Si antes de llegar al MIT me hubieras preguntado qué opinaba sobre la exploración del espacio con seres humanos, te habría respondido un rotundo «¡Adelante!». Habría argumentado que conlleva un sinfín de adelantos técnicos, colma nuestras ansias de conocimiento, resulta inspirador, despierta vocaciones científicas entre los jóvenes… en definitiva, que el programa Constellation de la NASA, puesto en marcha en 2004 para enviar humanos de vuelta a la Luna con vistas a plantear un siguiente viaje tripulado a Marte, era una de las apuestas más elogiables del ex presidente George W Bush. Los beneficios de la exploración humana del espacio justificaban con creces sus elevados costes.
Parecía que empezar una estancia en un centro como el MIT, que participó activamente en los adelantos técnicos que permitieron la llegada del hombre a la Luna, y que continuaba teniendo uno de los departamentos universitarios de ingeniería espacial líderes del mundo, no haría otra cosa que reforzar todavía más esta convicción. Sin embargo, nada más llegar varios episodios hicieron que empezara a cuestionarme con mayor detenimiento si realmente merecía tanto la pena el esfuerzo de enviar astronautas a pisar Marte.
Era octubre de 2007 y acudía ilusionado a la presentación de la película documental In the Shadow of the Moon. El documental contaba con imágenes inéditas de la llegada del Apolo 11 a la Luna, y reconstruía la carrera espacial de la década de 1960 con entrevistas a ingenieros, astronautas y políticos que protagonizaron esa aventura. Además, en el debate posterior participaron el director de la película, ingenieros del MIT relacionados con la construcción de las naves Apolo, el subdirector de la NASA en el momento del alunizaje, y dos antiguos astronautas. Todos estaban emocionadísimos al recordar el gran hito acontecido en 1969, y se mostraban entusiasmados con el inmenso reto que suponía para nuestra especie alcanzar Marte. Realmente, la ilusión se contagiaba y hacían que te sintieras partícipe del sueño. Te abstraías por un momento, vislumbrabas una futura tripulación saludándonos desde el planeta rojo, y suplicabas que esto ocurriera en algún momento de tu vida.
Un par de semanas después los Knight Fellows asistimos a un seminario con David Mindell, director del Departamento de Ciencia, Tecnología y Sociedad del MIT, y que como ingeniero e historiador llevaba tiempo estudiando desde una perspectiva sociológica todas las connotaciones que rodean a la exploración espacial Sembró dudas: no está tan claro que los beneficios científicos de enviar humanos al espacio sean tan relevantes, y las medidas de seguridad encarecen sobremanera las misiones. Si hablamos de ciencia, es mucho mejor seguir invirtiendo en robots.
Pasaron otras dos semanas y asistí a la conferencia «Cincuenta años en el espacio: reflexiones», que impartía John Logsdon, director del Instituto de Política Espacial de la Universidad George Washington, miembro del consejo asesor de la NASA que hizo posible el programa Constellation, y uno de los más acérrimos defensores de las misiones tripuladas al espacio con fines de exploración. Fue muy claro en su exposición. Para él, la ciencia o las aplicaciones prácticas derivadas de la investigación espacial no son lo realmente importante, sino la maravillosa experiencia que representa para toda la humanidad. Después de haber alunizado seis veces entre 1969 y 1972 y situado a doce astronautas sobre nuestro satélite, la NASA había perdido su rumbo durante las tres décadas siguientes. Sus telescopios, satélites artificiales y misiones robóticas estaban cosechando grandes resultados científicos, pero la misión para la que fue creada esta agencia gubernamental, explorar el espacio, había sido descuidada hasta la ambiciosa apuesta del programa Constellation. «Ha llegado el momento de que Estados Unidos realice los siguientes pasos, y extienda la presencia humana por el sistema solar», anunció George W. Bush durante su presentación en 2004.
