Dios mío, por qué…

Laura caminó hasta que sus zapatos se hundieron en el agua con el rostro aterrado musitando algo oscuro y lanzó el libro como si quemara, lo más lejos, lo más que pudo, a las aguas negras del East River, por eso no alcanzó a escucharme, no me escuchó cabalgar sobre la desbandada de pensamientos que se fugaron de mi mente hasta que algo, un grito quizás, me reventó por dentro preguntándome una y otra vez porquéporquéporquéporqué, mientras en el escenario se levantaba la orquesta. ¿Cuándo? ¿Cuándo fue la última vez?, Dios mío, ¿cuándo?, me pregunté desesperado, pero tranquilo, piensa, ten calma, esto no tiene sentido, ¿pero cuándo demonios me había puesto aquel esmoquin?, porquéporquéporqué, me dije, mientras el champán aún resbalaba por mi garganta y el Mesías, yo, emisario del horror, de mi propio horror hacia mí mismo, cuando estaba a punto de inculpar a mi propia madre, había encontrado en mi bolsillo la evidencia, el irrefutable mensaje de mi destino. Un destino de seis caras de las que hasta entonces solo conocía una, porque quién más, me repetí mil veces, quién más perdía la razón y la memoria cuando sentía el baile de los números entre los dedos, ¿quién?, quién había conocido a Manfredi antes que nadie, ¿por casualidad?, por qué le oculté a Ronald que ya conocía al italiano cuando me ofreció el trabajo, por qué aquel día en que le desplumé, el día en que lo celebré con Barry en el South Cove no le dije de dónde había sacado la pasta, la noche en que vi a Laura por primera vez tumbado sobre diez mil dólares arrebatados a mi marioneta, porquéporquéporqué… grité por dentro, con aquel dado de madera aún atrapado entre mis dedos rígidos, eléctricos, dentro del bolsillo, mientras la música se extinguía para siempre. Entonces sí, reconocí mi mano, mi propia mano en mi bolsillo en otro tiempo, presionando el botón de mi móvil durante la partida que amañó la policía, para enviar instrucciones al italiano, «juega», «para», «reparte», sin que él se imaginara, sin que intuyera que estaba en presencia de la mente criminal que los guiaba, víctima y verdugo, dos caras de la misma moneda, el dios del azar en un perfil y quien trataba de maniatarlo en el otro, no, no podía ser, pero, al reconocer el tacto de aquel objeto pequeño y terrible entre mis dedos, reconocí también mis mismos dedos empujando un dado idéntico en las bocas muertas que ahora comenzaban a hablarme… y me hablaron de aquel desagradable hormigueo, de mi pulso desbocado al sujetar una baraja de naipes, «dale a un jugador un juego mayor», yo mismo te lo advertí un día, «y se lanzará con la voracidad de una araña a una presa». Por eso vinieron a mi cientos, miles de voces conocidas y extrañas, «tuvo que enviar los mensajes alguien que estuviera muy cerca, muy cerca»… Ronald otra vez, en su mensaje: «Matan en nombre del azar a cuyo guardián no conocen», y Elias: «son niños obedientes»… Oh, Dios, porquéporquéporqué… aquella vieja en la parroquia que se me acercó: «eres un mesías y Dios te ha bendecido», sus ojos de terror, «pero todo el que bendice, maldice», por qué no le conté a Barry, por qué me di tantas excusas a mí mismo y nunca encontré el momento, por qué no les advertí, a todos, por qué no reconocí mi propio miedo, el que sentía cada vez que temí estar perdiendo la cordura, por qué me hiciste esto, Abbott, por qué he de creerte, dime, por qué, si no me conoces, por qué han de creerte, dime, porquéporquéporquéporqué… me dije, con las esquinas de aquel dado inofensivo entre mis dedos, clavándose en las yemas hasta hacerme sangre, para juntar mi sangre con otras sangres, las de aquellos que se encontraron y encontrarían conmigo, y me asaltó entonces la pesadilla que acababa de tener despierto y que ahora se alzaba ante mis ojos como un vaticinio, un crimen aún no cometido que sin duda estaba preparando, «la séptima maravilla del mundo», o el deseo, el apetito parricida de quien también era yo: el piano de cola, el terrible piano goteando sangre y encima de él la sombra de un cuadro maldito que mi madre compró para mí sin saber que firmaba su sentencia de muerte, el que yo mismo le sugerí conservar, preparando el camino sin saberlo para mi gran crimen aún no cometido, la pieza que le faltaba al altar de mi locura, una excusa para la gran venganza de esa parte oscura de mi alma, esa de la que estaba empezando a distinguir sus rasgos, aquella de la que huía en todos los espejos, la que alimentaba desde niño un odio profundo hacia aquel templo erigido por ella a sus obras predilectas, sus siete maravillas, su tributo a la belleza, a la armonía, al equilibrio, a todo aquello que en el fondo ella sabía que yo no era, nunca fui ni sería, aquello a lo que yo, su único hijo, su mesías repudiado, estaba respondiendo con un vómito de sangre, sí, mi gran homenaje al Arte, las siete maravillas del horror… Entonces, cuando aún removía entre mis dedos aquel dado que ya no arrojaba el azar sino la mala suerte, fue cuando, apelando a mi memoria y no a la foto que