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Ella no. Pero todo apunta a… «¿Me creerás, te cuente lo que te cuente?», le escucha decir de nuevo, casi al oído. Dan Rogers posa la mano encima de la copa. Siente cómo las burbujas ascienden y le arden entre los dedos. Por qué no tiene ya noticias de Ronald para aclararlo todo de una vez. Se acomoda en el asiento y es en ese instante cuando ve brillar por fin, intermitente, la pantalla de su móvil a través de la tela del bolsillo. Introduce la mano que desciende, como por una cueva oscura, hasta el aparato. Es de Ronald: «Localizado Manfredi con dos secuaces en apartamento de Oza. Han declarado recibir instrucciones del azar a cuyo guardián no conocen. Buen primer paso. Felicidades, jugador». Dan Rogers observa a su madre de espaldas y se dispone a guardar el teléfono despacio, pero al hacerlo descubre otro objeto pequeño debajo, aparentemente olvidado en su chaqueta, quizá después de alguna fiesta. Como un ciego que trata de leer un mensaje que no entiende, palpa una y otra vez, con ansia, la superficie suave y cálida de la madera. Hasta que, empieza a sentir un cosquilleo familiar en los dedos. Hasta que poco a poco, se dibuja en su mente la forma cuadrada, pequeña y perfecta del azar. Los puntos grabados en cada una de sus seis caras. Siente cómo el dado se encaja entre sus dedos con una naturalidad que le estremece por dentro. El coro se funde en un último amén.

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