5.1. EL BUENO DE ARDI Y MI ENCUENTRO CON LA PALEONTOLOGÍA
«Si consultas a alguien por la calle cuál es el homínido más antiguo te dirá que Lucy, y si le preguntas qué había antes contestará que algo parecido a los chimpancés. El descubrimiento de Ardi contradice ambas respuestas», dijo Tim White durante la rueda de prensa a la que asistí en la sede de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia (AAAS) en Washington D.C.
Me había llegado la invitación un par de días antes, y reconozco que mi primera reacción fue de indiferencia. No me apasiona el estudio de los fósiles, siempre he pensado que los hallazgos y las conclusiones suelen exagerarse y, en comparación con otras disciplinas, ya tiene más que suficiente presencia en los medios. Además, pocas semanas antes se había producido el caso de Ida, anunciado por todo lo alto con una gran campaña de publicidad incluida, y que luego resultó no ser tan relevante como se prometía. Por cierto, no acuséis por enésima vez a los periodistas, pues como en muchas otras ocasiones, en el caso de Ida fueron los científicos quienes incitaron a tal exageración. En cambio, la información que iban a presentar en la AAAS sobre el Ardipithecus parecía ser mucho más trascendente. Ardi sí podía sobrevivir más allá de un par de semanas en los periódicos y ser uno de los pocos fósiles que terminan cambiando los libros de texto. Decidí ir, y valió la pena. A las dos asunciones populares rotas por Tim White con su frase, se le sumó otra cuando una periodista le preguntó sobre la capacidad de caminar erguido de Ardi a pesar de no vivir en la sabana. White contestó: «La ciencia avanza formulando hipótesis y buscando evidencias que la refuten o confirmen. Ardi también demuestra que la teoría según la cual el bipedismo se originó como adaptación a las caminatas por la sabana es falsa».
Ardi es un millón de años anterior a Lucy, empezó a caminar a dos patas a pesar de vivir en un entorno arborícola, y siendo tan diferente a los monos actuales demuestra que, al contrario de lo que se pensaba, nuestro ancestro común no se parecía en absoluto a los chimpancés o los gorilas. Éstos son los tres hallazgos principales del fósil descubierto hace quince años, y de la avalancha de datos acumulados por los investigadores que fueron publicados esa semana en un especial de la revista Science, con once artículos científicos sobre Ardi Uno de los más interesantes habla de los dientes de Ardi, y las pistas que nos dan sobre su conducta social
Todos los machos de primates menos nosotros tienen caninos grandes y afilados. Los utilizan para pelearse y solucionar conflictos, especialmente a la hora de competir por el apareamiento. Nosotros hacemos lo mismo, pero de manera muy diferente. ¿Desde cuándo? Durante mucho tiempo se pensó que el desarrollo de herramientas y armas hacía innecesarios los caninos, pero cuando se vio que Australopitecus como Lucy ya tenían caninos pequeños se empezaron a explorar otras explicaciones.
Ardi y el resto de los fósiles encontrados de Ardipithecus, tanto machos como hembras, también tenían los caninos pequeños y no afilados. La explicación de Owen Lovejoy es que los primeros homínidos enseguida empezaron a formar grupos sociales más pacíficos, con relaciones monógamas para favorecer el cuidado de las crías, y los caninos poderosos dejaron de ser necesarios para competir por el apareamiento. Es más, las hembras empezaron a seleccionar machos menos agresivos y promiscuos para asegurarse un cuidado parental, con lo que el rasgo «dientes masculinos pequeños» quedó favorecido por la selección sexual Lovejoy enlaza esta hipótesis con el bipedismo, y dice que dicho cuidado paterno podía implicar ir a recoger comida en el bosque y llevarla en sus brazos a la familia. Ésta es la interpretación de Lovejoy al inesperado descubrimiento de que un homínido tan antiguo ya tuviera caninos diferentes a todo el resto de los primates.
