ¿Habrán evaluado científicamente si potenciar el uso del preservativo disminuye el número de contagios? Búsqueda en su web y… ¡bingo! En 2006 Esther Duflo publicó los resultados de un estudio financiado por el Banco Mundial para analizar la conducta sexual de los adolescentes de Kenia, y justo en enero de 2009 Pascaline Dupas había presentado una ampliación.
Información insuficiente en Kenia
En las sesiones sobre prevención del sida que se imparten en las escuelas de Kenia se habla de cómo se transmite el virus, de cómo lidiar con personas infectadas, de abstinencia hasta el matrimonio… pero no se mencionan los preservativos. Sí, es inaudito; según el estudio del J-PAL, el programa educativo diseñado por el gobierno keniata sólo se concentra en la abstinencia. El foco principal no es «reducir el riesgo», sino «evitarlo». ¿Es la mejor estrategia? Eso es lo que pretendían averiguar.
Para ello seleccionaron 328 escuelas con un total de 70.000 adolescentes, las dividieron en grupos de condiciones similares, y a cada uno de ellos aplicaron diferentes intervenciones. Al cabo de dos años contabilizaron el número de embarazos, que en tales edades es un buen indicador del sexo inseguro.
En un grupo de escuelas se entrenó a los maestros para enseñar sólo el programa oficial del gobierno, en otras se debatía abiertamente sobre el uso de los condones, y en otro tomaban medidas para que las adolescentes permanecieran más tiempo en la escuela. En la ampliación del estudio hecha por Dupas también se informaba a las estudiantes de que los hombres de edad avanzada tenían índices de sida mucho mayores (en Kenia es muy habitual que las adolescentes tengan sexo inseguro con personas adultas). También se hicieron tests antes y después del estudio para conocer cómo se había modificado la conducta sexual de los adolescentes.
De los estudios de Duflo y Dupas surgieron una serie de conclusiones: seguir el programa oficial centrado en la abstinencia no disminuía el número de embarazos. Informar sobre el riesgo de mantener relaciones con personas mayores hacía que las niñas modificaran la edad de sus parejas. Informar sobre el uso de preservativos fomentaba su uso sin aumentar el número de relaciones sexuales. Y mantener a las niñas en la escuela también lograba disminuir el número de embarazos.
En concreto, en el estudio de Dupas se observó que la estrategia del gobierno de «eliminar el riesgo» no era efectiva, mientras que la campaña ampliada que proponía «reducir el riesgo» (informar sobre el uso de los preservativos y la distribución del sida por edades) logró aumentar el uso de preservativos sin incrementar el número total de relaciones sexuales. Y como consecuencia, redujo en un 28 por ciento el número de embarazos entre las adolescentes, el parámetro utilizado como referencia al sexo inseguro.
Por lo tanto, estos estudios científicos (y otros que vienen citados en la bibliografía científica) contradicen claramente las palabras de Benedicto XVI. Fomentar el uso del preservativo sí tiene resultados positivos en la lucha contra el sida.
No es un dato nuevo para los que ya saben que no deben hacer mucho caso a lo que diga el Papa, pero por desgracia no todo el mundo es consciente de ello, y resulta que el gobierno de Kenia todavía mantenía un programa de prevención en escuelas centrado en la abstinencia, cuando podrían estar reduciendo en un 28 por ciento el riesgo de contagio entre sus adolescentes.
El J-PAL no es el único ni el primero en hacer evaluaciones de impacto sobre programas sociales, pero sí es el pionero en aplicar un planteamiento tan científico como los estudios randomizados. Con ellos, está obteniendo información muy útil para los gobiernos, las ONG, o el propio Banco Mundial, organizaciones conscientes de que en algunas ocasiones están invirtiendo muchos esfuerzos y recursos sin obtener los resultados que desearían. Desde luego que estos estudios no dan respuestas definitivas, y tienen detractores que se quejan de sus altos costes, de si resultan éticos, y de si sus resultados son realmente extrapolables. Pero están en pleno auge y prometen ser una herramienta tremendamente útil para conocer mejor las problemáticas del mundo en vías de desarrollo, y conseguir intervenciones más efectivas para quizá lograr que ésta sea realmente la primera generación que erradique la pobreza extrema. Imposible no es.
