Cómo había podido perder tanto el tiempo. Por qué seguía intentando vivir la película de otros y cerrando los ojos a la mía propia: la brutal historia de mi vida. Barry no acudió a su cita porque no podía acudir. Mientras yo seguía a Laura por la ciudad como un imbécil, alguien asesinaba a Tony Newman convirtiéndolo en El Cristo de Dalí, la sexta maravilla del mundo, y Barry estaba en el hospital magullado hasta el alma después de haber presenciado una de las visiones más terroríficas de su experimentada vida. Esa mañana, como todos los días, caminó hacia su ascensor a las 5:00, escoba en mano, para refrescarlo un poco. Cuando se abrieron las puertas sintió un olor más desagradable que de costumbre y que alguien le miraba con los ojos desorbitados desde el interior. Desde el suelo. En el centro del cubículo y sin rastros de sangre, una cabeza de largos rizos dorados le observaba con el rostro desencajado por la muerte. La piel gris se volvía verde hacia las orejas. La nariz se pegaba al hueso. El mentón encajado en un grito. Los labios comidos por los insectos entre los cuales conservaba un dado. Así fue como Barry encontró la cabeza que le faltaba al crimen de La victoria de Samotracia pero, claro está, no fue ella quien le propinó la brutal paliza.
Aún en estado de shock y sin saber qué hacer, la recogió de los pelos y salió del subterráneo. Según contó luego, subió las escaleras hasta la calle y comenzó a caminar por la 176 sin poder articular una sola palabra, con el rostro espantado, con los dedos enroscados en los rizos fríos y ásperos, sintiendo su peso de bola de billar, buscando a un policía. Según recogían los diarios locales, los vecinos que a esas horas corrían por las calles en dirección a sus trabajos contemplaron la escena horrorizados y confundidos, pero fue el dueño de un negocio de bragas, según publicaba el Daily Planet, un iraní llamado Majid Rezai, quien salió de su local con un bate de béisbol y, dando por hecho que era un loco que después de una riña con su mujer sobre su forma de freír el pollo se la había cargado, empezó a golpearlo y a pedir ayuda para reducir a aquel psicópata. La policía llegó justo a tiempo para evitar que lo matara y llevarlo al hospital. Nadie me llamó hasta las 4:00 de la mañana del día siguiente. Yo aún estaba sentado en la butaca de Tony, tiritando congelado, balbuceando el himno de nuestra hermandad, mientras el viento balanceaba su cuerpo, cuando recibí una llamada de Ronald: tengo dos noticias, me dijo intentando quitarle hierro al asunto. La cabeza de La victoria ha aparecido y, después de un silencio de preocupación impostora, dijo: Barry está en el hospital. No debería haber relación entre ambas cosas, prosiguió con la voz grave, pero está claro que alguna debe de haber. Fue entonces cuando le dije a Ronald que había encontrado a Tony muerto, y que creía que nos habían descubierto.
No puedo describirte la angustia que sentí mientras corría al encuentro con Barry. A pesar de que no se temiera por su vida, aunque sabía lo fuerte que era y Ronald me hubiera asegurado que estaba bien. Pero la realidad era que los Hijos del Azar habían dado con él y también con Tony. No podía hacer nada por el segundo, pero Barry, Barry estaba vivo. No entendía cómo, pero sabían quién era. Y, por lo tanto, muy probablemente, quién era yo. Aquellos monstruos estaban cercándome como perros salvajes. Poniendo fuera de juego a cualquiera que encontrara pistas para llegar hasta ellos. Tony los había descubierto. Wanda tenía nuevas informaciones y el dolor por su pérdida la había dejado fuera de juego. ¿Quién sería el próximo?
Había llegado también el día del ultimátum. Era el día en que esperaba instrucciones. Y puede que aquello fuera una advertencia para que no hiciera tonterías. Para que me los tomara más en serio de lo que ya lo hacía. Quizás ya habían descubierto que estaba haciendo mis averiguaciones y era una forma de advertirme, sin duda, que sabían dónde tenía destinados mis afectos.
¿Qué me habría contado Tony si hubiera podido? Repasé línea a línea la última conversación que tuvimos y que aún retumbaba en mi cabeza: «¿Me creerás te cuente lo que te cuente?». «¿Me ayudarás?». No podía imaginar nada que fuera tan descabellado como para no creer a Tony. Todo el mundo creía a Tony. De toda la mentira que había en mi vida, él era lo más cercano a la verdad. El era creíble.
Y aquí empezó mi cadena de reproches: lo primero que me reproché fue el haber sospechado de mi amigo. Cómo había sido capaz. En qué me había convertido. Yo tenía pocas cualidades pero nunca, nunca había dudado de un amigo. También me reproché no haberle hablado del caso a Barry desde el principio, porque ahora tendría que contarle que Tony había muerto y por qué. Luego me eché la culpa por estar con la cabeza en otra parte, tratando de vivir una vida que no era para mí, la de Laura, y descuidando aquello que, farsa o no, era mi verdadera vida. Había descuidado a Barry. Y a Wanda. A mis amigos. Y por supuesto, dado el cariz que estaban tomando las cosas, empezó a preocuparme en serio que mi madre fuera un objetivo de los asesinos. ¿Cómo no había pensado que eso podía llegar a ocurrir cuando acepté el caso? ¿Por qué el juego me impedía ver más allá de mis propias narices? Incluso, puestos a fustigarse, puede que hubiera dejado escapar a Myriam, quizás la mujer de mi vida. Al menos de esa vida. Y no tendría que haberle dado más vueltas. Punto. Joder.