Cuando terminó la rueda de prensa, me acerqué a Lovejoy para preguntarle si estaba muy convencido de ello, y si creía que —como era tan habitual en el especulativo mundo de la paleontología— sus colegas estarían de acuerdo con él o defenderían la teoría que sustentase el fósil encontrado por ellos. Lovejoy contestó: «Oooh… en antropología siempre hay controversia. Pero hemos acumulado muchos datos y de manera tremendamente meticulosa. Intentamos ponerlo difícil a los que quieran contradecirnos. Respecto a los canino, lo que su ausencia nos muestra claramente es que esos homínidos no luchaban tanto entre ellos, y por consiguiente su organización social debía de basarse en la cooperación. Esto podría haber sentado la base evolutiva del crecimiento del cerebro. Los machos invertían menos energías combatiendo y más cuidando a las crías». Vaya con los caninos del bueno de Ardi.
Lovejoy: Por cierto, tu acento… ¿de dónde eres?
Pere: Spain.
L: ¡¡¡España!!! ¡Me encanta España! Y en Sabadell tenéis unos yacimientos importantísimos, que han dado dos esqueletos fósiles vitales para entender la evolución humana.
P: Y también Atapuerca.
L: ¡Ah, sí! Claro… Un período de tiempo diferente… pero sí, fabuloso también.
5.2. EL VALOR BIOLÓGICO DE LA JUSTICIA Y EL ORIGEN EVOLUTIVO DE LA PACIENCIA
El experimento empieza con dos monos en sendas jaulas contiguas. Uno de ellos tiene acceso a una palanca con la que acerca a la vez una galleta para él y otra para su compañero. Hasta aquí todo normal; siempre que el investigador coloca en el dispositivo una galleta para cada mono, el que tiene la palanca la utiliza y ambos consiguen el mismo premio.
(Ya sé, veis plátanos en la foto porque el dibujante Mikel Urmeneta hizo caso de su buen juicio estético para evitar dibujar algo tan aséptico como una galleta, pero el redactor del texto quiso mantener su rigor científico y no modificar la metodología del experimento. ¡Viva el entendimiento ciencia-arte!)
A lo que íbamos, y atentos, que ahora llega lo más curioso: si el investigador pone una galleta frente al mono con la palanca, pero tres frente al individuo pasivo, el que tiene el control se enfada y no realiza ninguna acción. Sacrifica su galleta. La situación le parece tan sumamente injusta que prefiere no obtener su premio si eso implica que gracias a su trabajo un aprovechado se quede con el triple sin hacer ningún esfuerzo a cambio.
Es uno de mis experimentos favoritos, y cada vez que lo cuento en una cena o reunión de amigos se inician suculentas conversaciones. En una de ellas me preguntaron: «¿Por qué no lo publicas en el blog?». Expliqué que lo había oído durante una charla de Marc Hauser en Harvard, pero todavía no estaba publicado en una revista que le otorgara la supuesta «veracidad científica». Los comensales me convencieron para publicarlo al día siguiente con un simple «¿Y qué?»
Y es que tenían toda la razón del mundo. El estudio se las trae. Recuerdo haber leído acerca de chimpancés enfureciéndose si por una misma acción a un compañero le daban un premio superior al suyo, pero llegar a sacrificar de tal manera su propio beneficio es algo relativamente inesperado. Sobre todo porque esto en principio no debería estar favorecido por la selección natural.
El altruismo y el rencor son aspectos peliagudos en el estudio de la naturaleza humana. En la década de 1960 Robert Trivers estableció que el altruismo podría haber evolucionado para favorecer la reciprocidad dentro de los grupos de primates sociales, pero algunos interpretan esta colaboración como un egoísmo encubierto en el que la ayuda está condicionada a un beneficio futuro. Sea como sea, sí tiene sentido evolutivo.
Sin embargo, realizar una acción que suponga un coste para nosotros sin que eso implique ninguna recompensa es algo que no encaja en los esquemas de la selección natural Entre dos monos, uno rencoroso que no come la galleta y otro más cándido que sí se la come sin importarle que un desconocido obtenga tres a cambio, el que tiene más posibilidades de sobrevivir en la selva es el que vaya mejor alimentado.
Una explicación a este aparentemente ilógico comportamiento sería que para el buen funcionamiento del grupo es muy importante penalizar las injusticias y asegurarse de que nadie se beneficia en exceso del trabajo de los demás, pero tal «razonamiento» parecía demasiado sofisticado para los primates.
El estudio de las galletas induce a pensar que la mala sangre que sentimos cuando alguien sale beneficiado en demasía de una situación que consideramos injusta, aunque no nos afecte directamente, puede estar bien arraigada en nuestra herencia evolutiva.
