He tratado inútilmente, muchas veces, de sumar veintiuno antes que el crupier, antes de que lector llegara a juntar los veintiún capítulos de esta novela. El Black Jack es un juego de cartas con un número ilimitado de participantes que apuestan individualmente contra el crupier. El propósito de cada uno de ellos es obtener un puntaje más alto, anticiparse, llegar al veintiuno antes que el repartidor.
Es evidente que, una vez más, he perdido. Puedo notarlo en tu mirada.
Pero deja que me disculpe al menos, porque de nuevo haya asistido con perplejidad y dolor al momento en que fui consciente de lo que era.
Ha sido un momento de debilidad.
Si al menos en mi sombrío destino escrito se hubiera previsto mi redención. Si Abbott me hubiera escrito un final más digno.
Ser yo la víctima de mis propios impulsos y no los otros.
Acabar pudriéndome en la cárcel.
Si hubiera sido así, no estaría condenado. Por qué se me permitía conocer la verdad y salvarme. Vivir en la locura. Vivir con una culpa sin castigo. Vivir.
Este es mi destino. Por eso la única oportunidad de redimirme eres tú. ¿Lo entiendes ahora? Intentar protegerte es mi última esperanza. A ti, que aún eres libre.
Te lo advertí. De todas las formas posibles, pero has tomado tu decisión.
Además, has querido llegar hasta aquí, más allá de donde nunca quiso llegar Laura. No te culpo, pero ahora tendrás que aceptar las consecuencias. Como ves no elegiste una buena compañía. No deberías haberte mezclado en una partida con gentuza como yo.
Pero esta es solo mi página 418.
Entiendo que no tiene por qué afectarte. Está bien, en serio, no te preocupes. Esta es mi cruz y mi condena. No es asunto tuyo, sin embargo, sí fue el de Laura.
Porque todo el mundo cuenta con una página de su biografía que nunca querría que fuera escrita, leída. Yo he llegado a la mía. Esta es de la que me avergüenzo, la que querría arrancar del libro de mis días si pudiera.
Sé lo que estarás pensando. Estarás pensando que conocer la verdad sobre mí fue lo que provocó que Laura quisiera alejarse por fin de mi historia. Qué incauto eres. También lo fui yo. Pero no fue la decepción o el miedo lo que la llevó hasta el delirio. No fue así. Descubrió algo más en esas páginas que no pudo sacarse de la cabeza y que también alteró su paz y la misma naturaleza de su mundo para siempre. Por eso no dejé de verla de inmediato aquella noche, porque, a pesar de que no siguiera leyendo, a pesar de que me hubiera convertido en un monstruo a sus ojos, me siguió pensando.
No entiendo cómo no recordé entonces una de las normas más importantes del Black Jack: que el repartidor, el crupier, siempre juega el último. Que él es el último en descubrir su carta, una que sin duda aún permanecía boca abajo sobre el tapete desde el comienzo de la partida. Y así fue. Laura no solo repartiría los naipes, sino que entraría, finalmente, en el juego.
Esa noche, salí del teatro sin despedirme de mi madre y caminé sonámbulo y aterido de frío hacia Roosevelt Island con la esperanza de despedirme de Laura, de pedirle perdón en silencio aunque no me escuchara. Porque ella era mi última oportunidad. Salvarla a ella era la única esperanza para redimirme. Elias trató de decírmelo. Por eso escapé a Roosevelt Island también con la necesidad de sentirme a salvo de mí mismo. De apartarme del mundo y de la posibilidad de hacer más daño. Quizás con la esperanza de reunir fuerzas para vencer al destino y acabar con mi vida.
Cuando llegué hasta el vértice de césped aún resistía aquella silla, pero Laura… Laura ya se había ido.
Quise entonces pensar que aquel acto instintivo de arrojar el libro al río la salvaría a tiempo. Sentado con la mirada vacía frente a mi reino de luces y sombras, pude verla correr a ratos por las calles, casi desfallecer a causa de la falta de sueño, de la fiebre que no la había abandonado desde hacía días, pero antes de que pudiera averiguar sus pretensiones ya estaba allí. Ante la Biblioteca Pública, temblando como un animal herido. Tenía algunos herpes en la boca provocados por la temperatura y el pelo sucio. La ropa estaba sudada de muchos días y sus huesos sobresalían de los hombros como si fuera un perchero. Ni rastro de aquella mujer que había visto en mis sueños, la que me enamoró, la que había llegado arrastrando una maleta coja con los ojos más vivos que había visto jamás.
