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Cuando la ciencia y Dios se buscan

En el pasado la ciencia y la religión solían ir cada una por su lado. Compartían algún objetivo común, pero ni la una ni la otra tenían demasiado interés en acercar posiciones. A los respectivos demonios, mejor ni mencionarlos.

Esto ha cambiado considerablemente en los últimos años; cada vez aparecen más iniciativas en busca de una convivencia filosóficamente armoniosa, promover el diálogo, pulir asperezas, o incluso explorar qué pueden aportarse. Para muchos es un debate estéril porque la ciencia y la religión pertenecen a mundos completamente separados; son irreconciliables como el agua y el aceite. Quizá sea así, pero hay quien se empeña en tratar de disolverlos. Por ejemplo, algunas ramas de la neurociencia tratan de explicar la creación de Dios en nuestros cerebros, y por su parte la religión busca con mayor sigilo acercarse a la ciencia de una manera que permita respaldar sus creencias.

Empecemos por el principio y con algo muy obvio: hay científicos que creen en Dios y defienden abiertamente la compatibilidad absoluta de la ciencia y las creencias religiosas. ¿Cómo es eso posible? Mi visión particular es que puede serlo sólo si contemplan fenómenos diferentes. Un buen representante de la postura conciliadora es Owen Gingerich, reconocidísimo historiador de la astronomía y autor del libro God’s Universe.

Visité a Gingerich en su despacho de Harvard, donde tiene tres cajas fuertes donde guarda su valiosísima colección privada de libros y obras originales de Galileo y Copérnico. Hablamos de este período de la física, del cual está considerado uno de los mayores expertos del mundo, pero también del planteamiento lógico que comparte con tantísimas otras personas: las leyes de la naturaleza son las que rigen el mundo, pero cuando observamos la complejidad del universo, la precisión con que encajan todas las leyes físicas, o lo bien afinadas que están las constantes de la física, cuesta pensar que todo sea fruto del azar. Para Gingerich, es mucho más coherente pensar que algo o alguien diseñó en primera instancia este maravilloso universo. Gingerich está convencido que sí hubo un creador inicial; pero de ahí a milagros, ascensiones a los cielos, o saltarse la teoría de la evolución, nada de nada.

Esta posición podría recordar a la del propio Albert Einstein, cuyas palabras «Creo en el Dios de Spinoza, que se manifiesta en la extraordinaria armonía de todo lo que existe», tan a menudo se han malinterpretado. Einstein no creía de ninguna manera en la figura de un Dios todopoderoso y personal que pudiera saltarse las leyes de la física si alguien se lo solicitaba. No iba a la sinagoga, ni creía en la inmortalidad, y atacó reiteradamente las creencias religiosas. Sin embargo, al final de su vida escribió varios ensayos donde dejaba entrever cierto sentimiento espiritual al observar las leyes de la naturaleza: «Si hay algo en mí que pueda ser llamado religioso es la ilimitada admiración por la estructura del mundo, hasta donde nuestra ciencia puede revelar». Este «hasta donde la ciencia puede revelar» es la clave para entender la aparente coexistencia de la ciencia y la religión en un gran número de investigadores.

Otros van bastante más lejos y, por absurdo que parezca, pretenden justificar científicamente la existencia y milagros del creador. En La física de la inmortalidad, Frank Tipler busca explicaciones científicas a la resurrección, o a que una persona virgen pueda engendrar a un hijo varón Según Tipler, las creencias esenciales del cristianismo son consistentes con las leyes de la física. Se trata de dogmatismo disfrazado de investigación, y es un buen ejemplo del acercamiento de la religión a la ciencia para justificar sus posturas. Como enfoque es muy poco científico que digamos.

Pero la ciencia también busca a la religión. Tradicionalmente pretendía esquivarla, pero ahora empieza a resultarle un fenómeno interesante de investigar. Asume que en algún momento de la historia fuimos nosotros los que creamos el concepto de Dios y no a la inversa, y siente curiosidad por comprender tanto su origen como los efectos que Dios puede causar en nosotros mediante la imaginación.

Lo primero es aceptar la religión como algo natural e inherente a los seres humanos. Exista o no, parece que la selección natural ha tenido motivos suficientes para favorecer a los individuos o grupos sociales con predisposición a creer en Dios. Si esto es así, entonces podríamos intentar localizar su sustrato biológico en el cerebro y tratar de analizarlo desde una perspectiva científica. Esto es lo que buscan los neuroteólogos. Uno de los estudios más famosos fue el de Michael Persinger, que cuando estimuló partes del lóbulo temporal izquierdo de su cerebro dijo notar una sensación de misticismo y experimentar a Dios por primera vez en su vida. En el libro Fantasmas en el cerebro, V. S. Ramachandran explica casos de pacientes con ataques epilépticos localizados en esa misma zona, que sufren experiencias espirituales extremadamente intensas. Algunos creen que allí estaría el «módulo de Dios» en el cerebro. Otros estudios que tuvieron mucha repercusión fueron los realizados por Andrew Newberg utilizando imágenes de resonancia magnética funcional (fMRI) para analizar los cerebros de monjes budistas tibetanos y monjas franciscanas mientras rezaban. En su libro Why God Won’t Go Away, explica su búsqueda de la localización en el cerebro de las experiencias místicas, e identifica el circuito cerebral de la espiritualidad. No concluye, claro está, si dicha actividad neuronal está generada internamente por el propio cerebro o si viene causada por «algo» externo. Y, de hecho, los resultados de sus investigaciones son interpretados de dos maneras muy diferentes: para los creyentes son una prueba de que Dios preparó el cerebro para la espiritualidad, y para los escépticos resulta obvio que Dios sólo es un beneficioso engaño ancestral de nuestro cerebro, un órgano no diseñado para buscar la verdad sino para sobrevivir.

Podríamos continuar páginas y páginas; hablar de los efectos de la fe en nuestra salud, o los rastros de conductas prerreligiosas en los homínidos que nos precedieron. Hay datos equívocos que pueden utilizarse para defender cualquier posición ideológica, pero al final, siempre se termina recurriendo a la coletilla «la ciencia no puede demostrar ni desmentir a Dios». Cierto; pero lo que sí puede es desmentir por sobrenaturales algunos de los milagros o explicaciones sobre la estructura del mundo ofrecidas por la religión. Y cuando la cosmovisión científica y la religiosa chocan, se recurre a una fe que elimina cualquier pretensión de encuentro entre ambas. La fe y la ciencia son filosóficamente antagónicas. ¿Complementarias? Puede ser; pero cuando el debate supera los primeros tópicos y se adentra en discusiones serias de verdad, muestran unas diferencias fundamentales que para mí las hacen absolutamente irreconciliables. Entre la ciencia y la religión puede haber espacios comunes, pero no compartidos. Uno las puede alternar, pero no combinar.