Evidentemente, da para mucho más. Menos mal que tras darle vueltas y vueltas a las implicaciones de este experimento, Mikel insistió en que el no saber si eran macacos, chimpancés, tamarinos o bonobos, ni el porcentaje exacto de monos que no accionaban la palanca, ni tener una triste fotografía para ilustrarlo, era una excusa para no publicarlo. «¡Nada de eso debería ser un inconveniente!», replicó sabiamente Mikel mientras cogía papel, rotuladores, y compartía su arte con la ciencia.
Origen evolutivo de la paciencia
Al final sí busqué la referencia al artículo de Marc Hauser sobre los macacos resentidos[40]. Y mientras lo hacía, encontré otro que también daba juego para divagar acerca del mono que todos llevamos dentro[41].
La pregunta «¿Hay algo fundamental que diferencia a los humanos del resto de los animales?» siempre me ha recordado a «¿Qué diferencia a un sevillano de un andaluz?»; pero es cierto que reflexionar sobre ella suele suscitar interesantes intercambios de ideas. En apariencia, nuestro cerebro se ha desarrollado hasta tal punto que permite capacidades únicas, pero si te empeñas en defender que todo es cuestión de grado, resulta realmente difícil encontrar alguna habilidad que nos distinga de manera esencial. Los clásicos usos de herramientas y lenguaje ya hace tiempo que quedaron desterrados, al constatar que gran número de animales poseían sistemas de comunicación verbal y utilizaban palos o rocas para realizar trabajos. Es obvio que nosotros le añadimos varios niveles de complejidad, debido a la capacidad de abstracción y planificación a largo plazo de nuestra tan desarrollada corteza prefrontal. Alrededor de esta capacidad de abstracción es por donde anda la respuesta a qué nos diferencia del resto de los animales. Pero, al mismo tiempo, es difícil negar que un chimpancé metiendo un palo en un hormiguero no posea un mínimo de abstracción para prever que las hormigas subirán por él y podrá comérselas. Siempre que encontramos alguna característica que parece hacernos especiales, alguien aparece con un matiz que nos fuerza a reconocer que no somos tan exclusivos.
Tras mucho tiempo divagando sobre el mono que todos llevamos dentro, yo tenía una respuesta que me parecía original: «¡¡La paciencia!! Los homínidos somos los únicos seres que no sucumbimos a la recompensa inmediata si intuimos que la espera o el sacrificio nos reportará un beneficio mayor en el futuro. El resto de los impulsivos animales no tienen esta capacidad de extrapolación y autocontrol; sin embargo, nosotros mantenemos esta actitud hasta el sinsentido».
De hecho, esta hipótesis ya venía avalada por varios experimentos. En el artículo «La ecología y la evolución de la paciencia en dos especies de monos modernos», publicado en 2004 por Marc Hauser, se explicaba cómo cuando a monos tamarinos y marmosetes les daban a escoger entre un poco de comida inmediata o una cantidad mayor en el futuro, casi siempre se quedaban con la opción rápida. En cambio, si a los miembros de esa especie que se autositúa en la cima de la evolución les ofreces una cantidad económica ahora, o el doble dentro de un tiempo, la mayoría piensan y deciden esperar. Conclusión: la paciencia es una propiedad básicamente humana.
¿Seguro? Al grupo de Hauser no le encajaban un par de aspectos: 1) ¿qué ocurriría si en lugar de tamarindos y marmosetes los experimentos se hicieran con primates más cercanos evolutivamente a nuestra especie?, 2) ¿y si a esos sofisticados humanos les dieran a escoger comida en lugar del moderno dinero? Podéis imaginar la respuesta: continuamos siendo muy monos.
En un primer estudio diseñaron un sistema que permitía a bonobos y chimpancés entender que podían escoger entre dos uvas de inmediato o seis con un retraso de un par de minutos. Era la misma metodología que se había utilizado con los tamarindos, pero los resultados fueron muy diferentes. Bonobos y chimpancés exhibían un grado de paciencia nunca vista hasta el momento en el reino animal.
Luego realizaron un segundo estudio en el que comparaban la disposición de chimpancés y humanos a esperar por una cantidad de comida mayor. Sorprendentemente, los estudiantes universitarios que participaron en la investigación eran más impacientes que los chimpancés, y soportaban peor la tentación de comer lo antes posible.
