Central Station

En Nueva York todo se alquila. Los pisos se alquilan, los condominios se alquilan, los bares se alquilan y también muchas personas se alquilan. Es una característica de la ciudad. En Manhattan cualquier cosa puede ser tuya por un brevísimo espacio de tiempo mientras puedas pagarla. Incluso el sueño americano puede alquilarse —una rubia espectacular que haga de tu mujer en una fiesta de antiguos compañeros del colegio, un coche de millonario, una suite de lujo—, todo ello está a tu alcance, si quieres, aunque sea por una hora de tu vida. De lo que nadie te advierte es del momento en que se pincha la burbuja y vuelves a ser tú.

A mí se me había pinchado la burbuja en la que vivía con Laura. Desde el día anterior nada podía arrancarme aquel revuelto de tripas. Tenía resaca. Resaca de no recordar la noche anterior. Resaca de incertidumbre. La secuela que te deja el dolor. La muerte. Cuántos crímenes más serían necesarios para saciar el hambre de un monstruo. Según mis cálculos, al menos dos. Y me aterrorizaba no tener respuestas para las dos preguntas que me obsesionaban. Qué les empujaba a matar. Cómo podía anticiparme a su próximo crimen.

Esa noche tendría mi esperada cita con Tony. Era domingo. Su móvil había permanecido apagado como todos los días de fiesta, pero, desde el día de la subasta, seguía sin aparecer por la oficina. Esa noche la torre Newman permanecería cerrada y Tony habría dado instrucciones para que nadie subiera a la última planta donde estaba su despacho. Así que aquella mañana de resaca, angustiado por no recordar y por la impaciencia que me provocó su críptico mensaje, la dediqué a pensar en casa. Extendí sobre la alfombra las fotos de los crímenes y Byron paseó sobre ellas con indiferencia felina hasta tumbarse sobre mi libro de arte. Luego extendí una serie de láminas que había comprado con sus versiones originales. Era como ver las dos caras de una misma moneda. Me senté entre ellas: hasta ahora habían escogido siempre al mismo tipo de víctimas, pensé, y los habían convertido o bien en una escultura clásica, La victoria de Samotracia, o en un cuadro expresionista El grito de Munch, El beso de Rodin, la Venus del espejo de Velázquez y, por último, en El infierno de el Bosco. Pero, si quería atraparlos, llegué a la conclusión de que tenía antes que entender al monstruo. ¿Cómo había dado Tony con ellos? ¿Qué quería decir con aquel mensaje? Por mucho que lo intenté, mi móvil fue incapaz de abrir aquella foto. Las siete maravillas del mundo… Lo mismo que me preguntó Elias aquella tarde: «Capitán: ¿sabes cuáles son las siete maravillas del mundo?».

Abrí mi portátil y me conecté a Internet. Quién me lo iba a decir. Tengo que reconocerte que en este caso lamentaba cada vez más no haber adquirido más conocimientos sobre arte de mi madre. La Wikipedia me arrojó el primer dato: las maravillas del mundo antiguo eran siete. Y de ellas solo se conservaban las pirámides de Giza. Por eso el cineasta suizo Bernard Weber convocó, a través de la empresa privada New Open World Corporation, una votación internacional para decidir cuáles eran las siete maravillas del mundo moderno. Según la información que arrojaba Internet, salieron escogidas Chichen Itzá, Machu Picchu, Petra, el Coliseo Romano, el Cristo Redentor, la Gran Muralla China y el Taj Mahal. Pero esta decisión no había estado libre de polémica. Hubo quien denunció que el sistema de votación por sms no había sido justo y que había importantes intereses económicos detrás, y no verdaderos criterios artísticos.

