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Contra el Homo economicus

Tu compañero ideal para ligar debe parecerse físicamente a ti, pero ser un poquito más feo. De esta manera, según nos explicó durante una charla el experto en behavioral economics, «economía conductual», Dan Ariely, las chicas del local te percibirán inconscientemente más atractivo que si fue ras acompañado de alguien con un aspecto o estilo totalmente diferente al tuyo.

Cuando todavía investigaba en el MIT, Dan Ariely mostró a sus alumnas las fotografías de dos caras masculinas de características similares, acompañadas de la imagen un poco distorsionada de una de ellas. Cuando pidió a las chicas que escogieran quién les parecía más atractivo, la mayoría prefirieron la versión intacta de la cara que había sido desfigurada. Después repitió el experimento con un nuevo grupo de aluminas y las mismas dos caras iniciales, pero distorsionando el otro rostro. De nuevo consideraron la versión no retocada —que en esta ocasión era la otra— como la persona más apuesta. Ariely concluyó que la clave para ganar unos puntos de interés no es ir acompañado de una persona menos atractiva que tú; lo más importante es que, además de serlo, se parezca a ti.

Quizá porque sobre gustos no hay nada escrito, Ariely realizó un nuevo experimento preguntando a un grupo amplio de personas si preferían como regalo: 1) tres noches de hotel en París con desayuno incluido; 2) tres noches de hotel en Roma con desayuno incluido, o 3) tres noches de hotel en Roma sin desayuno incluido. La tercera opción parece del todo irrelevante, pero cuando después la sustituyó por «tres noches de hotel en París sin desayuno incluido», la proporción de gente que se inclinó por la capital francesa aumentó considerablemente respecto al primer caso.

Los alumnos a los que Dan Ariely enseña lo irracionales que somos en la toma de decisiones son estudiantes de economía, y claro, para ellos estos engaños sistemáticos de la percepción no se quedan en una simple curiosidad. Hay mil maneras de explotarlos en técnicas de marketing, desde el menú en un restaurante, la distribución de productos en una tienda, o las suscripciones a unas revistas.

Hace unos años, en el apartado de suscripciones de The Economist había las siguientes opciones: a) suscripción de un año al economist.com con acceso online a todos los artículos desde 1997: 59 dólares; b) suscripción de un año a la versión impresa de The Economist, 125 dólares, y c) suscripción de un año a la versión impresa de The Economist con acceso online a todos los artículos desde 1997: 125 dólares. ¿Absurdo? Cuando se encuestó a un centenar de voluntarios sobre qué opción contratarían, el 16 por ciento escogieron la primera, el 84 por ciento la tercera, y, evidentemente, ninguno la segunda. Pues bien, cuando se quitó esa segunda alternativa y se pidió a cien nuevos voluntarios que eligieran sólo entre la a) y la c), los porcentajes se invirtieron drásticamente: el 62 por ciento optó por la primera y el 32 por ciento por la tercera. Ciertos productos son una especie de trampa para hacer que nos inclinemos hacia otras opciones.

Estos economistas estrategas se llenan de satisfacción al considerar que tienen nuestras decisiones en sus manos. Pero que no vayan de listillos. A pesar de creerse expertos, ellos también se equivocan sistemáticamente en su propio campo de experiencia.

De hecho, Ariely pasó de la psicología a la economía conductual tras una explosión en Israel que quemó el 70 por ciento de su cuerpo. Él explica que lo peor para los afectados por quemaduras es la dolorosa retirada de los vendajes. Cada día durante los seis meses que estuvo en el hospital, las enfermeras pasaban una hora quitándole vendas adheridas a su carne. Lo hacían empezando por los pies y subiendo hacia la cabeza, y con tirones rápidos, porque decían que ésa era la mejor manera de minimizar el dolor. Ariely dudaba de que fuera el mejor método, pero como ellas eran las expertas, asumía que debían de tener razón. Sin embargo, al salir del hospital empezó a documentarse y vio que, ¡las enfermeras estaban equivocadas! La literatura médica establecía que en realidad era mejor quitar las vendas poco a poco, empezando por una zona más dolorosa como la cabeza y terminando por los pies. ¿Cómo podía ser que unas profesionales con tanta experiencia, y que en teoría eran expertas en esa tarea, estuvieran tan equivocadas? Y lo que más le intrigaba: ¿pasaría lo mismo con otros grupos de profesionales? ¿Se estarían tomando en campos todavía más trascendentales decisiones sistemáticamente erróneas, que el resto asumiríamos como correctas siguiendo el principio de autoridad? En ese momento empezaron las investigaciones de Dan Ariely en behavioral economics, demostrando que, lamentablemente, eso ocurría de manera frecuente incluso en los mercados financieros.

