El Mesías

El primer sorbo de un veneno siempre sabe dulce. Todos son de fácil ingesta. La tristeza es una enfermedad exquisita. Hay que degustarla en pequeñas dosis como un buen chocolate negro.

Un pequeño sorbo de tristeza sabe dulce. Pero, como cualquier droga, es difícil predecir cuándo empezarás a bebería a bocanadas. Y es entonces cuando recupera su identidad de veneno, y amarga.

Un gran sorbo de tristeza, amarga. Morir de tristeza engrandece. Te sublima.

Una bocanada de tristeza, mata.

Laura no lo sabía. Por eso conocí su ir y venir por las tierras de la depresión sin poder evitarlo. Durante aquellos días pasó horas en Central Park cada mañana, pintando compulsivamente las imágenes que cruzaban su memoria. A veces abría una página del libro, una cualquiera en la que hubiera trazado las líneas de un boceto durante sus interminables y primeros paseos, y lo escupía sobre la tela como un gargajo de color. Muchas personas se detenían para observarla pintar. Con aquella desesperación. Con aquel hambre. Muchas fueron las que se llevaron una de sus pinturas sin saber que compraban una escena de mi vida y un jirón de una fantasía de Laura que no se había hecho realidad. Pero no exhibía todas sus pinturas. Aquellas empachadas de tonos púrpura, bermellón, carmín y sangre no estaban destinadas a ser vendidas y engordaban cada vez más su carpeta. Aquellas no las volvería a mirar, hasta un día en concreto. Como el que no quiere revivir mentalmente una pesadilla que le aterra.

Faltaban dos días para que se cumpliera el ultimátum de aquella historia que nadie debió escribir jamás y, cansado de mi propio dolor, los pasé sentado en un banco frente a ella. Intentando esclarecer qué era lo que tanto la atormentaba, aliviado en parte por el hecho de que no pasara otra página más. Otras veces, en cambio, deseé que lo hiciera, terminar de una vez con aquel angustioso paréntesis en el que me había sumido tras la muerte del niño. Me había obligado a detenerme a un paso del desenlace, a tan solo dos días de mi tiempo y unas cuantas páginas de su libro para que los Hijos del Azar acudieran a por su maldita escultura y entonces, entonces por fin todo habría terminado. Fuera como fuera, pensaba a menudo, no podía ser mucho peor que lo que ya había vivido.

¿Pero qué era lo que mortificaba a Laura? ¿Qué era lo que pasaba por su cabeza? ¿Le había conmocionado la muerte de Elias tanto como a mí? ¿O era conmigo su decepción? Quizás su héroe había dejado de cumplir sus expectativas. ¿Era culpable? ¿Era eso, Laura? Quizás no temía por mí y era yo quien le daba miedo. Pero, Laura, ¿qué pensabas? ¿Que dos seres como tú y como yo podíamos tener derecho a ser felices para siempre?

¿Para qué querías un héroe, Laura? Si los héroes son los protagonistas de las tragedias.

El héroe va dejando un rastro de muertes y destrucción detrás, Laura.

Y a mí no me quedaba otra que compartir su destino. La soledad del héroe. La ingratitud del héroe. El no poder compartir nunca mi secreto. Aceptar que mi sola cercanía haría daño a los demás. Custodiar mi revelación a cambio de dejar a mi paso un reguero de muertes.

Sí quise, sin embargo, hacer caso a una de las últimas advertencias de Elias. Se lo debía: según él, yo no podría evitar lo que el destino hubiera deparado para mí, pero quizás sí salvarla a ella, fuera lo que fuera lo que la acechaba.

Así transcurrió aquel día, sin ninguna novedad hasta que, a la mañana siguiente, para mí brumosa y soleada para ella, cuando yo estaba haciéndole compañía en el parque y ella pasaba las hojas del Time Out sin leerlas, observé que algo le llamaba poderosamente la atención. Leía y releía con avidez un anuncio y luego arrancó la página después de rodearla obsesivamente con un lápiz. A continuación cerró el estuche y salió corriendo como si le hubieran prendido fuego al parque, dejando incluso algunas de sus pinturas olvidadas sobre la hierba.