Byron bostezó y se derramó músculo a músculo sobre la alfombra. Empezó a ronronear. Pues estupendo. Muy interesante pero ¿qué tenía todo eso que ver? Aquello no me ayudaba demasiado. Me concentré entonces en los asesinos: su perfil no era tan solo el de un coleccionista apostador y adorador del arte como Ronald pensaba, esas eran más bien sus víctimas. Personas que valoraban la belleza. Que la sabían apreciar. Y sobre todo: que la podían comprar. Pero los asesinos… los asesinos no parecían coleccionistas, su intención era más bien artística. Eran especialistas en crear versiones terribles de unas obras ya existentes. Disidentes del arte. Enfants terribles. Expertos en crear horror a partir de la belleza, de aprovecharse de las creaciones ajenas para sentirse más artista que el artista. Fue entonces cuando abrí el libro y busqué las biografías de cada uno de los plagiados: Hieronymus Bosch, el Bosco, un hombre de éxito que vivió desahogadamente gracias a su ventajoso matrimonio, convivió, sin embargo, con el tormento del pecado. Auguste Rodin, al que llegó la fama a través de un escándalo al ser acusado de sacar el molde de sus esculturas directamente del cuerpo de una modelo, murió atenazado por los remordimientos hacia su amiga, amante y ayudante, Camille Claudel. Munch, otra mente atormentada por la Guerra Mundial. Desconocía la oscura suerte del anónimo que esculpió La victoria de Samotracia, y tampoco sabía de la vida íntima de Velázquez, pero quizá los asesinos sí estaban al tanto. Por otro lado, las víctimas no eran santas. Todos ellos jugaban a grandes apuestas, todos ellos se habían colocado en el punto de mira por alguna razón o, como diría Tony, habían entrado en el juego y se lo habían buscado.

Entonces fue cuando, al mirar las fotos y reparar de nuevo en los dados que los asesinos colocaban como sello en cada uno de los cuerpos, caí en la cuenta: según los dados que encontró Silvio en la guantera de aquel Jaguar, El infierno de el Bosco era el asesinato número cinco. Por lo tanto habrían planeado dos más. En total hacían siete. ¿Y si eso era lo que reivindicaban? Crear un nuevo sistema estético basado en el horror. Sus siete nuevas maravillas del mundo: El beso, La victoria, El grito, La Venus, El Infierno y quién sabe qué dos más.

Tony y Elias me habían dado la primera pista para encontrar el móvil de aquellos zumbados.

Respiré hondo. Le rasqué el lomo a Byron que se había dormido profundamente.

¿Y Tony? ¿Por qué se estaba haciendo tanto de rogar? ¿Si sabía quiénes eran los Hijos del Azar, por qué esperar ante el riesgo de que siguieran matando? ¿Por qué no se había puesto en contacto con Ronald? ¿Tan aterrorizado estaba? Aquella no era una reacción típica en mi amigo. «¿Me ayudarás?», había dicho su otra voz antes de colgar, la última vez que hablamos. «¿Me ayudarás?».

Cómo anticiparse al itinerario de alguien que se mueve por criterios tan enfermizos, pensé. A saber cuál sería para ellos la siguiente maravilla. Quizás eso era lo más inquietante. No saber quién ni cuándo ni cómo ni por qué. Ese era el verdadero juego. En una ciudad donde el mercado del arte y las subastas era el más activo del planeta, era imposible localizar a todos los compradores de obras importantes que podían estar en peligro.

Me tumbé boca arriba y Byron se acercó caminando como si quisiera dibujar el contorno de mi cuerpo. Dejé la vista perdida en el blanco sucio del techo. Se nos había pinchado nuestra burbuja, Laura, y algo así debió pensar ella en ese momento, esa mañana, porque acababa de dejar su maleta en la consigna del hotel y se lanzaba a la calle a buscar dónde alojarse esa noche, y a buscar cómo pagarlo. Segundos después ya recorría las calles con el libro bajo el brazo y el periódico de ese día. Con su abrigo de lana negra y el pelo limpio sacudido por el viento del río, caminaba con zancadas grandes y seguras asombrada por cada cartel que anunciaba «se alquila». Puede que incluso recordara uno que observé que le hizo reír, la tarde que leía el capítulo de Barry en el Empire State. Desde el mirador del piso 121 vio un gigante For Rent que miraba al cielo desde la azotea de un rascacielos. Como si el anuncio estuviera dirigido a los mismos dioses.

Pero aquella mañana no podría seguirla en su itinerario. Quizá porque parecía desconcentrada, se había tomado algo para la fiebre y podía sentir que no se encontraba bien. O quizás porque mi mundo me reclamaba cada vez con más urgencia. Tampoco había podido dormir pensando en Wanda. Expulsada de su paraíso. Desposeída de su vida y de su familia. Sin saber aún que uno de sus crios había sido brutalmente asesinado. ¿Qué les espera ahí fuera?, me había dicho aquella tarde en el basurero cuando yo me permití juzgar la vida que les estaba proporcionando.

