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El Gran Hermano del cambio climático

Cuatro hombres y cuatro mujeres previamente desconocidos compartiendo cinco días y cinco noches en un entorno idílico. Neveras llenas de comida, vino, cervezas (¿por qué la coordinadora dirigió la mirada hacia mí cuando recomendaba moderación?), y algo tan estimulante para conversar de manera lujuriosa como la ciencia del cambio climático. A pesar de ello, inexplicablemente, en la casa del Gran Hermano científico no hubo escarceos y nos ceñimos a los objetivos predeterminados por sus organizadores.

Para ser sincero, los dos primeros días fueron una repetición de los típicos datos científicos que avalan la versión oficial del cambio climático. Os los voy a obviar, como a mí me habría gustado que hubieran hecho. Yo ya no quería escuchar a más climatólogos demostrando la correlación entre el aumento antropogénico de los gases de efecto invernadero y la subida de la temperatura global, la acidificación de los océanos, el deshielo de los glaciares, los fenómenos climáticos más intensos, las sequías, el aumento del nivel del mar. Quería oír a políticos, economistas y líderes que nos explicaran qué podía ocurrir en Copenhague al cabo de un par de meses.

Saqué un par de reflexiones de las primeras jornadas. La primera fue constatar la diversidad de actitudes frente al cambio climático que se pueden encontrar en sólo ocho personas que sí piensan que es un problema. Entre el grupo había una activista convencida de que las acciones individuales pueden transformar el mundo. Uno decía que eso era utópico y se debían plantear cambios radicales a gran escala. Un conspiracionista que veía manipulaciones e intereses económicos por todas partes. Un enterado que leyó cuatro artículos y tenía respuestas incontestables para todo. Y una moderada que sopesaba constantemente los pros y los contras, y que si esperábamos a que aclarara sus dudas la subida del nivel del mar ya se habría tragado algunas ciudades costeras. Qué curiosa es la dinámica de las discusiones humanas, y cómo las posiciones tienden a alejarse progresivamente en lugar de acercarse.

Pero para discusión, la que entablamos al valorar un artículo del periódico inglés The Guardian, en el que un par de expertos reflexionaban sobre las implicaciones socioeconómicas del cambio climático. Uno proponía directamente que el colapso del sistema económico era inevitable y casi necesario. Resultaba absurdo imaginar un crecimiento continuo que llegara a todas las personas del planeta. Habíamos tocado techo explotando la era del petróleo barato y el uso desmesurado de combustibles fósiles, y el cambio climático nos pasaría factura. Él planteaba que el sistema económico no podría restablecerse sin un colapso previo colosal que forzaría un nuevo equilibrio energético.

La segunda réplica era más optimista y defendía que sí estábamos a tiempo de reaccionar para evitar el golpe, pero introducía un factor muy interesante: cualquier solución que busquemos al cambio climático debe ser compatible con el progreso económico. No podemos poner en riesgo el sistema con medidas radicales que amenacen nuestro bienestar y empeoren nuestra calidad de vida a costa de tener un planeta un poco más frío. La cura no debe ser peor que la enfermedad.

No tenía claro que esa posición fuera la óptima a largo plazo, pero sí me hacía ver que en Copenhague ningún político iba a llegar a acuerdos de reducción de emisiones que no fueran compatibles con el desarrollo económico de su país y el bienestar de sus ciudadanos a corto y medio plazo. Había una lógica preocupante en esas palabras.

De los siguientes días en la casa del Gran Hermano, me quedo también con un par de anécdotas. La primera, el enfado del bueno de Bert Drake por la manera arbitraria en que algunos habían interpretado sus estudios científicos.

Bert tenía setenta y tres años y estaba feliz a punto de jubilarse, tras pasar los últimos veintitrés años estudiando los flujos de CO2 en diferentes ecosistemas terrestres. No estaba influido por ningún lobby, no tenía intereses económicos ocultos, ni presión alguna en publicar trabajos sonados que le dieran notoriedad. A su edad se sentía del todo independiente. Para ser sincero, no era un científico de los más reconocidos, pero justo al final de su carrera sí había acumulado unos resultados muy interesantes. Y se mostraba bastante molesto.