Ahora que te relato todo esto de nuevo para advertirte, me doy cuenta de lo ingenuo que fui. De lo sencillo que era todo en realidad. Cómo pude estar tan ciego.
El hospital estaba en la calle 43 con la 10a Avenida y se llamaba Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, aunque todos lo llamábamos «Nuestra Señora de la Perpetua Miseria», porque era un antro de putas embarazadas en sus esquinas, de ambulancias que llegaban tarde, era un hospital de policías en las puertas de las urgencias y de monjas con megáfonos que adelantan el fin del mundo a los pecadores. Me gustaban los lugares con sabor, qué cojones.
Cuando llegué, saludé al poli que guardaba la puerta como un enorme caronte: un maromo de dos metros que se llamaba Patrick, con espaldas de lucha libre y siempre oculto tras unas gafas de sol que, después de un amable qué pasa, tío, se giró hacia los familiares desesperados que se agolpaban en torno a la puerta y, con una mirada fiera, solo rugió: no me obliguen a quitarme las gafas de sol, que provocó que todos volvieran mucho más calmados a sus asientos.
Cuando llegué a la habitación Barry estaba despierto con el rostro inclinado hacia la ventana.
—Si no querías ver Hellboy bastaba con que me lo hubieras dicho —dije con la voz un poco rota al contemplar su rostro deformado que solo le permitía abrir un ojo y la brecha ya cosida que se abría en su cabezota de titán.
Aun así me sonrió.
—Estos putos árabes, Dan… Como se ven más blancos que nosotros deciden que, por el hecho de que a las 5:30 de la mañana un negro pasee zarandeando del pelo la cabeza de una rubia, tiene que ser motivo de sospecha.
Ambos reímos. Se pondría bien. Sí, se pondría bien.
—Te he traído esto —dije sacando el estuche de madera que aún guardaba bajo el abrigo, preguntándome cuál sería el momento mejor para decirle a Barry que habíamos perdido a un gran amigo.
—Pero aquí no se puede fumar —dijo él, casi juguetón.
—Por eso.
Luego me llamó la atención la cama vacía que había al lado, de la que colgaban unas botellas de suero.
—A ese seguro que no le importa —dijo olisqueando el habano—. La palmó anoche.
Ambos reímos de nuevo, como si estuviéramos en el South Cove celebrando una buena partida y aún no hubiera pasado nada. Como si aún tuviéramos la posibilidad de tener con Tony aquella cena ahora para siempre pendiente. Barry había sido el ganador esta vez. Le había ganado la partida a la muerte. Abbott, por alguna razón, seguía dejándole vivir.
Cerré la puerta y observé a mi amigo deleitarse mirando los cigarros, apretando su hoja con los dedazos torpes, como si él fuera un niño y yo acabara de regalarle su primer plumier.
Luego le dio un mordisco con sus dientes blancos, no había perdido ni uno, aunque en ellos se acumulaba la sangre seca, y empezó a quemar con paciencia la hoja hasta que extrajo de entre sus labios una enorme bocanada. Entonces, con una lucidez y el rostro más sereno que le recordaré nunca, me miró:
—¿Te has fijado en una cosa, Dan? —abrió un poco el ojo hinchado. Mojó sus labios heridos—. A un puro hay que dejarlo morir justo como se deja morir a un hombre en Nueva York. Nunca, nunca debería sacudírsele la ceniza.
Y siguió fumando después de aquella declaración privada de intenciones. Porque sin duda lo había visto de cerca. Y quería dejármelo claro por si la próxima vez su corpachón quedaba peor parado. Que lo dejara morir como se hacía con un buen puro negro. Está bien, Barry, pensé, sin sacudirlo demasiado, sin asfixiar sus últimas ascuas, apoyado en la cama como sobre un enorme y blanco cenicero, hasta que se apagara sin ayuda.
De pronto vino a mi cabeza el cuerpo querido de mi amigo, colgando de su propia torre como una bella marioneta, y se me pasaron las ganas de fumar, así que le dije a Barry que bajaría a por un sandwich.
Cuando llegué a la cafetería olía a verduras cocidas y a bocadillo de jamón y queso. La verdad era que tampoco tenía hambre. Había recibido una llamada de Ronald que pretendía ser tranquilizadora, anunciándome que sí, que el crimen de Tony lo habían firmado los Hijos del Azar, introduciéndole en la garganta un dado de madera pero que ello no implicaba que me hubieran descubierto. Lo de Barry lo consideraban una casualidad. Por lo tanto nuestra farsa seguiría adelante. Total, concluyó Ronald, no tenemos otra posibilidad de contactar con ellos. Total, le dije yo, no tenéis nada que perder. Solo a mí. Y colgué. Porque Ronald no sabía que estaba al tanto de que no tenían casi nada, porque no sabía que investigaba por mi cuenta y que le había hablado a los confidentes del caso. Porque Ronald no tenía ni idea de que yo los había implicado. Por eso tuve que respirar un rato fuera de aquella habitación. Quizás quería escapar de la mirada inquisidora de mi amigo, porque sabía que en algún momento debería contarle qué me pasaba, en qué andaba metido, entre otras cosas, porque le estaba afectando y no era justo que no pudiera protegerse. Barry leyó en mi rostro que algo había ocurrido desde que me vio entrar. Pero no se atrevió a preguntarme.