Sin pensarlo más, dejé que Laura se adentrara sola por las calles en dirección a Chelsea y yo crucé el puente de Queens, que a esas horas parecía una Torre Eiffel derrumbada sobre el río. Desgraciadamente, esta es una de esas partes en las que a Abbott le ha apetecido recrearse:

Cuando Dan Rogers llega al enorme edificio de protección oficial de Astoria, alza los ojos con tristeza al imaginarse en cuál de aquellos nichos habrán encarcelado a la Señora del Arrabal. Llega al noveno con los pulmones saliéndole por la boca. Por su aspecto, el ascensor parece no funcionar desde hace mucho tiempo.

La puerta está abrochada pero abierta. Wanda, dice. Wanda, dice otra vez Dan Rogers mientras abre con cautela de cazador la puerta. Wanda… vuelve a decir más alto, al recibir el olor a podrido mucho más insoportable del que nunca sintió en Wards Island. La imagen es desoladora: hay botes de comida por todas partes, mantequilla derretida al lado de la ventana, cepillos llenos de pelo y de polvo. Hay botellas de champán que sin duda ella no ha disfrutado, también frascos de gel y de champú, unos sobre otros, encima de otros, asomando bajo toallas usadas con las que parece haber tratado de ocultarlos. Hay algodones húmedos, envoltorios de plástico, botellas de colonia vacías que quizás sí ha bebido, y cajas y bolsas, veintenas, todas en equilibrio, sobre las estanterías, ocultando los muebles, la cama. El piso entero parece una reproducción del basurero en el que una vez encontró su hogar. Dan Rogers se adentra con extraordinario cuidado para no provocar una avalancha de papeles, cartones, mechones de pelo de sus niños envueltos en servilletas con su nombre: Aarón, siete años. Tobías, catorce años. Clare, seis años. Como si hubiera querido quedarse con algo de ellos, una reliquia con la que invocarlos, una prueba de que han sido reales y no unos cuantos más de sus fantasmas.

Huele a agua de cubo de fregar atrasada, a ropa sucia que asoma dentro de la lavadora, formando grandes pilas en la cocina. Huele a ácido y a húmedo. Los almohadones del sofá aplastados, deformes, con la hendidura aún caliente de una espalda que no se ha movido de allí en muchos días, puede que noches, y entre los almohadones aparecen muchos paquetitos de aluminio arrugados desde donde se hacen un camino cientos de pequeños y nerviosos gusanos. Sobre la mesa y en el suelo hay toneladas de latas de cerveza que tras vaciar su contenido han sido utilizadas como cenicero. Y ahora apestan. Apestan las colillas húmedas en su interior. Los muebles han desaparecido bajo toneladas de bolsas, de revistas, de periódicos, de migas de galletas, de mendrugos de pan. Entonces Dan Rogers escucha un ruido de plásticos en la habitación de al lado. Como si un gran roedor estuviera hurgando entre los despojos.

Qué bella descripción, amigo Abbott. Enhorabuena. Cómo te deleitas en los detalles. Tú sí que sabes hurgar entre la basura.

Sentí cómo Laura, en el metro, cerraba el libro con fuerza. Quizás le llegó el olor. Era normal. Su cuerpo estaba dolorido por la fiebre y pensaría lo mismo que yo: cómo se podía ser tan hijo de puta para hacerle esto a Wanda. Como eres tan hijo de perra, Abbott. Era gratuito. Ella solo era un personaje secundario del que podrías haberte olvidado sin más. Dejarla mágica y eterna en su arrabal de Wards Island. Con sus niños y sus perros persiguiéndose al atardecer por siempre sucios y felices. Yo soy el protagonista de tu puta tragedia, Abbott. Por qué no te cebaste conmigo y en paz.

Cuando caminé unos pasos, de la oscuridad surgió una oscuridad mayor. El rostro huesudo de Wanda. Con los ojos hinchados. Con sus fuertes manos de matrona aún escarbando entre las bolsas.

—Dan, ayúdame.

Yo me arrodillé a su lado y le pasé la mano por el pelo áspero que ahora aparecía cortado a tijeretazos.

—Dan, aquí. Vamos ayúdame.

Yo la miré sin comprender. Solo atento a la locura que presentaban sus ojos.

—Dan, tiene que estar por aquí. Vamos, por favor, ayúdame —me repetía una y otra vez con los ojos ilusionados de pronto, mientras rompía con angustia las bolsas y dejaba que se derramara su interior.

