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Tus otros genes: el Proyecto Genoma Humano no estaba completo, faltaban tus microorganismos

Hace un tiempo, si un microbiólogo quería averiguar cuántas bacterias tenías en la boca, restregaba unos palitos por la parte interior de tu mejilla, otro por encima de las encías, otro por el paladar, por debajo de la lengua, y embadurnaba con ellos diferentes placas de cultivo. Allí las comunidades de microorganismos podían crecer y ser estudiados. Pero había un problema: crecía sólo una pequeña parte de la diversidad de fauna microbiana que existía. La gran mayoría de las bacterias quedaban ocultas. Y por si fuera poco, las que sí aparecían sólo podían ser estudiadas de manera aislada y fuera de su entorno natural.

Ese microbiólogo clásico ya se imaginaba que en sus placas no aparecían absolutamente todos los bichitos que habitaban en tu boca, pero imagínate el chasco cuando un día aparece un biólogo molecular, se pone a hacer ciertos experimentos, y le dice: «Oye… que sólo estás viendo un 5 por ciento de lo que aquí existe.». ¿Chasco? ¡O vaya reto! Sobre todo si unos años después y ya en el siglo XXI ese biólogo molecular regresa y te dice: «¡Hey! Tengo un método llamado metagenómica para reexplorar en profundidad todo lo que contiene el ecosistema microbiano que estás estudiando».

Ahora, desde que científicos como Julie Segre de los Institutos Nacionales de la Salud (NIH) pueden aprovechar el espectacular progreso en las técnicas de secuenciación genómica, la bioinformática y la biología de sistemas, ya no utilizan placas de cultivo. Hacen algo muy diferente: cogen la muestra y se ponen a secuenciar a destajo todo lo que en ella habite. No se les escapa nada. Luego, analizando fragmentos concretos del ADN, son capaces de ordenar las secuencias, averiguar cuántos tipos diferentes de microorganismos hay, en qué cantidad, y cómo se relacionan entre ellos. De alguna manera están construyendo un mapa genético global de toda la comunidad de individuos que viven en un rincón determinado de tu cuerpo. Por eso al Proyecto del Microbioma Humano le llaman el segundo genoma humano.

Con estas técnicas de metagenómica, y cogiendo muestras de veinte sitios diferentes de la piel de un grupo bien caracterizado de voluntarios, Julie Segre ha descubierto que en nuestra piel tenemos cien veces más tipos de microorganismos de los que conocíamos (no el doble, o el triple, o diez veces más. ¡Cien![21]). «Los que tú tienes en la axila se parecen más a los de mi axila que a los de tu propio pecho», me explicó Julie en el mismo instituto de los NIH donde se había dirigido diez años atrás el Proyecto Genoma Humano.

Pero no sólo eso. También observaron que si frotan un algodón por la parte más externa de tu piel y después lo analizan, encontrarán 10.000 bacterias por centímetro cuadrado. Si escarban un poquito y se quedan con las capas celulares más superficiales de tu epidermis, podrán contar hasta 50.000 bacterias en cada centímetro cuadrado. Y si de la misma área te hacen una pequeña biopsia alcanzando los folículos capilares y las glándulas sebáceas, aparecerán, ¡un millón! Es decir, tu cuerpo está cubierto de bacterias, pero no intentes desprenderte de ellas lavándote a fondo, la inmensa mayoría viven bien adentro de tu piel.

¡Que eso no te dé repelús!, están ahí para servirte. Degradan aceite para humedecerte, controlan el pH de tus zonas íntimas, evitan que otras comunidades patógenas te colonicen, déjalas vivir en paz, y ni se te ocurra considerarlas más prescindibles que tus propias células humanas. Julie Segre, al igual que muchos otros científicos que trabajan en el Proyecto del Microbioma Humano, considera que «las bacterias que habitan en nuestro cuerpo son parte de tu organismo». Estás formado por tus propias células eucariotas, junto a un número diez veces superior de células bacterianas. No, no he sufrido un lapsus: ahora mismo encima y dentro de ti hay diez veces más bacterias que células «tuyas». Y reza por que continúe siendo así, ya que sin ellas te resultaría complicadísimo sobrevivir.

«Conocer al detalle esta diversidad es fundamental —continuaba Julie—. Cuando aplicamos un antibiótico para tratar una infección podemos estar eliminando bacterias que nos son necesarias y que antes ni sabíamos que existían Y no es eso lo que queremos. El objetivo es tener una comunidad microbiana sana, y averiguar cuál es su papel en la salud y la enfermedad».

Ya sé que no parece un objetivo muy novedoso. No lo es, de la misma manera que hace cuatro siglos Galileo también tenía como objetivo comprender cómo funcionaba el universo. Los grandes descubrimientos vienen dispuestos por las herramientas con que cuentan los científicos. Y la metagenómica será para la microbiología lo que el gran colisionador de hadrones (LHC) para la física de partículas, o los escáneres cerebrales para el conocimiento del cerebro. Es una herramienta muchísimo más poderosa para reexplorar el mundo microbiano. Ya lo está haciendo Craig Venter en su búsqueda de genes por los océanos, ecólogos analizando ambientes extremos, y el consorcio del Proyecto del Microbioma Humano en el cuerpo humano. Y, normalmente, cuando la tecnología suministra nuevas lentes a la ciencia, suelen aparecer resultados inesperados.

