Recuerdo pasar un fin de semana de febrero en las montañas nevadas de New Hampshire al norte de Boston, estar descansando dentro de la casa de campo alquilada con unos amigos, ir pasando las páginas de una revista por inercia sin prestar demasiada atención, y encontrarme un anuncio que me dejó perplejo: una crema de rejuvenecimiento… ¡a base de células madre! Impresionante… En el texto se podía leer que dicha emulsión reactivaba las células madre indiferenciadas que tienes en tu piel, dejándola suave, sin arrugas, y con aspecto joven, muy joven. ¿Sería eso posible? Casualmente, entre el grupo estaba Katrin Arnold, una científica alemana que hacía su investigación posdoctoral en la Harvard Medical School en reprogramación celular y medicina regenerativa. Le mostré la revista, y la habitualmente tranquila Katrin se transformó. «¡Cómo se atreven!», exclamó indignada, entre otras reprobaciones de tono más agresivo.
Parecía claro que era un engaño publicitario. Pero confieso que tuve la duda de si —por rebuscada que fuera— quedaba algún resquicio de veracidad en tal afirmación ¿Se atrevería una empresa a anunciar algo rotundamente falso? Como sabía que semanas más tarde teníamos un seminario en el Whitehead Institute del MIT con uno de los principales expertos en reprogramación de células madre, recorté el anuncio y me lo llevé de vuelta a Boston. «Esto es imposible —dijo entre risas pero con contundencia Rudolf Jaenish cuando tras la sesión le mostré la publicidad de la crema—. En parte es culpa nuestra», reconoció ante mi sorpresa.
Las células madre han sido a menudo presentadas por los propios científicos como el Santo Grial de la medicina, la gran esperanza de la medicina regenerativa, o incluso la fuente de la juventud. Cuando en 1998 lograron aislar y multiplicar células madre embrionarias en placas de cultivo, sus expectativas se desbordaron. Empezaron a pedir financiación anunciando grandes promesas; pero una vez concedidas, empezaron a reclamar calma. Será su inconsciente, pero si escuchas a un científico hablando en los medios antes o después de tener respaldo económico para su proyecto, notarás que su grado de optimismo es bastante diferente.
¿Hay motivos reales para depositar tantas expectativas en las células madre? No te quede la más mínima duda. En el camino los científicos se han encontrado con dificultades inesperadas, pero la investigación en células madre está siendo una de las más apasionantes en la biomedicina del siglo XXI. Sobre todo desde la llegada en 2006 de un nuevo tipo de células madre que contribuyó a cerrar el cansino debate sobre adultas versus embrionarias.
Recapitulemos: a lo burdo, una célula madre sería aquélla que todavía no está del todo diferenciada y mantiene la capacidad de convertirse en un tipo u otro de célula en función de los estímulos químicos que reciba. En los tejidos de tu cuerpo que se regeneran rápido, como la piel, la parte interior del intestino, o la sangre, tienes reservas de células madre adultas que pueden, por ejemplo, convertirse en un tipo de célula sanguínea u otra. Estas células madre adultas —que también se pueden obtener de la sangre del cordón umbilical— ya han sido utilizadas con éxito en numerosas ocasiones, pero su potencialidad está muy limitada porque sólo pueden generar células del tejido del que forman parte. En cambio, cuando un óvulo fecundado empieza a dividirse, algunas de esas primeras células terminarán convirtiéndose en neuronas, otras en músculo, otras en hueso, en hígado, en páncreas. Si las extraes antes de que eso ocurra y las cultivas en un estado indiferenciado, tendrás «células madre embrionarias», que en teoría podrías llegar a convertir en cualquier tipo celular que te convenga. Si tus células pancreáticas están dañadas y no producen suficiente insulina, coges células madre embrionarias, haces que se transformen en pancreáticas, y te las inyectas para intentar curar tu diabetes. Y si has tenido una lesión de médula espinal que te mantiene en una silla de ruedas, podrías intentar convertirlas en neuronas motoras que te devuelvan la capacidad de caminar. Las posibilidades están ahí, a la vuelta de la esquina. Pero, evidentemente, no es tan sencillo. Un primer requisito es aprender bien el lenguaje químico que le diga a una célula «Quiero que ahora seas una neurona dopaminérgica, o un leucocito». Luego está el gran reto de hacerlo de manera segura sin que aparezcan tumores o problemas de salud tras el tratamiento. Y, finalmente, está el inconveniente del rechazo inmunológico. Este último contratiempo podría evitarse si los embriones utilizados para conseguir células madre fueran clones tuyos con tu mismo material genético; pero esto añadiría una nueva dimensión de problemas técnicos y éticos. En el plano ético es donde se situaba el debate entre conservadores como George W Bush, que se oponían a la investigación con embriones humanos, y aquéllos que consideraban todavía menos ético no utilizarlos para intentar curar enfermedades.
Resulta curioso observar cómo, en los debates a principios de la década, quienes se sentían forzados a encontrar argumentos de peso para defender su posición eran los científicos, que pretendían convencer a una sociedad recelosa de la necesidad de utilizar embriones humanos sobrantes de tratamientos reproductivos para investigar. Pero, poco a poco, la opinión pública se fue desplazando y pasaron a ser los detractores de las células madre embrionarias quienes se veían obligados a justificar su oposición ante tal esperanza.
Por suerte, el debate empezó a diluirse cuando la percepción social se hizo claramente favorable a la investigación con células madre embrionarias. Pero prácticamente desapareció del todo con la llegada de una nueva e inesperada posibilidad: conseguir reprogramar células adultas del propio paciente a un estado pluripotencial equivalente al de las células madre embrionarias. De esta manera, tienes células de total potencialidad pero sin los problemas médicos del rechazo ni los éticos del uso de embriones.
