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Tu libertad es una ilusión del cerebro

«¡Eh, tú!, ¿por qué hoy has comprado seis yogures en lugar de cuatro?». «Porque he pensado que…» ¡Espera!, ¿has «pensado»? ¿No será este cálculo racional una justificación posterior a tu apetencia inconsciente de comer lácteos tras la pesada cena de ayer?

Decidir a conciencia o conciencia tras decidir, ésa es la cuestión.

Imagínate en una cafetería, inmersa en una cautivadora conversación sobre ciencia. Estás absorta escuchando las explicaciones de tu contertulio, y de golpe tu cerebro decide mandar una señal a tu brazo para que se mueva hacia la taza de café, la acerque a tu boca, la incline al tiempo que tus labios conforman un beso, tomas un pequeño sorbo del líquido que contiene, y la vuelves a dejar sobre la mesa.

Entonces tu compañero te pregunta: «¿Has cogido la taza de manera consciente?». «¿¿Cómo??», respondes atónita. Él insiste: «¿Habías decidido que ése era el momento exacto en que te apetecía tomar el café?, ¿o ha sido un proceso totalmente automático e irreflexivo?». Tú no tienes ningún reparo en decirle que no, que no eras consciente, que ha sido uno de los centenares de procesos automáticos que realizamos continuamente sin pensar previamente en ellos. ¡Faltaría más que debiéramos andar pendientes de decidir cuándo respirar, modificar nuestra posición en la silla, o cambiar de marcha mientras conducimos!

«Ok, estoy absolutamente de acuerdo —responde—. Pero ahora olvídate de nuestra conversación anterior, concéntrate sólo en la taza de café, y durante el próximo minuto elige meticulosamente las tres veces que vas a darle un sorbo. Hazlo cuando quieras hacerlo».

Sigues la corriente a tu excéntrico amigo, y pasado el minuto te pregunta: «¿Has tomado la decisión de manera libre ahora?» Tú contestas un contundente «¡Claro! ¡Esta vez sí que lo he pensado antes!», y casi te ofendes cuando el muy chalado te replica: «No. La percepción de la voluntad es una ilusión que crea el cerebro con posterioridad a que otros procesos inconscientes hayan mandado la orden de coger la taza de café a tu córtex prefrontal».

Suena extraño, pero un experimento muy parecido hizo en la década de 1980 Benjamin Libet, en lo que representó la primera amenaza testada científicamente al free will o libre albedrío. Libet pidió a varios voluntarios que realizaran una serie de acciones con su brazo mientras registraba la actividad eléctrica de diversas áreas de sus cerebros y el momento exacto en que ellos creían estar tomando la decisión. Los resultados indicaron que ciertas zonas del córtex prefrontal relacionadas con la planificación de las acciones motoras se activaban medio segundo antes de que los individuos fueran conscientes de su elección. Inicialmente, los datos de Libet fueron tomados con escepticismo y aparecieron varias críticas al planteamiento metodológico de su experimento, pero desde entonces y con mejores técnicas han sido replicados en numerosísimas ocasiones. Una de las últimas, en un artículo publicado en 2008 en Nature Neuroscience, que explica el descubrimiento de otras áreas del córtex parietal que se activan hasta varios segundos antes de ser conscientes de la decisión que nuestro subconsciente ya ha tomado por nosotros[4].

La abrumadora conclusión es que nuestros actos están muchísimo más predeterminados por mecanismos cerebrales involuntarios de lo que creemos. No tenemos dudas al afirmar que el comportamiento de una hormiga es puramente mecánico, o que una rana hambrienta se mueve sólo por instintos, o incluso que el cerebro de un gato es un órgano que en gran medida gestiona de manera automática e irreflexiva las entradas y salidas de la información. En cambio, nosotros nos suponemos libre albedrío; pensamos que nuestros movimientos no están tan predeterminados, que no somos robots al servicio de un subconsciente que se inventa ilusiones para dejarnos tranquilos creyendo que sí tenemos cierta capacidad de control. No exageremos, quizá menos de lo que nos pensamos, pero algo de libertad de acción sí debemos tener, ¿no?

Puede, pero de momento la neurociencia no lo ha encontrado. En un muy recomendable artículo titulado «Volitional control of movement: the physiology of free will», el investigador Mark Hallett de los Institutos Nacionales de la Salud hace una revisión de todos los estudios y la bibliografía científica acumulada hasta el año 2007, y concluye que «no hay ninguna evidencia de que el free will sea una fuerza en la generación de movimiento[5]. La sensación de libertad existe, pero no es la causa del movimiento, sino una percepción posterior. Los movimientos se generan inconscientemente, y la ilusión de voluntad llega después».

Resulta angustioso. Un resumen de las dos opciones a considerar sería el siguiente:

En el caso del control del movimiento, la neurociencia está demostrando que la opción b) es la que más se ajusta a la realidad, aunque la mayoría pensemos que debe de tratarse de limitaciones tecnológicas, porque obviamente la a) tiene que ser la correcta.

Pero reflexionemos un momento desde una perspectiva más filosófica. La opción a), efectivamente, es la más lógica, pero tiene unas ligeras connotaciones dualistas; parece implicar la existencia de algo más allá de la actividad del cerebro que les dijera a las neuronas lo que deben hacer. Hoy en día esta explicación de tinte más espiritual está ya bastante descartada. Entonces, ¿nos toca aceptar que nuestras acciones están mucho más programadas de lo que nos pensamos, por todo lo que va acumulándose en el subconsciente de programación genética, experiencias, influencias sociales, aprendizaje, traumas, o estímulos subliminales? La neurociencia parece indicar que sí.

No sólo Mark Hallett aborda científicamente esta cuestión sobre el determinismo en nuestra conducta que hasta hace poco quedaba reservado a los filósofos. En el texto «La neurología de la autoconciencia», V.S. Ramachandran describe el free will como otra sensación generada por el cerebro para sobrevivir, como la sensación de unidad entre todas nuestras impresiones y creencias, de continuidad en el tiempo, o de un cuerpo propio que nos contiene. En «The neuroscience of "free wil"» Laurence Tancredi interpreta los últimos estudios científicos como una clara erosión a la dicotomía mente/cerebro[6]. Y en una revisión más conciliadora titulada «The implications of advances in neuroscience for freedom of the will neurotherapeutics», la bioética Hilary Bok reconoce un mayor grado de determinismo en nuestro comportamiento del que pensamos, pero opina que esto no excluye de ninguna manera que sí mantengamos la capacidad de decisión y la responsabilidad sobre nuestras acciones más complejas[7].

La amiga con quien tomé un café cierto fin de semana tampoco quedó muy convencida de que toda una serie de mecanismos inconscientes fueran los verdaderos responsables de dirigir su brazo hacia la taza, antes incluso de que ella tuviera la sensación de haberlo decidido. Y tampoco pareció gustarle que le dijera, cuando me explicaba los motivos racionales por los que eligió continuar viendo a su último ligue, que se dejara de historias porque su subconsciente ya había decidido que ese chico le gustaba bastante antes de su riguroso análisis de los pros y los contras a plena consciencia. Y malo si no era el caso.

Y es que después de tanto ataque neurocientífico al libre albedrío yo sigo convencido de que sí tenemos libertad para hacer lo que queramos, pero… ¿podemos decidir lo que queremos?