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Animales de laboratorio en el metro

El metro está llegando a Metro Center, una de las estaciones más concurridas de Washington D.C. Salgo del vagón y me encuentro de frente con un cartel de la asociación protectora de animales Personas por la Ética en el Trato de los Animales (PETA), quejándose de los mataderos, las cadenas de fastfood, y los experimentos en laboratorios.

Continúo caminando, y a escasos 20 metros aparece un cartel de otra asociación llamada Centro para la Libertad del Consumidor, en el que leo: «Ratas de laboratorio contra niños enfermos: ¿sabes que PETA está utilizando tu contribución para boicotear la investigación contra el sida y el cáncer de mama, sólo porque utilizan animales de laboratorio?». Curioso. No hago mucho caso, pero me giro y en el andén de enfrente veo un nuevo anuncio de PETA resaltando una frase de su directora Ingrid Newkirk: «Aunque la investigación con animales conduzca a la cura del sida, estaremos en contra de ella». Reacción inmediata: «¡Eso es pasarse!»

Normalmente, cuando asistes como espectador a un debate en el que no tienes una idea bien formada, te posicionas inicialmente en el medio y vas dejándote influir por los argumentos de los dos bandos que polemizan. Es como si estuvieras atado a una cuerda elástica, de cuyos extremos unos y otros van tirando con fuerza para intentar desplazarte todo lo posible hacia su posición. Pero a veces ocurre algo contraproducente: si una de las partes se excede y esgrime un argumento claramente desmesurado, tensa demasiado la cuerda elástica, ésta se rompe y te abalanzas de golpe hacia su opositor. Algo así sentí cuando leí la frase de la directora de PETA; me hizo perder mucha confianza en su organización.

Apoyo incondicional a todo lo que suponga humanizarnos, procurar un trato más ético a los animales, avanzar siempre hacia más derechos en lugar de menos, y denunciar atrocidades que sin duda todavía se están realizando. Pero ¿incondicional?, ¿a todo? Mujer, tampoco nos excedamos. Puede ser loable plantarle cara a la industria peletera, a las innecesarias torturas con productos cosméticos, y promover el mejor trato posible a las condiciones de vida de cualquier animal; pero pretender vetar de cuajo la experimentación animal en biomedicina es intolerable. Si la directora de una organización realmente promueve algo tan radical, quizá sí pierda un poco de credibilidad.

Lo primero que hago al llegar a casa es comprobar si, efectivamente, ha dicho esa frase y no está sacada de contexto. Parece que sí la pronunció, junto con otras sentencias del mismo estilo. Lo segundo es visitar las webs de PETA y la asociación ConsumerFreedom. La cosa se complica. Me da la impresión de que el contenido de la segunda es mucho más dudoso, manipulado y extremista que el de la primera. Algo me dice que la realidad se sitúa en algún punto intermedio entre ambos planteamientos, y debería regresar a una posición más ecuánime. Sí a la experimentación animal, pero con precauciones, y sin dar la espalda a las barbaridades que en ocasiones ha conllevado.

Sin alejarnos de las áreas científicas, una de las prácticas más denunciadas son las clásicas pruebas de cosméticos o detergentes como el test de Draize, en el que aplican dosis altísimas del producto a un ojo de un conejo para compararlo con el otro. O experimentos en los que se les hacen ingerir sustancias nocivas para analizar su efecto. En muchos de esos casos dichas pruebas son reemplazables y, de hecho, varias compañías lo han hecho sin disminuir la seguridad de sus productos ni los beneficios de sus ventas. Ante una crema antiarrugas etiquetada como «no experimentamos con animales» y otra convencional, muchísimas mujeres escogerían la primera aunque fuera un par de euros más cara. Las presiones de los activistas en ese campo están justificadas. Otro tema más peliagudo es la investigación biomédica y el desarrollo de fármacos más eficaces y seguros. Ahí en la gran mayoría de los casos la experimentación animal resulta todavía difícil de sustituir. No es un debate fácil, pues claramente hay un conflicto moral entre el rechazo al sufrimiento de unos animales y la mejora en la calidad de vida de otros. La ética se encarga de atajar estos juicios morales, dictando que debemos reducir al máximo posible el dolor y el número de los animales que se utilizan en los laboratorios. Eliminarlo resulta utópico y contraproducente por el momento.

