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Más allá de los genes. Epigenética: las experiencias se pueden heredar

Hasta aquí, estábamos avisados. Los científicos nos anticipaban sus planes: vamos a secuenciar el genoma humano, con las células madre podremos regenerar órganos dañados, en el futuro conocerás tu predisposición genética a padecer determinadas enfermedades, nacerán hijos a la carta. En biología molecular hay más acumulación progresiva de pequeños conocimientos que grandes revoluciones científicas y cambios de paradigma en el sentido más kuhniano del término.

¡Ja! Sí que existe una disciplina donde podemos disfrutar del «¡Uau!» que acompaña al resquebrajamiento de las ideas preestablecidas: la epigenética.

El dogma que aprendí en mis clases de genética era el siguiente: si yo he nacido con genes de delgaducho, por mucho tiempo que me pase en el gimnasio la información genética que transmitiré a mis hijos continuará siendo esos genes originales de delgaducho. Levantar pesas durante dos horas al día afectará a la expresión de los genes en mis células musculares, pero de ninguna manera cambiará la secuencia de ADN que contienen mis espermatozoides. No hay la más mínima discusión al respecto. Insinuar que características adquiridas durante la vida podían ser heredadas por mi descendencia era un atentado contra los principios de la teoría evolutiva moderna, y recordaba esa pifia del bueno de Lamarck al intentar explicar por qué el cuello de las jirafas era cada vez más largo. Recapitulemos, porque quizá no desatinó del todo.

En el siglo XIX varios naturalistas querían entender sin recurrir a fuerzas sobrenaturales el proceso por el cual las especies iban evolucionando con el paso del tiempo. La visión de Jean-Baptiste Lamarck se representaba con el siguiente ejemplo: el cuello de las jirafas es cada vez más largo porque, a base de forzarlo para llegar a las hojas altas, va creciendo poco a poco y eso se hereda de padres a hijos. Darwin, en cambio, propuso que en épocas de escasez de alimentos las jirafas con cuellos largos tenían acceso a más hojas, lograban alimentarse mejor, y eran las que lograban sobrevivir y dejar más descendencia. La selección natural iba eliminando progresivamente los cuellos cortos.

Durante bastante tiempo ambas teorías coexistieron. Aunque la explicación de Darwin fue ganando partidarios, no había razones para negar que el lamarckismo también pudiera jugar un papel importante en la evolución de la vida sobre la Tierra. Ambos mecanismos eran absolutamente compatibles.

Sin embargo, años después y casi sin proponérselo, un monje austríaco que pasaba sus días cultivando y cruzando meticulosamente diferentes variedades de guisantes empezó a quitar sentido a las ideas de Lamarck. Prácticamente sin salir de su huerto, Gregor Mendel descubrió que sus guisantes heredaban las características físicas mediante unidades de información individuales, que se mantenían invariables durante generaciones. Años después, la biología moderna constató que dichas unidades de información eran genes compuestos por una larga combinación de A, G, T y C (adenina, guanina, timina y citosina) que pasaba inalterada de padres a hijos. El lamarckismo quedó desterrado. Podían ocurrir mutaciones e intercambio de genes, pero no había ningún mecanismo que explicara cómo la jirafa transmitía el esfuerzo de alargar su cuello a su descendencia. Era imposible. Hasta el siglo XXI.

Primero debemos asimilar algo muy importante: la información genética no es sólo la secuencia de bases del ADN. Hay una gran cantidad de fenómenos que regulan la expresión de los genes, los activan, o los silencian. Esto forma parte del desarrollo y el funcionamiento normal de las células, pero también de cómo se adaptan a las circunstancias concretas a que su organismo las fuerza a vivir. Estos fenómenos epigenéticos son la manera como el entorno modula tus genes, y puede hacer que ante experiencias determinadas —una hambruna, enfermedades, un tipo de dieta u otra, períodos de mucho ejercicio, estrés— genes específicos estén más activos o menos.

Existen varios mecanismos epigenéticos. Uno es la modificación de historias, las proteínas que logran la hazaña de empaquetar un finísimo hilo de ADN de un metro en un espacio de 0,01 milímetros en el interior de cada una de tus células. Otro, quizá el más relevante, es la metilación del ADN. Los grupos metilo son unas pequeñas moléculas químicas que se enganchan en algunas bases nitrogenadas de tu ADN para dejar inactivos a ciertos genes. Es un proceso muy habitual, y existen patrones de metilación muy bien conservados que se transmiten de manera normal de padres a hijos. Pero también hay metilaciones que se producen sólo en función de las experiencias que sufras durante tu vida, para adaptarse a condiciones concretas en que te toque vivir. Y, lo más sorprendente, rompedor y neolamarckiano: los biólogos moleculares han comprobado que algunas de estas metilaciones pueden reflejarse en las células germinales y ser heredadas por la siguiente generación. Las experiencias se reflejan en tus genes, y algunos caracteres adquiridos durante tu vida sí pueden ser transmitidos a tus hijos. Esto representa un cambio de paradigma enorme. Todavía falta establecer el grado en que esto ocurre, y cuán estables son esas modificaciones en el tiempo, pero en los últimos años las evidencias de esta herencia epigenética se han ido acumulando.