Julie reconoce que todavía están en una fase inicial de exploración El artículo que publicó en Science era «sólo» una descripción de la diversidad de bacterias que había en las diferentes zonas del cuerpo humano, y cómo variaban entre individuos. Pero ya están empezando a buscar relaciones con enfermedades y trastornos. Colegas suyos que estudian los microorganismos del sistema digestivo ya han conseguido los primeros resultados, pero asegura que las grandes sorpresas están todavía por llegar. Más a título de curiosidad, me resultó interesante una investigación sobre si los brebajes de la medicina oriental pueden ser más eficientes allí que en Occidente debido a diferentes floras intestinales.

A los científicos les cuesta horrores soltar prenda antes de tener sus resultados publicados, pero al preguntarle a Julie si tienen indicios de que aparecerá algo sonado, contesta un contundente: «¡Desde luego! Estamos empezando a ver resistencia a fármacos, o relaciones con desórdenes que en principio no tienen nada que ver. Todo indica que los resultados serán muy claros, y el traslado a la práctica clínica será rapidísimo».

Abstrayéndonos todavía un poco más del tema, esta metagenómica que analiza los genomas de toda una comunidad de individuos representa a la vez una nueva era en la microbiología. Para los que os guste divagar, puede implicar incluso un cambio en el concepto de ser independiente. Los científicos están encontrando tanto popurrí bacteriano, tanta transferencia horizontal de genes, tanta flexibilidad, tantas combinaciones posibles, que la idea de organismo individual se está diluyendo, y trasciende a un conglomerado de genes que actúan en conjunto, estén dentro de unas pelotitas lipídicas u otras. Es decir, Julie Segre confiesa que en el fondo no persigue identificar microorganismos, sino genes bacterianos. La metagenómica es en realidad una «caza de genes» con diferentes funciones, y da igual si se agrupan de una manera o de otra. El universo microbiano es mucho más maleable de lo que pensábamos, hasta el punto de que ideas como el árbol de la vida de Darwin llegan a perder sentido.

LO SENTIMOS, DARWIN, TU ÁRBOL DE LA VIDA AÚN NO EXISTE

También en los NIH, pero desde el edificio de la Biblioteca Nacional de Medicina, Eugene Koolin fue así de taxativo: «La historia de la vida no puede ser representada como un árbol. En los últimos años esta idea ha perdido todo su sentido. Puedes realizar árboles de primates, o de vertebrados, pero ahora que podemos comparar secuencias genéticas, lo que construimos a nivel unicelular no son ni siquiera arbustos, sino redes. Las especies microbianas son una serie de genes con diferentes historias y trayectorias evolutivas». A lo que se refería Eugene era a la imposibilidad de establecer una jerarquía, un orden evolutivo lógico, entre los organismos procariotas.

Darwin y los naturalistas del siglo XIX empezaron a construir el árbol de la vida en función de las características externas de los diferentes grupos de animales. Un conejo estaba más emparentado con una liebre que con un caballo, y los tres más que a una sardina. Fácil Pero ¿qué hacíamos con los microorganismos? Bacterias, hongos, o amebas nos parecen insignificantes, pero al fin y al cabo constituyen la inmensa mayoría de las especies vivas sobre la Tierra. La idea de construir un árbol de la vida fidedigno se esfumó, hasta que en la década de 1970 apareció en escena la genética, y la posibilidad de emparentar especies comparando secuencias específicas de genes muy conservados. De esta manera, Carl Woese diferenció a las arqueas de las bacterias, y reaparecía el sueño de construir diagramas de relaciones evolutivas completas. Pero la ilusión se truncó de nuevo en la década de 1990, cuando los genetistas microbianos constataron que la transmisión de genes durante la reproducción era algo minoritario comparado con la enorme transferencia horizontal de genes que intercambiaban las bacterias como si nada. Incluso en células eucariotas observaban que la historia de la vida tenía poco de lineal. En estos momentos el sueño de dibujar un árbol de la vida completo ya ha quedado desterrado para siempre, al comprobar que no existe una relación jerárquica entre microorganismos.

Dejando de lado estas divagaciones, todo indica que en el siglo XXI la metagenómica nos puede llevar a la comprensión de una parte de la vida que —a diferencia de otros organismos como animales y plantas— no han podido ser estudiados. La primera vez que vi en Harvard al carismático naturalista Edward Wilson empezó su charla con una idea poderosa: «De la misma manera que los físicos están intentando conciliar la teoría cuántica con la relatividad, en biología debemos empezar a pensar en una unificación de la biología molecular con la ecología». Y la concluyó diciendo: «Si ahora pudiera empezar de nuevo a investigar, me haría microbiólogo».