Entonces fue cuando escuché que me llamaban con una voz chillona de bocina:
—¡Capitán! —exclamó Elias surgiendo de no se sabía dónde—. ¡Capitán!
Corrió hacia mí y se me abrazó a la cadera con gesto de preocupación. En una mesa estaba también Myriam, otra vez refugiada bajo su peluca, comiendo con cierta desgana lo que parecía un puré de patatas.
—¿Y tú qué demonios haces aquí? —le dije al pequeñajo, acariciándole el pelo mientras, desde su mesa, Myriam me dedicaba una sonrisa tibia.
Caminé hasta ella.
—Capitán Rogers, qué sorpresa —dijo apartándose el flequillo—. Espero que no le haya traído aquí ningún disgusto.
Elias, sorprendentemente, se me adelantó, fatigado.
—No, Myriam, es el amigo negro del Capitán. Unos villanos le han dado una paliza muy grande. Y yo traté de hablar con el Capitán ayer para advertirle de que Iron Man estaba en peligro, pero no estaba en casa, no estabas en casa, Capitán, yo te llamé por el balcón y…
Myriam le interrumpió furiosa:
—¿Pero qué tonterías estás diciendo, Elias? Esta es una cosa muy seria.
El niño guardó silencio. Yo también, mirándole impávido. ¿De verdad Elias tenía el poder de anticiparse a la trama? ¿O es que él, al contrario que yo, no había perdido la memoria tras la descatalogación?
—Es cierto, Myriam, estoy aquí por un gran amigo que ayer casi matan de una paliza. Pero saldrá adelante, afortunadamente.
Entonces ella se levantó y me dio un abrazo acompañado de un cuánto lo siento, Capitán, que me recorrió la piel como un veneno. Luego, girándose hacia su hermano, le regañó:
—Y tú, niño insolente, no deberías jugar con las desgracias ajenas.
Dicho esto, volvió a sentarse. Elias frunció el ceño y me dirigió una mirada cómplice que me dio una idea.
—Seguro que a Barry le gustaría mucho que le saludaras —dije, y dirigiéndome a ella—: ¿Te importa, Myriam? Te lo devolveré antes de que hayas terminado de comer.
Ella sonrió. Sonrió con una ternura casi animal y asintió.
—No tengo inconveniente. Nos toca pasar aquí todo el día y las pruebas de la tarde no empiezan hasta dentro de un par de horas —luego sus ojos se entristecieron disimuladamente—. Así Elias también se distraerá un poco.
Antes de que pudiera decirle nada, él ya me había cogido de la mano y me arrastraba con decisión hacia los ascensores, apretó el piso cuarto y no paró hasta que llegamos a la puerta de la habitación de Barry, sin que yo le hubiera dicho ni una palabra de dónde estaba. Cuando se detuvo, me arrodillé ante él como si fuera la pequeña representación de un gran dios y me devolvió una mirada compinche:
—Yo sí sé lo especial que eres, Elias —le dije—. A pesar de que eres tan pequeño sabes cargar con esto mucho mejor que yo.
Él me acarició la cabeza. Casi paternal.
—Los héroes no podemos llorar, Capitán —respondió respirando hondo una gran sonrisa—. Aunque carguemos con una enorme culpa. Es nuestro destino. Yo sé que tú no quieres hacer daño, Capitán, pero tendrás que cargar con ella.
Entonces me abrazó y sentí cómo su frágil cuerpo trataba de protegerme de tantas cosas como sabía que me acechaban. De todas aquellas visiones de pesadilla que sin duda tenía que soportar su alma de niño. No pude resistirme. Por fin, encontré las fuerzas como para hacerlo:
—Elias, dime —le clavé los ojos—. ¿Tú has visto el rostro de esos villanos, verdad?
Entonces él dio un paso atrás como si no entendiera la pregunta y luego arrugó la frente:
—Claro —respondió con severidad infantil—. Y tú también.
No estaba preparado para aquella respuesta. Tanto tiempo invertido, perdido, por miedo, por miedo a saber, tantas desgracias que podía haber evitado de haber tenido los cojones de enfrentarme a la verdad en lugar de entrar en un juego tan peligroso. Esa verdad en forma de niño que paseaba por mi calle, esperando a ser revelada. Seguí mirándolo sin poder moverme, pero él se me acercó al oído.
—Ellos no son los importantes, Capitán —le observé entonces sin comprender—, ellos son niños obedientes que hacen sus deberes.
—Ya —proseguí, aterrado por el gesto adulto con el que me observaba Elias—, pero, si seguimos a esos niños, daremos con la persona que los guía.
El pequeño dudó unos segundos y negó con la cabeza lentamente, sumido en una reflexión y luego susurró:
—¿Y si no la conocen?