Algo empezaba a chirriar, si lo que estaba en juego era el prestigio de Estados Unidos y el afán por explorar nuevos mundos, y el mismo dinero invertido en robots iba a darnos más conocimiento científico, ¿continuaba siendo la exploración tripulada algo tan loable? Recuerdo haber planteado esas mismas dudas a mi compañero John Mangels, que como periodista cubría desde hacía más de veinte años temáticas relacionadas con el espacio. «¡Tú no habías nacido en el 69! —respondió convencidísimo—, fue uno de los momentos más fabulosos del siglo XX. Todo el mundo siguió expectante la llegada del hombre a la Luna. No puedes comparar el impacto social de que Marte sea pisado por un robot o por un ser humano. Debemos seguir con la exploración espacial». Qué difícil, necesitaba más opiniones para terminar de formarme la mía.
Un lunes, al terminar la clase de ciencia, tecnología y sociedad con David Mindell, me acerqué y le pregunté sin rodeos: «David, si tú fueras el único responsable de definir el programa espacial de la NASA, no te digo dentro de cincuenta o cien años, sino ahora, ¿enviarías humanos a la Luna de nuevo?». David Mindell tomó aire, y respondió: «No».
Mis dudas se hacían cada vez más serias. En septiembre de 2007 un agresivo artículo de The Economist, en el que revisaban los últimos cincuenta años de exploración espacial desde que en 1957 la Unión Soviética enviara su primer satélite Sputnik, decía textualmente: «Una escandalosa cantidad de dinero se ha malgastado con la presunción de que viajar por el cosmos es el futuro de la humanidad».
Pensándolo bien, la crítica tenía mucho sentido. El planteamiento de que «tarde o temprano la especie humana deberá abandonar este planeta» era tan absurdo a corto plazo como lo era a largo plazo el de «para qué gastar dinero en esto habiendo problemas más graves aquí en la Tierra». Los argumentos inteligentes se debían situar en algún punto intermedio. Aunque, puesto a decidir entre ambos, un año atrás hubiera defendido el primero, en esos momentos me sentía más próximo del segundo.
Y en un caso como éste las opiniones son muy importantes. John Mangels intuye que la mayoría de los estadounidenses aprueban que con dinero de sus impuestos se financie la conquista del espacio para satisfacer nuestra naturaleza exploradora. En Europa es diferente, y por eso pisar la Luna no entra en los planes de la ESA. En China no preguntan, y quizá por ello serán los próximos en pasear por nuestro satélite.
COTILLEOS CIENTÍFICOS EN LA NASA: NECESITAMOS MÁS DINERO
Dejé aparcado el debate durante un tiempo. Al fin y al cabo, la decisión de la NASA de intentar viajar de nuevo a la Luna en 2020 ya se había tomado, y el programa Constellation estaba diseñando el cohete Ares y la cápsula Orión que iban a hacerlo posible.
Todo parecía seguir su curso. Pero cuando en junio de 2008 asistí al simposio «Forjando el futuro de la ciencia espacial: los próximos cincuenta años», en la sede de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos en Washington D.C., me di cuenta de que internamente había unos claroscuros muy considerables. La frase inicial en la presentación del director del Consejo de Estudios Espaciales, Lennar Fisk, fue: «Actualmente, la única certeza en la NASA es la incertidumbre».
Se refería, cómo no, a temas económicos. La NASA tenía un presupuesto anual de 17.000 millones de dólares, que se repartía básicamente entre la división de ciencia y la de exploración. El problema era que para cumplir los objetivos del programa Constellation se requerían muchísimos más millones de los que había asignado Bush. Y hasta saber qué presupuestos destinaría el futuro presidente de la Casa Blanca, de momento no cabía más que ir robando recursos de investigación científica en astrofísica, ciencias planetarias, astrobiología, y pasarlos a exploración. Evidentemente, muchos no estaban de acuerdo. El chismorreo era patente, y en conversaciones de pasillo voces importantes de la NASA consideraban que el programa para viajar a Marte había sido un error, y era preferible dar marcha atrás cuanto antes. Alan Stern, el ex jefe de la división científica de la NASA, ya había dimitido un par de meses atrás por discrepancias con las líneas y recortes en investigación básica seguidos por la agencia gubernamental. Si a todo esto le añadías que ir a la Luna requería inyectar una cantidad de dinero extra realmente considerable, el embrollo adquiría tintes casi cómicos. Entre quienes defendían que el conocimiento científico no era suficiente y que si se eliminaba el sueño de poner un humano en Marte la NASA perdería gran parte de su razón de existir, un ponente argumentaba que la exploración con robots todavía tenía trabas: «Un geólogo en Marte sería muchísimo más versátil que un robot», expresó, provocando la réplica inmediata y descarada de otro asistente: «¿Tú sabes cuánto cuesta enviar un geólogo a Marte de manera segura y traerlo de vuelta? Eso no va a suceder».
