5
Aprovechar la investigación básica:
asignatura pendiente

Recuerdo el día en que una investigadora amiga vino toda eufórica a explicarme que por fin le habían aceptado el artículo que mandó a una revista científica. Trataba de una molécula que interfería en la creación de vasos sanguíneos alrededor de tumores en ratas, y que podría ser la diana de un futuro fármaco. «¡Felicidades! ¿Y ahora qué?», pregunté. «Pues nada, a realizar algunos cambios que me han pedido los editores, a seguir con otro proyecto que tengo un poco estancado y ¡con más posibilidades para la Cajal!» (las Ramón y Cajal son unas becas que facilitan el retorno a España de investigadores en el extranjero). «Ya —continué—, pero yo me refería a esa molécula que puede generar un medicamento… ¿no vas a seguir por esa línea?» Podéis imaginar su respuesta. Ella ya iba a publicar y compartir su conocimiento con quien quisiera aprovecharlo. En su laboratorio hacían ciencia básica, y de hecho su formación no era en desarrollo de fármacos. Ni se le pasaba por la cabeza meterse en tales berenjenales.

No es una crítica. En el caso concreto de mi amiga su posición estaba bien justificada. Pero me chocó bastante esa apatía por ni siquiera pensar en dar un paso más allá de la investigación básica. Su actitud —que me atrevo a sugerir no es insólita entre científicos formados en España— me recordó algunos acontecimientos durante mi etapa en Boston.

ROBERT LANGER: «QUIERO DESARROLLAR EL PROCESO COMPLETO»

El ingeniero y Premio Príncipe de Asturias de 2008 Robert Langer dirige el laboratorio más amplio del MIT. Cuenta con más de cien investigadores de diez disciplinas diferentes a su cargo, y tiene nada más y nada menos que 600 patentes a su nombre. Una de las preguntas que le hice durante nuestro encuentro fue cómo diantre era eso posible. Además del trabajo duro, de asumir riesgos y de intentar ser original, destacó: «Yo soy de los que quieren desarrollar el proceso completo. No me conformo con hacer sólo una pieza del puzzle, ni quedarme en la fase del descubrimiento. Yo pretendo recorrer todo el camino, desde la idea inicial y la investigación científica básica hasta la implantación de posibles terapias en pacientes». Me hizo pensar. Estaba seguro de que emprendedores como Langer, además de su propia ciencia básica, también leían artículos científicos como los de mi amiga y continuaban el proceso por su cuenta si creían que tenían interés.

Interrumpo aquí el hilo de la charla con Langer para transcribir unas palabras de queja que el ministro de Ciencia británico esgrimió en 2009 sobre algunos flecos en la relación entre ciencia y economía en su país: «Le recuerdo que fueron científicos británicos quienes inventaron los ultrasonidos, quienes secuenciaron el ADN, empezaron la revolución en la electrónica, y quienes obtuvieron el primer anticuerpo monoclonal Pero en todos estos casos, la comercialización se hizo en algún otro país». Cualquier científico o institución debería tener esta advertencia bien presente. ¿Cómo se corrige dicho desequilibrio? Para ello se necesita tener unos cuantos Langer en tu equipo, pero también una red de servicios e infraestructuras alrededor. Robert Langer explicó como última clave de su éxito la excelente vinculación del MIT con la industria, su gestión de las patentes, y las relaciones que establecía con los venture capitalists, los «inversores de riesgo». Permaneced atentos a estas dos últimas palabras.

ARRIESGAR SALE A CUENTA

En el famoso centro de investigación tecnológica Media Lab del MIT he visto auténticos disparates. Ideas locas que fallan por varios costados. La mayoría de los proyectos estrambóticos que allí realizan quedan estancados y no llevan a ningún sitio. ¿Por qué los desarrollan entonces? Porque si uno de cada diez de esos proyectos que otros nunca empezarían encuentra la manera de salir al mercado, ya compensa el tiempo y el dinero invertido con los nueve restantes.

Quizá estás pensando que este planteamiento es más fácil de seguir por una institución que por un individuo jugándoselo todo a una carta. Tienes razón; y por eso el MIT tiene un sólido equipo de personas trabajando en buscar vínculos con la industria, y apadrina un número tan elevado de patentes de incierta utilidad. Pero esa mentalidad impregna a los propios estudiantes, para quienes constituir una empresa mientras están en la universidad no es una temeridad en absoluto. Recuerdo la clase de política científica que atendía junto con una veintena de alumnos de doctorado. Un día el profesor Kenneth Oye preguntó cuántos estaban montando una empresa o la tenían constituida ya. Se levantaron seis o siete brazos. Me quedé boquiabierto y me sonrojé un poco. De nuevo, no es que esos chicos y chicas esperaran triunfar a la primera de cambio con su empresa. Quizá sí, o quizá no. Pero para ellos, desarrollar una idea y que no funcione empresarialmente no es un fracaso, sino un aprendizaje. Tienen asumido que al tercer o cuarto intento llegará el éxito. Y habrá merecido la pena.

¿Con qué dinero?, pensarás. Bueno, algunas empresas de programación o consultorías requieren más tiempo y conocimiento que inversión, pero en las que sí implican capacidad productiva, la estrategia suele ser desarrollar la idea hasta donde puedas y buscar un venture capitalist que te la financie.