Entonces me atreví a preguntar lo que nunca antes pude:
—¿Y yo, Elias? ¿La conozco?
Elias solo extendió su manita y me acarició el pelo.
Esa tarde, Barry y Elias sanaron juntos las heridas «de su guerra contra el mal», como lo definió el negrazo. Los disfruté charlando y jugando durante dos horas. El niño, sentado en la cama con los pies colgando le explicaba cuáles eran, según su opinión, las siguientes acciones a tomar en el barrio y Barry le respondía a todo con un sí, Bucky. Estoy de acuerdo, Bucky, que llenaba al niño los ojos de una ilusión difícil de soportar. Más difícil de soportar aún fue cuando Barry, acariciando el rostro de Elias, le dijo: «Pero no tenemos de qué preocuparnos. El Capitán América nos salvará siempre de cualquier malvado».
Me refugié en su mundo de fantasía para descansar de la pesadilla en que se había convertido el mío. ¿Conocía a esa persona? ¿Cuál sería la séptima maravilla de su plan macabro, el último asesinato? Tan refugiado me sentí en aquel paréntesis que me regalaron, tan grande era su confianza en mí, que, a fuerza de tanto insistir, entré en el juego de ser un alter ego del Capitán y traté de encontrar algunas similitudes.
Empecemos por el Capitán:
1. Complexión física: Un suero aplicado por un tal Dr. Reinstein convirtió al enclenque de Steve Rogers —he aquí la primera coincidencia, en el apellido—, en un supersoldado perfecto. Mi caso: la ambición de un gilipollas metido a escritor, un tal Benedict Abbott, le lleva a autoinflingirse un lifting intelectual a tinta y pluma, reencarnándose más cachas, más listo, más culto y más simpático en un confidente de la poli de una Nueva York hipotética.
2. Poderes: el Capitán América era capaz de levantar el doble de su peso, era un gran estratega militar, un gimnasta olímpico, inmune a la enfermedad y el cansancio. Mi caso: sin comentarios. Las comparaciones siempre son odiosas. Bueno sí: Dan Rogers Júnior es capaz de meterse en los líos más extremos sin ayuda, es experto en perder grandes apuestas, pero también en salir ileso de todas las jugadas de su terrible destino escrito. También es inmune a la enfermedad y a la muerte, pero, eso sí, está muy pero que muy cansado.
3. Letargos: el Capitán América desapareció unos años y volvió a estar de actualidad después del tiempo: yació congelado en el ártico tras la II Guerra Mundial y lo descubrieron décadas después para ser revivido por Los Vengadores. Mi caso: tuve vigencia de nuevo tras unos años de letargo gracias a una antiheroína que estaba perdiendo la cabeza por mí, literalmente, y que cumple a la perfección con la función de Sharon Cárter para el Capitán, es decir: la mortal a la que se le jode la vida por culpa del héroe.
4. La sede de la lucha: esto es lo que menos le cuadra a Barry. Según él, es la torre Newman —en recuerdo de la torre Stark de Los Vengadores— donde debería centralizar mi lucha contra el mal, aunque como héroe moderno también opina que es natural que prefiera vivir en Brooklyn sobre todo ahora que nuestro querido Iron Man, nuestro hombre de acero y espejo, nos había dejado para siempre.
No, ya no quedaba espacio en mi vida para fantasías o ensoñaciones. Todas se pudrían si llevaban más de un minuto dentro de mi cabeza. ¿Estaría de verdad en el ánimo de Abbott el haber creado un conjunto de antihéroes de los que reírse jodiendonos la vida?, me dije mientras Elias seguía fabulando, dibujando viñetas en el aire que protagonizábamos juntos con la ayuda de Barry. ¿O su objetivo era convertirnos en un vehículo para hacer olvidar a los mortales sus creencias, como los micénicos hicieron con los griegos? ¿No era acaso eso lo que yo estaba haciéndole a Laura? ¿No era eso para lo que servía y había servido cualquier mitología?: una inyección de pensamientos directa a la imaginación de los hombres, para envenenarlos con ejércitos de criaturas del cielo y de la tierra.
Una ansiedad desconocida me aplastó el pecho.
Si era así, no podía hacer nada por vencer al destino.
Si era así, en nada dependía de las acciones del héroe ni de sus virtudes.
Se es héroe por la gracia del que te escribe. Nada sucede sin su consentimiento. Nada se deja a la voluntad de los personajes. Hasta el más mínimo y doméstico movimiento está provocado por la intervención de un dios. ¿Sabría entonces Elias cuál sería mi cruz, mi talón, mi kriptonita? Daba igual. Tampoco era capaz de preguntárselo.