Los más críticos con la exploración humana proponían un verdadero «cambio de rumbo» en la NASA Le pedían que se olvidara de proyectos faraónicos como ir a Marte y ampliara horizontes científicos; que utilizara su sólida estructura y el indudable talento de sus científicos para profundizar en las investigaciones sobre el cambio climático, las nuevas energías, la aeronáutica civil y comercial, e incluso la tecnología militar.
La versión oficial, y lo que aparecía en los periódicos, era que los planes continuaban Pero el cotilleo científico y el tono de algunas declaraciones hicieron que ya en julio de 2008, antes de la crisis económica y de saber quién residiría en la Casa Blanca, yo dejara textualmente escrito en el blog de El País: «Me atrevo a pronosticar que el próximo presidente de Estados Unidos dirá: "Tranquilos, que a Marte iremos, pero tardaremos un poco más de lo planeado. De momento, lo paramos"». Es exactamente lo que sucedió dieciocho meses después.
OBAMA Y EL FIN DE LA CARRERA ESPACIAL: POR LÓGICA, NO POR LA CRISIS
Barack Obama nunca mostró gran interés por enviar humanos al espacio. En su precampaña anunció que retiraría fondos del programa de exploración espacial para dedicarlos a la educación. Más tarde, al constatar sorprendido que esta intención recibía más críticas que elogios, rectificó y prometió que Estados Unidos liderara al mundo con un proyecto de exploración que incorporara humanos y robots. Pero en ninguno de sus discursos, incluso siendo ya presidente, se mostró decidido a mantener los planes de Bush. Más bien intentaba esquivar el asunto de cualquier manera. No lo mencionó ni de refilón en abril de 2009 durante el principal discurso en materia científica de su legislatura, pronunciado en la Academia Nacional de Ciencias. Sí dijo sin embargo: «El momento Sputnik de nuestra generación es romper nuestra dependencia de los combustibles fósiles». También fue muy significativo el sospechoso silencio que mantuvo en julio de 2009 en plena celebración del cuadragésimo aniversario de la llegada del hombre a la Luna. Hubiera sido el momento ideal para anunciar sus planes, pero no dijo ni mu. Reconozco que me parecía perfecto. Mi posición se estaba confirmando: no había motivos que justificaran enviar humanos de nuevo a la Luna o a Marte.
Asistí a un evento de dicho cuadragésimo aniversario organizado en la sede central de la NASA en Washington D. C., junto a siete de los doce astronautas que habían pisado la Luna con las misiones Apollo. Resultó obvio cuáles eran los motivos últimos de la conquista del espacio. Ni recoger materiales lunares como el helio-3, candidato a ser utilizado en fusión nuclear, ni poner telescopios en la cara oculta de la Luna para evitar las interferencias de la atmósfera terrestre, justificaban un viaje tripulado. Y estaba claro que en pocos años los robots dejarían de ser más limitados para ciertas tareas que el cuerpo humano. Las mejoras tecnológicas derivadas del proyecto no justificaban poner en tal riesgo a los astronautas, y en todo caso serían menores que si el mismo dinero se aplicaba directamente y sin rodeos a la innovación Había dudas de si el efecto inspirador que se logró en 1969 se iba a repetir en una sociedad donde la presencia física era cada vez menos importante. Incluso «a búsqueda de nuevos territorios es parte de nuestros genes» está en entredicho; la ilusión intrínseca de nuestra especie por explorar nuevos mundos es uno de los argumentos más fuertes para los defensores, y más absurdos para los detractores. Además, volver a la Luna no tenía ningún aliciente si no era como preparación a un siguiente viaje a Marte. Nadie ocultaba que los principales motivos que le quedaban a Obama para asignar un dineral en mantener el plan Constellation eran los siguientes: afán explorador, orgullo nacional y liderazgo internacional. Estos tres eran los principales objetivos de los viajes tripulados. Las otras ventajas eran secundarias.
