Tras repasar con la carismática astrofísica de ochenta años Vera Rubin sus hallazgos sobre el movimiento de las galaxias y las repercusiones que tuvieron como confirmación de la existencia de la materia oscura en el universo, le pregunté si a lo largo de su carrera había sufrido alguna discriminación por el hecho de ser mujer Se echó a reír, y luego me explicó que cuando de joven iba a observar en el telescopio californiano Monte Wison, tenía que pedir hora en nombre de su marido porque a las mujeres no se les permitía la entrada. La excusa era que el telescopio no disponía de aseos femeninos. Ella cuenta que recortaba en un papel la típica silueta femenina caracterizada por una falda, y la colgaba con descaro en la puerta del servicio. «¿Veis? ¡Ya hay aseos para mujeres!», exclamaba. También me confesó que en aquella época estaba convencida de que, cuando se jubilaran los científicos machistas de la época, la nueva generación de jóvenes ya acostumbrados a trabajar con mujeres tendría una actitud completamente diferente.
No ha sido así y, a pesar de que en los últimos años en apariencia el machismo en la ciencia ha disminuido muchísimo, todavía encontramos indicios subliminales de que es un problema sin resolver.
Algo me dejó pensativo después de asistir a la primera edición del Festival Mundial de la Ciencia que se realizó en Nueva York en junio de 2008. Revisando su programa completo, la desproporción entre ponentes masculinos y femeninos no era tan exagerada, pero mi resultado particular de las conferencias y coloquios a los que asistí fue contundente: 22 a 0. Veintidós hombres y ninguna mujer. ¿Cómo se explica esto?, ¿se puede justificar?, ¿es el reflejo de alguna realidad?, ¿deberían haber sido más cuidadosos los organizadores y forzar la participación de mujeres en los eventos estrella?, ¿está la ciencia todavía tan dominada por los hombres? Estas preguntas me recordaron tres situaciones vividas de cerca durante mis últimos meses en Cambridge.
La primera fue una charla de asistencia voluntaria que nos ofrecieron a los diez Fellows (cinco hombres y cinco mujeres), para discutir sobre la teoría de cuerdas, la relatividad, la física de partículas, y lo que se esperaba del gran colisionador de hadrones en el CERN. Acudimos sólo los cinco chicos. «¿Os habéis fijado? —pregunté a mis colegas—. ¿Seguro que es casualidad? ¿No será que, por algún motivo, estos temas nos interesan más a nosotros que a ellas? Quizá al final sí resultará que la física es cosa de hombres…», añadí de forma irreflexiva y un tanto jocosa. No le di más vueltas, pero recuerdo que lo comparé con la clase de psicología a la que asistía los miércoles, donde la proporción de alumnas era tremendamente superior a la de chicos. Disculpad la sandez, pero me quedé divagando. Seguro que algún psicólogo evolucionista habrá escrito alguna de esas interpretaciones para justificar qué tipo de conocimientos atraen más al género masculino o al femenino. Claro está que el desarrollo en sociedad lo potencia o corrige, pero sí parece que las preferencias individuales pueden jugar una primera baza importante en el desequilibrio existente en algunas disciplinas.
La segunda reflexión vino al recordar el desafortunado incidente ocurrido en la propia Universidad de Harvard en 2005. Su ex director, Larry Summers, intentó justificar la menor presencia de mujeres entre el profesorado recurriendo a estudios que analizaban las diferencias biológicas entre las capacidades mentales de los hombres y las mujeres. Larry Summers dijo que la inteligencia media de los hombres y las mujeres era idéntica, pero que, según varias investigaciones, la distribución en los extremos es ligeramente diferente. En el caso de los hombres hay más representantes tanto en el lado de los más tontos como de los más listos. Y si esto era así, como Harvard era tan prestigiosa y sólo buscaba entre los mejores, resultaba normal que hubiera más hombre que mujeres. Sus cínicas palabras causaron un revuelo impresionante. Lo más lamentable es que recibió cartas de apoyo del estilo «Finalmente alguien se atreve a hablar sin tapujos del tema». Es patético. No se trata de si estos estudios eran ciertos o no; posiblemente lo sean. La barbaridad fue utilizarlos para tapar, para silenciar, para excusar, la indiscutible realidad histórica del machismo en la ciencia, y en concreto en la tradicionalmente sexista Universidad de Harvard.
El tercer encuentro con este asunto fue durante un seminario privado que tuvimos con Nancy Hopkins, reconocida experta en genética del cáncer y una activista contra la discriminación en la ciencia. Precisamente, Hopkins había asistido a la reunión donde Larry Summers pronunció las fatídicas palabras. Fue la primera que se levantó, abandonó la sala indignada, y denunció vehementemente este episodio con cartas a los periódicos y declaraciones a los medios. Nos contó que en pleno siglo XXI llegó a recibir numerosas amenazas anónimas. Pero Nancy Hopkins no podía callarse; ya llevaba mucho tiempo haciendo una cruzada contra el sexismo en la investigación como para aceptar tal provocación. Quizá su estudio más significativo fue el realizado a finales de la década de 1990, en el que se puso a medir el espacio de los laboratorios y los despachos que tenían asignados los científicos y las científicas de su propia universidad, el MIT. Tras un extenso análisis, demostró que a igualdad de cargo, los hombres siempre disponían de más espacio que las mujeres. Cuando publicó sus datos, el entonces presidente del MIT, Charles Vest, dijo: «Siempre había pensado que la discriminación de género contemporánea dentro de las universidades tenía una parte de realidad y otra de percepción. Ahora estoy convencido de que la realidad representa de lejos la parte mayor de la balanza»[18]. Y decidió tomarse el asunto muy en serio. Nancy Hopkins considera que en un período corto de tiempo la situación ha mejorado de manera notable. Reconoce que la situación actual es mejor incluso que sus pronósticos más optimistas. Hace tan sólo quince años era impensable que la presidenta del MIT fuera una mujer, como lo era en 2008 Susan Hockfeld. Sin embargo, todavía no estaba del todo satisfecha. Y, sobre todo, se quejó de la falta de «activismo» de las investigadoras jóvenes, que no perciben las reminiscencias de un machismo contra el que es muy difícil luchar. Ella lo denominó unconscious and unintentional bias, «sesgo inconsciente e involuntario». Según Hopkins, hay ciertas actitudes machistas de un calado tan profundo que no son identificadas ni por las mujeres que lo sufren, ni por los compañeros y las compañeras que lo ejercen. Ese machismo inconsciente e involuntario pasa inadvertido, y sólo podrá superarse si las chicas jóvenes no asumen que todo está ya solucionado y se acostumbran a denunciar las injusticias que subliminalmente todavía arrastramos en muchas actividades humanas, incluida y quizá en mayor grado, la ciencia.