«Mira y calla
Que mi voz dispara
FIRE, FIRE…»
Durante toda esa noche inclemente, al compás de los Orishas, los muros de Brooklyn empezarán a sentir el roce fresco de los grafiti, a teñirse con un nuevo rostro, el de Elias, santo grafitero, héroe involuntario de las calles, aunque solo jugara a la pelota por ellas.
«Caído en batalla», le rezarán unos. «El niño superhéroe», le rendirán tributo otros, representándolo con una capa azul, un antifaz negro y su pequeña kipá a juego, en pleno vuelo sobre el Chrysler. Lo recordarán con su sonrisa confiada. Su coraje ante la enfermedad. La inteligencia que tanto madrugó en su pequeño cuerpo. Su fatal y desbordante fantasía.
Hasta que amanezca, Dan Rogers no podrá despegarse de ese descampado donde se ha escurrido la breve vida de su amigo. Tampoco podrá ni querrá sacarse de la cabeza la voz de Myriam cuando pase a su lado, con el rostro viudo, la mirada huérfana, la boca perdida: «era tan niño que aún no le había dado tiempo a fabricarse sus propios recuerdos».
Para los judíos es un acontecimiento crucial. Uno de los ritos más importantes de su vida religiosa. La Tahará es un acto de amor y de pureza. Así ha tenido que asimilarlo Myriam Weisberg cuando ha empezado a preparar el cuerpo de su amado hermano junto a su madre.
Tengo que confesártelo:
He vivido decenas de veces estos mismos acontecimientos. He transitado demasiadas veces por este mismo dolor. Y no consigo que disminuya ni un gramo. No me importa que acabéis odiándome tanto o más que al mismo Abbott. Es normal. También a Barry. No te culpo. El sin embargo sí, sí se culpó, y no volvería a ser el mismo. De nada le sirvió su fe cristiana para llorar a un pequeño superhéroe. De nada.
«Los héroes no podemos llorar, Capitán», me había dicho refugiándome en sus frágiles brazos apenas unas horas antes, «aunque carguemos con una enorme culpa». «Yo sé que tú no quieres hacer daño, Capitán, pero tendrás que cargar con ella», me había anticipado, como si ya intuyera su final, como si me perdonara a priori. Porque era cierto…
Éramos culpables.
Culpables.
Abbott por su tendencia infanticida. Barry y yo por no quitarle de la cabeza a Elias sus fantasías. Laura por su curiosidad morbosa de seguir leyendo. Tú, de alguna manera, ahora. El caso es que su corta vida llega hasta aquí.
Asimílalo.
Así cumplía con su breve trama. Su fátum.
Pero nunca podrás odiarme más de lo que me odio yo. Me resultaba a mí mismo tan repulsivo como el propio Abbott. Mi único consuelo durante aquel interminable día de exequias fue pensar que por fin sería considerado el héroe que fue, el único de esta historia, de hecho, y que murió con la última imagen de su cuerpo volador, y que volvería a nacer, que volvería a ver su sonrisa fantasiosa, su cuerpo enclenque paseando por el barrio en busca de aventuras, aunque no quise pensarlo, no, no quise pensar en aquel momento porque era demasiado doloroso, que ahora que había recuperado la memoria, siempre conocería su fatal destino y le vería morir, sí, le vería morir, sin poder evitarlo, infinitas veces.
¿Pero por qué no había conseguido anticiparse a su propia muerte? ¿Sería aquel el único episodio que su mente de oráculo había decidido borrar para que su existencia fuera soportable? ¿Habían sido imaginaciones mías sus poderes? Quizás mi mente ya no estaba sana. Puede que todo lo fabricara en mi cabeza. Y Laura no existiera. Y hubiera arrastrado conmigo a una pobre criatura impresionable al fondo de un abismo negro. Tan negro…
Durante ese día encontré unas doce llamadas de Ronald perdidas en mi móvil. Era evidente que me llamaba porque se había cumplido el ultimátum y querría saber qué había ocurrido. Pero yo sabía que tenía aún tres días hasta que los Hijos del Azar recogieran su botín, así que me concedí aquel para intentar llorar a mi amigo y, sobre todo, para averiguar quién lo había hecho.