A mí, la carrera espacial ya no me motivaba en absoluto. Por lo menos tal y como estaba planteada. Estados Unidos, China, Rusia, la India y Japón estaban gastando dinero público en paralelo, «compitiendo» para plantar su banderita y sacar pecho a la antigua usanza. Era ofensivo. Si el principal motivo para enviar humanos a explorar el espacio era la tan codiciada inspiración social, y que la humanidad lograra una nueva gran hazaña, perfecto. Hagámoslo. Pero todos juntos en una misión internacional que aunara esfuerzos y representara no sólo a un país, sino a todos los pueblos del mundo. Se podían ahorrar su orgullo nacional y el miedo a dejar de ser los líderes en todo; sonaba a capricho caduco.
Pasó lo que todo el mundo esperaba: en enero de 2010 Obama frenó el programa Constellation El presidente anunció que debían continuar utilizando la Estación Espacial Internacional, diseñar mejores vehículos e ir a Marte cuando realmente estuvieran preparados y pudieran hacerlo sin poner en tanto riesgo las vidas de los astronautas. La crisis económica fue una excusa ideal utilizada por el gobierno de Estados Unidos y recogida por la prensa como el motivo de la cancelación de los planes para ir a la Luna. Tras haber seguido con atención lo ocurrido durante los dos años y medio antes de que se tomara esa decisión, opino que no ha sido la crisis económica sino la lógica lo que ha frenado —que no detenido— la futura expansión humana por el espacio.
En las próximas décadas volveremos a la Luna, y seguro que algún día un representante de la humanidad alcanzará la superficie de Marte, dejando esa fecha e imágenes selladas como uno de los más grandes hitos de la historia. Continúo confiando en poder vivirlo, pero sin que la misión viaje acompañada de banderitas.
Ahora imagínate que ambas monedas poseen esta peculiar propiedad: van alternando cara y cruz a su aire, pero nunca están ambas en la misma posición. Forman parte de un mismo orbital atómico y, por algo llamado principio de exclusión de Pauli, siempre que una esté en cara, la otra marcará cruz Si giro una, la otra se girará automáticamente a la posición opuesta. Espera, no te vayas, continúa leyendo, merecerá la pena, lo prometo. Te voy a explicar uno de los fenómenos más inverosímiles de la naturaleza.
Estábamos con esas monedas-electrones que van cambiando constantemente entre cara y cruz, pero que de alguna manera están entrelazadas: según las leyes de la cuántica, nunca pueden estar ambas en cara o en cruz a la vez Es físicamente imposible.
Imaginemos un poco más: coges con delicadeza ambas monedas-electrones, las metes en sendas cajitas sin mirar todavía qué marca cada una, y sin romper su entrelazamiento cuántico te las llevas una a Nueva York y la otra a Bangkok. ¿Qué tendrás entonces? Dos monedas, una en Nueva York y la otra en Bangkok, que en teoría van pasando de una posición a otra, pero continúan conectadas entre sí Si en un momento determinado abres la caja de Nueva York y ves la moneda en cruz, la de Bangkok se paraliza de golpe en cara. Y si hubieras abierto la misma caja unos milisegundos más tarde y te hubiese salido cara, la otra se habría colapsado en cruz inmediatamente (recalquemos el inmediatamente). Esto, en teoría cuántica. En la práctica, ¿creéis que esto podría llegar a suceder?
Vayamos ahora a ese apasionante primer tercio del siglo XX, en el que la relatividad de Einstein y la mecánica cuántica competían para ver la que explicaba mejor la realidad del mundo que nos contiene.
Einstein no se tragaba algunas de las asunciones de la cuántica, sobre todo ese principio de Metermimción de un tal Heisenberg, según el cual en el mundo subatómico no había certezas y resultaba físicamente imposible conocer la posición y el movimiento exactos de una partícula en un instante determinado. O esas atroces ecuaciones de su estrambótico colega Schrodinger, implicando que las partículas estaban dispersas en varios lugares a la vez y su estado sólo quedaba definido en el momento que alguien las observaba. «¡Claro que debían estar definidas en todo momento aunque nosotros no fuéramos capaces de medirlas! —pensaba Einstein—, y si la cuántica tenía Metermimciones, debía de ser porque todavía no estaba desarrollada del todo». Para demostrarlo, en 1935 Einstein propuso junto con Podolsky y Rosen el experimento mental EPR (por las siglas de sus nombres), que reflejaba una situación análoga a las cajitas con monedas cara y cruz separadas por miles de kilómetros de distancia.