Los observé contarse luminosas historias de justicia, hasta que Barry se quedó dormido y Elias salió de puntillas de la habitación. Durante un par de horas acaricié su pelo áspero en el que por fin habían decidido brotar un par de canas plateadas y duras como alambres. En mi cabeza seguía escuchando su voz de trombón relatando a Elias cómo nos había ido buscando, uno a uno, durante años y cómo nos había ido presentando a Ronald para ser sus confidentes. Un grupo de personas especiales, con extraordinarias cualidades para hacer el bien y que juntos serían indestructibles. Para él éramos una versión real de Los Vengadores, la coalición de héroes más poderosa de la tierra, la única capaz de luchar contra los más peligrosos villanos, aquellos que un solo héroe no podría combatir. Pero la realidad era que Wanda, su Bruja Escarlata, era una ex alcohólica que solo coincidía con su heroína en el nombre; el Avispa, un pobre chino mercenario; El Halcón de Harlem era un ascensorista fantasioso y magullado; Iron Man, un prometedor y joven hombre de finanzas asesinado; Bucky, un niño enfermo con visiones; el Capitán América… sin comentarios, y aún estaba buscando una excusa para convertir a Silvio en Visión, la última pieza del puzle que le faltaba para completarlo, pero de momento solo tenía en común con su superhéroe que vivía en New Jersey.
El plan del buen Barry para salvar el mundo… pensé, mientras apretaba su manaza negra entre las mías, se estaba desmoronando.
No conseguí llorar. No pude.
Cuando salí del hospital estaba confundido y triste: ver a Barry en aquel estado y sentir que yo tenía parte de culpa, recibir la llamada de mi madre al enterarse de la noticia de Tony, es horrible, Daniel, me había dicho con la voz quebrada, pobre hijo, ella que había sido una de las últimas personas que lo había visto con vida. Luego fue la llamada de Ronald, los detalles del asesinato por teléfono y, aunque te parezca mentira, contemplar cómo Laura dejaba la habitación del hotel sin ser vista después de haber tenido una de las peores experiencias de su vida.
Para resumirte la situación fue más o menos así: ella lo despertó con besos complacientes sin ninguna gana de repetir la chusca experiencia de la noche anterior, pero él la tumbó de espaldas y, sin lavarse de la boca la maceración del tabaco, el alcohol y sueño, decidió repetirla. Cuando terminó, se quitó el condón y se secó la polla con la sábana mientras le preguntaba cuánto le parecía bien. Ella, no demasiado sorprendida, ni siquiera ofendida, le dijo que cien dólares era lo justo, sin contar el precio de la habitación, que lo había pagado ella. Laura lo dijo sin ninguna ceremonia, como si lo hubiera hecho toda la vida. Qué resuelta, pensé. Entonces le observó mientras se vestía, con su ridículo cinturón de plata, su cazadora con flecos, su sombrero de cowboy y cuando el tipo terminó le preguntó a qué esperaba. A que me pagues, supongo, dijo ella, con ojos de fiebre, aún en ropa interior, con un hilo de voz, casi traviesa.
Entonces se organizó una buena. El tipo empezó a gritarle, a preguntarle si aquello era una broma o qué y ella le respondió que no sabía de qué le hablaba, y él, tirando el sombrero a la cama, que por quién le había tomado, si era ella quien tenía que pagarle a él. Luego le levantó la mano con el puño cerrado que terminó descargando sobre la cama. A continuación le cogió el bolso y lo vació sobre ella. No tengo nada, dijo, ya entre lágrimas, te juro que ha habido un malentendido, yo pensé… gimió, no tengo nada, de verdad. Entonces el tipo se encajó su sombrero y abrió la puerta: y te comes tú la habitación, jodida zorra…
Y con aquel portazo todo se detuvo en un silencio blanco, sucio y feo como aquellas paredes.
¿Y qué querías, Laura?, le reprendí mientras caminaba enfurecido hacia el coche. Para ser puta hay que valer. ¿Cómo iba a pensar aquel tipo que lo eras? De confundirte era más lógico hacerlo con una cliente. ¿Sí o no? Así que, recogió sus cosas, se encontró una pequeña agenda que el tipo se había dejado con las prisas encima de la cama y que también echó al bolso y sin calzarse aun, gimoteando como una cría, salió del hotel sin ser vista y caminó por Broadway hasta un Starbucks. Le quedaban solo veinte dólares. Pidió un capuchino y un trozo de tarta de chocolate con frambuesa. Cuando ya estaba sentada frente a la gran cristalera que daba a la calle, vio pasar de nuevo al cowboy, con sus andares despatarrados en dirección al hotel. Probablemente en busca de su agenda perdida sin la cual peligraba gran parte de su trabajo. Laura la extrajo del bolso y sonrió con asco. La dejó sobre el mostrador. Abrió el libro. Me sonó el móvil:
—¿Señor Oza? —el número parece de una cabina, la voz es la de Manfredi.
—Sí.
—Señor Oza, se ha cumplido la cuarentena. Mis socios le esperan hoy mismo en Coney Island, dentro del salón de los espejos a las 3:00 de la tarde. Le recomiendo no ir acompañado ni retrasarse en la cita. Creo que no hace falta que le insista en esto después de lo que ha visto en los últimos días. Allí recibirá las instrucciones finales de cómo y cuándo realizar el pago. Si hace todo correctamente, no tiene nada por lo que preocuparse. ¿Alguna duda?
—No.
El teléfono dejó de brillar.
No ha visitado Coney Island desde que era niño y corría con su madre por la orilla esquivando las lengüetadas de las olas. Una de las escasas ocasiones en que su padre podía acompañarlos cuando aún vivían en Manhattan. Cuando su padre aun vivía. Luego, le compraban un hotdog en Nathan's y sorbía hasta la mitad un gran vaso de cocacola que terminaba tirando. Después, cuando compraron su propia ración de mar de Long Island, ya no volvieron más.
