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Neuroarrogancia en los juzgados

Las dos motivaciones para penalizar a un criminal son: porque se lo merece, y para que no repita de nuevo su fechoría. ¿Podrían los avances en la neurociencia actual influir en sendos principios? La respuesta no sólo tiene implicaciones en el sistema legislativo, sino en la propia concepción de la naturaleza humana.

Piensa en el concepto de castigo. ¿Por qué castigamos a un delincuente? El planteamiento más utilitarista lo contempla como una medida para evitar que actúe de nuevo. Pero imagina que algún día podamos prever que alguien vaya a cometer un delito. ¿Deberíamos actuar como si la violencia fuera un asunto de salud pública, e intentar anticipar medidas preventivas antes de que la realice?

Pondré un ejemplo concreto: una de las señales más claras que pueden detectar los escáneres de resonancia magnética funcional (fMRI) son las alteraciones en los cerebros de los pederastas. Si pasas fotografías comprometidas, en un área de sus cerebros podrás distinguir con muy poco margen de error el diferente grado de deseo que experimentan. ¿Se debería entonces hacer una prueba a los que opten a ser profesores de educación infantil? ¿O empezar una terapia con los que manifiesten cierta susceptibilidad, a pesar de que nunca hayan realizado ningún acto ofensivo contra los niños?

Preguntas como éstas, planteadas en la reunión de expertos celebrada en Harvard bajo el pretencioso título «¿Debería ser reconsiderada la ley criminal en vista de los avances de la neurociencia?», esconden la siguiente reflexión: el cerebro humano es un sistema mecánico cuyo funcionamiento podremos comprender y predecir algún día con un alto grado de fiabilidad. Yo tenía serios problemas en asumirlo. Pero todavía irían más lejos.

El planteamiento retribucionista del castigo, sin embargo, lo plantea como algo merecido tras haber realizado una acción penalizable. Pero ¿somos siempre responsables de nuestros actos? Desde luego, es algo que se ha debatido desde tiempos inmemoriales, pero, de nuevo, los neurocientíficos más deterministas insinúan que el grado de libertad individual que poseemos es menor del que nos pensamos, y que ellos son capaces de informar en qué momento podría ser un atenuante de responsabilidad. «Si un tigre ataca a una niña en una aldea lo sacrificarás para que no repita la acción, no porque lo merezca —decía Joshua Greene—, de la misma manera que hay individuos con la capacidad de autocontrol muy mermada». Los ejemplos de pacientes con lesiones cerebrales son los más llamativos, pero Greene también planteaba que personas con problemas genéticos, y que hubieran crecido en un entorno que les conducía a la crimimlidad, no eran completamente libres ni tan responsables de sus actos.

Si pensamos fuera del ámbito delictivo, ya hay una situación en la que los expertos llevan tiempo solicitando un cambio de percepción social: la drogadicción. Estudiando el cerebro de adictos, los neurocientíficos han comprobado dos cosas: su deseo de consumir una determinada sustancia es extremadamente mayor de lo normal, pero además la parte de su corteza cerebral donde se toman decisiones presenta mucha menos actividad. Es decir, el adicto no sólo tiene más deseo, sino también menos autocontrol, y por tanto su responsabilidad es mucho menor. Una vez enganchado, no debe considerarse como una persona sin fuerza de voluntad y que toma decisiones equivocadas, sino como un enfermo que ha perdido su capacidad de decisión y necesita ayuda.

Abstrayéndonos de los casos concretos, lo que esta segunda parte del debate ponía en tela de juicio era la visión más o menos determinista que tengamos de nuestro cerebro. Es obvio que no hay nada mágico en el funcionamiento de la red de cien mil millones de neuronas que van transmitiendo señales químicas entre ellas, pero ¿implica eso que funciona de manera más automática de lo que pensamos? En el fondo, esta segunda consideración era un debate sobre el free will o libre albedrío.

Me invento un ejemplo concreto de las reflexiones que están teniendo los que conciben el cerebro humano como un sistema mecánico cuyo funcionamiento algún día podremos comprender y predecir con un alto grado de fiabilidad. Imagina el siguiente escenario del futuro: «Con un análisis genético del paciente, imágenes de su cerebro en fMRI, y evaluación psicológica, concluimos que su predisposición a la pedofilia es del 73 por ciento». Dudas: 1) ¿seremos capaces algún día de dar una cifra así?; 2) ¿podrá esa persona controlar «libremente» esa predisposición?; 3) ¿es menos responsable que otro individuo con una predisposición del 14 por ciento?, y 4) ¿a partir de qué porcentaje alguien decidirá que se deben tomar medidas preventivas?