Tú TAMBIÉN DECAPITARÍAS RATAS

Si nunca has trabajado en un laboratorio quizá estés pensando: ¿no tienen remordimientos estos desalmados científicos que sacrifican ratas?

Durante mis tiempos de aprendiz de científico, en unas prácticas de la licenciatura de bioquímica nos tocó decapitar ratas in vivo para conseguir gran cantidad de sangre sin que un proceso de muerte lenta afectara a ciertos niveles de proteínas y metabolitos.

Las cogíamos con firmeza, metíamos su cabeza en una guillotina, y ¡flup!, la cortábamos de cuajo. Luego inclinábamos el cuerpo decapitado en un vaso de precipitados, recogíamos la sangre chorreando de su cuello, estrujábamos un poco con las manos para que saliera el máximo posible, y nos apresurábamos a extraer el hígado y congelarlo inmediatamente en nitrógeno líquido. Yo no soy un desalmado insensible; al contrario, siento empatía por los animales y abogo por evitar su padecimiento inútil, pero confieso que en aquel momento no me daba la sensación de estar haciendo nada atroz, ni siquiera injustificado. Ahora me doy cuenta de que estaba siendo víctima de algo parecido al experimento de Stanley Milgram sobre la obediencia a la autoridad, y que me atrevo a sugerir afecta a un gran número de investigadores. El experimento de Milgram fue uno de los más impactantes en la historia de la psicología, al demostrar que personas normales que participaban en un estudio eran capaces de infligir dolor a otras simplemente porque el protocolo lo exigía. Si buscas en internet las grabaciones de este experimento, verás como un investigador recibe a dos voluntarios y les explica que la tarea de uno será contestar un test, y la del otro suministrarle pequeñas descargas eléctricas inofensivas cada vez que se equivoque. Ambos aceptan, y empieza el experimento. Hay un problema: la intensidad de las descargas es un poco mayor a cada error, y al cabo de varios minutos el voluntario que las recibe empieza a quejarse. El voluntario que las suministra consulta varias veces al director del experimento qué hacer, y éste siempre le pide que continúe. Lo hace hasta extremos inverosímiles. Evidentemente, el voluntario que grita de dolor es un actor que no recibe descarga eléctrica alguna, pero el otro esto no lo sabe. Resulta impresionante comprobar hasta qué límites las personas normales son capaces de provocar dolor a otros voluntarios inocentes, a pesar de oír sus reiterados lamentos y signos de desfallecimiento, dejándose llevar sólo por las exigencias del procedimiento y la autoridad del director. Todos pensamos que nosotros seríamos incapaces de llegar a los límites del experimento de Milgram, pero los inesperados resultados demostraron lo contrario, provocando un enorme revuelo y convirtiendo este experimento en uno de los más famosos del siglo XX.

Te podría ocurrir algo parecido si trabajaras en un laboratorio. Yo conocía bien a una investigadora del Instituto Nacional del Cáncer de Estados Unidos que inyectaba células tumorales en los ratones, dejaba que crecieran los tumores, luego suministraba fármacos sólo a algunos, y comprobaba si evolucionaban de manera diferente respecto a los controles. Un día le pregunté cuántos ratones utilizaba al año. «Yo sólo unos ciento cincuenta», contestó. «¿Sólo?». «Sí, no es mucho. Una compañera mía en estos momentos dispone de unos ochocientos exclusivamente para sus experimentos. Mi laboratorio se gasta el 15 por ciento de su presupuesto en ratones. Mucha gente utiliza más de mil cada año». «Utiliza.» Creedme que dicha investigadora es una persona sensible, le encanta la naturaleza, y siente un enorme respeto por los animales. Pero, de nuevo, no tiene ni el más mínimo conflicto interior a la hora de trabajar con ratones. Considera que son imprescindibles como modelos de enfermedades. ¿Siempre? Ésta es también una de las cajas negras que a los científicos les cuesta horrores abrir.