Cuando el dolor me dio por fin una tregua y empecé a pensar con claridad, estuve escuchando hablar a los chicos del barrio. Algunos insistían en que cuando Elias se tiró de la azotea de su edificio no estaba solo. Había testigos de que una banda de chicos le increpaba desde abajo que no sería capaz. Que era mentira que tuviera poderes. Que no era más que un lisiado chivato, un demente. Esa noche, roto de sufrimiento intenté sacarles a los chicos del barrio si habían visto a alguien con Elias en el descampado. Ninguno se atrevió a delatarlos, aunque yo ya tenía mis sospechas.
Sus funerales se convirtieron en una de las experiencias más intensas que podían recordarse en la Ciudad Ficción. La historia de que un pequeño había saltado desde una azotea creyéndose un superhéroe neoyorquino conmocionó a los ciudadanos de tal modo que corrió de boca en boca convirtiéndolo casi en una leyenda. Se celebraron misas en todos los barrios y hasta el Daily Vianet le dedicó una página. Durante todo aquel día, la Ciudad Ficción estuvo abatida. Y por la noche hubo un gran apagón como si los rascacielos se hubieran fundido en señal de luto.
Como decía antes, Barry nunca superaría aquello. Aún magullado hasta el alma por la muerte de Tony, salió del hospital cuando se enteró de lo que le había ocurrido a Elias y, desoyendo los consejos de los médicos, al día siguíente de la desgracia, organizó una misa por ambos en su iglesia de Harlem. Fue allí donde nos vimos por primera vez después de que sucediera. No me hizo falta preguntarle para saber que se sentía mucho más dolorido que por ninguna otra paliza que hubiera sufrido en la vida. Tampoco me preguntó nada. Se limitó a mirarme con el rostro más desesperanzado que he visto jamás y solo dijo:
—Dan, los héroes ya no existen.
Los señores Weisberg, consolados y agradecidos por los gestos hacia su pequeño, accedieron a peregrinar con el ataúd de misa en misa, sin importarles los diferentes cultos. Cuando por fin la caja llegó a Harlem eran las 2:00 de la tarde. Barry me acompañó cojeando hasta los primeros bancos donde me senté sin levantar la vista. El altar estaba lleno de flores blancas como si fuera un bautizo. En el centro, un ataúd pequeño y blanco para cobijar un cuerpo, más pequeño aún, vestido de negro. A su lado pude ver a Myriam con una mano extrañamente tendida sobre la tapa, como si aún le sujetara para cruzar la calle. Aún más vestida de negro. Cobijando sus ojos bajo el flequillo artificial y con una plácida, sosegada, aterradora sonrisa.
Cuando me vio entrar, caminó hacia mí.
—Capitán —dijo con su acento yiddish, que me sonó tan parecido al de Elias.
—No me llames así, Myriam —te lo ruego—. Ya no soy el Capitán. Nunca lo he sido.
Ella me miró en silencio. Luego frotó sus manos. Tenías las uñas mordidas. Destrozadas.
—Elias se estará llevando un gran disgusto al escucharte —me dijo ella, con una sonrisa fuerte, complaciente, mientras me apretaba la mano.
—Lo siento tanto… —y giré mi rostro.
Algo parecido a un ácido hirviente resbaló por fin por mis mejillas.
Ella se sentó a mi lado. Con un aplomo que hacía daño. Tan delgada que parecía irreal.
—Te habría reconfortado ver su rostro esta mañana mientras le bañábamos —dijo entonces, tuteándome—. Era como si estuviera viviendo una de sus aventuras. Por primera vez —se le quebró un poco la voz—, por primera vez he comprendido la importancia de soñar.
Cuando Myriam se unió a sus padres me pareció más bella que nunca. Luego la vi cogerse del brazo de un hombre con barba y tirabuzones negros, la versión joven de su padre, que le puso el abrigo por los hombros. Creo que la adoré. Como se adora a una efigie.
Comenzó el ritual. El coro entró por el pasillo central cantando con más alegría que de costumbre. El pastor le dedicó palabras tiernas y reconfortantes. Los fieles asintieron y aplaudieron sus afirmaciones de vida eterna, que para mí eran tan reales como desoladoras.
