Recuerdo estar sentado frente al océano en un lugar recóndito de la península de Zapata, cerca de Playa Girón. Antonio nos había conducido hasta allí con la promesa de mostrarnos una de las zonas costeras con más encanto de Cuba.
No había exagerado. El entorno natural era precioso, se respiraba una paz absoluta, y el mar se mostraba solemne. «Inmejorable», pensé para mis adentros. Entonces Antonio se acercó ofreciéndome unas gafas de bucear. «Muchas gracias, Antonio, pero ahora no me apetece demasiado. No soy muy diestro en el agua y me da un poco de pereza. Además, el paisaje en sí ya es idílico». Antonio insistió hasta convencerme. A los pocos minutos me puse las gafas y empecé a caminar hacia la orilla sin grandes expectativas, con el único objetivo de distraerme un poco. No tenía ni idea de qué me esperaba. Nada más sumergir la cabeza en el mar mis ojos se abrieron como platos. La roca sobre la que había estado descansando estaba rebosante de corales preciosos, varios peces de colores nadaban a mi alrededor, y al girarme divisé una tortuga alejándose pausadamente a escasos 25 metros. No recuerdo el tiempo que pasé absorto observando ese espectáculo inesperado, pero sí tengo muy presente mi reacción en cuanto salí de él: ¿cómo podía tener esa maravilla tan cerca y no ser consciente de ello? ¿Cómo podía haber estado a punto de perdérmela? No sé cuántas veces agradecí a Antonio su insistencia al ofrecerme las gafas y permitirme descubrir lo que para mí era un mundo desconocido. Cuando dirigí de nuevo la mirada al océano continuaba siendo precioso, pero ya no podía conformarme en observar sólo su superficie.
Esta experiencia refleja el mismo entusiasmo que siento por la ciencia. Para mí, la ciencia son las gafas que nos permiten escudriñar en la estructura del universo, descubrir el mundo microscópico, explorar el interior del cerebro humano, comprender nuestro comportamiento, y disfrutar de toda la complejidad y esplendor que oculta la naturaleza. Sin la ciencia, ni siquiera seríamos conscientes de la existencia de tales tesoros.
Estamos en un momento de la historia intelectualmente sobrecogedor. Los científicos están encontrando respuestas a infinidad de profundos interrogantes, pero sobre todo nos están ofreciendo nuevos y turbadores misterios con los que estimular nuestra inquieta curiosidad. Y, creedme, es una lástima perdérselo. Una vida sin ciencia es como una vida sin música. Puede ser igualmente maravillosa, pero sin duda desaprovechamos una de sus grandes ofrendas. Especialmente porque disfrutarla no requiere un lenguaje sofisticado ni grandes conocimientos previos. Sólo se precisa un cerebro receptivo. Por eso me gustaría emular a Antonio y proponeros que nos pongamos las gafas de la ciencia y me acompañéis en una expedición hacia las fronteras del pensamiento científico más actual. No saber bucear no es una excusa, sino una motivación añadida.
No perdamos más tiempo alejados de la explosión de conocimiento que tenemos frente a nosotros. ¡Lancémonos de cabeza a explorar el apasionante océano de la ciencia!
Escribí este texto en agosto de 2007 durante uno de los momentos más excitantes de mi vida. La inmersión científica que estaba a punto de emprender era realmente muy especial. Había sido elegido como uno de los diez periodistas científicos que iban a pasar un año en Boston becados por la Fundación Knight en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), con el único objetivo de introducir en nuestros cerebros tanta ciencia como cupiera. Íbamos a recibir seminarios privados con los principales investigadores del MIT y Harvard, podríamos asistir como oyentes a las asignaturas que más nos interesaran, entrevistar personalmente a científicos, rastrear en profundidad cualquiera de sus laboratorios, y asistir a todas las conferencias o eventos que quisiéramos. Teníamos libertad absoluta. Se trataba de actualizar nuestros conocimientos sobre las temáticas científicas que más nos fascinaran, para así poder transmitirlos de manera más eficiente a la sociedad. Un lujo. No podía permitir que un cerebro ineficiente guardara toda esa preciosa información de manera desordenada, y acabara perdiendo o tergiversando las lecciones aprendidas. Tenía que almacenarla en algún lugar seguro y difundirla por el mayor número de mentes. Una vaga idea se transformó en una misión desafiante: debía recoger todas las reflexiones y enseñanzas acumuladas durante mis años previos como comunicador científico, añadirles la inestimable información que iba a recibir durante los nueve meses siguientes, y comprimirla en un libro sobre el fabuloso mundo de la ciencia. La ilusión era desbordante. Empecé el reto con gran entusiasmo, pero a las pocas semanas me di cuenta de que algo fallaba; pasaba demasiado tiempo encerrado en casa, perdiéndome sesiones científicas extraordinarias. Entonces alguien me dio un acertadísimo consejo: escribir un blog. Un blog me permitiría compartir la información de manera ágil, fresca, directa y desenfadada; ampliar los temas que más me interesaran, y encima recibir la interacción inmediata del lector. Escribir «Apuntes científicos desde el MIT» en elpais.com fue una satisfacción absoluta, y a estas alturas continúa siéndolo. El primer y muy sentido agradecimiento de esta introducción es para todos sus lectores, cuyos nombres, seudónimos, enlaces a páginas personales, mensajes o lecturas anónimas desde cualquier parte del mundo me han acompañado y motivado a continuar volcando ideas sin dueño en busca de acogida. A diferencia de la comida, compartir información no es dividirla sino multiplicarla.