Rudolph Jaenish era uno de los grandes expertos en este campo. Durante su intervención insistió en que las investigaciones en células madre adultas y embrionarias debían continuar porque generaban una información científica muy relevante y podían dar buenos resultados ante ciertas enfermedades concretas. Pero no pudo disimular que, para él, la apuesta más prometedora y donde se avecinaban futuros grandes éxitos era sin duda esa novedosa reprogramación celular: inducir a una célula de la piel a que se convirtiera en algo equivalente a una célula madre embrionaria.
No era para menos. Pocos meses atrás su equipo había conseguido reprogramar con éxito unas células de la piel llamadas fibroblastos, transformarlos en células sanguíneas, y curar con ellas ratones aquejados de anemia falciforme. Fue un hito. La única suspicacia que tenía era que uno de los factores necesarios para lograr esa reprogramación era el oncogen c-Myc, que provocaba la aparición de tumores al cabo del tiempo. «Veremos qué ocurre en dos años», dijo Jaenish antes de despedirse. Era marzo de 2008.
No habían pasado dos años cuando tuve la oportunidad de estar en los Institutos Nacionales de la Salud de Washington D.C. con el pionero y gran héroe de la reprogramación celular: el simpático, recatado y casi seguro futuro Premio Nobel Shin’ya Yamanaka. Éste explicó los pasos que le llevaron a ser en 2006 el primer científico en conseguir reprogramar una célula adulta hasta convertirla en una célula madre pluripotencial inducida (iPS).
Qué poder tienen las imágenes. Jaenish nos lo había explicado, pero cuando Shin’ya Yamanaka mostró un vídeo de una célula humana de corazón latiendo y de golpe dijo «¿Saben qué?, seis meses antes de ser grabada esta célula era un fibroblasto de la piel»», volví a tener esa sensación de «¡qué barbaridad!». Era imposible quedarse indiferente ante tal transformación. Si diez años atrás se lo hubiera contado a mis profesores de la Facultad de Bioquímica en Tarragona posiblemente me habrían respondido: «Imposible». Y hace tan sólo cuatro años era algo inimaginable salvo para unos poquísimos investigadores como Yamanaka, que confesó haber puesto a trabajar a un becario suyo en un proyecto tan arriesgado «porque acababa de publicar en Nature, y si pasaba tres años sin obtener resultados no iba a ser tan grave».
Sin poder olvidar la imagen del fibroblasto transformado en célula cardíaca tras pasar por un estado de iPS, sólo podía vislumbrar la posibilidad de reparar el tejido cardíaco dañado del propio paciente sin problemas de rechazo inmunológico ni requerir incómodas células madre embrionarias. Pero ¿qué pasaba con los riesgos de crecimiento descontrolado y tumores que Jaenish había citado meses antes? Yamanaka no tardó en abordar esta cuestión El oncogen c-Myc ya no era imprescindible para conseguir inducir pluripotencia en las células iPS. De hecho, a esas alturas ya se habían podido reprogramar sin el Oct3/4, el Sox2, o el Klf4, que eran los otros factores que en su momento parecían esenciales. Sin embargo, el fantasma de los tumores todavía no había desaparecido. Yamanaka explicó que el procedimiento de terapia celular seguido en ratones era: 1) coger células de su piel; 2) reprogramarlas a ese estadio pluripotente similar a las células madre embrionarias; 3) hacer que se multiplicaran hasta tener una cantidad suficiente de células; 4) diferenciarlas en, por ejemplo, neuronas, y 5) transferirlas al cerebro de los ratones.
Y lo que al final observaba era que, si en las placas de cultivo les quedaban algunas células iPS sin diferenciar (y en mayor o menor grado esto siempre ocurría), cuando eran trasplantadas al cerebro terminaban generando un tipo de tumores llamados teratomas. Conclusión: las iPS tenían muchísimas más ventajas que las células madre embrionarias, pero todavía existía la gran duda de cuáles iban a ser más seguras. Yamanaka, como Jaenish, confiaba en que terminarían imponiéndose las iPS, pero insistía en la necesidad de investigar mucho más hasta averiguar cuál era el proceso y la receta de factores de inducción más segura, y obtener métodos fiables de evaluación antes de utilizarlas en terapias.
Detalles técnicos aparte, la llegada de las iPS ha supuesto otra consecuencia interesante: el casi olvido de la clonación ¿No es cierto que ahora se oye hablar muchísimo menos de ella? Ha perdido su sentido terapéutico. El rechazo inmunológico en las células madre embrionarias era la excusa perfecta para investigar en la clonación por transferencia nuclear: generar un embrión que sea tu clon, y extraer de él las células madre que te van a curar. Era un asunto controvertido por las grandes dificultades técnicas, la enorme cantidad de óvulos humanos que se requerían en los experimentos, y la posibilidad de que algún científico intentara seguir con el desarrollo embrionario hasta el nacimiento de la primera persona clonada. En estos momentos quedan pocas excusas para perseguir esta técnica, ya que las iPS son una forma mucho más fácil de conseguir casi lo mismo sin esos inconvenientes.
¿Significa esto un adiós definitivo a la idea subyacente en la clonación? No del todo. En 2009 nacieron ratones cuyo origen fue una célula de la piel reprogramada a célula madre iPS. Verdaderamente espectacular. No hace falta que especifiquemos las posibilidades que esto ofrece.
A veces uno puede tener la sensación de que la ciencia avanza despacio, y siempre que se soluciona un viejo problema aparece uno nuevo. Pero si nos detenemos a pensar dónde estábamos hace diez años en el campo de las células madre, debemos reconocer que los progresos están siendo más que notables. Sin duda, algún día dispondremos de células madre propias para curar nuestros tejidos dañados, en lo que promete ser una nueva era de la medicina regenerativa.