Tenemos tiempo de pensar bien las tres últimas cuestiones, porque la conclusión final de la sesión a la primera pregunta fue un «De momento, no»; la neurociencia todavía no está tan desarrollada como para irrumpir en los juzgados ni reconsiderar la ley criminal Sin embargo, entre los ponentes, Joshua Greene se mostró convencidísimo de que ese día llegaría. Su visión mecanicista de nuestra conducta me dejó tan perplejo que le pedí entrevistarnos al cabo de dos semanas en su despacho de Harvard para debatir los dos planteamientos básicos que tan convencido había defendido: 1) algún día podremos llegar a comprender y predecir perfectamente el funcionamiento del cerebro, y 2) nuestras acciones están determinadas, y tenemos mucho menos control sobre ellas de lo que nos creemos.

El asunto es apasionante. El impacto de la neurociencia en la ley criminal es sólo uno de los ejemplos de las cuestiones éticas que están siendo debatidas ante la futura llegada de la neurosociedad. La comprensión científica del funcionamiento interno de las redes neuronales, las técnicas de neuroimagen que posibilitan leer el sustrato de nuestros pensamientos y la posibilidad de manipular cerebros enfermos y sanos con nuevos psicofarmacos o neurotecnología fuerzan a un debate amplio sobre las repercusiones éticas, sociales y legales del progreso en nuestro conocimiento sobre los procesos que regulan la mente humana, y cómo debemos aplicarlo. Hablé de todo ello con un Joshua Greene conocedor de las limitaciones de la neurociencia pero también convencido de sus posibilidades. Yo no quería desviarme de los dos puntos básicos que quería tratar.

Ilustré mis dudas sobre la capacidad futura de pronosticar el comportamiento del cerebro de la siguiente manera: «Hace sesenta años los meteorólogos estaban entusiasmados con la llegada de los primeros ordenadores. Ellos sabían que el clima es un sistema físico regido por las leyes de Newton. Creían que conociendo cada vez mejor los parámetros que lo regulaban, encontrando modelos más ajustados y aprovechando el inmenso poder de cálculo de las computadoras, sin duda en el futuro se llegaría a predecir el tiempo atmosférico con total exactitud. Luego descubrieron la teoría del caos, y que el clima era un sistema tan complejo que nunca se podría llegar a predecir con absoluta fiabilidad. Veo su ilusión de hace sesenta años como una situación análoga a vuestras expectativas actuales sobre la futura comprensión completa y predicción del funcionamiento del cerebro humano».

Greene respondió con un matiz muy interesante: el cerebro humano puede contener caos a nivel neuronal o de las sinapsis, pero a nivel funcional no puede comportarse de manera caótica, debe responder de una manera concreta a determinados estímulos. Si no, no sería efectivo. A diferencia del clima, a un nivel superior el cerebro no es caótico; está organizado y es robusto en su funcionamiento porque evolucionó para realizar unas tareas concretas. Por lo tanto, si asumimos que el comportamiento humano es fruto de un sistema puramente mecánico y con cierto grado de orden, los neurocientíficos albergan más esperanzas que los meteorólogos en poder llegar a predecirlo desde un planteamiento mecanicista.

Glups… juntas de nuevo los labios que en algún momento de la respuesta se habían separado, tragas saliva, y pasas a abordar el asunto del libre albedrío y la capacidad de decisión. «Da igual cómo lo plantees; no puedo creer que yo no sea responsable de mis actos, y no aceptaría como excusa que mi pareja justificara una infidelidad diciendo que su comportamiento está predeterminado, y por tanto no debería ser penalizada». Greene respondió que, obviamente, teníamos mayor capacidad reflexiva que el resto de los animales, y podemos controlar nuestros impulsos gracias a deseos de segundo orden. Pero hay muchas situaciones en las que nuestra capacidad de decisión se ve atenuada, y si fuéramos capaces de entender todos los aspectos biológicos y ambientales que influyen en nuestro comportamiento, encontraríamos menos grado de libertad de lo imaginado. Una libertad que quizá sea sólo una ilusión del cerebro.