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La mujer galáctica y su descubrimiento de la materia oscura

Cuando Vera Rubín empezó a medir el movimiento de las galaxias tenía que pedir hora en los telescopios en nombre de su marido porque a las mujeres no se les permitía ejercer una actividad tan masculina… A sus ochenta años dice que ahora el ritmo de su investigación es un poco más lento, pero continúa irradiando entusiasmo frente a la posibilidad de observar y comprender el universo.

A mediados del siglo XIX los astrónomos estaban un poco moscas con Urano. Era el último planeta que conocían del sistema solar, y su órbita no seguía al pie de la letra tolo lo que sus cálculos teóricos predecían; en ocasiones se movía de forma ligeramente extraña. Entonces pensaron: ¿podría ser que cerca de Urano hubiera algo que estuviera afectando a su órbita? Gracias a esta inquietud, en 1846 rastrearon un área más lejana del sistema solar hasta encontrar a Neptuno, un planeta del que no tenían constancia previa. Ésta fue una de las primeras evidencias de que el universo podría estar repleto de planetas, meteoritos u otros cuerpos celestes que no podíamos observar directamente, pero sí detectar por la influencia que provocaban en los que sí veíamos. Ni mucho menos os imaginéis que el misterio de la materia oscura que tanto discuten los astrofísicos es tan sencillo como esto. La naturaleza de esa materia invisible es completamente diferente —y cinco veces más abundante en el universo— a los átomos ordinarios presentes en las estrellas, los planetas, los agujeros negros, o nuestros propios cuerpos.

Al entrar en el despacho de Vera Rubin en la Carnegie Institution de Washington D. C., lo primero que vi fue una reproducción del diagrama que la convirtió en una de las astrónomas más reconocidas del siglo XX. «¡Ésta es la fotografía de Andrómeda con la que usted descubrió la materia oscura del universo!», exclamé. «No, no, no, no. Yo no descubrí la materia oscura —replicó—. Yo observé que las galaxias giraban de una manera totalmente inesperada según las leyes de Newton y Kepler. Esto se interpretó como la primera evidencia de que la materia oscura existía, y continúa siendo la hipótesis más factible, pero también podría ser que arrastráramos un error fundamental en las ecuaciones que utilizamos para describir el movimiento de los cuerpos celestes».

Cuando a mediados de la década de 1960 Vera Rubin empezó a medir la velocidad de rotación de las estrellas de la galaxia Andrómeda, observó algo muy extraño: las situadas en los extremos giraban casi a la misma velocidad que las más internas. ¡Eso no tenía sentido! Las leyes de la física establecían que si las zonas centrales de las galaxias tenían una densidad de materia muy superior —como era el caso de Andrómeda—, allí la gravedad era mayor y las estrellas deberían rotar mucho más rápido. Era tan obvio que nadie antes se había preocupado en comprobarlo. La primera reacción de Vera Rubin al ver que esto no se cumplía en Andrómeda fue pensar que sus mediciones estaban equivocadas, o que quizá esa galaxia era especial Sin embargo, cuando realizó más mediciones y observó que en otras galaxias espirales tampoco disminuía la velocidad de rotación de las estrellas a medida que se alejaban del centro, se dio cuenta de que algo importante no encajaba. La publicación en 1970 de sus inequívocos resultados agitó a toda la comunidad cosmológica: si las estrellas en el exterior de las galaxias giraban a la misma velocidad que las centrales, eso implicaba que debían de estar rodeadas de la misma densidad de materia. Pero ¿qué materia? Los telescopios no veían nada. La interpretación de los resultados de Vera Rubin fue rompedora: confirmaban la extravagante idea expuesta en los años treinta por un astrofísico suizo muy peculiar.

Fritz Zwicky era un tipo irreverente, arrogante, de comportamiento agresivo, y que acumulaba problemas personales con la mayoría de sus colegas. Quizá por eso nunca llegó a recibir la lama que su intuición habría merecido. La principal aportación de Zwicky surgió de su tozudez en insistir que algo muy extraño ocurría en los extremos de las galaxias: según todas las observaciones sobre su rotación, las estrellas más alejadas deberían escaparse y dispersarse por el espacio. Sólo podían mantenerse bajo la influencia gravitacional de la galaxia si existía una cantidad de materia muchísimo mayor de la que veíamos con los telescopios. Y no podía tratarse de planetas u otros cuerpos «normales» que no emitieran luz. Se requería una cantidad de materia oscura tan descomunal que por fuerza debía ser de una naturaleza desconocida todavía.