MODELOS ANIMALES INSERVIBLES

Un artículo publicado en agosto de 2008 en Nature pone el dedo en la llaga: la mayoría de los fármacos contra enfermedades neurodegenerativas como la esclerosis y el alzheimer, que han funcionad o enratones, no tienen ni el más mínimo efecto en los estudios preliminares con humanos. Esto está más que observado. Hay dos tipos de explicaciones, y ambas son radicales por diferentes motivos. La primera es la más obvia: el modelo no sirve; el cerebro de ratón es demasiado diferente al del humano, y lo que han estado haciendo miles de científicos no lleva a ningún sitio. Parece preocupante, pero la segunda explicación también se las trae: muchos experimentos publicados en revistas científicas están mal hechos. A veces, las muestras son demasiado pequeñas y no están diseñadas con suficiente rigor. La presión por publicar induce a vacíos metodológicos, quizá alguna que otra distorsión de los resultados, y hacer oídos sordos a las diferencias básicas entre ratones y humanos respecto a las características fisiológicas de la enfermedad. Además, los resultados negativos no se publican A la que rascamos un poco, no dejan de aparecer las imperfecciones humanas que le contagiamos a la ciencia.

Una de las conclusiones del estudio era que para ciertas enfermedades o estudios sobre el cerebro sería mucho más conveniente eliminar tanto estudio superfluo con ratones y buscar modelos animales con monos, incluso primates. Aunque mucho más caros y conflictivos éticamente, a la larga serían eficientes. Entramos en terreno pantanoso…

LOS NEUROCIENTÍFICOS CONTRAATACAN: ¿ESTÁS PREPARADO PARA VER ANIMALES DE LABORATORIO?

Recuerdo llegar una mañana de marzo de 2009 a mi oficina en el Departamento de Comunicación de los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos y encontrar a todos mis compañeros alterados, comentando las imágenes que habían visto la noche anterior en televisión: miembros de la Humane Society habían pasado nueve meses infiltrados en unos laboratorios de Luisiana grabando las terribles condiciones a las que eran expuestos chimpancés y otros primates. Se distinguían animales enloquecidos, autolesionándose, enjaulados y con heridas abiertas, siendo tratados violentamente por algunos cuidadores, y sometidos a experimentos que parecían muy dolorosos. Evidentemente, la institución se defendió diciendo que las imágenes estaban sacadas de contexto. No cabía duda alguna de ello, pero tampoco de que no en todos los sitios se cumplen las normas éticas de cuidado de los animales. El asunto aún resultaba más complejo porque el centro recibía ayudas del gobierno federal: 37 millones de dólares de los NIH, según su propia web. De inmediato se detuvo la actividad y se inició una investigación para descubrir la realidad de las irregularidades de ese centro, pero el daño ya estaba hecho. Por muchos progresos que se estuvieran logrando en las normas de protección de los animales, la difusión de esas imágenes fue un duro varapalo. Mostraba el margen de mejora que todavía queda por recorrer, pero, según los científicos, también transmitía a la opinión pública una visión completamente alejada de la realidad que se vive en los laboratorios de los países desarrollados, donde se siguen unas normativas éticas muy estrictas. De hecho, la comunidad científica empieza a estar harta de tanto ataque.

«¿Has padecido alguna vez lepra? Gracias a la investigación con animales, nunca lo harás». Éste es el mensaje en un cartel que vi en Boston de la campaña Research Saves, cuyo objetivo era concienciar a la población estadounidense sobre la necesidad de la experimentación animal en biomedicina.