No puedo evitar citar aquí una anécdota personal. A principios de 2007 un buen amigo y asesor en un banco organizó mis ahorros: un porcentaje en la cuenta corriente, otro a plazo fijo, y otro en estas acciones de bolsa que yo te recomiendo. «Ok, tú mandas». A los seis meses me dijo: «Mira, tus acciones han ganado X, ahora las vendemos y compramos éstas, que están a 17 euros la acción y se prevé que suban hasta 19». «Ok, tú eres el experto». Seguí su consejo, pero a los dos meses me fijé en que las acciones estaban a 16. «No te preocupes», respondió tajante. Al poco bajaron a 15. «Oye, que yo miro la gráfica esta y va bajando, ¿no deberíamos vender? Las acciones son de un banco, y con todo esto de la burbuja inmobiliaria, ¿seguro que no?» «No te preocupes, los bancos son inversiones de poco riesgo». Fue pasando el tiempo. Bajaron a 14, 13. «¡Te lo dije!, ¿no bajarán más?» «Espera que pregunto a los expertos [.] mira, me han dicho que tranquilo, que es un valor seguro y recuperará». En verano de 2008, pocos meses antes del gran estallido de la crisis económica, estaban oscilando entre 10 y 9 euros la acción. Como las enfermeras de Ariely, mi amigo y los «expertos» a quienes consultó estaban equivocados. Todos «sabían» que vender no era la opción correcta, pero «saber» quería decir «hacer caso de lo que dicen los que saben más». Esto (que es lo mismo que yo hice) en economía también se llama efecto cascada de la información, y es uno de los varios factores irracionales que contribuyen a la ineficiencia de los mercados y la aparición de burbujas. No pretendo dármelas de más visionario que los asesores del banco, pero tuve una mala intuición (como Ariely con los vendajes). ¿Por qué ellos no? O si la tuvieron, ¿por qué no hicieron caso de ella? Pues por otra trampa de nuestra mente: cuando tomamos una decisión compleja de manera irrevocable, tendemos luego a ver los aspectos que la refuerzan en lugar de los que la contradicen. Y, además, cuanto más experto eres en un asunto determinado, más te cuesta aceptar algo que contradiga los pilares de tus creencias. A posteriori del hecho insólito, como diría Nassim Nicholas Taleb, todo es predecible, y los analistas del banco de mi amigo seguro que saben explicar perfectamente por qué perdí una pasta en la inversión.

Estoy de acuerdo en que a este caso concreto se le pueden encontrar flecos. Pero muchos investigadores en behavioral finances, «finanzas conductuales» (lo mismo que economics pero a escala de mercados en lugar de individual), están intentando comprender cómo gente tan preparada comete errores sistemáticos de manera tan frecuente, y poniendo de manifiesto el papel que el pánico, los rumores, o las ventas precipitadas juegan en las crisis económicas a gran escala. La expresión «Los mercados se rigen por sentimientos» hace referencia a las decisiones irracionales que a menudo toman los líderes, los inversores o los directivos con acceso a la mejor información objetiva posible.

El problema es que de los cuatro pasos que necesitamos para tomar una decisión (1. percibir la situación; 2. imaginar posibles formas de actuar; 3. calcular cuál es la mejor, y 4. realizar la acción), los economistas clásicos consideran que la tercera —calcular racionalmente— es la más relevante. Sin embargo, los psicólogos que trabajan en economía conductual están demostrando que la primera —la manera en que percibes la situación intuitivamente— tiene un peso descomunal. La idea del Homo economicus (somos seres racionales que usamos nuestra coherencia para tomar decisiones que maximicen los beneficios) está cada vez más en entredicho. Tanto expertos como neófitos compartimos unos principios irracionales que nos inducen a cometer errores de lo más absurdos. Fiarte de las intuiciones y no de la razón no es malo en absoluto. De hecho, puede ser muy útil en actividades cotidianas, sociales o incluso amorosas. Pero no debemos olvidar que el cerebro suele engañarnos en la manera como percibe el mundo. Y lo más interesante, esos engaños no son del todo aleatorios. «Somos irracionales predecibles», diría Ariely: hay una serie de maneras de equivocarnos que se repiten continuamente y de manera sistemática. Y en teoría, si somos conscientes de ellas, deberíamos poder evitarlas.