Siempre intuí que te haría daño, Laura, pero juro que nunca imaginé que tanto.
Entonces supe lo que buscaba. En los últimos tiempos había vivido obsesionada por una cosa. La misma que me obsesionó a mí y aumentó mi sed de venganza: encontrar a Abbott. Supuse que querría preguntarle. Saber por qué proceso su novela se había colado en la realidad, explicarle que había que detener aquello, que mientras siguiera escribiendo sus enfermizas novelas, todos estarían en peligro.
Desde allí, sentado frente a la Ciudad Ficción, con la mirada fija en el agua oscura, pude ver un gran cartel que anunciaba la presencia de Benedict Abbott cuyo último libro por fin había alcanzado la fama y sería presentado por Paul Auster. Tengo que confesarte que yo también tenía ganas de ponerle cara a mi dolor, al miedo, al odio que sentía. Quería confirmar las deformes facciones de mi creador, ese dios de pacotilla al que nunca reconocí como tal. Al que jamás reconocería.
Cuando Laura entró en la gran sala, el acto había terminado. Solo un grupo de lectores se arremolinaba alrededor del autor. Cada uno llevaba un libro. Algunos cargaban con dos. Laura se situó en la cola apretando entre sus manos su carpeta de dibujo. A medida que avanzaba, su rostro se volvía más tenso y su sonrisa más fiera, como si ya apenas pudiera ocultar los rasgos de su locura. Hasta que solo quedaron dos personas. Luego una.
Y por fin se encontró ante él.
Y yo pude verlo a través de sus ojos.
Abbott alzó la vista y se encontró también con el rostro de Laura. Atónita. Perdida en una carcajada que no terminaba de salirle por la boca. Yo tampoco pude apartar mis ojos de él, ni del dado de madera de boj con el que jugaba entre sus dedos, ni del llavero del que colgaba una bola de golf que había sobre la mesa, ni de la mueca gris que adornaba su cara redonda cuando firmaba un libro, ni de aquel gesto, aquel, cuando vio a Laura y atrapó su rostro entre el índice y el pulgar, ese pulgar levemente arqueado hacia atrás, sin duda, una marca de familia. Laura no pudo articular palabra, y yo me negué a creer lo que veían sus ojos. Porque había algo en aquel hombre pequeño y asustadizo, había algo tras sus gafas sucias que me pertenecía. Aquella era también mi mirada. Aquellos eran también mis gestos y me estaban siendo arrebatados. Uno por uno. Como si fuera un puzle feroz.
Aquello solo podía significar una cosa. Que el único ser que odiaba más que a mí mismo, el único en el que no querría haber estado nunca inspirado era mi equivalente en el mundo real.
Solo recuerdo que caí de rodillas sobre el barro donde la corriente bajaba rabiosa y me miré en un charco. Me miré y rechacé todo rasgo de mi rostro que se parecía al suyo. Lentamente. Y, con el garabato que quedó de mi cara tras esa operación, traté de conservarlo en mi memoria como ese pequeño y plano reducto de mí mismo que quería recordar.
Y por primera vez rompí a llorar.
Aunque Abbott me hubiera creado sin esa capacidad, lloré.
Mi primer acto de libertad. De rebeldía.
Pero Laura no, ella continuó inmóvil frente a él. Le observó con una intensidad que en breve a Abbott le fue insoportable y entonces le preguntó, titubeante, si quería que le firmara el libro.
Ella asintió y, muy lentamente, abrió su carpeta de dibujo y extrajo con ceremonia dos acrílicos, aquellos que nunca miraba, las dos últimas cartas que se había reservado boca abajo. Sus dos obras maestras. Unos dibujos inundados de bermellones y púrpuras.
Ante la mirada tirante de Abbott, mi crupier, con la voz tiritando consiguió decir:
«Es un regalo. La Ciudad Ficción ya es verdad. La he hecho realidad para ti».
Descubrió el primero boca arriba sobre la mesa: un dibujo que realizó en la habitación de un hotel, después de que entablara conversación con una mujer que paseaba un caniche blanco por la 5a Avenida, una descripción que le encajó lo suficiente como para pedirle que fuera su próxima modelo, y consiguiera así quedarse a solas con ella. Los rojos inundaban el pelaje blanco del perro, el cuerpo desnudo y lívido de espaldas, su boca rígida sujetando un dado entre los labios.