En un tercer experimento quisieron comprobar si los humanos respondíamos de manera muy diferente ante los premios basados en comida o en dinero. Y, como cabía esperar, los resultados indicaron que estamos dispuestos a contenernos mucho más ante recompensas monetarias futuras: somos muy humanos para el dinero, pero muy monos para la comida.
Está claro que el dinero es intercambiable por otros productos, no ofrece la misma satisfacción inmediata, y se puede guardar más tiempo que los alimentos. Quizá eso es lo que condiciona la diferencia de actitud. De hecho, también se observó un efecto curioso en marmosetes y tamarinos: dentro de lo poco que ambos esperaban, los marmosetes —que se alimentan de vegetales— tenían más paciencia que los tamarinos, cuya dieta incluye insectos que requieren cazarse con acciones rápidas.
Seguro que podemos encontrar diversas interpretaciones. La objetividad en los estudios de conducta humana también es cuestión de grado. Pero los resultados sí inducen a concluir que la capacidad de tomar decisiones pensando en el futuro es un rasgo evolutivo que apareció antes de la llegada de los homínidos, y que en ciertos contextos nuestros parientes más cercanos son incluso más pacientes que nosotros y reciben mayor recompensa. Somos muy racionales con algo como el dinero, que nuestra mente más primitiva no entiende, pero cuando nos ponen delante unos estímulos más primarios, parece que no hayamos evolucionado tanto como creíamos.
5.3. EL GEN ALTRUISTA: LA EVOLUCIÓN NOS HIZO BONDADOSOS
Recuerdo estar tomando una copa en el bar The miracle of Science en Boston, acercarse una ex amiga y decirme algo parecido a «Te vi la semana pasada en ese evento del museo del MIT sobre ciencia para el Tercer Mundo». «¡Ah, sí! —respondí—. Estuvo bien, ¿verdad?» Ella contestó algo parecido a: «Fue interesante, pero a mí no me gustó, porque no creo que estemos obligados a ayudar a los países pobres. Cada uno que se cuide de los suyos».
No estoy exagerando, más bien todo lo contrario. De hecho, evito por decoro las justificaciones posteriores al racismo, xenofobia y sexismo espetadas por esa loca ante mi incrédula mirada justo antes de decir: «Yo creo en el darwinismo social. La naturaleza nos ha hecho seres competitivos, que nos preocupamos por nuestro propio interés y el de la comunidad directa que nos acoge. En el fondo, todos tenemos instinto egoísta. Defender lo contrario es una hipocresía. Mis nietos van a competir con los nietos de los países africanos». Cuando oí «darwinismo social» me sulfuré. Dejé que terminara su frase, la miré directamente a los ojos, y le dije: «No quiero hablar contigo nunca más». Lo cumplí.
El darwinismo social es una teoría pseudocientífca que pretende aplicar la lógica de la selección natural al funcionamiento de la sociedad. Asume que la «supervivencia del más apto» es algo positivo y que hay que fomentar. El bien colectivo es una noción romántica; la evolución nos ha programado como seres competitivos preocupados por maximizar el beneficio propio, y todas las acciones altruistas que podamos observar dentro de una comunidad animal son en realidad un egoísmo encubierto, una estrategia para cohesionar el grupo cuando de esa manera resulte más exitoso sobrevivir. Ya sé, algo de sentido parece tener…
Mi indignación con esa persona no era por pensar que no nacíamos con cierta programación genética maquiavélica, sino por utilizar el darwinismo social para justificar ciertas lacras sociales, en lugar de fomentar que el progreso cultural corrija la codicia innata que pueda arrastrar nuestra especie. Pero reconozco que, de alguna manera, yo también asumía que nacíamos «malos»; que el altruismo verdadero era un bien adquirido, no genético.
Sin embargo, cambié de parecer gracias a que a los periodistas radiofónicos no les interesa la ciencia. Me explicaré más tarde. El hecho es que un día cayó en mis manos el libro The Age of Empathy del primatólogo Frans de Waal cuya tesis es: «Basta ya de creer que somos egoístas por naturaleza. ¡No lo somos! Las investigaciones en conducta animal llevan años sugiriendo que debemos cambiar este paradigma, y asumir que la evolución ha insertado la empatía y la solidaridad en nuestro comportamiento básico».