De camino, observa las decenas de mapaches aplastados por la carretera. Siempre en la misma época. Aquello debe de tener alguna explicación, piensa Dan Rogers, mientras endereza el volante de cuero blanco, quizás que, atolondrados por las urgencias del celo, no reparen en los coches.
A las pocas horas respira ya el viento del mar de invierno sobre el paseo marítimo de madera: a su espalda The Wonder Wheel, la gran noria que da la bienvenida al decadente parque de atracciones de principios de siglo, el Astroland Park. Ese día permanece abierto pero deshabitado bajo una luz deslumbrante y fría como un iceberg. Solo se escucha un eco extraño, el quejido de la gran noria que da vueltas, vacía, sin gritos, sin risas, levemente mecida por el viento.
Dan Rogers se acerca caminando a la entrada del parque: las alambradas encarcelan a los sonrientes gusanos de colores que antes rodaban por los raíles haciendo reír histéricos a los niños. Los banderines de feria palmean como mariposas desteñidas. Los carricoches con forma de tiburón sobre los que alguna vez soñó volar le sonríen desdentados. Centenares de engranajes y herrajes pintados en colores pastel, se cruzan y se descruzan como la trampa de una araña gigante. Y sobre el color, decenas de judíos ortodoxos probablemente de fiesta, caminando como fantasmas de luto por el parque de atracciones desierto. A Dan Rogers le parece recuperar por unos momentos un paraíso perdido de la infancia…
No, ¡a Dan Rogers le pareció un manicomio a la hora del recreo! No te jode… Estaba acojonado. Aquello no podía ser más tétrico: aquí y allá había jóvenes desocupados que se entretenían hablando solos. Un hombre negro enseñaba las palmas de sus manos frente al azul como si el mar le tuviera eternamente detenido. Y sobre la arena, las patas de las gaviotas, más hambrientas de lo normal, habían dibujado un universo de fractales. Alrededor, los edificios feos y marrones, desconchados. Solo un par de garitos del paseo marítimo habían subido sus cierres. En torno a ellos se congregaba un grupo de lisiados en silla de ruedas que cantaban O solé mío. Y yo allí, en la puerta, preguntándome si por fin iba a verle el rostro al gran monstruo. Si dentro de aquella atracción de espejos vería reflejada mi propia muerte.
Por eso eché un último vistazo al mar, como si efectivamente pudiera ser el último y sobre él vi a Laura, a la que había perdido la pista durante gran parte de la mañana. Uno de esos desiertos de ausencia en los que me abandonaba a veces. Había llegado a Central Park y leía sentada en un banco, con el rostro extraño y un cigarrillo tiritando entre sus dedos. Tendré cuidado, pequeña. Te lo prometo, le dije, reparando por unos momentos en que se había comprado tela de lienzo y unos acrílicos. Probablemente los habrá dejado ya pagados en algún lugar. Entonces cogió el primer pedazo de tela y comenzó a extender un cobalto hasta la mitad, casi acuarelado. Y delante, los hierros de una gran noria en colores pastel. Era increíble su forma de versionar lo que veían mis ojos, de ver unos colores que nunca coincidirían con mi realidad sino con la suya. Era prodigiosa la fascinación que ejercía sobre ella esta ciudad. Tanta como para dejar que la destruyese. Que la devorara despacio sin apenas ofrecer resistencia: ¿Pero qué imán tenía para todo el mundo esta piedra entre el desierto y el mar?, salvo el mérito de haber sido creada por cien holandeses fumados que un día abdujo una nube de marihuana que luego viajó como una corriente radioactiva recorriendo el mar y otros países para terminar descargando sobre una pobre e inhóspita piedra de granito en medio del océano donde solo hacían footing dos indios.
No quise pensarlo más. Tiré mi cigarrillo a la arena donde lo pescó una gaviota con síndrome de abstinencia y caminé resuelto dentro el parque. En el interior se acrecentaban los quejidos de la noria que ahora basculaba sobre mi cabeza. Bajé una cuesta estrecha y pasé bajo un túnel que simulaba la gran boca de un payaso. Casi todas las atracciones estaban cerradas. Los puestos de hotdogs olían a óxido y las tómbolas le habían echado el cierre a la suerte. Entonces, al final de esa calle, reconocí el lugar del encuentro: un castillo de espejos oxidados que coronaban dos dados gigantes en pleno vuelo. Un letrero pintado con letras redondas decía:
LABERINTO DE LAS SEIS CARAS
Me acerqué con la certeza de que allí dentro se escondía la maldad más pura. Podía sentirlo. Y Laura también. El olor picante de la violencia y de la muerte. Del azar que alimenta el terror. El terror que alimenta al psicópata.
Me acerqué a la taquilla vacía. Un cartel me preguntó: ¿Te atreves a descubrir tus seis caras? Qué remedio, dije en alto.
Sentí como el pulso de Laura acompañaba al mío en mi taquicardia. Atravesé una cortina de goma negra y aterricé en un pasillo oscuro de espejos Un chasquido metálico.
Se encendieron las luces.
