Es de noche, el cielo está despejado, y te encuentras en un lugar recóndito sin la más mínima luz a tu alrededor. Levantas la cabeza y te quedas abrumado contemplando un pequeñísimo fragmento de la inmensidad del universo. El espectáculo estelar es precioso, una estampa maravillosa. Pero a los pocos minutos empieza a resultarte uniforme y más bien estático. Todas las estrellas te parecen iguales, y no se distingue demasiada actividad en el firmamento. Estás a punto de aburrirte. Entonces, justo antes de bajar la mirada, en tu mente aparecen palabras como supernovas, cúmulos de galaxias, agujeros negros, quásares, materia oscura, cometas, rayos gamma, big bang, púlsares, meteoritos, universos paralelos, nebulosas… y te das cuenta de que sólo fijándote en una región tan insignificante del cosmos como nuestro sistema solar puedes encontrar una diversidad abrumadora: Mercurio es una pequeña bola rocosa de metales y silicatos a temperaturas elevadísimas, mientras que Neptuno es un gigante gaseoso con fuertes vientos a menos de 200 grados bajo cero. Saturno está rodeado por un sistema de anillos que esconde satélites como Titán, en el que llueve metano. Venus posee una densa atmósfera de dióxido de carbono con nubes de ácido sulfúrico y un efecto invernadero que eleva su temperatura a 460 grados centígrados. Júpiter es un coloso de hidrógeno y helio que pesa el doble que todos los demás planetas juntos. El óxido de hierro de la superficie de Marte le da un color rojizo, mientras que el tono de Urano es azul verdoso debido a los gases que contiene su atmósfera. Y luego existe un planeta llamado Tierra, con agua líquida y una teóricamente inestable atmósfera con oxígeno, que alberga seres vivos preguntándose qué otras sorpresas pueden desvelarnos las lentes de la ciencia sobre este universo cuya apariencia es tan engañosamente homogénea. Lo que esconde el cosmos cuando alzas tu mirada al cielo nocturno es cualquier cosa, menos aburrido. Y sólo hay una manera de descubrirlo: iluminándolo con la ciencia.