me envió Tony, por fin me detuve en todas y cada una de las fotografías que mi madre conservaba en su rincón sagrado y en las que creí, iluso de mí, que nunca había reparado antes: El beso de Rodin, La victoria de Samotracia, El grito, El infierno, La Venus del espejo, El Cristo de Dalí, y por último, por último, La Piedad de Miguel Ángel… un detalle definitivo, concluyente, irreversible, que debió de abrir los ojos a Tony la última vez que fue a verla a los Hamptons: «Ya sé quiénes son los Hijos del Azar», me dijo por teléfono esa misma tarde al regresar de la playa, con su voz oscura, de hermano, de hermano mayor, tras aquella visita a mi madre de la que no tuve noticia hasta más tarde, la misma voz grave, espinosa que utilizaba para malas noticias, con la que pensaba informarme, pobre iluso, de que mi madre era una asesina, la misma con la que años atrás me anunció que me había observado, que me ayudaría, porque una cosa era jugar y otra lo que me estaba ocurriendo: «¿Me creerás, te cuente lo que te cuente, Dan?», «¿me ayudarás?». Su lealtad, su amor sin límites, su compasión por los monstruos. Yo no quise, Tony, yo no, por qué tuviste que advertirme, por qué no te pusiste a salvo, por qué no llamaste a Ronald la misma noche en que me viste desaparecer borracho con Natasha Colé y su perro. La misma en que empezaste a sospechar de mi madre y tu lealtad conmigo te impidió acusarme a mí. Por qué no la denunciaste al día siguiente cuando te enteraste de la noticia, pero a ti no, yo no pude ser, no pude pagarte así tu amistad, tu compasión, sin embargo vino a mi cabeza la secuencia de aquella noche, cuando envalentonado por el alcohol y siguiendo las instrucciones que tú mismo me diste para entrar en la torre, fui a verte, pero un día antes de nuestra cita: mis dedos enguantados pulsando el botón del último piso, el espejo del ascensor devolviéndome las seis caras del asesino un día antes de encontrar tu cadáver sin recordar nada más, Dios mío, ¿quién soy?, y una parte de mí, esa parte de mí sangrienta y enferma, ahora recuerdo, habló contigo. Vino a mí, entonces, la última voz de Tony: Dan, ¿qué haces aquí?, y yo le contesté que por qué esperar, y entonces él fijó sus ojos helados, tristes, en mis guantes y me dijo, tú no eres Dan, tú no quieres hacer esto, amigo mío, por favor, cálmate, habla conmigo… pero todo eran tinieblas: mis manos tensando el cable de teléfono sobre su cuello blanco, asfixiando su voz oscura para siempre, si yo hubiera sabido… si hubiera sabido habría terminado con mi vida a tiempo. Aquellas noches se me desenfocaron en el recuerdo como una mala película: el alcohol, el vuelo de los naipes, mi dolor por Wanda, por lo que le había sucedido a su chico, no tiene sentido, yo nunca, yo no pude hacer daño a uno de sus hijos, Abbott, no es verdad, al menos dime que aquello fue casualidad, que yo no podía saber que estaba allí uno de sus chiquillos… porquéporquéporquéporqué… me dije, al sentir el tacto de aquel dado entre mis dedos, mientras resonaban los aplausos en las paredes de la sala, que me trajeron, desordenados como las cartas de una baraja, como ahora, todos aquellos fragmentos de mi tiempo que habían sido en el libro de Abbott elipsis, trances, sueños, ausencias: me vi a mí mismo en Hunter's Point, subiendo al único apartamento habitado de esa torre donde se acumulaban cada uno de los botines: «el villano contemplará la guarida del héroe», al piso 96 de un edificio que la constructora de Newman me alquiló en su día con una identidad falsa, y cuya conexión Wanda debió averiguar; me vi junto a Natasha Colé, que caminaba descalza y borracha a mi lado con sus sandalias en la mano, su sangre en las mías, sus aullidos de terror, yo, limpiándomelas sobre la lana blanca de su perro muerto; me vi enviando instrucciones a Manfredi a través del móvil para que volviera a citar al juez a una partida, para que le siguieran hasta el lugar que me había enseñado en Bushwick, dios mío, enviándole la foto de El infierno de el Bosco y deseándoles «inspiración y suerte» a él y a sus perros. Me vi extrayendo la sabia del ginko biloba que había en el jardín de los Haptons, y preparando una mezcla mortal, enviando como regalo de boda un vino español, mi favorito. Jugadores que ese otro yo debió de despreciar y pensó que había que eliminar. Porque habían perdido. Porque se lo habían buscado. Héroe y villano… pesadillas que regresaban a mi cabeza sin darme tregua con otra textura, cada vez más real, todos aquellos crímenes que pude ordenar o cometer con mis propias manos: quién más conocía al hampa del juego como yo, quién, presa de la desesperación, en un instante de lucidez, se había escrito mensajes intentando prevenirse de sí mismo: «No vayas hoy a la partida», una forma, la única que encontré de decirme, como un psiquiatra que tratara de guiarme hacia una revelación tan horrenda que solo podría descubrir por mí mismo y que de otra forma rechazaría. La única de confesarme algo inconfesable. Inverosímil. Inaceptable.