6.3. SOMOS LA GENERACIÓN QUE PUEDE ERRADICAR LA POBREZA EXTREMA
«Erradicar la pobreza extrema es el reto moral más importante de este siglo», dijo el ex candidato presidencial John Edwards durante una fabulosa serie de conferencias organizadas en abril de 2008 en el MIT para contrastar perspectivas en la lucha contra esta lacra de nuestra sociedad. «Hombre, mal andaríamos si no fuera así.», pensé al oír su frase. Sí, ya sé que siempre ha existido la pobreza y es un problema endémico cuya solución puede parecer utópica. Pero no lo es. Si superada la crisis actual el mundo desarrollado sigue el ritmo de progreso de las últimas décadas, no se produce ninguna hecatombe o colapso económico, y a finales de este siglo continúan muriendo 20.000 personas al día por no tener lo mínimo para sobrevivir, habremos fracasado estrepitosamente. Sinceramente, no puedo contemplar este escenario, y estoy convencido de que en algún momento de la primera mitad de este siglo se habrá alcanzado el fin de la pobreza extrema.
Antes de que me taches de idealista, déjame que insista en la palabra «extrema». Definida por los organismos internacionales como tener menos de un dólar al día, la pobreza extrema es «la pobreza que mata». Significa no cumplir las necesidades más elementales: hambre crónica, no tener acceso a agua potable, ni a una mínima medicación, ni a una simple mosquitera que redujera drásticamente las posibilidades de padecer malaria. Es inaceptable que 20.000 personas —la mayoría niños— mueran cada día por estos motivos, cuya solución es factible. No se trata sólo de pasividad de los países ricos; y seguro que en el futuro quedarán reductos de pobreza o gobiernos corruptos en los que la ayuda humanitaria será ineficiente. Quizá «erradicar» es una palabra demasiado contundente; pero si dentro de cuarenta años la cifra de 20.000 muertes por pobreza extrema no se ha reducido drásticamente, sí deberemos exigir responsabilidades a nuestros propios gobiernos, organismos multilaterales, y al creciente número de expertos cuya misión directa es gestionar la ayuda al desarrollo y hacer que llegue a quienes más la necesitan.
Una de estas personas que puede convertirse en héroe o villano es Jeffrey Sachs, el director del Proyecto Milenio de las Naciones Unidas cuyo objetivo repitió en una multitudinaria conferencia en el MIT: reducir la pobreza extrema a la mitad en 2015, y erradicarla en 2025.
Sachs fue el invitado estrella del acontecimiento. Su intervención se tuvo que celebrar en un polideportivo porque en el auditorio no había espacio para todos los estudiantes que querían vitorear a la persona que representaba el lema de la conferencia: «Queremos ser la generación que termine con la pobreza».
Todos los participantes habían expuesto sus diferentes perspectivas. Tras denunciar lo poco que estaba haciendo su propio país tanto a escala global como local, el senador John Edwards habló de generar voluntad política, incitó a los jóvenes a involucrarse activamente en movimientos, y pidió a los asistentes: «Vota a quien se comprometa a luchar contra la pobreza». Paul Farmer, fundador de la exitosa organización Partners in Health, pronunció una provocativa charla titulada «Esto no es un hobby: tomarse la pobreza global en serio», en la que se quejó de algunas ONG que «se esparcían como setas» y realizaban tareas minúsculas que no aportaban ningún beneficio real. Para romper el ciclo de la pobreza, argumentó, hace falta ciencia, innovación, liderazgo, gran profesionalidad, gobiernos estables, políticas públicas a gran escala, y cambiar aspectos de nuestra propia cultura; no la de los países pobres. Paul Farmer se centró en temas médicos, Amy Smith del D-Lab en intercambio tecnológico, John Wood en educación, Henrietta Fore en cómo lograr el crecimiento económico a escala local, Ira Magaziner en política pública y en el respeto que debemos tener a los gobiernos locales para no caer en un nuevo neocolonialismo… Pero el colofón vino de la persona cuya misión era dirigir un grupo con 300 de los mejores expertos del mundo para coordinar todos los esfuerzos en lograr que los Objetivos del Milenio se convirtieran en realidad.
