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Liberados de los genes: Darwin no explica el amo

La psicología evolucionista nos puede explicar de dónde venimos, pero la vida que llevaron nuestros ancestros no es ni de lejos la mejor referencia para intentar comprender la conducta humana actual. Sobre gustos quizá los genes no tengan tanto escrito. Han delegado la responsabilidad de vivir al cerebro, la educación y la cultura. Y eso es una suerte, porque no estamos programados para construir un mundo más justo y sostenible.

Recuerdo el momento de esquizofrenia intelectual experimentado tras leer un extensísimo reportaje en la revista Time sobre la ciencia del romanticismo y la perspectiva evolutiva del amor. El tema era cautivador, pero resulta que encontré mezcladas referencias a estudios empíricos, que me gustaron muchísimo, con especulaciones que daban incluso repelús. Y es que, a veces, todo cuela dentro del mismo saco. No me malinterpretéis; el reto de intentar comprender la naturaleza humana es fascinante. Pero cuando algo te apasiona, también te vuelves más quisquilloso. Y justamente uno de los campos que más desasosiego generó al sumiller científico durante su estancia en Boston fue la aplicación de la lógica evolutiva a la interpretación de nuestro comportamiento.

Mi planteamiento humilde pero radical es el siguiente: la famosa frase de Dobzhanski, «Nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución», se ha exagerado hasta el sinsentido. No me malinterpretéis; evidentemente, la evolución ha ido perfilando tanto nuestro cuerpo como nuestra mente con el objetivo de sobrevivir y dejar descendencia. Eso queda fuera de cualquier duda. Pero cuando leemos algunas de las historias escritas por los psicólogos evolutivos más deterministas para interpretar el comportamiento humano actual, el peso que le otorgan a las condiciones en que vivieron nuestros ancestros me parece del todo desorbitado.

Por ejemplo, no me creo que hoy en día los hombres decidamos con quién compartir nuestra vida fijándonos en los pechos y las caderas anchas que indiquen alimento para las crías. Ni las mujeres en hombros fuertes que permitan a sus proveedores de recursos cargar más comida durante sus viajes por la sabana africana. Y argumentar que la versión actual de la espalda ancha es el coche deportivo, que indica estatus económico, resulta todavía más simplista. Si alguien decide dar importancia a los recursos en la selección de pareja, no será por un condicionante evolutivo inconsciente. Se dice que las mujeres son más fieles porque sólo pueden tener un hijo cada nueve meses y los hombres uno en cada encuentro. Y que ellas evitan tener sexo en la primera cita porque sus genes necesitan más garantías de compromiso. En la sociedad actual, esto ya no tiene sentido alguno. Y todavía me convence menos que el amor esté programado para durar cuatro años porque es el tiempo que el bebé requiere ser cuidado por sus progenitores. Esto último no es ciencia ni es nada. ¿O es que hay algún experimento que pueda ponerlo a prueba? Ésta es una de las claves. Muchas aseveraciones que justifican cualquier acto desde una perspectiva evolutiva son sólo historias que encajan y generan un «Ah, claro». No penséis que es un arrebato. Arrastro la espinita sobre la duración cuatrienal del amor desde la primavera de 2005, cuando siendo todavía editor del programa Redes hicimos un episodio sobre el enamoramiento y no logré convencer a una guionista de que, por mucho que lo hubiera dicho un científico, no dejaba de ser un completo desatino.

Insisto: no niego que levemos en nuestras células los mismos genes de nuestros antepasados homínidos y compartamos una predisposición a ser monógamos sucesivos, o a percibir unos cuerpos como más atractivos que otros. Claro que nacemos condicionados. Pero la lógica evolutiva está sobrevalorada como interpretación del comportamiento del ser humano moderno. En nuestra especie, los genes han delegado la responsabilidad de vivir al cerebro, y éste —por suerte— se deja manipular muchísimo por el entorno, la educación y la cultura con que le toca lidiar. De hecho, esta enorme plasticidad cerebral que los científicos están constatando —y que no se limita sólo a las primeras etapas de la vida— podría ser uno de los más preciados regalos que nos ha concedido la evolución. Nacemos con unos condicionantes básicos, pero predispuestos a que sea el entorno el que termine tejiéndolos.

Las críticas más duras a la psicología evolutiva —siempre desde dentro de la comunidad científica— podrían ser encarnadas por el filósofo de la ciencia David Buss en su libro Adapting Minds. Buss alberga dudas sobre la existencia de una naturaleza humana que sea tan universal, estanca y bien definida; y argumenta en contra de que nuestro comportamiento actual pueda explicarse por las presiones selectivas vividas hace decenas de miles de años, cuando todavía éramos cazadores-recolectores. La objeción más repetida a la psicología evolutiva es su debilidad científica a la hora de poner a prueba ciertas hipótesis. Las coherencias evolutivas resultan muy sugestivas, y cuando las explicas suenan muy convincentes, pero a veces les falta consistencia.