—¿Lo escuchas ahora, Dan? Está llorando. Ha llorado otra vez, así, muy bajo —sus ojos desesperados—. Ayúdame a encontrarlo. Seguro que es muy chiquitito.

Me levanté sin poder contener las lágrimas. Ella me miró con un conato de lucidez y después de una sonrisa rota me susurró «Por favor…». Entonces le di un beso en la frente y, al hacerlo, abrió el puño del que cayó un trozo arrugado de papel que parecía arrancado de una libreta. Lo recogí y tuve que salir al pasillo, despacio, entornando la puerta.

Estuve apoyado allí mismo durante un buen rato sin poder moverme ni leer el papel que aún apretaba en mi mano derecha. Podía escuchar a Wanda en el interior hurgando sin cesar entre las bolsas.

No, amiga mía, allí no había más vidas que salvar que la tuya.

—En este país, fumar cigarros cubanos aún es un delito —espeta el irlandés, mientras extrae un estuche de madera de debajo del mostrador.

Dan Rogers se lo guarda bajo el abrigo sin comprobar el interior. Ya tienen confianza. O la tiene con Barry, lo cual viene a ser lo mismo. Le ha prometido que aquella tarde irían a ver Hellboy y después la comentarán fumándose un habano en el South Cove. Barry se encargará de la cerveza. El, del tabaco. Para Barry será una cita como cualquier otra. Para Dan Rogers, sin embargo, será una forma de hacer tiempo hasta la hora en que le ha citado Tony Newman en su rascacielos, muy cercano a ese lugar.

El estanquero es un tipo feo pero interesante con la cara picada de viruela y una filosofía de vida bastante peculiar. Se rodea siempre de una corte de habituales a los que sirve una copa e invita a probar los últimos puros que llegan a su cava, pero solo a los muy íntimos les confiesa que pretende hacer negocio con los Montecristo.

Ya, ya, ya… pero eso no le hacía interesante. Lo que verdaderamente le hacía interesante es lo que Abbott nunca cuenta y es que el tipo, como yo, poseía una esquina del mundo. La de su estanco. Por eso, si alguna vez paseas por Brooklyn, concretamente por la esquina de la calle 3 con la Séptima Avenida, a las 8:00 de la mañana siempre te lo encontrarás ahí, detrás de su trípode y de la cámara manual con una camisa a cuadros, disparando una foto. Una sola. La de ese día. En la misma esquina. Su esquina. Nunca se ha ido de vacaciones, nunca se ha puesto malo, porque tiene una misión. Un lugar. Le pertenece porque es el dueño de su historia reciente. Es dueño del transcurrir de la vida en esos metros cuadrados. Nunca he visto ese álbum que guarda celosamente en algún lugar de su estanco, pero apuesto a que me ha retratado al menos una docena de veces. Puede que me reconozcáis en alguna de sus fotos. Soy de estatura media. Buena planta. Rubio ceniza, aunque me pega que las haga en blanco y negro. Sería la leche que este personaje se le hubiera ocurrido a Abbott, pero él solo tiene talento para los freaks. Ahí, la verdad sea dicha, es un maestro. No hay más que verme.

—Dale saludos al viejo Barry de mi parte —me dijo después de una bocanada de humo aromático que siempre le nacía de los labios, constante, como si se estuviera quemando por dentro y su boca fuera una pequeña chimenea.

Al salir del estanco, Abbott no lo sabe, pero las lágrimas me cegaron los ojos súbitamente. Pude reprimirlas a tiempo. Metí la mano en el bolsillo de mi vaquero y apreté el papel arrugado que me había dado Wanda. Respiré hondo y encerré entre mi dedo índice y el pulgar la foto que yo sacaría aquel día para ella. El sol alto y frío proyectaba en la acera la sombra de un semáforo. Una mujer cojeaba cruzando el paso de peatones cargada con un ramo de flores pequeñas. Un taxista charlaba desde su asiento con el dueño de una tienda de electrónica, y de pronto escuché una música, y mi fotografía la invadió Laura, dibujada nítidamente sobre el aire, su rostro asombrado escuchando decenas de pianos que tocaban a la vez en una tienda de lo que parecía el mercado de Chelsea: en el interior, una vieja hablaba por teléfono tras un Steinway de cola con sus remates en dorado. Ella, con el rostro sonrojado por la fiebre, permanecía en la puerta, maravillada como una cría ante aquel soberbio parque musical y el mecanismo que los hacía tocar solos. Para mi sorpresa, sacó el libro y dibujó un boceto rápido de aquella escena sobre la última página, como si quisiera incorporarla. Por primera vez una imagen propia, que le pertenecía, extraída de su realidad. Luego abrió la puerta y le preguntó a la dueña si era allí donde necesitaban una vendedora.