Empatía es la palabra clave. Frans de Waal reconoce que la empatía surgió para que las madres cuidaran de sus hijos, y posteriormente se extendió a la cohesión de grupos sociales. Pero una vez instaurada en nuestros cerebros, pasó a ser un instinto que se manifiesta más allá del grado de parentesco. No vamos por ahí haciendo cálculos matemáticos de cercanía genética para saber con quién debemos aplicarla. Simplemente, durante nuestro pasado evolutivo nos transformamos en seres bondadosos.
Resulta obvio que tenemos un lado competitivo y otro social De Waal explica que sus chimpancés se preocupan primero por el beneficio propio, luego por el de sus parientes, y finalmente por los componentes del grupo que le rodean Pero esto no termina ahí de ninguna manera. En sus experimentos ha demostrado que la cooperación, el sentido de la justicia, la aflicción, la empatía, se extienden mucho más lejos de la lógica egoísta-competitiva, y se pueden observar incluso entre especies diferentes.
No es un razonamiento nuevo. Lynn Margulis lleva tiempo defendiendo la cooperación como un mecanismo más poderoso que la competencia incluso a escalas bacterianas, y libros como La mente moral de Marc Hauser sugieren que los valores morales forman parte intrínseca de nuestra naturaleza. Pero el cambio cultural es lento, y venimos de un siglo donde la cultura occidental ha estado promoviendo sistemas basados en la competencia. La asunción neodarwinista de que la selección natural nos hizo unos egoístas encubiertos está fuertemente instaurada, en parte gracias a obras muy influyentes como El gen egoísta, de Richard Dawkins. Frans de Waal argumenta que no es así en absoluto, y debemos empezar a cambiar de paradigma.
Conscientes de que en el debate sobre la naturaleza humana hay más interpretación que pruebas irrefutables, la posición de De Waal parece acarrear una reflexión importante: no nacemos con un instinto codicioso y cruel que la sociedad deba corregir, sino con una profunda predisposición a la empatía y la solidaridad desinteresada que nuestras estructuras sociales no deben corromper.
Sobre el desatino de la radio: una amiga locutora me ofreció un tour por los estudios centrales de la NPR (la emisora pública de Estados Unidos). Allí, en las diferentes redacciones había estanterías de libros descartados que les llegaban para preparar entrevistas, pero luego nadie quería llevárselos a casa. Encontré un montón de libros buenísimos de ciencia. Entre ellos, el de Frans de Waal Tenía ya seis en mi mochila y no cabía ninguno más, pero entonces encontré otro fantástico: The World in Six songs, de Daniel Levitin, sobre neurociencia y música. Lo tenía en mis manos pensando qué libro iba a descartar de mi repleta mochila para alojar el de Levitin, cuando apareció otra acompañante de las visitas y dijo «¡Uau! Leí el otro día una reseña de este libro. Me encantaría leerlo, ¿te lo vas a quedar?». Me salió un instintivo: «No, no.», «¿Seguro?» «Sí, sí, seguro. Mira, tengo ya la mochila llena». No sé de dónde apareció ese acto «altruista». Realmente, no tenía ningún sentido. No iba a ver de nuevo a esa chica, ni tenía ningún interés en ello. Me sentí un poco tontín, pero no arrepentido de perder el libro. Creo que instintivamente empaticé con su felicidad momentánea. No sé si es genético o cultural, ni si volvería a repetirlo, ni si hubiera hecho lo mismo estando hambriento ante un trozo de carne; pero recordé ese suceso días después leyendo el libro de De Waal, y creo que —sin pretender dármelas de nada— esa reacción inmediata se podría clasificar de bondad instintiva.
5.4. ESTRESADOS POR DEMASIADO/POCO INTELIGENTES: TU JEFE ES UN BABUINO
Un comentario habitual entre los turistas que visitan Nueva York por pocos días es: «Me encanta, es muy estimulante, pero no podría vivir aquí, ¡me estresaría!». Tú les cuentas que la ciudad cambia de cara cuando la disfrutas con tiempo, pero sabes que no hay nada que hacer. Están experimentando algo parecido a subir una montaña rusa: tres minutos es excitante, te vigoriza, disfrutas, te sienta bien, pero nadie soportaría tres horas seguidas de subidas y bajadas atolondradas. Como dice el gran Robert Sapolsky, un poco de estrés es bueno, nos pone alerta y nos permite salir airosos de situaciones conflictivas. Pero el estrés continuado es devastador. Y no se refiere sólo a ir corriendo a todos sitios, sino también a la capacidad que nos brinda nuestro evolucionado cerebro de estar preocupados constantemente.