Intrigado por aquella reacción corrí tras ella, cogimos el metro en Columbus Circle, atravesamos la ciudad a bordo de un expreso y unos minutos después volvimos a emerger en el Soho, donde pude ver que entraba en una librería café que, curiosamente, contaba con una réplica exacta en la Ciudad Ficción. Sin duda Abbott la conocía bien porque no le faltaba un detalle. Para mi sorpresa, un nuevo libro del autor con el título Los Hijos del Azar estaba anunciado en grandes carteles. Qué hijo de puta, pensé. Seguía sediento de sangre. Disfrutaba tanto de la compañía de aquellos monstruos que ahora los había convertido en sus protagonistas. Y entonces caí en la cuenta: ¿qué hacía Laura allí? ¿Qué había ido a buscar?

La pregunta, lo supe en ese momento, no era qué sino a quién. La librería estaba atestada de gente y algunos sujetaban aún una copa de vino. Frente a varias líneas de sillas, había una mesa pequeña y un micrófono aún caliente.

Laura estaba buscando a Abbott.

Laura quería encontrar a Abbott. Y esa tarde, en aquel mismo lugar, el escritor había leído fragmentos de su nuevo libro. Así lo indicaban los carteles que reproducían la portada, los tres reporteros de radio que cacareaban en la cafetería, los lectores que sobaban fetichistas la rúbrica del escritor siempre sobre la segunda página. Laura sujetó uno de los ejemplares que alguien había olvidado sobre la barra del bar: «Para Samantha, por si alguna vez decide jugar al Black Jack… Benedict Abbott». Ella también repasó con sus dedos temblorosos aquel rasguño de tinta, como si así siguiera el camino para encontrarlo. Pero sería aún más sencillo. Al final de la página, el muy cutre, había dejado escrito su correo electrónico.

Esa tarde no encontró a Abbott, pero estar tan cerca de lograrlo sí excitó de nuevo sus ganas de saber. De seguir leyendo. De encontrarle. Incluso le escribió un par de correos electrónicos declarando su más absoluta admiración que fueron contestados con una respuesta automática del tipo: «Gracias, querida lectora. Te informaré puntualmente de mis próximos eventos. Saludos e inspiración. Benedict Abbott».

No puedo negarte que me contagió aquella curiosidad. Era normal. Incluso natural, ¿no crees? La misma que cualquiera tendría por verle el rostro a un fantasma, por mucho que sea el del creador despiadado al que te niegas a llamar padre. Por otro lado me intrigaba el motivo por el cual Laura estaba de pronto tan resuelta a conocerlo. Esta vez no era un caso de simple mitomanía. Más bien pareció responder a una necesidad vital. A la misión concreta que, sospechaba, la mantenía en la ciudad: preguntarle por el asesinato de la Venus del espejo. Saber si entraba en su cabeza que los crímenes que se relataban en su libro pudieran estar reproduciéndose en la realidad.

Lo cierto es que aquella tarde me angustió la posibilidad de que siguiera leyendo. Sabía que su «casi encuentro» reavivaría su necesidad de continuar mi historia. Aunque había algo más que la había empujado a seguir. Lo supe cuando al salir del metro paró un segundo y, despacio, casi de forma ritual, desdobló la hoja de un periódico que guardaba dentro del libro. Con una sonrisa quebrada que me alarmó, la puso delante de sus ojos y, por lo tanto, ante los míos. El titular rezaba: «Un gigoló es encontrado muerto en su apartamento de Brooklyn». Y, en la foto a todo color que ocupaba media página, reconocí al vaquero. Estaba tendido sobre la cama con las piernas juntas y los brazos en cruz, solo vestido con sus calzoncillos. Había sido apuñalado en el corazón y las sábanas blancas estaban empapadas de sangre. Estaba atado al cabecero con dos cables de teléfono que sujetaban sus muñecas y tenía sobre su cabeza una corona de cartón del Burger King. Entre sus labios habían colado un dado. «Antonio Porter, que fue encontrado con signos de rigor mortis, no tenía familia», decía el subtítulo en negrita, «pero sus clientes le conocían como Tony».

Sentí más miedo que nunca. Por mí pero también por ella. Aquello confirmaba sus sospechas y las mías. Mitología de Nueva York había empezado a filtrarse en el mundo real. Toda la maldad que hasta entonces permanecía cautiva en sus páginas estaba empezando a desbordarse. La Ciudad Ficción había encontrado un nuevo juguete, Laura, y sin duda ya la habían olido. ¿Pero por qué, si yo también pertenecía al mundo creado por Abbott, no encontraba la grieta por la que colarme en la realidad para protegerla?