Mientras me dirigía hacia mi encuentro con Barry en Central Station, pude verla cada cierto tiempo —en el reflejo de la luna de un coche, en los cristales de los edificios, o con tan solo cerrar los ojos—, en su búsqueda por la ciudad, de rechazo en rechazo. Sufrió una entrevista como paseante de perros que duró hasta que salieron de estampida cinco pitbull albinos ladrándole al unísono, pasó por un restaurante coreano del East Village, donde la entrevistó la dueña, una de esas jovencitas de origen asiático que comen con cuchillo y tenedor, mientras sus clientes occidentales, y la misma Laura, luchaban con los palillos.

Sentí una ráfaga de ternura por ella. Pobre, mi pequeña. La sentía tan sola y desamparada. Dónde dormiría esa noche. Si pudiera cobijarla entre mis brazos, hacerle el amor bajo mi edredón hasta dejarla dormida y templada, segura, tan solo prendida al sueño por la respiración felina de Byron. Me sentía tan cursi que me daba arcadas.

Pero, al menos, todo aquello me distraía por unos instantes de la imagen de Wanda perdida en su agujero. De la imagen dantesca de aquellos chiquillos muertos entre los que se encontraba uno de sus hijos. De que no me había atrevido a decírselo. De la ira que sentía hacia Ronald, hacia Abbott, tanta que no me permitía concentrarme en la preocupación que debería sentir hacia mí mismo. Entonces me armé de valor y saqué el papel que me había dado la Señora del Arrabal y que aún guardaba en el bolsillo trasero de mis vaqueros. Lo desdoblé hasta descubrir la letra menuda de mi amiga: «Long Island City = Tony Newman». Me quedé pensativo. ¿Qué tenía que ver Tony? Intenté atar cabos: Wanda había descubierto que los sprays que los asesinos utilizaron para el crimen de El grito de Munch habían sido arrojados a la basura en Hunters Point. Allí descubrí cuatro rascacielos de espejo al lado del agua, un complejo de lujo que había sido bautizado como Long Island City. ¿Y Tony? ¿Qué tenía que ver Tony?

Entonces se dibujó en mi mente uno de los mensajes que en aquel momento pensé que me dejaba el hombre invisible. Un mensaje escrito tras un cuadro que enamoró a mi madre, que finalmente compró en aquella subasta que luego resultó fatídica: «Mitología de Nueva York» y que ahora ocupaba un lugar privilegiado sobre su aterrador piano de cola. El mensaje decía: «Desde su guarida, el villano contemplará la guarida del héroe». Entonces, ¿qué había descubierto Wanda? ¿Quizás que aquellos edificios de espejo tan similares a la torre Newman eran también obra y propiedad de Tony? Quizás que él mismo tenía un apartamento en aquel lugar destinado a ser «la guarida del villano» y que miraba directamente sobre Roosevelt Island. Luego recordé el episodio de la subasta en la que apareció mi madre con una invitación que Tony dijo no haberle enviado nunca. Después, el asesinato de Natasha Colé a la que Tony conocía. Su insistencia por llevarle personalmente el cuadro y, según mi madre, su extraño comportamiento al día siguiente. Y ahora el asesinato del juez, cuya degenerada actividad Tony supo a través mío. «Ven solo. No hables con Ronald». ¿Quién más estaba al tanto de aquellas apuestas millonarias? ¿Quién más se codeaba con esa gente? Por último vino a mí su voz: «Ya sé quiénes son los Hijos del Azar, Dan», «¿me ayudarás, Dan?»…

No quise pensar más. No debía pensar más.

El ultimátum estaba a punto de cumplirse. Faltaba un día para que los Hijos del Azar, o Manfredi en su lugar, se pusieran en contacto conmigo o más bien con Hermann Oza y ni siquiera encontraba el valor para decirme a mí mismo lo que estaba sospechando.