Por desgracia, a última hora, el alcalde, asombrado por la repercusión de la historia de aquel pequeño judío en la opinión pública, apareció para soltar un speech. Quizás por los rumores de que una banda de italianos podía haber tenido algo que ver, quizás para aplacar una posible guerra entre barrios vecinos. Sus asesores le debieron de aconsejar que se echara él la culpa, era la labor del alcalde, lo que a la gente le gustaba, ya lo solucionarían cuando se acercaran las elecciones. Por lo tanto, el político colocó una pequeña corona de flores blancas en equilibrio sobre el ataúd, se reconoció un fracasado por no poder evitar aquellas cosas, «hay que tratar de que nuestros hijos no se metan en bandas», dijo, como parte de un eslogan y terminó besando la caja blanca ante el deleite del público allí congregado. Después fue besando también, una a una, a todas las mujeres más guapas y más negras que encontró en su camino de salida de la iglesia, congelando algunos momentos para facilitar el trabajo de los fotógrafos. El coro en satén púrpura cantó entonces con los ojos cerrados, tratando de dar solemnidad a la hipocresía.
Cuando salí a la calle, un viento helado me paralizó el rostro. Durante toda la misa había podido ver a Laura, por fin, tras un día de desconexión, sostenida por el humo de las velas, como aquel día de Navidad. Seguía en Central Park. Parecía haber vendido algunos cuadros. Pintaba sin parar de llorar. Lloraba sobre los colores preparados en la paleta, sobre el libro abierto que descansaba en sus rodillas y sobre la tela aparecían, pincelada a pincelada, los rostros de las cantantes del coro. Sus bocas alegres y emocionadas. La luz de las velas blancas que custodiaban el cuerpo de Elias y de espaldas, estaba yo. Me reconocí con la cabeza hundida entre las manos. Hundida. Yo sin rostro, pensé. Ni siquiera había podido imaginarse aún mi rostro.
El resto de la tarde la pasé con Silvio. No pude evitar ir a verle, porque sentía aún más rabia que dolor por dentro y aquello no era justo para Elias. Pero también fui consciente de que no podría darme licencia para llorarle del todo hasta que conociera la verdad y solucionara un asunto.
Silvio, cauto dado mi estado de ánimo, me citó en un lugar sorprendente que solía frecuentar cuando, según él, necesitaba aclarar sus ideas. Y tengo que admitir que es uno de los mejores rincones para contemplar el agua. Se trata de un muelle cercano al puente de Queensboro.
A este lugar acuden los conductores con los más entrañables propósitos: suicidas que quieren volar por primera y última vez, asesinos que buscan deshacerse de manchas en el asiento de atrás, ladrones de coches que ya se han cansado de su último juguete. Cada cierto tiempo se escucha el ruido de unos motores y el último aceleren que precede al vacío, el resbalón mudo de las ruedas sobre el aire y la explosión metálica contra el agua que anticipa el silencio anónimo de ese remolino que, en pocos segundos, no dejará rastro del coche.
Dan Rogers observa a Silvio, tendido a su lado sobre la hierba escarchada. A cada rato y sin mirar, dice, por ejemplo: por el sonido de las ruedas era un coche de serie limitada, antiguo, del sesenta y cinco. La explosión ha sido larga y luego ha tardado en sumergirse, lo que indica un coche largo con ventanas herméticas. Sí. Probablemente era un Maserati de los cincuenta…
Por extraño que pueda parecerte, ahí Abbott no exagera: Silvio tiene un ranking de aciertos del noventa por ciento. Siempre me he preguntado por qué no termina emergiendo una gigante montaña de lata después de tantos coches como he visto caer en ese mismo lugar. Puede que esa parte del río sea especialmente profunda o que Abbott, el premio Nobel de literatura, haya cometido un error demasiado obvio. En cualquier caso, esa tarde hasta le agradecí la visión mágica de los coches voladores, la belleza del vuelo de esas toneladas de lata. La generosidad de sus sacrificios.
Después de casi dos horas durante las cuales vimos despeñarse unos ocho vehículos y en las que yo me concentré en tirar piedras al agua, Silvio se incorporó y me dio una palmada en la espalda.
—Qué quieres que hagamos entonces, jugador.