Entonces comprobé que se dirigía caminando a toda prisa hacia el teleférico de Roosevelt Island y pronto sentí sus pies colgados de la nada a bordo de aquella cápsula que solía alejarme del mundo. No podía evitarlo. Había elegido un lugar clave para continuar la historia y que aún no había visitado. La guarida del héroe. Yo lo sabía, sabía que le quedaban poco más de 10 páginas para leer la página 418 y ni siquiera lograba entender aún por qué tenía tanto pavor a aquella cifra.

El mismo que tengo ahora que sé.

Ahora que eres tú quien en pocas páginas llegarás a mi irremediable destino. Ahora que me tienes en tus manos, que sé que de nuevo, si esa es tu decisión, si a estas alturas no he conseguido ya que confíes en mi palabra por encima de la de Abbott, no podré evitarlo.

Cuando llegó, caminó hasta el extremo de la isla, dejando atrás el hospital en ruinas, bajó por la escalera roja hasta el vértice de hierba que terminaba en el agua, y allí encontró una silla vacía, el trono del hombre más solo del mundo. Pasó casi dos horas contemplando el agua sentada en aquella silla, con una mueca llorosa y excitada, hasta que la luz de la ciudad reemplazó a la del cielo y postrada ante la frontera que separaba la ficción de la realidad soñó con el otro lado de aquella orilla hasta que, casi a ciegas, abrió sin remedio, como tú ahora, el libro de nuevo:

Ronald lo tiene todo previsto. Ha sido informado por su confidente del día en que se efectuará el robo y, a unas horas de que todo termine, ha tratado de tranquilizarle por teléfono. No, no pueden saber quién eres, chico, es imposible.

Todo ha salido según los planes de la policía. Los Hijos del Azar intentarán robar la réplica de una antigüedad japonesa propiedad del marchante Hermann Oza en un piso vigilado del Upper East. Esa será su última oportunidad para atraparlos, dice el comisario a sus chicos. Pero es importante garantizar la seguridad de su señuelo, les advierte. Dan Rogers, aún bajo su nombre falso, ha quedado con su madre muy oportunamente para escuchar el concierto con el que se despide la Navidad todos los años: el Mesías de Handel en el Metropolitan, donde serán fácilmente custodiados por la policía.

A la hora del concierto, el Lincoln Center parece un faro en el centro de la isla al que acuden los fieles como a un gigante pesebre donde se ha anunciado que nacerá la música. Para rendirle culto. Para contagiarse de su gracia. Dan Rogers ha escogido un esmoquin italiano que rara vez rescata del armario, la señora Rogers un vestido de raso color gris mármol que sabe que realza su cuerpo delgado.

Y Laura siguió leyendo.

Como siempre, madre e hijo se encontrarán en el palco, puntuales, y cada uno llevará su entrada. Parecerán una más de las atractivas parejas que acudirán al concierto. Pero, esa noche, Dan Rogers ha decidido llegar un poco antes, ordenar una botella de Moét Chandon y empezar a brindar por su liberación y por aquellos que le han dejado, por Elias y Tony; por aquellos que se han perdido en la oscuridad, por Wanda; por los que nunca verán la luz, por Barry…

… Y por los que se extraviarían sin remedio en las palabras, por Laura.

El Mesías llega al palco mientras suena el primer aviso y contempla desde las alturas las cabezas de los no revelados, cómo van ocupando sus asientos, disciplinados, borrachos de fe y esperanza.

Cuando faltan tres minutos para el concierto campanillea el segundo aviso. El resto de los músicos toman asiento y un ejército de setenta cantantes realiza su salida, en fila, vestidos de negro como si fueran a cantar un entierro en lugar de un nacimiento.

Dan Rogers consulta su reloj. Luego el móvil. Ocho menos un minuto. Cómo detesta el inoportuno y estricto sentido de la puntualidad de su madre. Suena el tercer aviso y los acomodadores corretean por el pasillo central dirigiendo a los rezagados. El concertino cruza entre los atriles y la orquesta se encrespa a su paso en busca de la afinación como víctima de una marea. Alguien cierra las cortinas del palco. El resto de las puertas se van abrochando con el aplomo de las entradas del paraíso. Dan Rogers se ajusta los gemelos y la luz va extinguiéndose como el último aliento de un Dios…

Y así se extinguía también mi aliento. Miré el móvil. Cuando las cuerdas y el clave comenzaron a caminar por el pentagrama yo apenas podía respirar aquella música. Una tristeza pesada, espesa, empezó a apoderarse de mi pecho, como si aquel auditorio fuera mi propio gran féretro de madera y Laura hubiera comenzado ya a llorarme fuera. Ella, con los ojos perdidos en el agua, leía despacio, casi resignada, cercando la página 418, merodeándola como un animal hambriento sin importarle mi miedo, como tú ahora, como si aceptar mi destino supusiera que aceptaba también el suyo.