Una sucesión de imágenes aparecieron ante mí y me devolvieron la misma cara de mi miedo. Empezó a sonar una alegre melodía jazzera. Una cantante acompañada de un saxo que reverberaba en la atracción vacía. Comencé a caminar despacio. Algunos paneles eran transparentes y simulaban un paso. Después de darme un par de golpes en la frente, debieron de transcurrir unos diez interminables minutos, por fin conseguí encontrar un paso que daba al final de aquel pasillo que conducía a una habitación sin salida. Me encontré en una sala hexagonal en cuyo centro había una silla frente a una urna de cristal negro. En su interior: dos grandes dados.
La silla contenía una palanca. Me senté. Sujeté la palanca con las dos manos y sin saber muy bien a qué jugaba tiré de ella como si fuera a meter la cuarta de un coche fúnebre. Entonces los dados saltaron por los aires y arrojaron un tres.
Un estruendo. Un arrastrar de raíles oxidados y los seis paneles de cristal que componían la habitación giraron en el sentido de las agujas del reloj hasta dejar delante de mí el tercero. Una vez frente a mí, se convirtió en un espejo. Pero mi imagen apareció alargada como la de un espíritu. La cabeza se estiraba hasta el techo y la barbilla hasta mis rodillas en una expresión bobalicona. Tenía su gracia, me tranquilicé saludando a aquella nueva versión de mí mismo, abriendo y cerrando la boca, volviendo a ser niño por unos instantes. Volví a sujetar la palanca, esta vez con una mano, y cuando estaba a punto de arrojar de nuevo los dados, una luz roja apareció tras el espejo y pude ver el rostro enfermo de Manfredi acercándose a él.
—No es necesario, señor Oza —dijo su voz amortiguada por el cristal—. ¿Es que no sabe parar? Ya ha hecho su juego.
Tras él, podía intuir en sombra otras figuras de rostros borrosos. Aquellos rostros que Elias ya conocía y puede que yo también. Eran muchos. Quizás ocho o diez. «Son niños obedientes», había dicho Elias. Eran los Hijos del Azar. Los hijos de un gran asesino escurridizo y del que Manfredi era solo un portavoz. Recordé también los mensajes que le llegaban durante la partida. Eso era. Así enviaba instrucciones a sus perros. La garganta se me secó de pronto. También los ojos.
—No entiendo —le dije sin perder de vista a su comitiva—. Ha salido un tres. ¿Eso qué quiere decir?
—Tres son los días en que mis socios recogerán su pago.
Las figuras seguían inmóviles al fondo, sin decir una palabra, como un coro macabro. Manfredi movía la boca con su pajarita, su cara de muñeco de ventrílocuo, su pelo rojo. Lo sentí más que nunca como una grotesca marioneta. ¿Quién movía sus hilos? Intenté forzar la vista para traspasar la luz y el cristal, para averiguar algún rasgo de aquellos que hablaban por su boca. Quizá entre ellos estaba la mente criminal que los manipulaba. Habría pensado que eran maniquíes si no fuera porque uno de ellos pareció acercarse a susurrar algo a otro. Eran de diferentes alturas. Parecían no tener pelo. O quizás llevaban puestas las máscaras de bustos romanos con las que algún testigo los había descrito. Quizás el gran jefe estaba allí.
—He hecho todo lo que me habéis dicho. Nadie sabe nada. El apartamento estará vacío y la escultura está en una urna en el salón, pero quiero asegurarme de que nadie más sufrirá…
Entonces Manfredi soltó una risa brutal. Los Hijos del Azar comentaron algo unos a otros y yo quise preguntarles por qué. Por qué Tony. Por qué Barry. Quise hacerles todas esas preguntas que no podía hacer sin revelar mi verdadera identidad aunque cada vez tenía más claro que ya era tarde para eso. Y juré venganza.
—Muy bien, muy bien, señor Oza. Eso está muy bien. Ahora solo tiene que ser un buen chico y esperar a que la suerte descienda sobre usted. Solo tendrá que esperar, no ser impaciente, tres días.
Y la luz se extinguió. Y con ella Manfredi y sus monstruos. Y sobre los seis espejos volví a ver a Laura, infinitas Lauras caminando como sonámbulas desde Central Park hasta la plaza del Lincoln Center. Estaba allí, parada frente a un cartel que anunciaba La vida breve de un compositor español. Sin duda quería alejarse lo más posible de la pesadilla que vivía a través de mis ojos.
Cuando salí del Astroland Park me pareció estar viviendo más que nunca dentro de un puto juego. Pero por fin parecía que iba a acabar. Todo apuntaba a que los Hijos del Azar intentarían completar su juego con un último asesinato. Pero lo que más me inquietaba era aquel último silencio de Elias. Su rostro lleno de tristeza. Necesitaba hablar con él. Obligarle a hablar si era preciso. Por primera vez, estaba harto de juegos.