Un cuerpo desequilibrado
Vivir sin nada de estrés es utópico. Todos los animales necesitamos que en algún momento nuestro cuerpo segregue de golpe adrenalina y glucocorticoides para acelerar el ritmo cardíaco, dirigir energía hacia los músculos, incrementar nuestra atención y rapidez mental, e inhibir las funciones metabólicas que en momentos de riesgo no son imprescindibles, como la digestión, el crecimiento o la reproducción. El mecanismo por el que actúa el estrés es uno de los vestigios evolutivos más ancestrales que compartimos con el resto de los animales. La diferencia es que mientras un león y una cebra sólo se estresan unos minutos al día mientras uno persigue al otro, nuestra especie es la única que puede generar la misma reacción fisiológica y extenderla indefinidamente con sólo pensar en la hipoteca, la presión laboral, proyectar preocupaciones futuras, sueños frustrados, y muchísimos otros factores psicosociales. Sapolsky y otros científicos han demostrado que los episodios de estrés prolongado afectan a tu memoria porque destruye neuronas de tu hipocampo, deprime el sistema inmunológico, aumenta la presión arterial, cambia la distribución de grasas en tu cuerpo, afecta a los telómeros de tu ADN causando envejecimiento prematuro, altera tu ciclo menstrual, causa disfunción eréctil, e incrementa el riesgo de enfermedad cardíaca. No sólo en los humanos, sino también en otros primates sociales como los babuinos.
Babuinos perversos como modelo para estudiar humanos
Robert Sapolsky es uno de los mejores comunicadores científicos que conozco. Lo descubrí gracias a la videoconferencia que hicimos en Redes desde su laboratorio de Stanford. La claridad de su mensaje, pero también su desparpajo casi irreverente, nos entusiasmó tanto que programamos una nueva entrevista en persona pocos meses después. Fue maravillosa de nuevo. Desde entonces le sigo la pista. Sus libros y artículos son un referente en comunicación científica, un ejemplo de que los científicos pueden utilizar un lenguaje natural y desenfadado para comunicar sus resultados al gran público. Por eso, cuando supe que visitaba Washington D.C. para dar una charla en el National Geographic como presentación del documental inspirado en su trabajo «Estrés asesino», no dejé pasar la oportunidad de conocerlo en persona.
Robert Sapolsky lleva treinta años combinando sus investigaciones neurocientíficas en Stanford con el estudio de babuinos en Kenia. Para él, estos primates se han convertido en un excelente modelo para investigar los efectos del estrés social y prolongado. Sus babuinos no tienen depredadores naturales. Sólo invierten tres horas al día buscando comida, y el resto del tiempo se dedican a fastidiarse entre ellos. Como en algunos trabajos. Sus grupos sociales son muy jerarquizados, con al menos cinco rangos diferentes, y siguen pautas de comportamiento parecidas a las de los humanos.
Cuando un macho increpa a otro de una categoría inferior, éste se enfada, y ¿cuál es su reacción? Ir a descargarse con otro babuino que esté por debajo de su rango. Como tantos mediocres cargos intermedios en empresas. En el documental Sapolsky dice: «Llevo treinta años estudiándolos, pero confieso que no me caen bien. Son extremadamente crueles entre ellos, y se infligen una cantidad de estrés psicológico enorme». Sapolsky ha estado tomando muestras de sangre de los babuinos para analizar su estado de salud y las hormonas relacionadas con el estrés en función de la jerarquía social que ocupan. Las conclusiones que publicó en Science son claras: cuanto más bajo estás en el rango, más estresado te encuentras y peor es tu salud[42]. Estos resultados son consistentes con un estudio parecido que Michael Marmot realizó con funcionarios británicos. Contrariamente a lo que se suele pensar, el más estresado no es el jefe, sino los cargos inferiores. La falta de control es un factor directamente relacionado con el aumento de estrés. La peor situación que puedes vivir en tu empresa es tener mucha responsabilidad y poca autonomía. Es decir, si algo falla sabes que la culpa será tuya a pesar de que tus superiores no te otorgan libertad alguna para tomar decisiones. ¿Os suena?
