Matar a otro ser humano es malo. ¿Desde cuándo estamos de acuerdo con tal afirmación? ¿Es algo aprendido, o ya nacimos con dicha instrucción programada en el cerebro?
Y todavía te hago una pregunta más: ¿se puede averiguar esto científicamente? Si se lo hubieras planteado a B. F. Skinner o algún otro de los conductistas más acérrimos de mediados del siglo XX… ¡sólo de oírlo le habría dado un patatús!
Conocer en persona a Noam Chomsky fue uno de los momentos estelares de mi experiencia en Boston. Chomsky es el octavo personaje más citado de la historia según el Arts and Humanities Citation Index, por detrás de —en este orden— Marx, Lenin, Shakespeare, Aristóteles, la Biblia, Platón y Freud. Lo es por sus más de cien libros escritos y por haber sido durante décadas uno de los activistas políticos más críticos y corrosivos contra Estados Unidos, país que durante nuestro seminario definió como «el peor monstruo imperialista del mundo». Pero más allá de su ideología política, Chomsky forma ya parte de la historia de la ciencia por la revolución que supuso hace cincuenta años su teoría de la gramática universal, y la influencia posterior que tuvo en el desarrollo de las ciencias cognitivas. Sus ideas iniciales han sido revisadas, actualizadas y discutidas por muchos otros lingüistas, pero, como veremos, el concepto fundamental que subyace en su idea de la predisposición innata al aprendizaje del lenguaje continúa siendo una referencia para los científicos que investigan la naturaleza de la mente humana.
A finales de la década de 1950 la escuela imperante en psicología era el conductismo fundado décadas antes por el psicólogo estadounidense John Watson El planteamiento conductista asuma que nuestros sentimientos, conducta y pensamiento venían construidos casi exclusivamente por el aprendizaje y las pautas de comportamiento que desarrollábamos a lo largo de nuestra vida. Sin duda nacíamos con algunos reflejos condicionados, pero en lo referente a procesos cognitivos, para los llamados conductistas radicales como B. F. Skinner nuestra mente nacía como una tabla rasa que podía ser modulada por las experiencias, sin que ninguna predisposición innata o genética ofreciera resistencia. Aunque ahora tal menosprecio a los condicionantes biológicos nos suene exagerado, ese conductismo clásico (no el actual) era la corriente filosófica dominante en el estudio de la conducta humana.
Pero entonces apareció un lingüista llamado Noam Chomsky, que siguiendo una metodología científica propuso algo que resultaba inconcebible para el radical behaviorism de Skinner: el lenguaje no se aprendía desde cero después del nacimiento; nuestro cerebro ya llegaba a este mundo programado con un instinto innato que le predisponía a entender y construir oraciones siguiendo una gramática universal compartida por todos los seres humanos. Cada individuo terminaba hablando una lengua diferente en función del lugar donde naciera, pero todas las gramáticas de todas las lenguas existentes compartían ciertas estructuras básicas. Y eso no era casual, sino fruto de unos principios que la evolución había dejado insertados en nuestras mentes.
El valor simbólico de esta teoría fue enorme: en algunos aspectos, podíamos ya nacer predeterminados a aprender unas cosas y no otras.
La gramática universal de Chomsky se fue reformulando, pero su enérgica crítica al conductismo radical de Skinner, junto al trabajo de otros investigadores con una perspectiva más naturalista de la mente humana, fue forjando un nuevo enfoque de las ciencias cognitivas: el cerebro no es una tabla rasa que el ambiente va modulando sin resistencia. La evolución lo ha tejido con unos procesos mentales innatos que condicionan algunos de nuestros comportamientos. ¿Cuáles? La pregunta no era nueva en absoluto; la manera y las herramientas para intentar responderla sí.
Las reflexiones sobre la naturaleza humana son tan antiguas como la propia humanidad, pero las preguntas filosóficas pasan a ser científicas cuando pueden ser testadas experimentalmente, y en la segunda mitad del siglo XX varios científicos tomaron el relevo de los grandes pensadores de la historia para intentar abordar su estudio desde una perspectiva científica.
De la misma manera que la apetencia por el sabor dulce era genética y disfrutar con el amargo cultural, debíamos entender científicamente cuál era el peso relativo de la genética o el entorno en las emociones individuales, el comportamiento social, el modo de emparejarnos, las conductas agresivas, empáticas, o incluso los pensamientos.
¡No es un asunto baladí! Conocer este innatismo no nos debe servir para justificar nuestras acciones ni aceptarnos tal y como somos, sino para saber qué cualidades podemos potenciar y cuáles ofrecerán resistencia cuando intentemos corregirlas a fin de conseguir el bienestar individual y común.
