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Mintiendo bajo la fMRI

Si te preguntan «¿Has sido infiel a tu pareja?» y mientes, se activa una zona específica de tu corteza cerebral que no presenta actividad en caso de decir la verdad. ¿Es suficiente para construir el detector de mentiras más infalible que haya existido?

Eso es lo que intentaba averiguar el estudio de la Universidad de Harvard en el que participé como conejillo de indias.

Cambridge es un paraíso para los exploradores científicos. Sede del MIT y la Universidad de Harvard, si en cualquier bar de esta pequeña ciudad separada de Boston por el río Charles te presentan a alguien un miércoles por la noche, tienes bastantes posibilidades de que esté investigando un tema asombroso.

Rogier tenía tal pinta de científico que cuando me lo presentaron en el restaurante Cuchi-Cuchi le pregunté directamente por su campo de investigación. «Neurociencia cognitiva —me djo—; analizar el sustrato más biológico de nuestros pensamientos y conducta». Le pedí un ejemplo y me explicó el siguiente estudio realizado pocas semanas antes en una universidad califormana: metieron a varios voluntarios en un escáner cerebral y les hicieron probar dos vinos diferentes. Ambos eran Cabernet Sauvignon, pero uno costaba 90 dólares la botella y el otro 5 dólares. Los participantes conocían el precio de cada vino antes de probarlo, y cuando les preguntaban cuál les había gustado más, la inmensa mayoría contestaba que el caro. No se trataba sólo de un juicio racional a posteriori, el escáner cerebral confirmaba mayor actividad en la zona del placer cuando los voluntarios tomaban el vino caro. ¿Cuál era la gracia del estudio? Pues que los científicos habían intercambiado las etiquetas de los vinos. Fantástico: conocer el precio del vino no sólo te condiciona de manera subjetiva; la sensación física de satisfacción que experimentas en tu cerebro también es considerablemente mayor. «¡Impresionante!», pensé de inmediato, y le pregunté a Rogier en qué estaba trabajando él Se quedó pensando un momento y dijo: «Espera… ¿te gustaría participar en uno de nuestros estudios?». «¡Claro que sí!», respondí «Pues entonces no puedo explicártelo todavía para no condicionarte. Pásate la semana que viene por el Departamento de Psicología de Harvard y lo preparamos». Así lo hice.

Durante esa reunión inicial Rogier no soltó ni el más ligero indicio sobre el contenido del estudio. De hecho, se limitó a pedirme que rellenara un montón de cuestionarios con datos de lo más eclécticos: nombres de personas conocidas, tests de habilidad visual, fechas significativas para mí, preguntas sobre mi pasado, aficiones. Pasados unos veinte minutos Rogier regresó y, sin grandes explicaciones, acordamos el día que debía presentarme en el Centro de Imagen por Resonancia Magnética del Massachusetts General Hospital.

Cuando un par de semanas después llegué a mi cita con la fMRI, volvieron a darme un listado de fechas para que confirmara cuáles eran realmente importantes en mi vida. Además me pidieron que también recordara el 24 de febrero como si fuera un día trascendental para mí.

Luego bata blanca, fuera metales, túmbate boca arriba, deja que te enclaustren la cabeza entre dos espumas para mantenerla completamente inmóvil, pregunta retórica sobre si estás cómodo, y hacia dentro de un estrecho aparato en el que se escuchaban ruidos muy extraños. Durante dos largas horas mi único contacto con los investigadores fue una pequeña pantallita por la que recibía toda la información, y dos teclas debajo de mi dedo índice y corazón con las que podía contestar «sí» o «no» a las preguntas que me realizaban.

El primer escáner realizado no medía actividad, era sólo para dibujar un mapa tridimensional de la estructura detallada de mi cerebro, sobre el que después insertarían las imágenes de actividad.

El segundo escáner ya empezó a medir en qué áreas de mi cerebro aumentaba el flujo sanguíneo cuando llevaba a cabo las pruebas que me solicitaban. La primera fue muy sencilla, simplemente iban apareciendo fechas y debía responder si tenían algún significado para mi Pasaron las mismas varias veces en diferente orden, y las únicas que identifiqué como importantes fueron mi cumpleaños y el 24 de febrero.

Luego me dieron otras instrucciones: cuando viera mi cumpleaños tenía que mentir y pulsar la tecla «no», como si fuera cualquier otra fecha sin sentido alguno.

En principio, al mentir de manera consciente una zona de mi cerebro se debía iluminar.

Pero ése no era el objetivo del estudio, ya que dicho efecto ya había sido demostrado con anterioridad. Lo nuevo llegaba en la tercera tanda de escáneres. Se trataba de repetir exactamente lo mismo, pero añadiendo una pequeña tarea adicional Al mismo tiempo que respondía debía realizar un pequeño gesto con la mano izquierda. Hice los tests de nuevo varias veces, y así terminó el experimento… ¿Ya está?

Luego Rogier me explicó mejor qué había sucedido: en realidad estaban comprobando si el escáner podía ser utilizado como detector de mentiras. Su hipótesis de partida era que no. En condiciones ideales, cuando alguien miente sí se puede distinguir claramente una zona iluminada bajo el escáner, pero sus sospechas eran que esa zona también podía verse afectada por otras acciones que realizaras al mismo tiempo. El grupo de Rogier quería ver si en la tercera prueba, el hecho de mover conscientemente la mano izquierda ya era suficiente para interferir en la señal que aparecía cuando negaba que mi cumpleaños era un día significativo para mi Si fuera así de simple, las fMRI quedarían invalidadas como detectores de mentiras.

Regresé a casa pensando lo frágiles que parecían esos lectores de mentes, y sospechando que gran parte de los estudios conductuales publicados sobre la fMRI quizá no tenían una base demasiado sólida. Hallé la respuesta a mis dudas un par de meses después, cuando tras asistir a un seminario con Rebecca Saxe sobre sus estudios con la fMRI me acerqué y le pregunté: «¿Se publican muchos estudios mal hechos?». Su respuesta fue contundente: «¡Y tanto! El 90 por ciento. Ya sea por las pocas muestras, el escaso rigor, las condiciones experimentales erróneas. Incluso en las revistas de referencia». Quedé sobrecogido. «¿Y cómo podemos distinguirlos? Por ejemplo, hace un tiempo me explicaron un estudio llevado a cabo con vinos caros y vinos baratos que parecía bastante simplista». «Pues no; ése era de los aceptables. La señal de que algo te guste o no es muy clara, porque emerge de una zona específica del cerebro. En cambio, cuando veas un estudio que se fije en alguna parte de la corteza prefrontal, desconfía, porque allí ocurren gran cantidad de acciones entremezcladas». «¿Como los detectores de mentiras?» «¡Exacto! Eso no tiene ningún sentido».