Bert nos acompañó por una zona lateral del río Rhode, donde habían instalado una especie de pequeños invernaderos estancos con los que monitorean el crecimiento de plantas en su interior La peculiaridad era que rellenaban dichos invernaderos con 700 ppm de CO2 en el aire; una concentración el doble de la actual y que se podría alcanzar en unas décadas si continuamos con el ritmo actual de emisiones. Ellos mismos ya habían demostrado que en tales condiciones las plantas aumentaban su eficiencia y crecían más rápido y más anchas. Pero en abril de 2009 presentaron un estudio más sorprendente: los niveles tan elevados de CO2 también estimulaban el crecimiento de las raíces, la actividad biogénica en el subsuelo y la acumulación de materiales[31]. Y esto contribuía a la elevación del suelo de los pantanos. Además de Bert, nos acompañaba el autor principal de esa investigación, Patrick Megonigal, que aseguró que ese efecto podría compensar el futuro aumento del nivel del mar. «¡Sólo en algunas zonas!», se apresuró a matizar ante el grupo de periodistas. Patrick insistió varias veces en su desacuerdo ante el reiterado uso tergiversado de sus resultados y los de Drake por fuentes negacionistas para minimizar la gravedad de los efectos del cambio climático. Ambos reconocieron que sus investigaciones añadían un grado de incertidumbre y mostraban lo compleja que era la tarea de prever la reacción de los ecosistemas al cambio climático, pero no implicaban en absoluto que la subida del nivel del mar no supusiera un gran riesgo para la mayoría de las zonas costeras, ni que el aumento de CO2 atmosférico podía ser compensado por un mayor crecimiento de árboles y plantas. «¡De ninguna manera!», aseguraron con firmeza.

No lográbamos desprendernos de la ciencia, sus incertidumbres y su carácter inconformista. Por eso protagonicé el momento más tenso de las jornadas el último día, cuando un investigador repitió el consabido «El problema es que los políticos no nos escuchan». Reaccioné con un tono que para los estadounidenses es impertinente: «¡Claro que os escuchan! ¡Pero no necesariamente están obligados a haceros caso! Ni que el cambio climático fuera el único problema en el mundo.». Algunos científicos andan demasiado ensimismados en sus datos, y parece que vivan en una sociedad utópica donde la razón siempre pueda imponerse. Les cité las palabras que unos meses antes había pronunciado en la BBC Steven Chu (Premio Nobel de Física, experto en energías renovables y secretario de Energía estadounidense en la Administración de Obama): «Como alguien muy preocupado por el clima me gustaría ser lo más agresivo posible, pero sé que siéndolo generaríamos demasiada oposición, y eso podría retrasar el proceso varios años». Ésa era una realidad que no se medía en el laboratorio, y con la que algunos científicos parecían no contar. Pero, además, su derrotismo no era justo. Les recordé que dos años atrás tenían un presidente que negaba la existencia del cambio climático, y ahora contaban con otro que había afirmado que «romper nuestra dependencia de los combustibles fósiles es el gran reto de nuestra generación», y para lograrlo «mi presupuesto incluye 150.000 millones durante los próximos diez años en fuentes de energía limpia y eficiencia energética». Aunque fuera planteado como una nueva oportunidad económica que indirectamente sería respetuosa con la salud del planeta, el cambio de discurso de Barack Obama resultaba prometedor. Pero no se había avanzado sólo eso. A pesar de que el movimiento escéptico continuaba vivo, las encuestas mostraban que la concienciación social sobre el cambio climático iba en aumento, e incluso el candidato republicano en la carrera presidencial John McCain contemplaba la reducción de emisiones como un problema real a solucionar. En España, el ex presidente José María Aznar se había posicionado al lado de las creencias negacionistas, pero todos los partidos políticos, incluido el Partido Popular, afirmaban la necesidad de actuar contra el cambio climático. Sí se había avanzado en los dos últimos años. Y por eso se podía ser optimista ante la prometedora Cumbre Mundial del Cambio Climático que iba a celebrarse en Copenhague al cabo de un par de meses. Los científicos ya habían dicho su última palabra, y el mensaje había quedado suficientemente claro. Ahora llegaba el momento de escuchar a gobernantes, empresarios y gestores acostumbrados a saltarse la paralizante incertidumbre y tomar decisiones prácticas. No podían excusarse más.