Fritz Zwicky fue un visionario y sentó el concepto actual de materia oscura, pero su propuesta no fue tomada en serio hasta cuarenta años después, cuando desaparecieron sus enemigos y la astrónoma Vera Rubin aportó la prueba definitiva que demostraba la genialidad de Zwicky, y puso sobre la mesa uno de los grandes misterios de la física que, en contra de los pronósticos iniciales, más se resiste a ser solucionado.

Desde mediados de la década de 1970 se han ido encontrando muchas regiones del espacio donde existe materia oscura. Los astrónomos ven que la luz se desvía por el efecto de una gran masa invisible, u observan agrupaciones de galaxias cuya existencia requiere una concentración de materia muchísimo mayor de lo que podrían constituir planetas, estrellas, cuerpos opacos, o agujeros negros. Por fuerza debe ser algo muy diferente, ya que los cálculos más actuales aseguran que hay cinco veces más materia oscura que materia ordinaria (el universo estaría constituido por un 74 por ciento de energía oscura, un 23 por ciento de materia oscura, y un 4 por ciento de materia ordinaria). Pero ¿qué es esa materia oscura? Nadie lo sabe. Hay candidatos como el neutralino, los wimp’s, los neutrinos, los macho’s, u otro tipo de partículas tremendamente pesadas y nada interactivas, pero lo cierto es que los cosmólogos todavía no han averiguado de qué se trata. Aseguran que están muy cerca de conseguirlo, pero la ventaja de conversar con alguien como Vera Rubin, que ha vivido la historia de la ciencia de gran parte del siglo XX en primera persona, es que te puede responder: «Eso llevan diciéndolo desde hace treinta años. Precisamente a principios de los años ochenta asistí a un congreso en Harvard donde los físicos de partículas aseguraron que en cinco años averigua rían qué era la materia oscura. Lo mismo oí varias veces en los noventa, también en 2000, y hace unos meses aquí en Washington D. C. Y continúan igual de perdidos. Vale la pena que entiendan qué es la materia oscura pronto, porque algunos científicos ya empiezan a desconfiar de que realmente exista, y buscan otras explicaciones a los fenómenos extraños que observamos». Vera Rubin se refería a teorías que sugieren que las leyes de la dinámica de Newton contienen errores y deberían ser modificadas para acomodar las anomalías manifiestas en las observaciones astronómicas. La mayoría de los astrofísicos continúan apostando por la escurridiza materia oscura, pero hasta que no descubran de qué diantre está constituida, tendremos que continuar resignándonos a aceptar que no tenemos ni idea de qué materia y fuerzas constituyen y rigen al 96 por ciento del universo.

Hay personas que te inspiran, y Vera Rubin sin duda es una de ellas. De verdad es impactante estar con una persona que en su octava década de vida continúa apasionándose por el conocimiento científico, acude a diario a un centro de investigación donde todo el mundo la venera, y se sorprende de que alguien pueda mirar al cielo nocturno sin sentir deseo por conocer la estructura del universo. Cuando pretendes explotar su perspectiva y le preguntas si la astrofísica ha cambiado mucho desde que ella empezó a investigar hace más de cincuenta años, sonríe, mira hacia arriba, y es capaz de responder de un tirón: «En la primera década del siglo XX descubrimos que el universo se expandía; en los años veinte, que nuestro Sol no era el centro de la Vía Láctea; en los treinta, que había galaxias fuera de la nuestra propia; en las décadas de 1940 y 1950 aprendimos a interpretar las ondas que nos llegaban del espacio; en los sesenta descubrimos la radiación de fondo de microondas; en los setenta, la materia oscura; en los años ochenta vimos que en el centro de cada galaxia había un agujero negro; en los noventa llegó la energía oscura y la expansión acelerada del universo, y en esta primera década del siglo XXI estamos asistiendo a la explosión de los planetas extrasolares. Ha sido un gran siglo, y no hay ninguna razón para imaginar que esto vaya a parar». «¿Y cuál prevé que será el gran descubrimiento de este siglo?», pregunto excitado y de inmediato. «Encontrar algún planeta con vida extraterrestre —responde convencida—. Nuestra galaxia tiene 200.000 millones de estrellas, y sabemos que existen como mínimo 200.000 millones de galaxias. No importa de cuántas maneras quieras combinar los elementos químicos. Me sorprendería muchísimo que no hubiera seres parecidos a nosotros, y muchos otros tipos de vida, en un cosmos tan descomunal».