Y Abbott, sin moverse siquiera, sin poder evitarlo, contempló tras sus gafas cómo la crupier descubría su última carta, un dibujo en el que aparecía un cuerpo muerto con una corona de cartón, desangrado y atado sobre su cama. Un hombre al que quizás siguió cuando fue a recoger su agenda al hotel donde habían pasado la noche juntos y no la encontró. Un hombre al que pudo seguir hasta su casa para hacer realidad sus delirantes fantasías y matar por segunda vez. Laura compartió con Abbott el relato en imágenes de aquellas ausencias suyas que tanto me angustiaron y que ahora recogían los periódicos. Pasó entonces por mi mente la noche en que trató de escapar, su ropa lavada y colgada por todas partes, la mañana de Coney Island después de leer el asesinato de Tony en la que, sin duda, había seguido a aquel desgraciado hasta su casa con la excusa de devolverle su agenda y pedirle disculpas, para luego asestarle una puñalada en el corazón, la primera de muchas más, y recrear la escena de El Cristo de Dalí con todo el perfeccionismo de que era capaz. Tuvo que estar horas encerrada con su cadáver para poder pintarlo con aquel detalle… Pero qué has hecho, Laura, la vida no es una novela, Laura.
Tú, que eras libre, por qué te sometiste a mi destino.
Abbott la observó sin articular palabra y, cuando por fin se levantó, fue alejándose paso a paso de ella, de mí, como hacía con cada uno de sus personajes. La abandonó a su suerte, sin futuro, sin importarle, hasta que, sin dejar de vigilarla y con la mirada fija en aquellos dibujos, se dejó engullir por una nube de periodistas.
Aún no puedo creerlo y ya hace tanto tiempo… Aquella fue la última madrugada que la vi. En la última imagen que conservo de ella, estaba sentada en el South Cove con su portafolio sobre las rodillas, en el lugar donde ojalá nunca nos hubiéramos conocido. Con la mirada tonta y de pronto esperanzada, después de escoltar el agua durante interminables horas. Con el gesto dislocado por el delirio se deshizo, uno a uno, de todos sus paisajes neoyorquinos, de aquellas escenas de mi vida que nunca debieron escribirse, de aquellas otras que ahora pertenecían a la suya y que la inculparían sin remedio. Las observó alejarse flotando sobre el agua, como si fueran espejos cóncavos coloreados que reflejaran una versión grotesca de la ciudad.
Solo conservó un último trozo de lienzo blanco. Uno cuadrado donde empezó a extender con angustia, con desesperación, la masa anaranjada de colores que empezaba a aparecer en el horizonte. Poco a poco, sobre el blanco emergió un perfil de la skyline del que se desprendían colores irracionales. Una confabulación de tinturas que reconocí y que parecían haberse aliado para atrapar las distintas luces de la ciudad a lo largo del día. Nunca había visto algo tan bello. La observé recorrerlo, con un orden y una fascinación que me recordaron a mi madre: empezando por la izquierda, donde le sobrecogió una forma geométrica de color índigo con tanta pintura que parecía un bajorrelieve. Luego, al aproximarse al puente, reconocí esa mancha que iba transformándose en un turquesa, luego verde río, glauco, verde bronce, que acababa degradándose hasta un ocre que atardecía en el centro del cuadro. Aquel lienzo recogía tonalidades que solo había visto en su imaginación. Que solo había leído. Aquel cuadro por fin era real, existía. Laura levantó ante sus ojos el lienzo, hasta que lo sobrepuso a la realidad. Finalmente lo apoyó en el banco y escribió:
MITOLOGÍA DE NUEVA YORK, N. Y, 2004.
Sus ojos se quedaron detenidos intentando soportar el peso de la evidencia y de las lágrimas. Sus ojos oscuros, rígidos, como si escoltaran la mirada del siguiente jugador. Pero ya no quedaban más cartas. Y ella lo supo en ese mismo momento. Laura había hecho su juego, el que sin duda acababa de perder. Por eso no pudo dejar de mirar aquella, su gran obra, antes de escribir, casi a arañazos, su firma: L. Burnes.
Nombre, rúbrica, certidumbre que repitió, una y otra vez, en un susurro: «L. Burnes, L. Burnes», dijo de nuevo, muchas veces hasta que se atrevió a pronunciarlo por primera vez completo: Laura Burnes.