¿CÓMO TERMINARÁ COPENHAGUE?, ¿CON ACUERDO O CONFLICTO?

La situación ante la cumbre de Copenhague era tremendamente diferente de la que nos había anticipado dos años antes John Holdren sobre la cumbre de Bali Desde mi punto de vista, con la presión social, mediática y política que se respiraba no podía, de ninguna manera, quedar en agua de borrajas. Si no se llegaba a un acuerdo, se anticipaba un conflicto.

Sin duda, el hecho de que el presidente del país más contaminante del mundo y que más compromisos debía adquirir frente a la reducción de gases de efecto invernadero se apellidara Obama en lugar de Bush era un factor fundamental. Pero había otros. Uno muy importante era la posición más enérgica de los países en vías de desarrollo. Ya no estaban dispuestos a que se les ninguneara por enésima vez, y empezaban a presionar con mucha más fuerza que en ocasiones anteriores. Se amparaban en el consenso científico para defender un planteamiento de justicia social: «Ya estamos sufriendo en nuestras tierras los efectos adversos del deterioro climático provocado por vuestro desarrollo económico. Sufrimos por vuestra culpa, y por tanto estáis obligados moral y legalmente a ayudarnos. Queremos dinero para la adaptación».

Adaptación era una palabra cada vez con más peso. El principal objetivo continuaba siendo reducir las emisiones y mitigar lo máximo posible el cambio climático, pero todos los estudios confirmaban que ya no había quien detuviera el calentamiento global, y los efectos negativos iban a continuar empeorando en gran parte de los países pobres, que —con una lógica irrefutable— pedían altísimas compensaciones para poder adaptarse.

Otro aspecto importante era que la Unión Europea también estaba forzando más a Estados Unidos en los momentos previos a la cumbre. El «Nosotros no nos comprometemos hasta que vosotros no lo hagáis» formaba ya parte del discurso oficial, no sólo eran conversaciones de pasillo. A pesar de que el papel de China formaba parte indiscutible de la futura balanza, Estados Unidos era el que éticamente estaba obligado a actuar primero y de manera más enérgica. Las responsabilidades no estaban equitativamente distribuidas. El ciudadano medio estadounidense era el que más CO2 emitía del mundo —y con abismal diferencia—. Todos los países industrializados debían procurar disminuir sus emisiones, pero Estados Unidos tenía una responsabilidad histórica acumulada que ya nadie obviaba.

Los que también presionaban fuerte y de manera indiscriminada a todos los gobernantes eran los grupos de activistas, los medios de comunicación, y la sociedad en general La reacción que suscitó un decepcionante encuentro de líderes en Barcelona semanas antes de la cumbre fue un claro «Os estamos observando de cerca; no penséis que podéis torearnos».

De todas maneras, los augurios previos a Copenhague no invitaban al optimismo. Se percibía cierta resignación, y los rumores eran que no se podría pasar de un marco de acuerdo político que sería reafirmado con un tratado en 2010. Pero parecía inconcebible que dos semanas de cumbre internacional monotemática con presencia de todos los líderes mundiales pudiera quedar en algo tan nimio y volátil Los antecedentes estaban tan caldeados que la cumbre no podía terminar sólo con buenas intenciones. La sociedad y los países en vías de desarrollo no lo iban a permitir O había acuerdo sólido, o habría confrontación.