Como si fueran, de alguna forma extraña, el mismo.

Durante aquella obertura sé que imploré, le rogué a Abbott que se detuviera, que me perdonara. Le pedí, con toda la fuerza de la que mi naturaleza artificial era capaz, que no me torturara más por más tiempo.

Dónde estaba mi madre, Abbott. Por qué la había dejado fuera de aquella escena en que tanto la necesitaba.

Fueron los minutos más largos de mi vida, durante los cuales pasaron por mi mente muchas imágenes, igual que si estuviera a punto de morir y así era, de alguna forma. Pero en todas ellas era yo, y nadie más que yo quien me juzgaba y no otro. Era yo quien decidía dónde había estado bien y dónde mal. Era yo quien me imponía penitencias imposibles si salía airoso de aquel laberinto, de aquel purgatorio, si se me daba una segunda oportunidad. Si la dejaba con vida. Consulté nuevamente los mensajes. Era muy extraño que mi madre no hubiera avisado. No había llegado ninguno. Pero, entonces reparé en ello por primera vez, no había llegado ninguno desde hacía… cinco días. Casi como un comportamiento automático, abrí la bandeja de entrada y el móvil me indicó que tenía doscientos mensajes guardados. Borré unos cuantos para dejar espacio en la memoria.

Brilla el móvil. Son varios mensajes que llegan con retraso. Es un texto escrito un par de horas atrás, con brevedad, tajante como la carta de alguien que no va a volver. Es de la señora Rogers:

«Cariño, voy desde los Hamptons. Me ha llamado el arquitecto que restaurará la casa. Llegaré a la segunda parte».

El coro se funde en un interminable amén.

Dan Rogers siente un desvanecimiento y apoya su cabeza en el respaldo de la butaca. Entonces vuelve, ahora en forma de sueño lúcido, esa pesadilla que tanto le angustia, como la foto de un álbum que hace tiempo que no ves, la visión del momento en que él llegue a la casa. Ya conoce de memoria esa secuencia: el coche de la señora Rogers estará aparcado fuera. El viento agitará las palmeras y el mar habrá vomitado tantos cadáveres de peces que formarán grandes barricadas sobre la arena.

Se frota los ojos. Quiere obligarse a dejar de fabular, de pensar en ello, pero vuelve a verse a sí mismo caminando sin detenerse ante las miradas gélidas de los agentes de policía de Long Island, igual que si caminara entre fantasmas. La casa entera olerá a algas. Al pasar, puede que escuche los cuchicheos de algunos policías: coincidirán en que la escena es tan espeluznante como bella. No podrán dejar de mirarla. Lo mismo le sucederá a Dan Rogers cuando entre. Él mismo habrá alertado a la policía. Ronald se lo relatará a todo el mundo. Al comisario nunca se le olvidará el rostro de su confidente caminando hacia aquella obra de arte erigida en su honor. Por eso, cuando llegue al salón, tratará de abrazarlo, pero él ya habrá detectado esa escena que en sueños ha visto tantas veces: el charco rojo que se escurre desde el piano, aún líquido, con el olor fresco de la vida cuando se derrama. Ronald tratará de detenerlo, pero él avanzará como si pudiera traspasarlo. Como si solo pudiera ver la estampa que tiene ante sus ojos:

Estará sentada sobre el instrumento, casi a oscuras. Solo alumbrada por la lamparilla que soba utilizar para leer las partituras cuando le sorprendía la noche tocando. Igual que le habrá sorprendido esa tarde, con los ojos tristes aún abiertos. El chal habrá sido delicadamente colocado sobre su cabello, como un manto. Su cuerpo sentado en un desvanecimiento del Cinquecento. Sus manos largas y huesudas sosteniendo algo que no está sobre su regazo y que contempla con una pesada tristeza. Un pequeño dado de madera sostenido entre sus labios. Una infinita piedad se desprenderá de la caída de sus párpados y de su vestido gris mármol ahora empapado de un rojo oscuro. Dan Rogers se reconoce, de pronto, en ese vacío.