Durante mi aventura científica en Cambridge el blog fue una compañía inestimable, un estímulo añadido para no saltarme ninguna conferencia, y la mejor excusa para seguir otro consejo colosal recibido durante la beca en el MIT y que aparecerá en la segunda mitad de este libro: «rascar donde no pica». Rascar donde no pica es dejarte seducir por nuevos intereses además de los que ya tienes, mantener un constante espíritu de búsqueda entre lo desconocido y permitir que la curiosidad sea la que guíe tu aprendizaje. Ése era el verdadero motor de los «Apuntes científicos desde el MTT». Pero era tanto el estímulo intelectual al que estaba expuesto que en ocasiones sentía cierta frustración. Por una parte, no tenía tiempo de redactar en el blog todas las ideas que recibía y, por otra, había temas inabordables en las escasas mil palabras que tenía una entrada. Creo que mi subconsciente estaba pensando: «Ya llegará el momento…». Ese momento apareció con fuerza un día en otoño de 2008, cuando con cierta nostalgia empecé a repasar las libretas con apuntes de las clases, seminarios o entrevistas. Al descubrir todas aquellas letras «B» inéditas que anotaba entre los apuntes cuando alguna idea novedosa podía convertirse en una entrada del blog, me convencí de que era el momento ideal para retomar el proyecto de escribir un libro. Por fin podría abordar todas esas reflexiones con la profundidad que merecían y buscar una forma coherente de presentarlas. Para ello me fijé en tres de mis grandes obsesiones: la primera era contextualizar la información, presentar los antecedentes que enmarcan a un determinado estudio científico y las historias recorridas hasta llegar a él. Saber por qué es especial. La segunda obsesión la cultivé en el MIT, actuando como un ladrón de cerebros promiscuo y desvergonzado que usurpaba los conocimientos que mentes privilegiadas habían tardado años en acumular. Cuando entrevistaba a algún científico siempre le exigía: «No me cuentes lo que ya puedo encontrar en internet. Dime en qué estás trabajando ahora mismo aunque no esté publicado todavía. Confiésame lo que más te intriga en tu campo, qué será noticia dentro de uno, cinco o diez años, y comparte tus ideas al respecto». Pero la tercera obsesión era quizá la más importante: para distribuir mi botín debía traducirlo a un lenguaje lo más natural y coloquial posible. Si no, no serviría de nada. Por eso, los textos que encontrarás a continuación intentan ser sencillos, frescos, con cierto toque informal, y rehúyen el detalle cuando ello pueda significar la desconexión con el lector. Soy consciente de que ciertas partes sabrán a poco y quizá desearás que hubiera perseguido un poco más el hilo científico de la historia. Reconozco que si tienes esa sensación, la percibo más como un éxito que como un inconveniente. No quiero que te sacies con un solo plato, por exquisito que sea; hay un bufet muy variado por degustar, y me gustaría que este libro tuviera el efecto endiablado de dejarte con más hambre de ciencia de la que ahora puedas tener. Si la lectura de estas páginas te incita a interesarte por un tema y buscar más información por tu cuenta, habrá sido un logro. También puede ser que, condicionado por mi pavor a resultar farragoso, eches en falta algunas definiciones básicas sobre conceptos científicos. Que no se enfaden los más puristas, pero no son tan imprescindibles como crees, y el libro se puede seguir perfectamente sin ellas. Si antes de entrar en una exposición de arte contemporáneo te forzaran a leer sesudas explicaciones para apreciar mejor las obras expuestas, quizá te darías media vuelta. Disfruta de la visita y, si no tienes muy claro qué es un gen o un nucleótido, te lo imaginas sin reparos. Estoy convencido de que por el contexto tú mismo lo averiguarás, lo encajarás dentro del relato, y lo asimilarás como un concepto propio. No le tengas miedo ni excesivo respeto a la ciencia; hazla tuya.
Confieso que es difícil salir de copas conmigo y que no te explique alguna anécdota científica que ese día tenga en la cabeza. Suelo hacerlo tan a menudo que he deducido un par de cosas: toda persona con un mínimo de curiosidad siente un gran interés por la ciencia. Menos algunos de los que trabajan once horas al día en ella, hay muy pocos que tras mencionar la palabra «neurona» o «quark» durante una cena no muestren disposición a escuchar más acerca de ellos. Pero también es verdad que la atención prestada tiene un límite. En una conversación cara a cara enseguida percibes cuándo toca cambiar de tema o enfocarlo de manera diferente. En un libro es más difícil. Por eso, si a pesar de mis buenas intenciones algún bloque se te hace pesado, ¡sáltatelo! Sé intelectualmente promiscuo. Ya regresarás a él, pero no permitas que nadie te aburra.
