Adoro la ciencia. Es una fuente continua de novedades, nos aporta infinidad de beneficios, y dejarte llevar mentalmente por sus fascinantes parajes resulta muy estimulante. Pero cuando algo te apasiona, también te vuelves más quisquilloso. No es una contradicción. Imagina a ese experto en vinos que disfruta como nadie con los caldos de calidad, pero que considera horrendo un vino que nosotros catalogaríamos de aceptable. Varias veces durante mi periplo científico en Boston me sentí una especie de sumiller científico, deleitándome desmesuradamente en ocasiones, pero siendo cada vez más meticuloso con ciertas investigaciones que no me convencían o amenazaban esa supuesta integridad de la ciencia. Considerar la ciencia como un proceso popperiano casi perfecto constituido por una etapa libre de generación de hipótesis, seguida de una experimentación rigurosa para ponerlas a prueba y un análisis objetivo de los resultados que desemboque en unas conclusiones imparciales, es fijarse sólo en una parte muy restringida del método científico. Como cualquier otra actividad humana, la ciencia está influida por nuestras propias imperfecciones y por la sociedad que la contiene. El científico suele hacerse un tipo de preguntas dentro del laboratorio, y el sociólogo de la ciencia otras de carácter mucho más crítico sobre el entorno humano, social, ético y político que lo rodea. Por eso, y porque lo contrario al amor no es el odio sino la indiferencia, también hay momentos en los que toca ser un poco crítico con tus amigos más cercanos.