La voz de Ronald retumbará en las paredes como si la casa estuviera hueca, y sin embargo solo faltará un cuadro. Uno recientemente adquirido en una subasta. Uno de un autor desconocido, pero que plasma un perfil de Manhattan poco frecuente. El título, informará Ronald a un periodista, es Mitología de Nueva York, de L. Burnes. Dan Rogers se arrodillará frente al cadáver de su madre y…

Entonces, cuando estaba a punto de salir corriendo de aquel lugar, perseguido por la materialización mental de mis miedos, justo antes de que el coro comenzara a cantar And he shall purify y el silencio se me hiciera aún más insoportable que la música, sentí el peso de una mano sobre mi hombro que me despertó y volví a encontrarme en el palco, sudando de terror.

—Madre —dije en un susurro incrédulo y besé aquel dorso, su piel fría y reconfortante.

Ella se sentó a mi lado. Sus ojos claros brillaron en una sonrisa extrañada que por un momento me dio calor. Le serví una copa y el caldo efervesció de nuevo lleno de vida. Sin embargo, el alivio momentáneo de saber que el sueño lúcido que acababa de sufrir era sólo la continuación de una de mis pesadillas periódicas, no me impidió ser consciente de que había llegado el final. Había sido tan real… como empezó siéndolo Laura. Todas aquellas visiones adquirían de pronto una textura distinta, y por eso me horrorizaban. Entonces me asaltó un temor y cogí el móvil.

Los mensajes con retraso que por falta de memoria no llegaron a tiempo.

Y lo encontré. El nombre de Tony Newman se dibujó en la pantalla como un fantasma. Un mensaje que mi amigo había vuelto a enviar poco después de aquel primero, cuya foto nunca logré abrir. Rezaba también: «Las siete maravillas del mundo». Pero en esta ocasión la foto sí se abrió. Y yo no pude comprender lo que estaba viendo: No, eso no, Tony. No, no, no… Le di al botón de ampliar y me lo acerqué todo lo que pude: parecía una foto tomada en el salón del piano de los Hamptons. Tomada con su móvil, quizás al día siguiente de la subasta de Navidad, cuando mi madre le vio por última vez. El día en que fue a llevarle el cuadro y según ella decidió irse de pronto como si algo le hubiera contrariado. En la foto se veía el piano y sobre él las litografías, las fotografías de aquellas obras que mi madre siempre consideró su inspiración. Las más grandes creaciones que, según ella, había dado la humanidad. Sobre su altar negro y musical, pude reconocer sin problemas lo que había aterrorizado a mi amigo: La victoria de Samotracia, El grito de Munch, El beso de Rodin, la Venus del espejo de Velázquez, El Cristo de Dalí, El infierno de el Bosco y, por último, la séptima maravilla…

No, Tony se equivocaba. Tenía que equivocarse. Debía de haber alguna otra explicación. ¿Qué me querías decir, Tony? Quizás lo mismo que yo había llegado a sospechar sin saberlo. Si sentí la necesidad de tenerla conmigo aquel día en concreto, a la vista en aquel palco, ¿había sido porque temía por ella? ¿Porque tenía miedo de que fuera una potencial víctima o, quizás, un potencial verdugo? No, podía ser. Porque si ella estaba viva, si ella no tenía coartada para aquellas dos horas en las que supuestamente había estado en los Hamptons es que Tony… mi pobre Tony, quizás era verdad que había dado con la mente criminal que guiaba a aquellos psicópatas y no sabía cómo decírmelo. Fue leal conmigo y ello le costó la vida. Sólo quiso esperar un día para darme suficientes pruebas que pudieran convencerme de una revelación tan dolorosa. Cómo era posible, cómo podía ser, pensé, mientras la miraba extasiarse ante la música, blanca, limpia, y venían a mi cabeza sus reuniones privadas con artistas de vanguardia que nunca nos presentó, su aparición por sorpresa en la subasta de Navidad, su última conversación con Tony, el ginko biloba que pidió a mi padre que plantara en el jardín, sus manos largas y huesudas acariciando aquel piano que en todos mis sueños escupía sangre bajo las imágenes de sus siete maravillas del mundo.

Supe que no podría soportar el peso de esa incertidumbre en soledad ni un segundo más, que muertos Tony y Elias tenía que confiar en alguien, en su inocencia, en la de mi propia sangre, o me volvería loco. Que quizás así podría romper la baraja de mi destino y que, si alguien encajaría el golpe de una revelación del calibre de la que estaba a punto de hacer en ese momento, sería otro jugador de idéntico calibre. Ella era ese jugador.