—Justicia —dije con la vista perdida en los círculos concéntricos que se propagaban en el agua.
—Bien. Sé a quién tenemos que ir a ver.
—¿Quiénes eran? —pregunté, aún conociendo la respuesta.
—Los llaman la Banda del SI. Al parecer creían que Elias era un chivato y que podía perjudicarlos. Cosas de crios.
—Lo que ha ocurrido no es cosa de crios, Silvio.
Hubo un silencio sucedido de un asentimiento.
—Entonces —dijo el napolitano—, ¿estás seguro?
—Sí.
El agua se batía negra y nerviosa deglutiendo el último vehículo, esta vez desocupado, que había volado sobre nuestras cabezas. Y yo tiré otra piedra. Ahora con un objetivo.
Desde la superficie del río pude ver a Laura durante toda aquella tarde. Me observaba atónita, con un gesto extraño que no reconocía aunque quizás ella tampoco me reconocía de pronto. ¿No querías un justiciero?, le pregunté susurrándole, con una voz que me escuché cambiada de pronto. ¿No querías un héroe, un tipo duro?, le insistí casi odiándola también a ella, su mirada siempre pasmada, su curiosidad egoísta que me hacía avanzar sin quererlo aunque no supiera por qué. Que se fascinaba con la sangre. Que me obligaba a acompañarla hasta la página 418.
Entonces alguien la arrancó de su ensoñación. Era una mujer que me fue extrañamente familiar y, por su gesto, creo que también a Laura. Era una negra latina, caderona y de sonrisa franca. Llevaba un bolso grande de flores y se había quedado prendada de una de las pinturas de Laura. Una que retrataba la esquina de la 176 donde, según la novela, estaba el restaurante El Malecón. La mujer se encajó unas gafas pequeñas que llevaba colgando del cuello y cogió el dibujo entre sus manos estropeadas.
—¿Sabes que yo trabajo aquí mismo? —dijo aquel clon de Celia, la camarera amiga de Barry, y entonces la reconocí, aunque solo la había visto cuatro o cinco veces y no tenía exactamente su rostro. Laura se sobrecogió como si estuviera viendo un fantasma.
—¿Cuánto pides por él, mi amor? —dijo Celia a una cada vez más maravillada Laura.
—Treinta dólares —susurró ella, sin recuperarse de la impresión aún.
—¿Lo dejamos en veinticinco y me lo llevo? —dijo—. Tienes mala cara, niña.
Efectivamente, aquella forma de regatear y aquella generosidad eran también características de Celia. Mientras ella escarbaba en su cartera, Laura la observó confusa, con una mezcla de ilusión y escepticismo. Pude seguir el proceso de su pensamiento como si fuera una película que pasara a través de sus ojos: si Celia existía en realidad, puede que yo también. Y todos los demás. Aquella mujer se había convertido en una justificación viviente de sus fantasías. O quizás temía aquella parecía que imparable hemorragia de ficción en el mundo real y se preguntaba cómo pararla.
Es importante que te hable por fin de la última de mis teorías sobre la ficción, y es importante que lo haga en este punto porque la empecé a madurar en mi cabeza en aquel mismo momento, y porque la experiencia me la ha venido a confirmar. Se trata de la teoría de los «Inmigrantes de la realidad en tierra de ficción». A los casos como Celia, yo los llamo inmigrantes. Con el tiempo estoy seguro de que comprobaré que Elias también lo es, tengo esa sospecha, es decir, que probablemente Abbott lo creó basándose en un ser real. Como los héroes: mitad hombre mitad Dios. Mitad hombre mitad personaje.
Hay determinados personajes con un dibujo demasiado humano como para no tener un referente en la realidad, tú mismo te habrás dado cuenta alguna vez. Y casi es más terrible así. Porque estos, incapaces de conformarse con el mundo de ficción en el que viven, buscan incesantemente algo más. Quiero decir, algo más digno que ser solo un fantasma, un clon de papel de un molde original.
Tony, por ejemplo, mi pobre Tony, era el más inmigrante de todos los inmigrantes. Por eso siempre se sentiría distinto. Era un referente real llevado al mundo de la ficción y, en la realidad, según mis informaciones, sí es un mafioso y es de Houston. Llevaría mal lo segundo como para hablarle de lo primero.