El fin de la pobreza
Jeffrey Sachs es una de las personas más poderosas en el campo del desarrollo, y no se andó con rodeos: sus esfuerzos se concentran en the poorest of the poor, «los más pobres entre los pobres». Estas personas están atrapadas en una poverty trap, «trampa de pobreza», que les impide plantear cualquier tipo de progreso. «Viven» en unas condiciones tan lamentables que no está en sus manos escapar. Lo que necesitan de nosotros es que les demos un big push, «gran empujón», para sacarles de esa dinámica y que puedan empezar su desarrollo.
«Está en nuestras manos», dice en su libro El fin de la pobreza. «Y sabemos qué debemos hacer», aseguró en su charla: mejorar las técnicas agrícolas y fertilizar suelos, proveer agua potable, dar redes contra la malaria a todos los que estén expuestos, antirretrovirales contra el VIH, escuelas con comida gratuita a los niños, desparasitamiento anual, proveer de electricidad a hospitales y escuelas… Suena tan básico y obvio que parece ridículo. Nadie dice que estas medidas sean fáciles de implementar, pero, según Sachs, eso de que «en realidad no sabemos cómo afrontar el problema» es un mito, y «la corrupción impide actuar de forma eficiente» o «los países ricos ya dedican mucho dinero sin conseguir resultados», excusas. Sachs asegura que los científicos de su equipo saben muy bien cómo mejorar los nutrientes del suelo, los médicos cómo detener la mortalidad infantil, y los hidrólogos cómo hacer llegar agua potable a las comunidades. Ya hay muchos estudios y conocimiento acumulado. Ahora se trata de actuar por fin con contundencia, recursos, inteligencia y dotes para negociar con gobiernos corruptos. El plan está diseñado, lo que falta es muchísimo más dinero para poder llevarlo a cabo y conseguir los Objetivos del Milenio.
Sachs explicó que hace treinta y cinco años los países ricos aceptaron dedicar el 0,7 por ciento del producto nacional bruto a ayudas al desarrollo; en 2002 este consenso volvió a ser firmado en Monterrey, pero de momento sólo Noruega, Suecia, Holanda, Dinamarca y Luxemburgo lo habían cumplido. Otros países europeos tenían planes específicos para hacerlo, pero Estados Unidos ni de cerca. Resulta irritante pensar que, según sus datos, en 2005 el gobierno estadounidense invirtió 500.000 millones de dólares en gasto militar, y menos de 2.000 millones en África. «Está en nuestras manos», «Es el reto más importante de nuestra generación», coreaban brillantes estudiantes de Harvard y el MIT decididos a dirigir toda su capacidad intelectual a luchar contra la pobreza y apartar de su camino a fósiles escépticos apoltronados en sus despachos si era necesario.
Críticas al mesías salvador
Desde luego, hay voces discrepantes con el modelo de los Objetivos del Milenio y esa pretenciosa actitud del hombre rico y listo de Harvard que sabe lo que le conviene al pobre y tosco de África.
La más representativa es la del también economista William Easterly, que en su libro The White Man 's Burden critica agriamente la manera en que los países ricos pretenden ayudar a los más pobres. Su queja principal: el dinero se despilfarra y no llega a quien realmente lo necesita. No está solucionando problemas básicos, y nadie asume responsabilidades de lo fatal que se han gestionado billones de dólares en ayuda al desarrollo durante los últimos sesenta años. ¿Cómo puede ser que tanto tiempo y dinero después todavía estén muriendo 3.000 niños al día por la picadura de un mosquito?, se pregunta Easterly.
No es el arrebato simplista de alguien que desconoce las problemáticas intrínsecas de los países africanos. Más bien todo lo contrario. Easterly ha estado toda su vida vinculado a la ayuda al desarrollo, es profesor de la Universidad de Nueva York, y trabajó durante dieciséis años en el Banco Mundial antes de que la publicación de su primer libro En busca del crecimiento provocara su marcha.