Que héroe y villano éramos la misma persona.

El yin y el yang, la única forma de darme pistas para evitar que hiciera lo inevitable una y otra vez, Abbott, cada vez que alguien abriera tu libro de mierda, porque tú lo quisiste así, por que tú me quisiste así, porque esta es tu obra nauseabunda, estarás orgulloso, mi vida y mi condena, mi fátum… ser consciente, una vez más, en cada página 418, de que he de vivir con el terror de que mis pesadillas se hagan realidad, de que se conviertan, una a una, en macabros recuerdos: el dolor inmenso de la voz de Elias «yo sé que tú no quieres hacer daño, Capitán», el dolor de su última caricia «pero tendrás que cargar con una enorme culpa», la resignación con la que su alma infantil aceptaba que este era nuestro destino… Y aunque yo no pude ser capaz de enviarle a aquellos monstruos a un niño para salvarme, aunque no fueran mis manos las que empujaron su cuerpo al vacío, sí le mató la onda expansiva de mi maldad. Te lo suplico, Abbott, escribe. Solo te pido que escribas unas líneas más que lo dejen claro, que me liberen de esa culpa, te lo pido de rodillas, libérame al menos de la carga de su ataúd blanco y pequeño, mátame o déjame quitarme la vida, no me obligues a vivir sabiendo lo que he hecho y con la certeza de que algún día, no sé cuándo ni cómo, sentiré en mis dedos un desagradable hormigueo, mis ojos volverán a cegarse entre tinieblas, y haré realidad esa séptima maravilla, La piedad, un crimen aún no cometido pero ya tramado por mi mente enferma para concluir ese altar a mi locura. Porque ahora sé que yo mismo, con mis propias manos, seré quien en cualquier momento inunde ese piano de mi misma sangre, no me obligues, Abbott, a conservar esa imagen parricida, nítida en mi cerebro hasta que se haga realidad, inevitablemente, irremisiblemente, en el próximo libro que le dediques a tus monstruos… Los hijos del Azar, los hijos de aquello que decidiste que fuera el centro de mis creencias y obsesiones. Mis hijos…

Y la sala estalló en aplausos.

Y pude ver a mi madre de pie, de nuevo inocente ante mí, dándome la espalda, aplaudiendo al vacío, a un mundo que yo ya no era capaz de ver. Entonces se giró con una sonrisa triste y me observó con una infinita piedad, con ternura, como si hiciera mucho tiempo que no me veía:

—Cariño, estás temblando —dijo posándome su mano fría en la frente—. ¿Por qué no te vienes a casa este fin de semana? Así me cuentas con calma eso que tanto te angustia. Ya verás cómo todo tiene solución.