Atajar el estrés de raíz
Sapolsky apunta asimismo que esta mente tan desarrollada que permite estresarnos por motivos psicológicos también puede ser utilizada a nuestro favor. Podemos reflexionar: «A ver, este trabajo infravalorado no es lo más trascendente, lo que realmente me importa es ser el capitán de mi equipo de béisbol, o formar parte de un grupo en mi parroquia». Nuestra capacidad de abstracción mental puede conducirnos a más estrés, pero también jugar a nuestro favor si sabemos utilizarla correctamente. Sapolsky es muy crítico con las «presiones absurdas» que genera el estilo de vida estadounidense. Y cuando le cuestionan diciendo que esas presiones son necesarias para ir avanzando contesta: «No compensa». Las maneras de reducir tal presión psicológica ya las sabemos: ni dejes que te estresen, ni estreses tú a nadie. Mantén unas relaciones sociales satisfactorias, y cambia de perspectiva y prioridades. Al final de la charla alguien le preguntó por la meditación. Contestó con cierta ironía que no lo había investigado porque los babuinos son malos meditadores, pero que no tiene sentido almorzar a toda prisa para poder ir veinte minutos a meditar, y luego regresar cinco horas a tu trabajo angustioso.
Me hizo pensar. Parece que el desarrollo del cerebro esté aún a medio camino. Nuestra especie es tan inteligente que puede estresarse por causas psicosociales, pero todavía no es lo suficientemente lista como para saber cómo evitarlo.
5.5. MATRIMONIO CON ROBOTS: BOTONES DARWINIANOS Y TECNOENTUSIASMO DESMESURADO
En el libro Amor y sexo con robots, David Levy afirma que en 2050 empezaremos a casarnos legalmente con robots. Habrán avanzado tanto que nos resultarán romántica y sexualmente atractivos, e incluso tendrán la capacidad de enamorarse de humanos. Para Levy, el amor y el sexo con robots es inevitable. En un artículo de Scientific American se puede leer la siguiente cita suya: «Si la alternativa es sentirte solo, triste y miserable, ¿no es mejor estar con un robot que actúa como si te quisiera?, ¿realmente importa, si en el fondo te hace ser más feliz?». En la entrevista que acompaña al artículo, asegura que las generaciones nacidas en un mundo ciberelectrónico no verán anormal considerar a androides como amigos, compañeros, o amantes. Además, hay muchas personas con un vacío emocional y afectivo enorme que podrían beneficiarse de las relaciones con robots. Para él sólo hay un pequeño paso entre enamorarse en internet de un «desconocido» o de un robot. Recuerda a una especie de test de Turing, en el que haces preguntas «a ciegas» a una persona y una máquina, y por sus respuestas no puedes deducir quién es quién. Claro que podríamos encontrar cierto sentido en los planteamientos de Levy, pero no voy a darle más coba. Sus especulaciones propagandistas no me interesan en absoluto. En cambio, sí es tremendamente relevante el análisis serio y meticuloso que algunos científicos y sociólogos están haciendo sobre la relación que tendremos con los nuevos robots sociales, cuando éstos logren escapar de los laboratorios.
Robots de compañía: ¿mejores que una mascota?
Estando en el MIT asistí a una interesantísima discusión con Cynthia Breazeal, directora del grupo de robots personales en el Media Lab y creadora del famoso robot Kismet capaz de expresar emociones, y Sherry Turkle, socióloga directora del MIT Initiative on Technology and Self y autora de libros como The Second Self y La vida en la pantalla, donde analiza nuestra interacción con la tecnología desde el punto de vista psicológico y social. Es un sacrilegio, pero por principios de economía lingüística resumo las explicaciones de Breazeal y me centro en el análisis crítico de Turkle, cuyas reflexiones me parecen imprescindibles.