El principal blanco de sus críticas son los —según él— grandilocuentes Objetivos del Milenio dirigidos por el utópico Jeffrey Sachs, que está convencido de poder erradicar la pobreza extrema en África con una buena estrategia técnica y mucho más apoyo económico. En la encarnizada —y mediatizada— lucha que mantienen, Easterly viene a decirle: ¿todavía quieres más dinero? ¿Dónde está todo el que ya os habéis gastado en ayuda al desarrollo durante seis décadas? Ha servido para bien poco. ¿Cómo puede ser que después de haber gastado 2,3 billones de dólares todavía haya niños muriendo porque no reciben medicinas que cuestan 12 céntimos? Si fuera tan fácil, ya lo habríais conseguido. ¿Cuándo aceptaréis que vuestro enfoque tradicional de hombre rico que se empeña en hacer grandes planes y decirle al pobre qué es lo que necesita no funciona? La trampa de la pobreza es una leyenda que lleva repitiéndose desde décadas, y los big plans o «grandes planes» utópicos han hecho más mal que bien. Cuando decís «nuestra», pecáis de la arrogancia inconsciente del hombre blanco que trata al pobre como si fuera un ingenuo que no sabe qué necesita. Salir de la pobreza está en sus manos, no en las tuyas. Sácate de encima esta actitud de mesías que va a salvar el mundo. No busques expertos técnicos de fuera, sino a gente dentro del país. Apóyales a que sean ellos mismos quienes se ayuden. No impongas planes ni propongas soluciones en su nombre. Ve y pregúntales qué necesitan. Sé constructivo y trabaja con un enfoque de abajo arriba en lugar de con grandes planes de arriba abajo. La ayuda al desarrollo ha solucionado algún problema específico, pero la pobreza sólo puede atajarse trabajando desde la base y reformando poco a poco las estructuras sociales, económicas y políticas locales. Estimula el mercado de abajo arriba, sáltate a los gobiernos cuando detectes la mínima corrupción, trabaja a escala local, con gente local, y no tengas prisa en eliminar la pobreza de golpe, porque las prisas nunca han funcionado. Y por favor, asegúrate de que el dinero llegue a quien realmente lo necesita. Hay mucha gente y organizaciones trabajando desde esta perspectiva. Dales más recursos a ellos en lugar de gastarlos en burocracia y gobiernos corruptos.
Sé un searcher, «buscador», en lugar de un planner, «planificador», diferencia Easterly en su libro. Los planificadores conciben la pobreza como un problema técnico que sus expertos son capaces de solucionar Deciden qué es necesario y lo aplican con una mentalidad occidental Los buscadores averiguan qué necesita la gente, y les ayudan a que ellos lo implanten. Asumen que no hay un plan que pueda eliminar la pobreza, sino que se debe ir construyendo poco a poco.
Es abstracto, lo sé. Si quieres atajar un problema de salud, ¿te traes a médicos y tecnología del exterior que salve más vidas en primera instancia, o sigues un proceso más lento que involucre a la gente local desde el principio y sea más eficiente a largo plazo? Si un gobierno es corrupto, ¿continuamos trabajando con él, o buscamos la manera de saltárnoslo? Si quiero mejorar la producción agrícola, ¿traigo expertos y tecnología de fuera, o ayudo a que los locales se desarrollen? Si necesitan redes antimosquitos, ¿cojo a voluntarios que las repartan gratis, o les hago a ellos partícipes del proceso de distribución y venta? Planteado en términos generales, quizá un planner se sentirá más inclinado a lo primero y un searcher a lo segundo, pero la realidad es que a la práctica estas categorías se diluyen y la situación concreta que afrontes marcará cuál es la mejor actuación a seguir. Y aquí, de nuevo, es donde la ciencia puede ofrecer algunas respuestas.
La perspectiva de la ciencia
¿Qué es más efectivo?, ¿repartir gratuitamente redes antimosquitos a los poblados africanos aquejados de malaria, o hacerles pagar un precio mínimo, simbólico, para que las valoren más y terminen utilizándolas correctamente? Éste representa uno de los debates que más disputas ha generado. Un searcher como Easterly argumenta que regalar redes antimosquitos no es eficiente, porque quien la recibe gratis no le da valor, no la cuida, y la termina perdiendo o utilizando para otros fines. En cambio, si las incorporas a su sistema como si fuera otro bien, las subvencionas para que sean muy baratas, y haces que paguen una cantidad módica, conseguirás implantar de verdad su uso. Un planner como Sachs dice: no perdamos más tiempo y démosles redes ya. ¿A qué esperamos? Pero ¿cómo sabemos quién tiene razón? La opción searcher parece más lógica, pero también podríamos argumentar que ese desinterés por lo gratuito es algo bastante occidental.