Todo estaba previsto. El día del robo, propondría un plan a mi madre en Manhattan que nos tuviera a la vista, en público, hasta que todo hubiera terminado. De hecho fue Laura la que me dio la idea de consultar la cartelera de la Metropolitan Opera, algo a lo que mi madre diría sí, sin rechistar. Por primera vez también sentí la necesidad de tenerla cerca, controlada en ese momento. Si podían ir a por mí, también podrían ir a por ella. Pero ahora necesitaba llegar a casa. Solo pensaba en descansar. Había escuchado que acariciar a un gato hacía descender la presión sanguínea. Y era eso mismo lo que pensaba hacer el resto de la tarde antes de que me diera un infarto.
Mientras conducía hacia Brooklyn me asaltaron más y más preguntas. Los había tenido tan cerca… Al otro lado de un cristal. ¿Qué plan tendrían para Hermann Oza si no complacía todas sus normas? Sin duda habrían pensado en alguno. Y si me habían descubierto… ¿quién más estaría en peligro? ¿Cómo se vengarían de mí? Ahora ya no había vuelta atrás. Ahora solo podía esperar aquellos tres interminables días, porque la suerte estaba echada.
Apreté el acelerador. Ya se veía Manhattan que, con aquella luz, me pareció un lego fabricado con fichas grises, verdes y acero. Me imaginé escogiendo las piezas con diligencia, una negra y larga para el edificio Metlife, otras verdes en forma de triángulo para coronar el Plaza… Otras grises y cuadradas para construir el Avery Fisher Hall, que ahora refugiaba a Laura, quien acababa de sentarse en la soledad del patio de butacas. Pareció sentir también aquel arañazo porque su piel despertó de su letargo, erizándose de forma desconocida al recordar que había tenido una vida antes de aquello. Pero desgraciadamente sucumbió a otra nostalgia peor, porque sacó el libro de su bolso de piel. Algo me decía que no lo hiciera. No lo hagas, Laura. Refúgiate en tu mundo, Laura. Ponte a salvo por última vez. Tira este libro por la primera alcantarilla que te encuentres pero, por lo que más quieras, no sigas leyendo. Dame tregua. Déjame descansar. Paraliza el tiempo.
A ti te pediría lo mismo si no fuera porque sé que a estas alturas no servirá de nada.
Por lo tanto, y como ya tenemos confianza, solo te pediré que me disculpes. Si no te importa me retiraré un rato.
No pasa nada.
Es solo que odio este capítulo.
Pero no pasa nada porque no es verdad. Te parecerá una tontería sentimental, pero ahora necesito que continúes tú solo, por el momento.
Cuando Dan Rogers ha llegado al barrio esta noche ha tenido que aparcar al principio de la calle 8. En ese lugar hay un descampado lleno de juguetes viejos y trastos varios, que algún día un optimista proyectó como un parque.
Al salir del vehículo puede ver cómo las últimas hojas de otoño caen sobre los chicos del barrio, sentados en los bancos dados la vuelta, cabizbajos, como si rezaran atrapados en una burbuja de cristal o fueran muñequitos de un nacimiento. En el centro del descampado un policía habla con los muchachos. Al final de la calle, un coche patrulla y una ambulancia. Pero extrañamente, todo son susurros, todo es silencio. Ni siquiera la sirena acompaña a la luz que da vueltas y vueltas, removiendo la oscuridad como una gran luciérnaga. Como si aquellos agentes hubieran acudido a encender un faro. Una hoguera en el desierto. Una estrella de Belén.
Quizás por eso no dejan de peregrinar hasta allí niños de distintas edades que van quedando atrapados por el silencio triste del descampado. Por el vacío roto del descampado.
Dan Rogers también se aproxima ahora despacio y sin tener frío comienza a tiritar. Un viento helado agita las hojas en el destino de aquella peregrinación. Entonces cae en la cuenta de que la parte de atrás de la casa de Elias da a aquel lugar.
¿Por qué no está él entre esos niños?, se pregunta Dan Rogers, mientras frota sus manos sin lograr calentarlas, ¿por qué no esta él con su balón y su kipá negra?, vuelve a insistirse mientras uno de los policías se le acerca reconociéndolo, con la mirada descompuesta y una libreta en la mano. Hay que ver qué cosas tenemos que vivir, dice, puta ciudad esta, mientras Dan Rogers asiente con la mirada fija en un pesebre de hojarasca muerta, donde se adivina un cuerpo tendido.
El policía se quita la gorra, tiene un sudor frío en la frente, pero qué educación es la que le estamos dando a nuestros hijos, bufa el otro agente, sin poder disimular un remedo de dolor retenido por la experiencia, por las escenas vividas durante tantos años, en tantas otras calles. Aun así, no puede evitar carraspear con los ojos gachos: dicen que el pobre chiquillo pensó que podía volar. Mientras, Dan Rogers no puede apartar la vista de la hojarasca roja y naranja, como la herida de la cabeza por la que se ha desangrado el niño, aún tendido boca abajo, como un juguete roto más de ese descampado.
—El pobre chiquillo creía que tenía poderes y que no se haría daño —continúa el compañero, ahora girando la cara hacia otro lado.
Y es entonces cuando Dan Rogers encuentra fuerzas para acercarse, intentando despegar sus pies del suelo como si arrastrara dos toneladas de cemento en cada zapato. Intentando ver con sus propios ojos su sangre, su sangre limpia y nueva confundiéndose con la hoja púrpura de los sauces. Los últimos en desnudarse en Nueva York todos los años.