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Diseñar genes: vida sintética en el laboratorio

«¿Qué hace un estudiante de ingeniería eléctrica en el MIT? Aprende unas leyes básicas, diseña unos circuitos, construye un ordenador con la forma y características que quiere (más grande, más pequeño, más ligero, más resistente.), y programa un software para que ejecute lo que ellos desean En el Departamento de Ingeniería Biológica pretendemos conseguir algo parecido, pero con seres vivos».

Así se expresaba Drew Endy, uno de los principales líderes en el campo emergente de la biología sintética, cuando lo visité en su laboratorio del MIT. Recuerdo a la perfección ese día, porque las memorias asociadas a eventos emocionalmente intensos forman conexiones neuronales mucho más fuertes. Salí del edificio 64 en la calle Ames absolutamente excitado por la sensación de haber vislumbrado el futuro, y con esa sensación extraña de que mi mente se abstraía hasta límites que la hacían disociarse de la realidad cotidiana. Estaba en pleno síndrome stoop, bajo los efectos alucinógenos de la conversación con Endy y las bacterias programadas para expresar proteína fluorescente roja que me mostró el investigador Felix Moser. Unas bacterias rosáceas que no eran especiales por transgénicas, sino por haber sido manipuladas con herramientas de programación de ADN y un registro de partes estándares que iban un paso por delante de la ingeniería genética «tradicional».

La idea, a lo burdo, es la siguiente: la ingeniería genética tal y como la entendemos coge genes de diversas especies, los mezcla, los altera, los duplica, los silencia, es decir, juega con secuencias genéticas y estructuras que ya existen en el mundo vivo. La biología sintética representa un nuevo escalafón: pretende diseñar estructuras biológicas ex novo. En el fondo, se trata de no estar restringidos por la naturaleza, sino de diseñar constituyentes celulares con funciones absolutamente noveles que ejecuten instrucciones genéticas programadas por nosotros, y que terminen comportándose como hayamos predicho.

Suena a ciencia ficción, pero no lo es. La biología sintética está llamada a ser una tecnología con la que rediseñar el mundo vivo creando organismos que nunca hubieran existido sin la intervención humana. Por ejemplo, podremos construir microorganismos que resistan ciertas condiciones en un fermentador y que realicen los procesos metabólicos que nos convengan, o que sean diminutos como para poder penetrar en el interior de una célula y una vez allí sinteticen un fármaco específico. Las aplicaciones industriales, médicas, o medioambientales son tremendamente amplias. Todavía no es el momento de pensar en aplicaciones, pero nadie duda de que llegarán, ni del potencial revolucionario de este campo que ahora es ciencia y pronto será tecnología.

A mitad de nuestra conversación Drew Endy sacó cuatro frascos de un cajón y me preguntó: «¿Sabes qué es esto?». Leí las etiquetas «Guanina, citosina, timina y adenina», y respondí: «Las bases del ADN» Drew continuó: «Son materiales extraídos de la caña de azúcar. Cada frasco vale sólo 250 dólares, y con ellos hay cantidad suficiente para sintetizar treinta veces el material genético de todos los seres humanos de la Terra. Las posibilidades que esto ofrece son amplísimas». Cierto que el precio del material bruto es lo de menos, pero el convencimiento absoluto de Endy me dejó perplejo: «No te puedo decir cuáles serán las primeras grandes aplicaciones ni cuándo llegarán, pero no tendremos que esperar cincuenta años, ni treinta, ni veinte. Estamos avanzando a un ritmo exponencial», aseguró, añadiendo el siguiente símil para reforzar el concepto revolucionario que envuelve a la biología sintética: «Hace miles de años nuestros antepasados empezaron a comprender las propiedades de las rocas, en qué se diferencian unas de otras, cómo reaccionan a diferentes condiciones, esto era ciencia y sería análogo a la biología. Luego utilizaron las rocas y los materiales que tenían en su entorno para construir edificio, esto es tecnología y equivaldría a la ingeniería genética actual. Y posteriormente empezaron a diseñar materiales sintéticos con propiedades mejores de las que podíamos encontrar en la naturaleza, esto es lo que hará la biología sintética construyendo desde cero de manera estandarizada».

¿Es lo que hará? No todos los expertos en biología sintética comparten la aproximación tan ambiciosa de Endy. La duda, en el fondo, es si los mecanismos intrínsecos de la vida son tan sencillos para que podamos comprenderlos y dominarlos a nuestro antojo, y si el concepto de ingeniería que funciona en la construcción de coches u ordenadores funcionará en la síntesis de organismos vivos.

Una investigación realizada en Barcelona sugirió que la vida es más complicada de lo que nos pensamos, y diseñarla cual ingenieros no va a ser tan fácil.

El Mycoplasma pneumoniae es una de las bacterias de vida libre más simples que existen: una pelotita de 2 micras rellena de una maraña de proteínas y escasos 689 genes flotando por su interior, envueltos por una membrana lipídica que no llega ni a pared celular, sin siquiera orgánulos celulares, y contando sólo con un citoesqueleto muy básico que da forma a una bola central donde se esparce el ADN. Lo único sofisticado que tiene es un apéndice con el que se desplaza por las células de tus pulmones, se engancha a ellas, y les roba aminoácidos, lípidos, y glucosa hasta matarlas. Total, tampoco es que aproveche muy bien dicha glucosa, pues por no tener no tiene ni un ciclo de Krebs completo; su metabolismo no pasa del ácido láctico y consigue entre unos míseros 2 y 4 ATP por molécula de azúcar. El M pneumoniae es un organismo tremendamente básico: unos pocos genes y complejos proteicos con lo mínimo para poder replicarse y dividirse. Pero es mejor no menospreciarlo, porque de simple no tiene un flagelo.