Veamos algunos ejemplos, todos ellos —o casi— fruto de estudios científicos.

El efecto ancla

Si os pregunto: «¿Cuántos habitantes tiene Nigeria?», y os pido que antes de dar una cifra me respondáis «¿Más o menos de 400 millones?», diréis: «¡Menoooos!», pero la cifra final que me daréis será mucho mayor que si os hubiera preguntado «¿Más o menos de 10 millones?». El 400 os ha «anclado» hacia arriba. Si te hacen escribir las dos últimas cifras de tu DNI en un papel, y luego te preguntan cuál sería la cantidad máxima que pagarías por un buen vino para llevar a una cena, cuanto mayor sea el número que inicialmente hayas escrito más alta será la cantidad que estarás dispuesto a pagar. Puede quedarse en una curiosidad, pero las empresas toman buena nota de estos efectos ancla a la hora de redactar una lista de precios o una carta de vinos. Si has estado en los mercados ambulantes de Pekín preguntando el precio de las impecables imitaciones que venden, habrás visto que cuando te sacan la calculadora para indicarte la cantidad escriben una cifra absurdamente elevada. No esperan que aceptes, claro. A partir de ahí empieza la negociación. Lo que pretenden es anclar tu inconsciente hacia arriba. Y aunque nos creamos muy listos, funciona. Nuestra vida está llena de negociaciones en las que conocer estratagemas para anclar la mente del otro puede ofrecer una gran ventaja.

Valoraciones desmesuradas

Cuidado si participas en un speed dating, un encuentro donde tendrás la oportunidad de conocer por unos minutos a varios solteros o solteras y ver si surge un interés mutuo. Aquí el cerebro también te puede engañar. Si tras conocer a alguien que te ha gustado te hacen una serie de preguntas sobre él, responderás con gran optimismo incluso a los aspectos de los que no tengas dato alguno. Como ya te has sentido atraída, rellenarás los huecos de información con expectativas bastante elevadas. La conclusión también puede resultarte útil; si algo o alguien ya ha «enamorado», cuanto menos se dé a conocer, casi mejor. De hecho, hay quien piensa que este efecto estuvo detrás del éxito que tuvo Obama en la carrera presidencial estadounidense.

Moralidad subliminal

Si haces un examen a un grupo de estudiantes y luego les das la posibilidad de autocorregirse en un entorno en el que nadie puede descubrir si hacen trampa, en mayor o menor grado la inmensa mayoría falsea algún resultado. Si repites el experimento con un grupo de estudiantes equivalente, pero a la mitad les pides antes que redacten una lista de diez libros, y a la otra los diez mandamientos, el segundo grupo mentirá muchísimo menos. Plantear un discurso moral antes de solicitarte hacer una tarea determinada puede condicionar tu decisión, incluso inhibir conductas deshonestas.

Económicamente nefastos

El «efecto gratis» es algo que tampoco gestionamos de manera demasiado coherente. Se suele preferir comprar un chocolate muy bueno por 50 céntimos que uno horrible por 5. Pero si te dan a escoger entre pagar 45 céntimos por el bueno, o coger gratis el malo, lo más probable es que elijas el gratuito. Nos hartamos en los bufets porque el precio es fijo, ahorramos 20 céntimos de euro en el súper, pero nos gastamos un dineral en el restaurante. El chip inconsciente no entiende de cantidades ni proporciones.

Repetimos una misma tipología de decisiones ilógicas una y otra vez, sin darnos cuenta y de manera bastante predecible. Esta posibilidad de vaticinar errores sistemáticos irracionales es lo que intentan utilizar consultores y expertos en marketing para manipular nuestra voluntad como consumidores. Por nuestra parte, la clave está en aprender a identificar las lagunas de nuestro cerebro e intentar corregirlas. Aunque a veces pensar mucho y tener amplia libertad donde elegir no sea lo más preferible.