Y lo siguió repitiendo despacio, mudamente como un rezo, durante toda esa tarde. Aquellas siglas que eran las suyas, las que había pronunciado Ronald al anunciar el robo, mi madre en la subasta, su nombre, su propio nombre, el que leyó de pronto en un libro, como yo aquel día el mío en el desfile de los veteranos, sin entender cómo ni por qué proceso se había colado allí, o si era una simple coincidencia, pero que comenzó a obsesionarla, sintiéndose protagonista por primera vez de una historia, de la novela de su vida, esa novela que quiso arrojar a las profundidades del río para evitar volverse loca cuando ya era tarde.
La Ciudad Ficción había calmado su apetito. Ya tenía un nuevo personaje. Así era ahora su mundo y no cabía darle más vueltas. Así es nuestro mundo, Laura, le dije intentando encontrar en mi alma de monstruo algo de ternura hacia otro monstruo, mientras amanecía de nuevo y ella se difuminaba ya, en colores planos, por las calles de la Ciudad Ficción, con los tobillos flojos y una extraña sonrisa colgada en la boca. Tan perdida como todo el que camina demasiado tiempo por las ciénagas de la fantasía.
Una vez pensé que había visto el Más Allá. Luego di un paso y llegué hasta ti, y ahora eres tú quien termina el libro que sin duda nos contiene.
A Laura.
Y a mí.
Solo espero, solo deseo sinceramente que tú sí vivas en un mundo cierto. Que seas la última parada de la Ficción… No creas que no soy consciente de que, después de lo que sabes de mí, después de leer mi página 418, estarás deseando perderme de vista. Pero, antes de que termines, no puedo evitar expresarte en alto una duda, un temor que ha estado atenazándome la lengua durante los días que hemos pasado juntos, el verdadero motivo de que decidiera empezar a hablarte:
Ojalá que esto no sea una sucesión de ficciones encerradas unas dentro de otras. Una sucesión infinita de muñecas matrioskas. Ojalá.
Ojalá que hayas escuchado mi relato sobre Laura, oh dios, ojalá que no haya en el mundo más Lauras, ni tú seas una de ellas. Ojalá que mi relato haya frenado en algún momento tu confusión. Algún instante en que te hayas planteado dónde terminaba esta novela y comenzaba tu propia vida. Esta es mi única redención.
También quiero disculparme. Siento haberte hecho esto. Créeme que lo siento. Porque ahora, te costará más confiar en los otros. Incluso en algún momento te pondrás a ti mismo en duda. Porque un día, cuando viajes a Nueva York, quizás contemples un amanecer que de pronto te parezca algo artificial. Quizás, sin saber por qué, no te convenzan sus colores y, entonces, puede que te plantees por primera vez si hay una página de tu historia que no te gustaría que nadie leyera. Entonces y solo entonces, te asaltará por primera vez el temor de que ya sea tarde, de que hayas hecho algo irreversible y pudiera estar a la vista de todo el mundo. Quizás corras al espejo y compruebes que tu cara haya dejado de resultarte tan humana, reconocible, y recordarás cada una de las pesadillas que algún día temiste que se hicieran realidad.
Entonces y solo entonces, quizás te acuerdes de nuevo de mí. Puede que incluso tengas aún esta novela abierta sobre tus manos. Este libro que ahora sujetas con el pulgar pegado a la página 437 cuyas líneas puedo leer ahora, nítidamente, así como la cicatriz imperceptible que cruza tu pulgar derecho, esa de la que no te acuerdas pero que te hiciste a los seis años, la primera vez que te hirió un papel.
Entonces y solo entonces, ahora y solo ahora, te cabrá en la cabeza, por primera vez, una duda descomunal: si quizás alguien nos está leyendo a ambos en una obra mucho más amplia de lo que nuestros pobres ojos puedan nunca alcanzar a ver: a ti y a mí, a Laura y a Abbott, a Barry y a Elias, a Tony, a Wanda y a Silvio, a todos nosotros, desde algún lugar, al otro lado del agua.
Se acerca el momento. Has llegado mucho más lejos de lo que nadie ha llegado en el pasado. Así que, antes de despedirnos, antes de que alguien me arrastre de nuevo a la página 1 de este libro, te pediré un favor:
Si alguna vez vas al South Cove, fúmate un cigarro a mi salud sentado en uno de esos bancos, espera a que se enciendan los faroles azules del embarcadero antiguo y, cuando tras la barandilla de hierro veas partir los ferris patinando sobre las olas, espera un poco, y mira con atención el agua negra a tus pies por si una botella navega sobre el lomo del río. Si es así, no dejes de contármelo.
Ahora sí. Estamos preparados. Ahora sí, terminemos de una vez.