Hay gente que se aleja a conciencia de las ideas predeterminadas, y tiene otras herramientas para testar hipótesis: los científicos. Y resulta que el Poverty Action Lab del que he hablado unas páginas atrás hizo un estudio en el que comparó dos tipos de intervenciones: dar las redes gratuitamente, y hacer pagar un mínimo por ellas. Tuvo todos los otros condicionantes bajo control, y observó qué ocurría en diferentes aspectos. En el fondo, el planteamiento es parecido a comparar diversos tratamientos para ver cuál es más eficiente frente a una enfermedad. En el estudio de las redes antimosquitos, no se encontró diferencias en el uso por parte de quienes las habían recibido gratis y los que habían pagado precios bajos. Ambos las utilizaban de manera parecida. En cambio, por muy ínfimo que fuera el coste, hacía que menos gente las adquiriera. Esto era consistente con algunas teorías psicoeconómicas que explican que por irrisorio que sea el precio, hay una diferencia enorme entre gratis y casi gratis. En definitiva, la conclusión final del estudio fue que distribuir redes gratuitamente podía salvar más vidas que hacerlas pagar.
Sería arrogante pretender que, simplemente por tratarse de la aproximación más científica, es lo único que debemos considerar. Es sólo una información más que, en este caso, contradice a Easterly, y en otros le podría corroborar. Solucionar la pobreza extrema es una tarea complejísima, nadie lo niega. Pero no es imposible como parece insinuar Easterly al decir que él no propone ningún plan alternativo a los inalcanzables Objetivos del Milenio porque no hay plan que valga, sino sólo trabajo desde la base.
Merece mucho la pena escuchar la visión crítica de William Easterly, puesto que esconde una lógica aplastante y viene avalada por los innegables malos resultados que ha cosechado la ayuda al desarrollo impulsada desde la década de 1950. Pero sería injusto no reconocer que las cosas están cambiando. Easterly hace una caricatura inmerecida de los planners y organismos internacionales, obvia que la ayuda al desarrollo cada vez es más eficiente y está evaluada, y que los profesionales están mucho mejor capacitados e informados de lo que él deja entrever. Sachs responde a sus quejas diciendo: ¡Estamos haciendo justamente todo lo que solicita! Y tenemos indicios de que eso es así. Confiamos en sus posibilidades, y no perdemos el optimismo propio del científico que sólo ve límites en lo sobrenatural, y cuando se enfrenta a grandes retos mira hacia atrás y ve lo que la ciencia ha conseguido en el último siglo. Una de las lecciones que mejor recuerdo en plena etapa de negatividad adolescente fue cuando mi padre me dijo: «Debes buscar soluciones en lugar de problemas». Eso es lo que hace la gente como Jeffrey Sachs. ¿Utópico? Quizá un poco; lo justo. Yo salí del congreso del MIT convencido de que erradicar la pobreza extrema era algo realmente viable. Contemplábamos los errores del pasado para aprender de ellos y procurar que no se vuelvan a repetir. E incorporábamos el desarrollo científico a la ecuación para que aportara todas las soluciones técnicas, farmacológicas, metodológicas, humildad e irreverencia política, que contribuirían a hacer este sueño realidad por primera vez en la historia. Luego leí a Easterly y llegué a Washington D.C., donde todos mis amigos del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo me explicaban las dificultades que se encontraban en los países de origen, lo atados que estaban por los gobiernos, la lentitud burocrática, la falta de recursos, sus propios problemas de gestión interna… y te hacían tocar tierra. Pero luego, enseguida despegabas de nuevo, te proyectabas hacia el futuro, y lo que te parecía imposible era llegar a viejo y que en el mundo todavía estuvieran muriendo 20.000 personas al día por una evitable pobreza extrema que impide el acceso a comida, medicamentos básicos, una simple red, agua potable, o a un maestro. Es el gran reto de nuestra generación, y lo vamos a conseguir Y no lo digo simplemente como final feliz.