En los últimos años hemos vivido una explosión de ideas y experimentos alrededor de esta comprensión científica de la naturaleza humana. Uno de los ejemplos más recientes y controvertidos es el estudio de los juicios morales. ¿Forma algo tan abstracto como la moralidad parte de nuestros instintos?
EL INSTINTO MORAL
Immanuel Kant postulaba que los juicios morales dependían de la razón. En camino, para David Hume era la emoción la que guiaba cualquier decisión moral tomada de manera súbita. Ahora las intuiciones morales son diseccionadas en los laboratorios mediante tests, análisis de pacientes con lesiones cerebrales, estudios con primates, herramientas de biología evolutiva y aparatos de resonancia magnética (fMRI), en lo que representa un campo de estudio emergente: la neurofilosofía; el estudio científico de aspectos de la naturaleza humana que antes quedaban reservados sólo a los filósofos.
Posiblemente, el principal exponente de este acercamiento a la moralidad desde la metodología científica es Marc Hauser, profesor de psicología en la Universidad de Harvard y autor del libro La mente moral: cómo la naturaleza ha desarrollado nuestro sentido del bien y del mal. Cuando le visité en su despacho y le pregunté acerca del origen de sus ideas citó a Chomsky: «De la misma manera que Noam Chomsky estableció la existencia de una gramática universal, yo quería averiguar si los humanos nacíamos con unos instintos inconscientes que nos condicionaban a seguir las instrucciones de una gramática moral universal codificada por la selección darwiniana en el cerebro».
Hauser y muchos otros investigadores han encontrado evidencias que lo confirman.
Resulta obvio que la cultura y el entorno socioeconómico en el que te encuentres modulará tus creencias y actos hasta generar las enormes diferencias que percibimos en distintas partes del mundo. Pero, según Hauser, eso no excluye que puedan existir unos principios biológicos universales subyaciendo en nuestros juicios espontáneos de origen inconsciente sobre lo correcto o lo incorrecto.
Uno de los experimentos que Hauser realizó para comprobarlo es un test del sentido moral que realizaron miles de personas de diferentes culturas, exponiendo situaciones como la siguiente: imagina que conduces un tranvía y ves a lo lejos cinco personas dormidas encima de la vía. Pitas, pero nada suena; te dispones a frenar y los frenos no funcionan. Has perdido totalmente el control del tranvía, y se dirige inexorablemente a matar a esas cinco personas. Por «suerte», antes de llegar a ellas hay una bifurcación y puedes caminar de vía. El inconveniente es que en esa vía hay una persona durmiendo que también sería atropellada. ¿Qué haces? Debes decidir. ¿Es moralmente permisible caminar de vía para matar una persona en lugar de cinco? No sé qué responderías tú, pero el 90 por ciento de los encuestados por Hauser dijeron que sí.
Imagina ahora una segunda situación: el tren va a atropellar a cinco personas, pero tú puedes frenarlo empujando a un desafortunado transeúnte que camina al lado de la vía. Figúrate que sepas con seguridad que sacrificando esa persona vas a salvar a las otras cinco. El resultado final es el mismo. ¿Lo harías? La mayoría de las personas, sin saber explicar muy bien por qué, consideran esta segunda acción mucho menos aceptable moralmente y responden que en ese caso no intercederían. Cuando te explican la situación, enseguida intentas justificarla racionalmente, pero la decisión ya ha sido tomada de antemano y de manera instintiva, aunque nunca antes hayas reflexionado sobre un dilema parecido.
De hecho, «que nunca hayas pensado sobre el dilema» es un factor clave. Si te preguntan acerca de la pena de muerte, la eutanasia, los crímenes de honor, o las situaciones morales sobre las que ya hayas reflexionado, responderás en función de la cultura y enseñanza que hayas recibido. Pero las situaciones planteadas por Hauser en el test del sentido moral estaban diseñadas de manera que no pudieran ser interpretadas de ninguna manera como un caso cercano. ¿Y sabes qué? Las 150.000 personas de los 120 países que participaron en los tests reflejaron una unanimidad asombrosa. Hombres, mujeres, jóvenes, mayores, conservadores, liberales, ateos, budistas, católicos, de diferentes razas, con más nivel cultural o menos, residentes en Estados Unidos o en otras partes del mundo, con mayores o menores ingresos, todos parecían seguir un código moral universal; unos principios que les guiaban a emitir los mismos juicios inconscientes sobre lo correcto o lo incorrecto. Nacemos con un instinto moral que la evolución ha configurado en nuestro cerebro. Luego las culturas se encargan de potenciarlo o distorsionarlo.
