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Acuerdo de Copenhague: ¿algo mejor que nada? ¡¡¡NO!!!

El transcurso de la cumbre fue lento, espeso y caótico. Se alternaba alguna noticia esperanzadora con otras desalentadoras que reflejaban lo difícil que parecía acercar posiciones entre países ricos y pobres. La Unión Europea intentaba presionar, y China venía a decirle —con considerable razón— «No os paséis al exigirnos reducir las emisiones, que sois vosotros y el resto de los países desarrollados los que tenéis una larga responsabilidad histórica en contaminación». Entretanto, más informes científicos pretendían reforzar la necesidad de actuar con urgencia: la temperatura de la última década era la más alta desde que existían registros, y se empezaban a encontrar claras relaciones entre el cambio climático y los problemas de salud. Pero la ciencia no era lo más relevante en esos momentos, y las discusiones científicas no pasaron de la primera jornada. Ni los gobernantes ni los representantes que acudían a la cumbre necesitaban confirmación sobre las causas y la problemática real del cambio climático. El objetivo era actuar ya. ¿Expectativas? Fluctuaban a diario, y se pueden seguir en el buen trabajo que hicieron los periodistas desplazados a Copenhague.

Reconozco que me sentía más bien optimista. Hubiera sido muy inocente pensar que la cumbre iba a solucionar el problema del cambio climático, pero se percibía voluntad social y política de alcanzar un acuerdo, la industria de las energías limpias ya no era una utopía como años atrás, y los gobiernos inteligentes estaban financiando con decisión esa nueva oportunidad económica. Faltaba un empujón enérgico. La cumbre de ninguna manera podía terminar en fracaso. Los líderes mundiales no podían permitírselo. A las reuniones importantes se llega con las conclusiones hechas. Algún giro inesperado sucedería en los próximos días.

¿Cuál fue el resultado final? Decepción generalizada. El penoso pacto que Estados Unidos y China pusieron sobre la mesa me recordó un ejemplo clásico de la teoría de juegos:

Imagínate que vas caminando por la calle, alguien te para junto a otro desconocido, y os dice dirigiéndose a tu nuevo compañero: «Vamos a hacer un juego: te voy a dar 10 euros para que los repartas a tu criterio con tu amigo. Pero sólo os los quedaréis si él acepta la oferta que tú le hagas. En caso contrario, no os entrego nada a ninguno».

Piensa qué harías. Si el negociador te ofrece partes iguales, o quedarse él 6 euros y tú 4, seguro que aceptarás el trato y ambos os iréis a casa con unas monedas extra en vuestros bolsillos. Pero si va de listo y te dice: «Como yo soy quien tiene el poder, me quedo 9 euros y a ti te daré 1. Oye, no seas tonto y acepta, porque algo es mejor que nada». ¿Cómo reaccionarás? Posiblemente rehusarás el acuerdo. Aunque la lógica racional te dicte que es mejor ganar un euro que ninguno, una reacción emocional de indignación te impedirá aceptar la injusticia.

Pero no es sólo cuestión de vísceras irracionales. Si lo reflexionas bien, la lógica «algo es mejor que nada» no es una buena estrategia a medio plazo. Me explico: experimentos como éste se han repetido en numerosas ocasiones, situaciones y culturas diferentes, y comparado las cantidades mínimas necesarias para llegar a un acuerdo. Por ejemplo, si haces el test con un completo desconocido que sabes que nunca encontrarás de nuevo en tu vida y te ofrece un mísero euro, es más posible que pienses «Qué aprovechado.», pero termines aceptando el «algo es mejor que nada». Sin embargo, si estás con un compañero de trabajo con quien sabes que en el futuro deberás llegar a nuevos acuerdos, probablemente te plantarás y le advertirás: «No me ningunees. Para la próxima, que sepas que conmigo no se juega». Los antropólogos han observado algo parecido en diferentes culturas y países del mundo. Aunque a primera vista parezca ilógico, las sociedades pobres donde en teoría «algo es mucho mejor que nada», pero en las que la confianza dentro de los grupos cooperativos es muy importante, son mucho más reacias a aceptar tratos injustos que en determinados países ricos.

Al terminar la lastimosa cumbre de Copenhague, los gobernantes nos mostraron una hojita improvisada in extremis e intentaron convencernos de que «algo es mejor que nada». Pues no, señores. No estamos satisfechos. Algunos ilusos nos sentimos profundamente decepcionados y vimos minada la confianza que teníamos depositada en unos líderes que creíamos diferentes. Como en el amor y en la guerra, no avanzar es retroceder. La frase de Obama «Por primera vez en la historia, todas las grandes economías han aceptado juntas su responsabilidad para hacer frente a la amenaza del cambio climático» nos sabe a poquísimo. «El cambio climático es uno de los grandes retos de nuestro tiempo», lo llevamos oyendo desde hace años. Decir que las emisiones deberían tocar techo «lo antes posible» nos suena demasiado vago, y que el compromiso no vinculante de mantener el incremento de la temperatura por debajo de dos grados se deba obtener con reducciones de emisiones voluntarias nos genera indignación. A estas alturas, después de tanto tiempo, tanta ciencia, tantos avisos, tantas palabras, y tantas intenciones, ese acuerdo era ridículo, ofensivo e indignante. El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, declaró: «Este acuerdo es mejor que ningún acuerdo, pero está claramente por debajo de nuestros objetivos y no voy a ocultar mi decepción». Nosotros tampoco y, como no teníamos ninguna obligación de ser políticamente correctos, nos dejamos llevar por una primera reacción emocional: «Habéis atentado contra nuestra confianza. Meteos el acuerdo por donde os quepa». Semanas después, ya más calmados, y desde una postura más reflexionada, ¡seguíamos pensando lo mismo!

Tentado de asumir que atajar el cambio climático no era una cuestión de falta de voluntad política, y acercándome peligrosamente a la tercera fase del escepticismo que explicaba John Holdren, decidí darme un respiro y no volver a reflexionar sobre el cambio climático hasta que sucedieran movimientos significativos. En el momento que escribo estas líneas, desde un país cuyo despilfarro energético es absurdo, todo lo que veo, leo y oigo me parece una pesadilla que se repite.

Nunca debía haberme apartado de los científicos. Son ellos y no los economistas, los políticos, o los abogados endiablados, los únicos que pueden solucionar el problema y llevarnos a un mundo más sostenible sin mermar nuestra calidad de vida. Démosles tiempo y recursos para mitigar el cambio climático. Y mientras tanto, empecemos a trabajar en adaptación y ayudar a los que van a sufrir las peores consecuencias de un difícilmente evitable empeoramiento de las condiciones climáticas terrestres.