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¿Dónde está mi libreta?

El martes 20 de noviembre de 2007 sufrí un ataque de pánico durante tres horas. Fue terrible. Abrí mi maletín para coger la libreta en la que tenía anotados todos los apuntes de seminarios, conferencias, clases, ideas, contactos, que había acumulado durante los tres primeros meses de mi beca de periodismo científico en el MIT, y no estaba. Miré encima de la mesa, y tampoco. Entre las fotocopias esparcidas por el sofá, y nada. A ver, Pere, a ver, tranquilo, mantén la calma. No puedes haberla perdido; es como un tesoro para ti Estaba a punto de terminarse y contenía todas tus anotaciones y reflexiones con las que en escasos cinco días ibas a empezar un blog llamado «Apuntes científicos desde el MIT» en elpais.com Es demasiado valiosa, no puedes haberla perdido, no puedes haberla perdido, ¡no puedes haberla perdido! ¡¡Busca!!! Desesperado, me costó menos de cinco minutos registrar mi diminuto apartamento y convencerme de que la había olvidado en algún lugar el día anterior. Qué horror. A ver, respira hondo, intentemos rebajar el estrés, y repasemos mentalmente: por la mañana del lunes 19 de noviembre visité los estudios de televisión donde se realiza el programa científico Nova. Allí me reuní con el productor Joe McMaster y hablamos de su último documental sobre el juicio en la localidad de Dover, cuya escuela pública quería enseñar diseño inteligente dentro de la asignatura de ciencias. Entre otras cosas, Joe me dijo que un tercio de los estadounidenses rechazaban de cuajo la teoría de la evolución. Recuerdo que no me creí del todo este dato, y lo anoté en mi libreta para comprobarlo más tarde. Luego asistí a la presentación del libro Molecules and Medicine del Premio Nobel, E. J. Corey. Fue aburrido, pero escribí en la libreta una cita suya sobre la revolución que supuso concebir ciertas enfermedades como desajustes moleculares en lugar de celulares. Después pasé un momento por la biblioteca Cabot de Harvard para estudiar un poco mientras se acercaba la hora de visitar el instituto de genómica más avanzado del mundo, el Broad Institute. Había quedado allí con Jordi Barretina, un posdoctorado español que me guió por las instalaciones de este impresionante centro mostrándome varios de los proyectos en que allí investigan. ¡Ya está! Recuerdo perfectamente que cuando bajamos al vestíbulo le dije a Jordi: «Ahora nos sentamos tú y yo en estos sillones, y me explicas cómo funciona de verdad este instituto». En ese momento saqué mi libreta y la dejé encima de la mesa. Creo que no escribí nada, pero sí recuerdo que al final cogí la cámara y tomé unas fotos. Estaba claro; me despisté al salir y la libreta se quedó allí, encima de la mesa. Bien. Llamé a Jordi de inmediato para que preguntara en recepción. Con lo civilizados que son en este pueblo, y lo que aprecian los investigadores sus libretas de laboratorio, seguro que alguien la había guardado. Pero cuando a los veinte minutos Jordi devolvió mi llamada diciéndome que nadie sabía nada de mi libreta, me fustigué a mí mismo.

Afligido, cabizbajo, y con una nueva y triste libreta vacía, me fui hasta la Universidad de Harvard, donde habíamos quedado para charlar de física teórica y del gran colisionador de hadrones con Nima Arkani-Hamed. Instintivamente, pasé por la biblioteca donde había estado el día anterior, y sin esperanza alguna pregunté si habían encontrado una libreta amarilla. Casi me pongo a llorar. ¡Allí estaba! De verdad. ¡¡¡Mi libretaaaaa!!! Me sentía eufórico. Tenía una sonrisa de oreja a oreja. Estaba tan alterado que, cuando a los pocos minutos entré en la Facultad de Física y me crucé con Lisa Randall, una de las físicas teóricas más reconocidas que existe, le espeté con total descaro: «¡Hola, Lisa! Me llamo Pere y me dedico a la comunicación científica. Mi ex jefe te entrevistó para un programa de televisión español llamado Redes. ¿Lo recuerdas?». Contestó un risueño of course que todavía no sé cómo interpretar, y le dije que ya pasaría a verla un día, como si nos conociéramos de toda la vida. Estaba todavía embelesado.

Pero luego, explicando la anécdota de la libreta a mis compañeros, me di cuenta de algo extraño. ¿De dónde salió el recuerdo del Broad Institute? Si antes ya había olvidado mi libreta en la biblioteca de Harvard, no podía haberla tenido durante mi encuentro con Jordi. Resultaba obvio que mi cerebro se había inventado descaradamente la imagen de mi brazo sacándola del maletín y dejándola sobre la mesa del vestíbulo del Broad. No podía ser de ninguna otra manera. Pero incluso ahora, cuando rememoro ese momento, tengo pleno convencimiento de que ese recuerdo corresponde a una situación real. No es diferente en absoluto al de la mañana en los estudios de Nova. De hecho, incluso parece más intenso.

Qué mentiroso es nuestro cerebro. Comprobadlo vosotros mismos. Intentad reconstruir en detalle cómo ha transcurrido vuestro desayuno esta mañana. Probadlo durante unos segundos. ¿Qué recordáis? Haced la prueba. ¿Seguro que estáis visualizando lo que percibisteis realmente? ¿Vuestra mente dibuja primeros planos, u os observáis a vosotros mismos sentados a la mesa, o caminando por el comedor, como si hubiera una cámara en algún rincón de la estancia? Si esto segundo es lo que veis, no hay duda de que vuestro cerebro se ha sacado esta imagen de la neurona. Se ha inventado esta evocación que os parece tan real. Por lo tanto, ¿hasta qué punto nos podemos fiar de la memoria? Cuando alguien «recuerda» cómo fue un robo, o una agresión, y explica ciertos detalles vividos bajo una situación de estrés, ¿podemos estar seguros de que sucedieron realmente? Aunque suela costar percibirlos, engaños de la memoria como el que me ocurrió a mí con la libreta —incluso en temas más relevantes— son más habituales de lo que nos imaginamos. De hecho, el catedrático de psicología de Harvard Daniel Schacter presenta en su libro Los siete pecados de la memoria las siete maneras diferentes en que nos fallan El debilitamiento con el tiempo, la distracción, o el bloqueo, son pecados por omisión, mientras que la asignación errónea, la implantación de memorias por sugestión, la alteración que ejerce el presente sobre un evento pasado, o la persistencia de un recuerdo que querríamos olvidar, son pecados por acto. Pero tampoco le eches del todo la culpa a tu torpe y desaliñado cerebro; la evolución le ha dicho que en ciertas ocasiones es mejor dejarse engañar y tenernos contentos. Si esto pasara sólo con la memoria.