El objetivo del grupo de Cynthia Breazeal es construir robots que manifiesten conductas sociales, expresen emociones, muestren empatía, y se relacionen con nosotros en términos más humanos. Más allá de ser tratados como juguetes, en un futuro muy cercano los robots personales podrían ser utilizados con fines educativos en niños, como compañía de personas mayores, o en hospitales donde no se pueden tener mascotas. Kismet fue el primer robot emocional que se construyó, Leonardo es el más logrado en cuanto a expresividad, y su última perla, el MDS, era uno de los robots sociales humanoides más avanzados que existían.
Suficiente publicidad gratuita por hoy. Vayamos a la parte seria del asunto: Sherry Turkle ha realizado estudios en los que reparte robots personales entre niños y personas mayores. El objetivo es investigar la naturaleza de la relación que se establece con ellos, analizar los sentimientos que evocan estos «artefactos relacionales», y ver qué nos pueden mostrar sobre nosotros mismos.
¡Turkle explica que estas máquinas programadas para mostrar sensibilidad consiguen presionar los «botones darwinianos» que la evolución ha cableado en nuestro cerebro: sus grandes ojos se fijan en tu mirada, persiguen tus movimientos, reaccionan ante el tono de voz, cambian las expresiones faciales cuando se les acaricia! Estamos programados para reaccionar emocionalmente ante algo que interactúe con nosotros. Cuando la gente pasa tiempo con estos robots, llega un momento en que realmente los considera criaturas con intenciones, emociones y autonomía. Entonces empiezan a tratarlos como si estuvieran vivos, se proyectan sentimientos, aparece la sensación de reciprocidad (cuidarse mutuamente), e incluso el vínculo emocional Algunos no quieren desprenderse de ellos. El siguiente comentario extraído de una participante en sus estudios refleja una reacción bastante corriente: «Es mejor que un gato, no hará nada peligroso, ni exigirá tantos cuidados, ni te traicionará, y no se morirá de golpe haciendo que te sientas triste».
La tecnología no es sólo una herramienta
Sherry Turkle se define como una crítica cultural No toméis este término como la definición de una persona rebuscada que sistemáticamente busca el aspecto negativo de cualquier avance tecnológico. Todo lo contrario. Su perspectiva desde la disciplina académica de ciencia, tecnología y sociedad (STS) es objetiva; simplemente, plantea unas preguntas sobre el mundo de la ciencia que no suelen realizarse los investigadores.
De hecho, en sus obras siempre se ha mostrado muy positiva acerca de nuestra relación con la tecnología, pero reconoce que desde hace un par de años ha detectado cierto tecnoentusiasmo pragmático que le preocupa. Y cita como ejemplo extremo el libro de Levy y la posibilidad de ser amigos o amantes de un robot. Lo que más le conmociona no son las elucubraciones futuristas, sino la velocidad a la que tales ideas se están aceptando como una opción viable contra la soledad. Turkle asegura que hace años la gente negaba tajantemente que el sentimiento «simulado» de un robot pudiera tener un efecto equivalente a un sentimiento «real» Pero cada vez encuentra más reacciones del tipo «los humanos también fingimos y nos creemos sentimientos falsos entre nosotros». Entre sus encuestas ha encontrado casos de personas con varios fracasos amorosos y un profundo temor a la soledad, que se mostrarían abiertas a forzar la ilusión de un robot como alguien vivo que les ofrece compañía. O niños que en una exposición se mostraban decepcionados con la inactividad de las tortugas reales, y aseguraban que ellos las sustituirían por animales artificiales. Lo que importaba era el comportamiento, no si un objeto está vivo o no. Según Sherry Turkle, el concepto de «realidad» está cambiando muy rápido entre las nuevas generaciones. Se está gestando una crisis de la autenticidad en la que se difuminará la diferencia entre un gato y un robot. La combinación entre aislamiento físico e intimidad cibernética nos podría conducir a unos niveles de superficialidad y promiscuidad tecnológica impensables hace unos pocos años.
A mí los robots sociales del Media Lab no me merecen admiración ninguna y más bien los veo como un capricho del enfermo mundo desarrollado, pero ¿beneficiarán a las personas mayores? Seguro que sí. ¿Harán sentirse mejor a los individuos con déficit de afecto? ¿Serán útiles en la educación de los niños? Muy probablemente. ¿Perjudicarán nuestra integridad moral? La respuesta no depende de lo que las máquinas sean capaces de hacer hoy en día, o en el futuro, sino en qué nos convirtamos nosotros.