La soprano, envuelta en una gasa brillante se levantó para cantar There were sheperds y yo aproximé mi silla a la de ella. Cogí su mano siempre helada.

—Hay algo que creo que acabo de comprender y quiero contarte, madre —le dije con la voz rota—, algo que supondrá para ti, como lo ha sido para mí, un verdadero castigo. Pero necesito saber que, por una vez, ambos seremos sinceros. Un secreto por otro.

Ella me clavó sus ojos grises como si quisiera leerme, con su mano rígida y fría, inmóvil, bajo la mía. Y comencé mi confesión. Una confesión que en realidad era un grito de ayuda. Un, madre, ayúdame a creer que eres inocente, que puedes protegerme. De pronto, todo aquello que le había ocultado adquirió proporciones más manejables: comenzando por la vida que había llevado al margen de la ley, mis apuestas, mi colaboración en ese caso que salía en los periódicos, y la muerte de Tony y de Elias, y los sueños… los sueños repetitivos en los que su piano desdentado escupía sangre. Ella me escuchó paciente, sin intimidarse. De tanto en tanto me posaba su mano en la espalda, como cuando de niño me despertaba sobresaltado. Durante todo aquel concierto hice trizas su fe, le contagié mi sentido de la irrealidad, le inoculé mi locura, le inyecté mi veneno y pisoteé su espíritu. Y aun así, no me interrumpió durante mi relato, solo me escuchó con la mirada comprensiva de quien ama a alguien a pesar de que esté a punto de acuchillarle por la espalda. Me escuchó con el instinto y con la piel.

Y Laura lloró, lloró mucho durante aquel concierto, sentada en mi silla en Roosevelt Island, con la mirada incrédula, desencajada, a pesar de que no podía leer en su libro aquella escena, no podía escuchar el monólogo que interrumpí cuando llegué a esa frontera de tinieblas que yo mismo, aterrorizado, estaba a punto de comprender. Sin embargo Laura lloró porque ya sabía lo que me aguardaba a tan solo una vuelta de hoja, porque ya había llegado a la página 418, una página que yo no podía leer aún, pero que creo que ella intuyó desde el principio, de la que yo no sería consciente hasta el capítulo posterior, tan solo unos minutos después. Laura comenzó a llorar, digo, mucho antes de que yo mismo cerrara los ojos y con expresión de reo le pidiera perdón a mi madre por lo que iba a hacerle.

—Perdóname, madre, lo siento tanto —le dije cuando apenas me salían las palabras, mientras le besaba las dos manos y hundía mi rostro en el raso de su falda, sobre sus muslos, llorando como no lo hacía desde niño—. Perdóname, madre, por favor perdóname, madre, por lo que pueda hacerte.

Sentí sus dedos extrañados entre mi pelo mientras el coro alzaba su Hallelujah. Disfruté de cada una de esas últimas caricias que me reconfortaban, como si a mi piel no le importara nada que pudieran estar manchadas de sangre y sin comprender aún la envergadura de las revelaciones que me aguardaban, a pesar de la angustia de Laura, del horror de Laura, me dejé caer en otro de mis trances, cabalgando sobre la espuma del champán, que me devolvería a ese mundo de tinieblas al que ya no podía seguir cerrando la puerta.

Y ahora, recuérdalo. Está en tu mano no leerla. Tú y yo hemos hecho un largo camino juntos. Pero la decisión es ya solo tuya.

Laura sí siguió leyendo, irremediablemente, imparable, aquella página:

Dan Rogers deja que resbale por su garganta un trago de champán que le sabe ácido. La tensa espera a la que le ha sometido su madre ha podido abarse en su contra para disparar aquellas sospechas. Aún agitado, observa a la señora Rogers disfrutar del concierto y se pregunta qué estará pasando en el apartamento de Hermann Oza. Si toda esa pantomima del concierto tiene ya algún sentido. Siente cómo la tensión está agarrotando su cuerpo músculo a músculo. Es normal que le asalten ideas absurdas. Han sido semanas terribles. Está mentalmente agotado. A Tony le encantaba el Mesías. Cómo pudo dudar de él si quiera un segundo, se reprocha. Por otro lado, cómo pudo Tony dudar de… no, no podía ser. Debe quitárselo de la cabeza.

NOTA. La siguiente páguina es la 418