Está anocheciendo. Dan Rogers camina por Battery Park con el río a su izquierda, hasta que, casi a tientas, siente el sonido hueco de la madera del muelle antiguo bajo sus pies. El embarcadero se convierte en una pista de aterrizaje hacia ese templo de madera donde ya le espera Barry jugando contra sí mismo partidas imaginarias, aún con los signos de la brutal paliza, y del dolor por la pérdida de sus amigos. Dan Rogers observa la estatua que parece sostener una estrella por su empuñadura, los edificios que constituyen otro muro de lingotes sobre los que pasan los ferris como recortables negros deslizándose en una función de títeres marinos.
Deja que su mirada se hunda en el agua revuelta. Este, ahora lo sabe, es el fin de la tierra. Los límites, en definitiva, de su universo. Sentado junto a su amigo frente a Jersey, tiene de pronto la sensación de que esta Nueva York tenebrosa, oscura, la que ahora recibe a través de sus ojos, es sin duda el mejor de los mundos posibles. Barry le ofrece una cerveza. Dan Rogers se sube el cuello del abrigo como siempre hace antes de encenderse un lucky strike. Si esto fuera una película, sonaría Smoke on the water de Deep Purple. Si esto fuera una novela, el protagonista sucumbiría en un monólogo final que cerraría la historia, en cambio, al mirar el puente, Dan Rogers cierra los labios en una sonrisa que no es del todo, a medio camino entre el terror y la tristeza…
Al mirar el puente —ese puente que es siempre e invariablemente lo último que observo antes de llegar al final de mi periplo, a este final al que Laura nunca quiso acompañarme, donde tú acabas generosamente de llegar conmigo—, pienso, sé, que esta Nueva York, desde luego, no es el mejor de los mundos imposibles y me pregunto en qué rincón de mi alma está agazapado ese monstruo que también soy.
Dejo que mis ojos se fuguen con la corriente. Sentado junto a Barry, observo a los contempladores del agua llegar como un goteo triste, lentos, solemnes, a postrarse ante la frontera que los separa de la realidad, a soñar con el otro lado de aquella orilla: apoyados sobre las barandas de hierro, arrodillados sobre la hierba, sentados en los bancos. Y sobre la piel del río me deslumbra otro brillo. El del cristal. Millares de botellas navegan sobre el agua. Cada una de un náufrago. Cada una sin respuesta.
No me queda mucho que decirte. Solo, gracias.
Tampoco queda mucho tiempo. Me siento cansado y me esperanza comprobar que este libro, de golpe y de nuevo, se ha hecho viejo. Ha sido terrible que lo hayas rescatado de la estantería, pero, ya que estás aquí, déjame pedirte un último favor.
Aún tengo una oportunidad.
Guárdalo a buen recaudo. Encarcélalo en un lugar donde nadie pueda volver a leerlo jamás, porque… puedo sentirlo. Está volviendo a ocurrir.
Te hablé de ello. La enfermedad del olvido.
Siento miedo, pero me atrevo a alzar la mano y rodeo a Barry por los hombros. Este me contempla con la sonrisa cauta de quien no reconoce. Parece que el mundo entero haya enfermado de Altzheimer y empezara a olvidarse de sí mismo. Siento como uno por uno me voy borrando de las memorias de los lectores que me han acompañado hasta ahora.
También tú estás empezando a olvidarme.
Ahora el sol se abriga con una neblina gris y cae sobre la Ciudad Ficción como solo sabe caer la tristeza. De pronto llueve. Y es curioso porque la lluvia ha empezado a acumularse en el aire, suspendida a un palmo del pavimentó, a la altura de mi nariz, a unos centímetros de las hojas de los árboles, de las alcantarillas. Me da miedo moverme porque hasta donde me alcanza la vista puedo ver cómo las diminutas cuentas de agua se extienden, inmóviles, hasta el límite con los edificios.
Varios pájaros se han quedado suspendidos en pleno vuelo justo antes de estrellarse contra la torre Newman.
La calle está empezando a desenfocarse desde el muelle antiguo hasta la altura del edificio Chrysler. Y del Chrysler han desaparecido ya los diez primeros pisos.
De modo que nos despediremos aquí, si no te importa. Las aristas del puente se desvanecen y no estoy seguro de encontrar el camino de vuelta hasta mi casa.
Dan Rogers enciende un lucky strike y permanece sentado frente al río. Se deja engullir por la niebla que viene del mar y que luego viajará por las calles que perderán, uno a uno, todos sus nombres.
FIN