En Estados Unidos sólo el 52 por ciento de los ciudadanos se declaran a favor de utilizar animales en la investigación científica, posiblemente por las persistentes campañas de asociaciones como PETA o Human Society, que se oponen a cualquier tipo de investigación animal diciendo que sus resultados no se pueden trasladar a humanos y, aunque así fuera, no resulta ético matar un animal para salvar una vida humana.

Lo segundo puede ser discutible, pero lo primero rotundamente falso, y los científicos están empezando a contraatacar activamente con campañas como la de Research Saves. Pero ésta es la versión light y educativa que exponen al público. En realidad, están muy indignados y en sus discusiones internas se muestran cada vez más agresivos contra las asociaciones protectoras de animales. Empiezan a pensar que la mejor defensa es un buen ataque.

Un editorial publicado a mediados de 2009 en la prestigiosa revista Journal of Neuroscience decía textualmente: «Los activistas por los derechos de los animales engañan a la gente». Y añadía: «Sus tácticas son vergonzosas, ilegales e inmorales, y han sido etiquetadas de terrorismo por el gobierno de Estados Unidos»[19]. Era la respuesta a las agresiones físicas, coches incendiados, destrozos en hogares, y amenazas de muerte que científicos de la Universidad de California habían recibido por parte de extremistas defensores de los animales. Algunos de esos activistas consideraban moralmente justificable asesinar a un científico que «torture» animales, promovían la quema de laboratorios, y reclamaban derechos legales idénticos entre humanos y animales.

El asunto era serio. Algunas de esas amenazas y ataques se habían perpetrado a científicos que cumplían con todos los protocolos establecidos, y se habían empezado a extender por otros estados. Al principio se ensañaron con quienes utilizaban monos, pero ya habían comenzado a agredir a investigadores que trabajan con ratones.

Son casos extremos. Pero más allá de ellos, los investigadores consideran que la opinión pública está distorsionada porque a la población sólo le llegan mensajes falsos y exageradas imágenes sacadas de contexto. Dicen que falta una información objetiva. Y aquí lo novedoso es que empiezan a culparse a ellos mismos.

En el editorial reconocen que no pueden continuar con su actitud pasiva. Deben empezar a explicar muy bien por qué necesitan trabajar con animales, y las fuertes restricciones que cumplen respecto a su trato. Pero, además, algunos sugieren abrir sus instalaciones al público y dejarle ver cuál es la realidad de la investigación animal. Otros opinan que no estáis preparados para verlo. ¿Cómo reaccionarías ante un mono encadenado de pies y manos con un electrodo insertado en la cabeza? Yo tuve la oportunidad de mirarle a los ojos en un laboratorio de neurociencia. La imagen es impactante, y la sensación inmediata es de aflicción hacia el animal Sin embargo, tras unos segundos ves que su cara no expresa sufrimiento alguno, y que cuando termina el experimento responde con cariño al investigador amigo que ha estado cuidándolo durante varios años. Saqué mis propias conclusiones de la experiencia, pero, por lo menos, tuve la oportunidad de hacerlo viendo el proceso completo. Pedí al investigador hacer una foto del mono encadenado. Se negó, porque estaba terminantemente prohibido. Dijo que ante una imagen así se les echaría la gente encima. Repliqué que mi tratamiento iba a ser objetivo y sólo mostraría la realidad, pero no hubo manera.

La situación se repitió casi de manera idéntica en un laboratorio diferente al cabo de unos pocos meses. Muy bien, no hay problema. Yo no explico lo que vi, pero entonces, científicos, no os quejéis si a la población sólo le llegan imágenes extremas y distorsionadas. El secretismo es sospechoso, y no os favorece. Muchos somos los que confiamos en vuestras palabras y estamos convencidos de la necesidad de la investigación animal, pero no nos pidáis que os creamos a ciegas. PETA no lo hace. Abrir o no de verdad los laboratorios al público es una discusión muy activa dentro del mundo de la ciencia.