En el año 2008 participé en un curso de verano sobre comunicación científica en la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, y durante el debate posterior a mi charla, una profesora de secundaria me preguntó si yo creía que el hombre había llegado realmente a la Luna. «¡Mujer!, claro que sí… ¿tú no?», respondí consternado al saber su profesión. «Sí, sí… Bueno no sé, como había oído que.», continuó ella mostrando cierta inseguridad. El debate se abrió entre los asistentes, y enseguida alguien mencionó la teoría de la conspiración, según la cual el alunizaje que tantos millones de personas siguieron por sus televisores el 21 de julio de 1969 había sido en realidad un montaje cinematográfico dirigido por Kubrick. Esta interminable controversia empezó hace ya muchos años, cuando un grupo de loquesea se dedicó a analizar las fotografías y grabaciones aportadas por la NASA, y a asegurar que ni Armstrong ni Aldrin habían pisado realmente la Luna. Sus argumentos eran aparentes sombras extrañas en los vídeos, movimientos sin sentido de la bandera, sorprendente buen estado del material fotográfico a pesar de las radiaciones, y otras «evidencias» que han sido refutadas con creces en numerosas ocasiones. No hay ningún experto respetable que defienda tal disparate. Sin embargo, la duda está arraigada en la mentalidad popular.
No doy más detalles sobre esta teoría conspirativa, porque si lo hago, al cabo del tiempo quizá sufriréis «amnesia de fuente», y acabaréis citando como ciertas algunas frases que yo habré escrito para negarlas.
El término «amnesia de fuente» se refiere a cómo el cerebro guarda, reprocesa y modifica los recuerdos con el tiempo, y cómo algunos grupos de intereses lo utilizan como estrategia para difundir falsas creencias. Por ejemplo: pocos meses antes de las elecciones estadounidenses, el 10 por ciento de los estadounidenses creían que Obama era musulmán También «lo habían oído» en algún sitio. Ni los responsables de difundir el bulo sabían quién había sido el primero en generar la falsa noticia. Pero eso era lo de menos. Lo relevante era crear incertidumbre. No es un asunto fácil de contrarrestar. ¿Cuál dirías que fue la estrategia de los directores de la campaña de Obama?, ¿esforzarse en desmentir que era musulmán? De ninguna manera. Dicha palabra estaba terminantemente prohibida. La respuesta fue fomentar su cristianismo. Lo que querían evitar a toda costa los asesores de Obama era lo que podría pasar después de leer un texto como éste. Quizá uno de vosotros se encuentre en algún sarao, salga el tema, tenga amnesia de fuente, y termine diciendo: «Pues yo he oído no sé dónde que Obama es musulmán»». ¿Por qué vuestra mente os haría tal jugarreta? Porque resulta un mensaje mucho más contagioso que «He oído que en Estados Unidos algunos dicen que Obama es musulmán, pero en realidad no lo es». Conclusión: esforzarse en negar una mentira puede ser contraproducente.
Los cotilleos y las creencias populares sobre todo, pero también las informaciones científicas que llegan al gran público se ven a menudo afectadas por la amnesia de fuente, que suele estar relacionada con el peligroso efecto «lo dijo un».
A mediados del siglo XX existía una controversia que ahora nos parecería absurda: ¿es el tabaco realmente perjudicial para la salud? Cuando a principios de la década de 1950 aparecieron los primeros estudios epidemiológicos que demostraban la relación entre el tabaco y el cáncer, la reacción de la industria tabacalera fue desacreditarlos. Durante un tiempo negaron que fumar provocara cáncer, e incluso «ficharon» científicos de renombre que lanzaban mensajes contradictorios a la opinión pública para crear incertidumbre. Es el truco del efecto «lo dijo un.». Si en los puntos suspensivos pones la palabra médico, científico, o físico, inmediatamente se le presupone objetividad y la información gana en veracidad. Resulta curioso. A veces se olvida que los científicos también son personas y pueden equivocarse, o mentir por intereses. Parece un chiste que al final las tabacaleras cambiaran radicalmente su estrategia y terminaran financiando investigaciones científicas para curar el cáncer. Lo que ellos querían evitar a toda costa era la prevención.
Otro caso famoso del efecto «lo dijo un.» fue el revuelo de las década de 1980 y 1990 sobre si el sida era causado por un virus o por los mismos fármacos que administraban los médicos. Varios científicos disidentes, entre ellos un Premio Nobel de Química llamado Kary Mullis, se enzarzaron en una cruzada para defender que el VIH era totalmente inocuo, y de ninguna manera causaba la enfermedad del sida. Claro, cuando en un medio de comunicación se dice que quien defiende esta teoría conspirativa es un Premio Nobel, gana credibilidad y empieza a extenderse. Ya puedes luego explicar que Kary Mullis es un científico un tanto peculiar, que defiende la astrología, no cree que los CFC afecten a la capa de ozono, ni que la quema de combustibles fósiles tenga relación alguna con el cambio climático. La incertidumbre ya se ha difundido, lista para encontrar detractores y defensores con ganas de polemizar y agrandarla.
A este respecto, el cambio climático es uno de los asuntos más delicados. Resulta evidente que todavía quedan muchos cabos sueltos para entender todos los factores que influyen en el calentamiento global, pero en Estados Unidos hay grupos de «científicos», o «profesores de la Universidad de X» que niegan radicalmente su existencia, o que la actividad humana tenga alguna trascendencia, o simplemente propugnan que no hay motivos de preocupación Se llaman los deniers o «negacionistas». La mayoría de ellos no gozan de prestigio académico, pero hacen ruido y siembran dudas en la opinión pública. Y las dudas generan parálisis. Es suficiente para algunos. Hay más ejemplos, pero, de nuevo, no quiero citarlos para no tentar a la amnesia de fuente. Hay demasiada ciencia buena o inocua como para dar cancha a la nociva.
Y en el extremo de la nociva, fuera ya de los dominios del mundo científico de la experimentación objetiva, nos encontramos con pseudociencias como la astrología, fenómenos paranormales… y muchos otros timos. Varias veces me han preguntado por qué no utilizaba el blog para desmentir científicamente mitos fraudulentos y peligrosos. Una razón es que no me interesan en absoluto, y su sinsentido e irracionalidad logra quitarme el buen humor. De nuevo, hay tanta ciencia excelente por explicar que me da pereza fijarme en lo que no lo es. Pero otra razón más profunda es que pensando en el término amnesia de fuente, falsear las pseudociencias puede tener un efecto contraproducente. Al citar algunas de las barbaridades que aparecen en medios de poco prestigio, aunque sea para contradecirlas, quizá acaban fomentándose entre aquéllos que ni siquiera sabían de su existencia. Es delicado, porque como bien dijo un lector del blog, además del efecto «lo dijo un» también existe el efecto «quien calla otorga». Pero sabiendo lo frágil que es nuestro cerebro, quizá en la lucha contra las pseudociencias, la superstición o las teorías conspirativas sea más efectivo emular a los directores de la campaña de Obama y no esforzarse en rebatirlas, sino en intentar comprender su origen y boicotearlas cuando merezca la pena.