Por eso, algunos de nosotros nos sentimos desubicados, diferentes. Porque tenemos un halo de humanidad mayor que otros personajes, que tira de nosotros, que nos hace preguntarnos, que nos hace sufrir en esta tierra de mentira. Sabemos que parte de nuestro yo idéntico vive en la realidad como un gajo de nuestra alma. Somos unos excluidos con un pie aquí y otro allá. Esto, desde que Laura encontró a Celia, me supuso una esperanza y a ella, el aumento definitivo de sus fantasías. Encontrar a ese ser humano que me inspiró era como encontrar mis raíces en otro continente.
Llegó a convertirse en una obsesión.
Por primera vez desde que conocí mi condición de personaje, necesité reconocerme en el alma madre de la que partí un día. Como un gemelo que siente que en algún lugar existe otro gemelo del que le han separado al nacer. Aunque encontrarlo pudiera suponer una decepción.
Esa misma tarder, Silvio ha acompañado a Dan Rogers a una pastelería de Brooklyn llamada Benvenuto Brothers. Es famosa por sus merengues y por los ajustes de cuentas que en el pasado les hacían cambiar las cristaleras de la terraza cada seis meses. Ahora solo es el lugar donde los viejos capos de Brooklyn se reúnen los domingos a tomar capuchino con tarta de limón. Suelen llegar en limusinas negras con los cristales oscuros. A las doce, puntuales como la muerte. Pequeños, consumidos, con sus gafas de pasta negra, con sus sombreros de ala, se sientan en torno a una mesita redonda, siempre reservada en un extremo de la terraza acristalada, a hablar de fútbol y de política, los dos hobbies preferidos de los mañosos jubilados.
Alrededor de la terraza hay unas fotos colgadas en fila, una serie de retratos en blanco y negro, todos de hombres diferentes llevándose la taza a la boca ocultando parte de la cara en un eclipse y la sonrisa que no logran disimular los ojos. En las tazas aparece el nombre de Benvenuto Brothers, una forma de simpatizar con esta familia públicamente. Nadie sabe quiénes son esos hombres. Unos dicen que importantes mañosos del país que han acudido a mostrar sus respetos o a hacer algún negocio. Otros aseguran que fueron soldados del clan caídos en alguna guerra de familias. Las fotos, claro está, no tienen nombre. Pero cada vez hay más.
Cuando entran en el local, Silvio se dirige a la barra donde cabecea un napolitano, sin duda uno de los benvenutos, con los ojos entornados en una inmutable sonrisa. Dan Rogers se sienta cerca de la terraza y espera a que Silvio le relate a su primo lo sucedido. El otro cabecea aún más, quizás un tic nervioso, piensa Rogers, mientras observa su constante y complaciente asentimiento. Para finalizar, Silvio le enseña al dueño del local un recorte de periódico de ese día. Ambos se giran ahora hacia Dan Rogers.
Cuando termina la conversación se dirigen hacia él para ser presentados. El napolitano estrecha a Dan Rogers en un abrazo sentido:
—Mi familia le pide disculpas y lamenta mucho su pérdida —sus ojos se entornan más aún y a pesar de ello Dan Rogers puede alcanzar a ver a través de ellos la hoguera que crepita dentro—. Estos jóvenes de hoy en día no tienen educación…
Y después de invitarles a un capuchino les asegura que los Benvenuto obrarán en consecuencia. Luego les da las gracias en italiano, grazie mille, dice, por permitirles encargarse «privadamente» del asunto.
Esa misma noche, el jefe de la banda del SI, curiosamente hermano de Lucio Manfredi Benvenuto, será corregido por su propia familia. Aparecerá degollado sobre un columpio de McCarren Park. Con su chaquetilla de comunión perfectamente abrochada, con su pelo engominado como si fuera a irse de paseo. El encargado de la amonestación, del tajo limpio e indoloro, fruto de la maestría de los años cortando masas de bizcochos y frutas escarchadas, será su propio padre.
Tras leer este capítulo, Laura estuvo desaparecida durante el resto del día y por primera vez me pregunté dónde. Por primera vez necesité saber por qué temía tanto aquellas ausencias suyas, que hacían más oscuras las noches.