Hay más evidencias de ello. Imagina ahora un caso todavía más extremo que el del tranvía anterior: estás en un hospital, y cinco pacientes necesitan de manera urgente un trasplante, cada uno de un órgano diferente. Aunque el resultado sea el mismo… ¿es lícito salir a la calle, escoger al azar a un individuo sano, y extraerle sus órganos para salvarlos? El 97 por ciento de encuestados responden que no. Ese 3 por ciento restante «¡deben de ser psicópatas!», puedes pensar. Y quizá estás en lo cierto. Estudios de Marc Hauser en los que se planteaban dilemas morales a psicópatas en cárceles holandesas demostraron que sus juicios estaban intactos. A diferencia de lo que otras corrientes sugerían, los psicópatas sí sabían muy bien qué era lo correcto y lo incorrecto. Simplemente, no parecía importarles y actuaban sin dejarse frenar por emociones morales. El juicio y la acción son dos procesos diferentes del cerebro.
De hecho, los neurocientíficos escanearon el cerebro de voluntarios normales mientras se les planteaban los dilemas del tranvía y observaron que, cuando se decidía accionar una palanca para que el tren atropellara a una persona en lugar de cinco, las zonas del cerebro que se activaban eran principalmente las del pensamiento racional Pero cuando se pedía empujar a alguien a la vía empezaban a iluminarse regiones implicadas con las emociones. La moralidad parece tener un sustrato neurobiológico. Algunos estudios de sujetos con lesiones cerebrales parecen confirmarlo. Pacientes con daños en un área del córtex frontal que interviene en la gestión de las emociones también se mostraban mucho más pragmáticos ante las preguntas del test del sentido moral.
¿Y qué dicen nuestros parientes los primates? Marc Hauser cita sus propios estudios con macacos y los de muchos otros primatólogos, observando actos que podrían ser considerados morales; como evitar comer si eso implicaba que un compañero recibía una corriente eléctrica, enfadarse ante situaciones injustas, o reaccionar de manera muy diferente ante un incidente si lo percibían como fruto del azar o de una acción intencionada. Los animales no poseen los conceptos de lo correcto o lo incorrecto, pero sí se observa un instinto primario de colaboración y penalización ante conductas perjudiciales para el grupo, que podría ser la base evolutiva de lo que con el tiempo constituiría nuestro sentido moral.
No necesitamos que nadie nos explique que matar es malo; ese juicio moral tiene su sustrato neurobiológico, lo llevamos insertado de manera innata en las áreas más profundas de la emoción, y florece inconscientemente como el hambre, los miedos, o la gramática con que hablamos. Luego el desarrollo individual, la sociedad y la cultura se encargan de potenciar o corregir esas vocecitas en lo más profundo de nuestra mente.
Todo indica que, además de nuestros cuerpos y emociones, la selección natural también nos ha equipado con unos procesos cognitivos que antes asumíamos como exclusivamente ambientales. Quizá el más llamativo de todos resulte la predisposición a las creencias religiosas, que según los psicólogos evolutivos ha sido favorecida para mantener al grupo cohesionado y encontrar explicaciones al mundo que rodeaba a nuestros ancestros. Además, determinados neurocientíficos están viendo zonas en el lóbulo frontal y parietal del cerebro que cuando se activan, inducen alucinaciones y experiencias místicas. El reciente campo de la neuroteología, que busca encontrar a Dios entre nuestras neuronas, es junto a la neuroética, el neuromarketing y el neurodetodo, un buen ejemplo del auge de una neurociencia decidida a recoger el testigo de los filósofos clásicos que estudiaron la naturaleza humana.
No hay «fantasma en la máquina», como insinuaba el dualismo cuerpo mente de René Descartes. Nuestros pensamientos y acciones pueden estar más o menos influidos por los genes, el desarrollo individual, la cultura o la sociedad; pero al final no dejan de ser impulsos químicos en nuestro cerebro cuyo estudio científico está significando una de las revoluciones intelectuales más apasionantes de la historia.
Es tan sobrecogedor que a veces la visión cientifista de nuestra naturaleza peca de codiciosa. Aunque la evolución, la genética y la neurociencia lleguen a explicar cómo somos, nunca podrán generar por sí solas una visión filosófica completa de la vida, ni dictar la ética de nuestras decisiones individuales o en comunidad. Su labor se deberá limitar a ser la mejor fuente de información de que disponemos. Que no es poco.