Uno de los primeros y más significativos estudios que salió a la luz fueron los experimentos con ratones agouti. Los ratones agouti son amarillentos, pero tienen una peculiaridad: pueden transformarse en marrones siguiendo una dieta rica en grupos metilo. La secuencia de su ADN no cambia en absoluto, pero la metilación de ciertos genes provoca un cambio de color que, como no era de esperar, es heredado por sus descendientes. Es decir, el ratón nace amarillo, se hace más marrón debido a la metilación, y sus hijos nacen marrones. Hace diez años, la inmensa mayoría de los biólogos hubieran apostado a que serían amarillos de nuevo.

No es un caso aislado. Otro estudio publicado en 2009 hacía que ratones crecieran en un entorno cargado de estímulos para ver si desarrollaban una mejor memoria a largo plazo. Lo lograban claramente. Pero lo más inverosímil fue que las crías de los ratones estimulados también poseían mejor memoria a largo plazo que las crías de los ratones controles. Los autores de la investigación propusieron mecanismos epigenéticos de metilación para explicar esta herencia, y sugirieron que si un fenómeno similar ocurriera en humanos, la efectividad de la memoria de uno durante su adolescencia podría estar influenciada por las experiencias estimulantes vividas por su madre durante su juventud.

Ir tan lejos son todavía elucubraciones, pero el mito ya se ha roto. La herencia epigenética ha quedado harto demostrada y sólo falta entender mejor su alcance. Lo que hagamos durante nuestra vida puede dejar huella en la información genética que transmitimos a nuestros hijos y heredarán nuestros nietos. Como ocurrió durante la hambruna sufrida en Suecia en el siglo XIX, cuyos efectos se manifestaron durante varias generaciones.

«Si lo piensas bien, tiene mucho sentido evolutivo —me explicó el experto en epigenética español Manel Esteller cuando nos encontramos en un congreso sobre esta disciplina en los Institutos Nacionales de la Sallud en Washington D.C.—. Los genes son la información básica, la materia prima, pero es necesario que se modulen de alguna manera. Y parecería lógico que estas adaptaciones se transmitieran a la siguiente generación, ¿no? Imagínate una mujer asiática que llegue a Estados Unidos y tenga una dieta totalmente diferente. La secuencia de sus genes no cambia, pero la expresión de ellos lo hace sin duda. No sería extraño que transmitiera algo a sus hijos para que nacieran mejor preparados ante el entorno en que les tocará vivir». Suena como una herejía para el darwinismo, pero no lo es en absoluto. Este cierto neolamarckianismo es compatible con la selección natural. Simplemente, «aceleraría un poco el lento mecanismo evolutivo basado en los cambios en la secuencia del ADN y posterior selección», afirma Esteller.

Es un cambio conceptual tan provocador que disculpa la injusticia de hablar de este ínfimo aspecto de la epigenética en lugar de a lo que se dedican el 99 por ciento de los investigadores en este campo: las implicaciones de los procesos epigenéticos en medicina. Desde que en 1995 se descubriera el primer caso de cáncer causado por la inactivación por metilación de un gen supresor de tumores, se han ido acumulando asociaciones de alteraciones epigenéticas con gran cantidad de enfermedades. «Incluso ya hay cuatro fármacos aprobados para la leucemia y el linfoma», explicaba Manel Esteller, todavía entusiasmado tras haber asistido días antes a la presentación en Madrid de un medicamento para un tipo específico de leucemia sin tratamiento hasta entonces. La epigenética está en plena explosión. Manel explica que los alcohólicos están hipometilados por la falta de vitamina B12, y ese déficit podría estar implicado en el cáncer de hígado y la cirrosis hepática. Que se podría aprobar un marcador epigenético para el cáncer de próstata que daría menos falsos positivos que la prueba del PSA. También cuenta que están monitoreando gemelos que desarrollan diferentes enfermedades para distinguir la influencia de la epigenética. Y que han empezado a seguir los pasos del genoma humano para hacer un mapa del epigenoma humano completo y poder comparar células sanas con enfermas. Incluso tapan ojos de ratas durante semanas para averiguar si la expresión de sus genes se modifica debido a metilaciones y pueden explicar que en ocasiones un ojo domine sobre otro. O si ser zurdo o diestro depende de marcas epigenéticas en los primeros instantes de tu desarrollo.

Es impactante. Abandono a Manel y el congreso de epigenética convencido de la importancia que todo esto tendrá para la medicina. Pero yo todavía sigo dándole vueltas a que la secuencia del ADN sea sólo una parte de la información que contienen mis genes, y que sea mucho menos estable y determinista de lo que me imaginaba. La dieta que siga, el ambiente que me rodee, o las vivencias que experimente van a modular mi material genético activando y desactivando genes mediante modificación de histonas, ARNs de interferencia, o metilación. Y lo más inquietante: mis hijos podrían heredar algunas de esas adaptaciones.