«Nosotros queríamos tener por primera vez un modelo matemático que permitiera explicar un ser vivo; tener la bacteria replicándose y dividiéndose en el ordenador. Ésa era la idea original, y seguimos con ella, pero pensábamos que iba a ser más fácil —explicaba el investigador Luis Serrano cuando le visité en su despacho del Parc de Recerca Biomedica de Barcelona (PRBB)—. Una bacteria normal tiene unas 400 proteínas que regulan la expresión de otras proteínas, y el micoplasma tiene como mucho 10. Otras bacterias tienen 50 sistemas que les permiten comunicarse con el mundo exterior mediante traducción de señales, mientras que el micoplasma sólo tiene una quinasa y una fosfatasa. Pero a pesar de que parece muy simple, tiene respuestas muy complejas a las perturbaciones exteriores», prosiguió Luis.

¿Y qué?, podéis pensar. Mucho. Los científicos eligen un organismo sencillísimo como el M pneumoniae para intentar comprender de manera global el funcionamiento más básico de una célula, y se dan cuenta de que la vida es todavía mucho más sofisticada de lo que pensaban En concreto, los investigadores detectaron un inesperadamente alto grado de complejidad a tres niveles: el transcriptoma son las señales completas que regulan la expresión de los genes en la bacteria; quién decide qué genes se activan y cuándo. Lo que el grupo de Luis Serrano descubrió es que cuando cambian las condiciones del medio, genes específicos del M Pneumoniae cambian su expresión de manera muy sofisticada para adaptarse a la nueva situación Y eso no lo pueden explicar con los poquísimos factores de transcripción conocidos con que cuenta la bacteria. El metaboloma son todas las reacciones químicas del interior celular destinadas a generar energía. De nuevo se observó una versatilidad inesperada, similar al metabolismo de los organismos más sofisticados. Y en el estudio del proteoma se encontraron interacciones entre proteínas que en principio no deberían tener nada que ver entre sí, sugiriendo que las comunicaciones internas dentro de la célula son mucho más elaboradas de lo previsto.

En definitiva: «Al haber utilizado en el pasado organismos más complejos para estudiar los mecanismos de regulación celular, quizá no nos dimos cuenta de que a un nivel inferior puede haber mecanismos mucho más básicos que todavía desconocemos», dijo Luis, sugiriendo que entender cómo funciona una célula en detalle iba a ser mucho más difícil de lo que se imaginaban.

Y esto, para una disciplina cuyo reto es diseñar organismos vivos en el laboratorio, sin duda tiene implicaciones. No es necesariamente una limitación, sino un cambio de estrategia en una disciplina que está empezando. La aproximación de Drew Endy liberándose del caos de los seres vivos, construyendo el equivalente molecular a herramientas como tuercas, tornillos o chips con los que sea fácil hacer ingeniería biológica porque los has analizado, comprendes perfectamente su funcionamiento, y sabes cómo se van a comportar cuando los pones juntos, puede no ser la más eficiente, al menos a corto plazo. Luis Serrano prefiere no menospreciar 4.000 millones de años de evolución y aprovechar la robustez que han acumulado ciertos organismos. Su enfoque para la biología sintética es más bien partir de una célula con las condiciones que nos puedan interesar, modificarla hasta conseguir ciertas características, e ir avanzando de momento a base de prueba y error como se ha hecho en los inicios de la mayoría de las tecnologías. Quizá algún día conozcamos tan bien el funcionamiento de una célula para diseñar sobre el papel su funcionamiento, y entonces tendrá más sentido una aproximación desde la ingeniería convencional como la de Endy, pero la complejidad manifiesta del Mycoplasma pneumoniae nos indica que esto no va a ser tan sencillo.

Pero ¿podrán algún día los ingenieros biológicos diseñar y construir un organismo vivo de manera parecida a como los ingenieros mecánicos diseñan y construyen un coche?

La pregunta es intelectualmente sobrecogedora. Aunque en realidad en el aspecto práctico no es tan relevante. De lo que no hay duda alguna es de que pronto seremos capaces de modificar seres vivos ya existentes a una escala muy superior a la ingeniería genética convencional Diseñaremos nuevo ADN sintético, nuevas rutas metabólicas, nuevas estructuras, y funciones completamente insólitas en microorganismos inexistentes hasta el momento, creados para ser utilizados en la medicina, la energía, el medioambiente, el diseño, la industria, la alimentación o el bioterrorismo.

Un paso adelante que la comunidad científica acogió con recelo fue el anuncio en mayo de 2009 de Craig Venter asegurando que había creado una célula sintética: la primera forma de vida artificial El hito de Venter —porque sin duda lo es— fue secuenciar primero el genoma de una bacteria muy simple, sintetizar después en el laboratorio una copia haciendo pequeños cambios, introducir el ADN sintético en otra bacteria de características ligeramente diferentes, y lograr que el nuevo ADN se adueñara de su maquinaria celular y empezara a dividirse, convirtiéndose en el primer ser vivo cuyo material genético completo había sido creado de manera artificial.

Drew Endy, Luis Serrano, y la mayoría de los compañeros de Venter en el campo de la biología sintética discrepan en denominarlo vida artificial, pues no es suficiente con sintetizar un cromosoma entero e introducirlo en una célula que mantiene todo su engranaje. Será vida artificial cuando alguien consiga diseñar ex novo más elementos, y a poder ser cualitativamente diferentes de lo que ya existe en la naturaleza. De momento, la bacteria con ADN de Venter quedará registrada en los libros de historia como una muestra de poder tecnológico, y paso intermedio valiosísimo hacia la vida artificial que, sin duda, algún día llegará. Todo tipo de preguntas son válidas en estos momentos.