En resumidas cuentas, lo que venía a decir Einstein era que si al abrir la caja de Nueva York ves la moneda en cara, y de golpe la de Bangkok aparece en cruz, será que, ¡siempre habían sido cara y cruz respectivamente! ¿Qué historia era ésa de que las partículas van cambiando de estado y comunicándose misteriosamente? Si al abrir la caja te hubiera salido cruz, pues esa moneda contenía la propiedad cruz; y la otra cara. Y punto. ¿Por qué lo tenía tan claro Einstein? Porque si era de otra manera se rompía un principio fundamental de las leyes de la naturaleza: «Si con la paradoja EPR coges dos partículas entrelazadas cuánticamente y te llevas una al otro extremo del sistema solar, físicos cuánticos locos, ¿me estáis diciendo que al observar una colapso inmediatamente la otra? ¡Imposible! pero ¿no os dais cuenta de que esto es una barbaridad?». Este inmediatamente rompe con el principio relativista de que nada puede viajar más rápido que la luz. Ni siquiera la información. «¿O acaso tenéis alguna explicación coherente para el experimento EPR?», planteaba Einstein. En realidad, no la tenían. A lo único que podían aferrarse Bohr y otros físicos cuánticos era a sus ecuaciones matemáticas. La lógica en este caso estaba de parte de Einstein: si le dices a un tipo en Bangkok que abra una caja y ve una moneda en cruz, no le hagas creer que segundos antes era cara. Bueno… eso quizá podría ser, pero lo que no cuela de ninguna manera es que otra moneda en Nueva York vaya cambiando simultáneamente con la primera.
El planteamiento de Einstein es lógico, ¿no? ¡Ja! ¡¡¡Muerte a la lógica!!! ¡Que le den al sentido común! ¡¡¡Viva la ciencia!!! Por muy inverosímil que os parezca, ¡¡¡los físicos cuánticos tenían razón!!! Einstein andaba equivocado, y se hubiera comido su paradoja EPR si hubiera vivido más tiempo.
En 1964 el irlandés John Bell publicó un teorema que escondía un posible experimento para poner a prueba la paradoja EPR, y comprobar si la información podía viajar de manera inmediata entre dos partículas entrelazadas cuánticamente. En el fondo, Bell construyó su teorema pensando que terminaría dando la razón a Einstein, y probaría que dos partículas no podían estar correlacionadas hasta el grado que aseguraba la cuántica, pero nunca llegó a realizar el experimento definitivo. Fue en 1982 cuando sí pudo llevarlo a cabo el francés Alain Aspect. ¿Y sabéis qué? ¡Exacto! Contrariamente a lo que Bell y Einstein suponían, cuando por fin se pudo realizar el experimento EPR, quedó demostrado que dos fotones entrelazados cuánticamente sí podían comunicarse sus propiedades de manera instantánea a pesar de estar separados largas distancias. La paradoja EPR dio la razón a la cuántica, demostrando de nuevo que la realidad es más insólita de lo que podemos llegar a imaginar: si tienes dos electrones entrelazados, uno en Nueva York y el otro en Bangkok, y al mirar a uno ves que es cara (spin-up,) el otro inmediatamente será cruz (spin-down.) Y si te hubieras esperado unos instantes y hubiese salido cruz, el otro sería cara. ¡Fantástico!
¡Ah!, y no hay truco. Esto se ha corroborado en muchísimas otras ocasiones.
Si os sentís incrédulos, perplejos, pensáis que algo no encaja, o creéis que no habéis terminado de entender el fenómeno en profundidad, no os preocupéis, a una gran parte de los físicos también les ocurre.
Quizá por eso, mientras unos intentan aprovechar las propiedades de este misterioso entrelazamiento cuántico en criptografía, computación cuántica, o teletransportación, otros nos quedamos simplemente ensimismados con las fabulosas elucubraciones filosóficas que sugiere sobre la estructura de la naturaleza, fascinados con las viejas y nuevas historias, y expectantes ante qué nuevas sorpresas nos irá deparando esta maravilla que es la comprensión científica del mundo.