Su gran argumento suele ser que la información genética del Homo sapiens no ha cambiado significativamente en los últimos 100.000 años, aunque esto también está cada vez más en entredicho. Los genetistas están observando que los grandes cambios culturales sufridos por nuestra especie han actuado como una fuerza evolutiva que, de hecho, nos ha hecho evolucionar genéticamente incluso más rápido. La adaptación a la lactosa es quizá el ejemplo más citado, pero se han descubierto centenares de cambios genéticos seleccionados por actividades humanas recientes; algunos de ellos, incluso involucrados en funciones cerebrales. Esto es importante. Y aunque más controvertido, también falta esclarecer el papel de la epigenética; modulaciones de la actividad de nuestros genes inducidas por el entorno, y que pueden alcanzar las líneas germinales y mantenerse durante varias generaciones. Con todo ello, la consabida afirmación de que si ahora naciera un Homo sapiens de hace 100.000 años no lo distinguiríamos de nuestros hijos, no está tan clara.

Mis dudas se incrementaron cuando percibí que incluso en Harvard, uno de los feudos del estudio evolutivo de nuestra naturaleza, científicos como Pinker, Hauser o E. O. Wilson rebajaban su tradición determinista. En una multitudinaria charla a finales de 2007 el carismático Edward Wilson abogó incluso por reinterpretar los fundamentos teóricos de su sociobiología. Rompió con su anteriormente defendido reduccionismo genético diciendo que las adaptaciones a nivel puramente de grupo también juegan un papel muy importante en la evolución del comportamiento social, y recalificó de simplista el egoísmo genético como única explicación de la conducta animal. En otra charla, Stephen Pinker —junto con Dawkins y Dennet, uno de los mayores divulgadores de la psicología evolutiva— reconoció que nadie esperaba observar la velocidad a la que están cambiando nuestros genes, y admitió que debían revisar esa asunción de que nuestros cerebros no han cambiado desde la Edad de Piedra. Marc Hauser todavía fue más lejos durante una conversación que mantuvimos en su despacho: «En algunos asuntos específicos de la mente humana he cambiado mi forma de pensar respecto al poder de la lógica darwiniana. He perdido cierta fe en el programa adaptativo para explicar o predecir algunos aspectos de nuestro pensamiento».

Somos primates, desde luego. Sólo hace falta observar a nuestros primos macacos y chimpancés para ver qué comportamientos básicos del mundo animal forman parte intrínseca de nuestra naturaleza. Podemos aprender muchísimo de ellos, sobre todo porque nos permiten hacer experimentos para contrastar sus capacidades cognitivas y sociales con las nuestras. También podemos aprender una barbaridad descubriendo cómo vivían nuestros antepasados y qué presiones tuvieron que superar para sobrevivir y dejar descendencia. Pero intentar encajar los comportamientos más sofisticados de las sociedades modernas bajo la óptica evolucionista a veces parece más un juego que una actitud científica.

RESPONSABILICEMOS A LA CULTURA, NO A LOS GENES

En teoría, si alguien flirtea con mi pareja mis genes me impulsarán a embestirle a cornadas para proteger mi estrategia reproductiva. La evolución nos sugiere que hagamos caso al más anciano de la tribu porque él ha sabido cómo sobrevivir durante muchos años. Nuestro instinto genético desconfía de alguien con un color de piel diferente porque puede ser un intruso peligroso. Y cuando unos exploradores hambrientos colonizaban nuevas tierras cazaban cualquier animal comestible sin plantearse la eliminación de ninguna especie. Sin embargo, nos halamos en la época menos violenta de la historia, asumimos la responsabilidad de cuidar nuestro planeta, la ciencia nos fuerza a dudar del conocimiento establecido y solucionamos los conflictos con normas no inspiradas en la supervivencia individual o del grupo.

La cultura y la educación nos están liberando de nuestra carga genética. Y esto es una suerte, porque no estamos programados para construir un mundo más justo y sostenible. La sociobiología y la psicología evolutiva pueden ser útiles para comprender cómo somos e indicarnos qué debemos modificar, pero nunca para justificarnos.

Analicemos el caso de los conflictos bélicos. Solemos decir que las guerras son un reflejo de nuestro bagaje genético. Puede ser cierto sólo en parte. En los últimos años hemos visto que el ser humano individual tiene muchísima más predisposición a la empatía y solidaridad que a la agresividad y el egoísmo. Es en el grupo cuando observamos esa malévola tendencia a apoyarnos de manera interna para enfrentarnos despiadadamente contra grupos opositores. ¿Cuál es la lección que se extrae? Trascender nuestra biología y construir grupos sociales abiertos en lugar de cerrados predestinados al conflicto. La ciencia nos indica que lo natural es agruparse, defender lo propio y competir con lo ajeno, pero no tenemos por qué seguir sus órdenes. Los niños educados en ambientes donde conviven diferentes razas son menos discriminatorios. Una actitud abierta a la diversidad de opciones religiosas, políticas, lenguas u organizaciones sociales disminuye la tendencia a formar grupos con identidades fuertes, cerradas y perniciosas, que inducen de manera inexorable a la confrontación Debemos saber gestionar las emociones grupales además de las individuales, y sabemos que es posible. Los genes nos condicionan, pero no determinan Somos seres maleables por nuestro entorno. De las guerras debemos culpar a la cultura o la religión, no a la biología.