Rescato el paralelismo con el museo de arte para subrayar una cuestión: a nadie le interesa visitar una galería que exponga cuadros mediocres, ni bucear en aguas turbias. De la misma manera, aquí hablamos de las maravillas de la ciencia, abordamos los temas más estimulantes, nos fijamos en las publicaciones científicas de referencia y seleccionamos las mejores obras que han llegado a nuestras manos. Pero no pretendemos idealizar la ciencia. Como actividad humana que es, la investigación científica también tiene sus entrañas. Para infundir cierto sentido de la realidad, en algunos capítulos visitaremos también mares contaminados, perderemos la inocencia, y aportaremos de manera sutil una visión crítica de la ciencia y los actores que la construyen. Debo esta actitud recelosa y poco condescendiente a los protagonistas del segundo agradecimiento de esta introducción: mis compañeros periodistas John, Ivan, Julie, Jonathan, Keith, Molly, Kathy, Catherine, Esta, Zarina, Pam y nuestro ilustre director Boyce Rensberger del fantástico programa Knight Science Journalism Fellowship del MIT, donde aprendí más —a todos los niveles— que en ningún otro período de mi vida. Nunca olvidaré esa etapa, ni las personas que me acompañaron. La lista de científicos y amigos que aquí debería citar sería interminable y seguro que cometería la injusticia de olvidarme a más de uno, pero tengo una buena excusa para destacar al físico Roberto Guzmán de Villoria y a los neurocientíficos Miquel Bosch y Victoria Puig por compartir sus conocimientos en el blog además de su amistad. Miembros del Euroclub, contertulios y camareros del Miracle of Science y el River Gods: brindo la penúltima con vosotros una vez más. Sin salir de Estados Unidos, también quiero agradecer la flexibilidad y la confianza de mis jefes y compañeros de trabajo en la oficina de comunicación de los Institutos Nacionales de la Salud en Washington D.C. Lo aprendido inmiscuyéndome en los laboratorios del campus de los Institutos Nacionales de la Salud (NIH) en Bethesda está bien presente en este libro. Gracias Calvin, Sylvia, y científicos de esta descomunal institución.
La experiencia profesional fuera de España ha sido intensa y gratificante, pero no habría podido llegar al MIT sin el impagable aprendizaje recibido por quienes fueron realmente las piezas clave en mi formación. Trabajar cinco años directamente con el genial y carismático Eduard Punset en Redes, y ser durante dos temporadas editor de este programa televisivo, un referente en la divulgación de la ciencia en lengua española, transformó una aventura en una profesión. Mi más profundo y sincero agradecimiento a Eduard por darme esa oportunidad y depositar tanta confianza en un joven bioquímico de Tortosa formado en la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, que llegó a su oficina sin experiencia alguna pero armado con mucha ilusión. Gracias también a la ilusión, porque en momentos importantes es la que decide. Con mis ex compañeros de Redes me ocurre lo mismo que con mis amigos de Boston: resulta imposible citarlos a todos. Pero Miriam Peláez no puede faltar en esta entrega, y representa a todos ellos.
Los agradecimientos se complican todavía más cuando sales del ámbito profesional y empiezas a pensar en las personas que han participado de tu andadura científica. Que sirvan como representantes de mi estimado y nunca olvidado grupo de amigos: a Maite por abrir tanto los ojos cuando le hablaba de la expansión del universo; a Ramón por insistir en que primero pensara en imágenes y luego en texto (algún día le haré caso); a David por sugerir que fuéramos a bucear con Antonio; y al filólogo Elies por aparecer los mediodías por mi piso del casc antic de Tarragona provisto de moscatel a granel y ganas de compartirlo con mis almendras mientras discutíamos sobre los libros de ciencia que me traía, y los vídeos de un programa de ciencia que se emitía los domingos de madrugada y terminé mirando con libreta y bolígrafo en mano.
Marta… Nuestros caminos se separaron justo antes de empezar este libro, pero no hubiera llegado hasta aquí sin los maravillosos años que pasamos juntos. Tanto esta obra como su autor siempre lo recordarán.
Una bella economista con acento italiano ha estado presente durante la segunda parte de este libro. Gracias, Fazia, por tus consejos, por sermiamor, por mostrarme que la vida es una película, y por dejarme que te acompañara a través de ella con un guión cargado de suspense, acción, humor, sensualidad, intriga, surrealismo y romanticismo.
Y cómo no, por último gracias al tremendo apoyo e incondicional cariño que siempre he recibido de Jaume, Consol, Ana y mis maravillosos padres Pepita y Pere. Vosotros sois con quienes más orgulloso me siento de compartir este libro.
Pero no perdamos más tiempo y, esta vez sí, ¡tirémonos de cabeza al océano de la ciencia!