Abril de 2008. El MIT organiza dos días de conferencias bajo el título «Soluciones al reto energético». Acudo pensando que serán unas charlas convencionales y me encuentro una sala repleta de plafones y pósters, y jóvenes con trajes de poco estilo frente a ellos. Parece una feria. Voy revisando los pósters, y todo me parece muy extraño. No son propiamente trabajos científicos, sino proyectos técnicos diseñados por los estudiantes. Algunos para afrontar el cambio climático, otros para mejorar baterías, nuevos catalizadores, maneras de extraer energía, inverosímiles muchos de ellos. Entendí de qué iba todo aquello cuando nos movimos en masa a la sala contigua para escuchar al conferenciante principal, John Doerr. Doerr es uno de los inversores de riesgo y visionarios más famosos de Estados Unidos, y en ese momento estaba interesado en el campo de las fuentes de energía alternativas. En su elocuente presentación fue muy claro: su equipo de expertos analiza un gran número de las propuestas originales que les llegan, financia unas pocas, y el 10 por ciento aproximadamente de éstas termina generando beneficios. Pero compensa, y mucho por lo visto. Evidentemente, John Doerr no era el único inversor de riesgo que había asistido. Esa reunión en realidad sólo era un punto de encuentro entre veinteañeros que ya tenían su proyecto listo e inversores dispuestos a apostar económicamente, con el objetivo de que ambas partes ganaran dinero.

La cultura del riesgo y del emprendedor que impregna el MIT implica tanto a la institución como a los inversores privados y los individuos. Es parte de lo que se enseña en esa universidad.

LA CIENCIA BÁSICA NO EXISTE

Una última referencia a título de reflexión: durante un seminario en Harvard, el Premio Nobel de Química Walter Gibert hizo una persuasiva defensa de la investigación básica, entendida como una investigación donde el científico experimentado se siente libre de explorar lo que le plazca sin tener presión alguna por conseguir aplicaciones, ni beneficios para la humanidad, ni tener un fin concreto en mente. Porque de ahí es de donde salen hallazgos inesperados. Por lo tanto, dijo, aunque suene contradictorio, el objetivo final de la ciencia sí es siempre que sirva para algo; siempre es aplicado. La ciencia básica no existe, sólo es una primera fase metodológica, una convención institucional de detener el proceso justo cuando más provechoso empieza a resultar.

Y aquí es donde retomamos la actitud de mi amiga de quedarse en esa etapa inicial de la ciencia básica. Tanto a título individual, como de institución, como sobre todo en la gestión de la i+D en un país, el equilibrio entre la ciencia básica y la aplicada debe estar bien compensado. Porque si no, sirve de bien poco para los intereses directos del que la realiza.

España viene de una tradición científicamente conservadora, en la que se ha valorado mucho la ciencia básica y desatendido la aplicada. Comparando la relación entre publicaciones científicas y patentes con otros países, resulta evidente. No es sólo culpa de los planes de gobiernos; la propia comunidad científica —especialmente la universitaria— también tiene un alto grado de responsabilidad. Hay muestras palpables de que los parques tecnológicos, los jóvenes investigadores y los ministerios están intentando modificar esta tendencia, pero el cambio cultural es lento y debe impregnar a varios eslabones de la cadena. Posiblemente todos los que leamos estas líneas estemos convencidos de que falta una mayor dotación presupuestaria en la ciencia, y mejores condiciones laborales para que los investigadores puedan tener éxito en su profesión y así devolver con creces a la sociedad lo que les presta. Pero el equipo español ya tiene grandes defensas; quizá necesita más delanteros con olfato de gol. Y eso se trabaja desde la cantera, y también con fichajes. Quién sabe si mi amiga científica es el tipo de investigador Cajal repatriado que en estos momentos necesita su país, por muchas publicaciones que tenga en su currículo académico. Seguro que debe tener un espacio, pero los científicos deben asumir —y lo están haciendo— que sí se pide un retorno a sus investigaciones. No es su responsabilidad directa; no se trata de convertir buenos científicos en malos empresarios. Pero arrastramos cierto desajuste, que se está corrigiendo y cuyo esfuerzo debemos continuar. Que no nos pase como al científico taxista.

EL PREMIO NOBEL PARA EL TAXISTA

Ésta es una historia con un trasfondo triste. El Premio Nobel de Química de 2008 fue concedido a tres científicos estadounidenses por sus trabajos con la proteína verde fluorescente; se trata de una sustancia extraída de las medusas que ha permitido grandes avances en la biología celular. Cuando se les anunció el premio, dos de ellos reconocieron que el hallazgo trascendental que desencadenó sus investigaciones lo había realizado Douglas Prasher, un biólogo molecular que investigaba en la Institución Oceanográfica de Woods Hole. Prasher fue quien descubrió y aisló el gen de la medusa que codificaba la proteína verde. Cuando los periodistas lo buscaron para entrevistarle, descubrieron que años atrás se había visto forzado a abandonar la ciencia por falta de financiación, y en esos momentos llevaba dos años trabajando como taxista para un hotel por diez dólares la hora. Martin Chalfie, uno de los científicos premiados con el Nobel, reconoció que Prasher merecía el premio tanto como él, puesto que ellos habían sacado partido de lo que él había descubierto. Da que pensar.