Cuando llegué a Central Station una luz casi celestial penetraba por sus vitrales y se derramaba sobre el mármol. Había quedado con Barry en el puesto de taquillas centrales y, de ahí, nos iríamos al cine: un oasis de bondad en el que refugiarme por unas horas hasta aquella cita definitiva. Tamborileé sobre el estuche de madera que aún guardaba bajo el abrigo. Sin embargo, aquella tarde, créeme si te digo que las sorpresas me las iba a llevar yo.

En el reloj de la estación eran las 5:00 y Barry, como siempre, llegaba con retraso. Miré alrededor con una impaciencia que no logré explicar: llamó mi atención un tipo sentado contra la pared junto a un par de mendigos. Llevaba un gorro de lentejuelas e iba vestido con jirones de pieles como un extraño esquimal. Tenían la sonrisa expectante de quienes esperan un acontecimiento y de cuando en cuando escoltaban el tiempo en el gran reloj. Entonces parecieron impacientarse ante algo que habían visto: seguí sus miradas hasta que localicé entre la multitud el objeto de tanta excitación. La miraban a ella. Sí, estaba seguro. No podía creerlo. Laura acababa de aparecer en lo alto de una de las escaleras, ¿me estaba siguiendo?, y resplandecía como un ángel bajo la luz de los vitrales, por eso no supe bien si la estaba incorporando como un holograma a mi realidad. O era cierto que estaba allí y en aquel momento. Observaba al gentío desde su atalaya con su aire despistado, casi altivo, mientras bebía a sorbos cortos de un vaso de plástico que decía I love NY, la insignia local.

Me volví hacia los mendigos, ellos miraban en la misma dirección. Como si hubieran estado esperándola, incluso. Iluminados por su realidad. Cautivos, como yo, en su sola y rotunda existencia. Me concentré entonces en lo que ella veía. Para mi sorpresa contemplaba la estación con la misma luz, con la misma zozobra de las 5:00 de la tarde y sin poder evitarlo alcé la mano y grité ¡Laura!, mientras ella bajaba las escaleras, me pareció que contenta, y caminaba hacia mí. ¡Laura! ¡Cariño, mírame! ¡Laura! Tenía que convencerla de que dejara de jugar a ese juego, que me dejara, que dejara la Ciudad Ficción. Pero ella siguió caminando abriéndose paso entre el gentío, ante la mirada alucinatoria de los mendigos, y entonces, entonces ocurrió algo maravilloso: los viajeros empezaron a acompasar sus movimientos, sus ritmos, hasta que, poco a poco, fueron fundiéndose en un vals y yo mismo empezaba a escuchar la música. Bailaban en parejas, con sus carteras, sus portátiles, con sus abrigos sobre el brazo, y daban vueltas y más vueltas bajo la luz que se colaba por los vitrales, igual que si aquel suelo de mármol hubiera sido concebido, desde siempre, como un inmenso salón de baile. Entonces llegué hasta ella y ella hasta mí, y la tomé en mis brazos. Te juro que sentí el roce de su piel en mi nuca. Rodeé con mi mano su cintura. Y bailamos. Dimos vueltas y vueltas bajo la atenta mirada de los mendigos mientras aquel vals detenía los relojes.

Un altavoz paró la música y mi alucinación para llamar a los viajeros a sus trenes.

Al abrir los ojos me sorprendí girando solo ante la mirada extraña de los que me esquivaban. Paré. Laura había desaparecido. Un vals sonaba a mi espalda, interpretado por tres violinistas que me observaban atónitos. La llamé. Y de pronto pude verla de nuevo, como otras veces, proyectada sobre una lámina de aire, a mi lado, también rígida y confusa, observándose las manos en las que portaba el libro, ruborizada ante las risas de algunos transeúntes y el gesto satisfecho de tres violinistas, muy parecidos a los que yo observaba, como si fueran una imagen en el espejo. Una realidad yuxtapuesta.

Por segunda vez en aquel día tuve la sensación de que me había sentido. ¿Qué estaba pasando? ¿Aquello había sido real? ¿O había soñado estar en su mundo y ella en el mío? ¿Podíamos soñar al mismo tiempo? ¿Había sido la música nuestro lugar de encuentro?

Laura se secó el sudor de la frente con la bufanda. Yo la rodeé susurrándole que estaba allí. Que si era capaz de creerlo, yo también. Si me daba una señal, lo creería firmemente. Que era verdad que habíamos bailado juntos. Que estaba a su lado. Entonces comenzó a caminar deprisa hacia el subterráneo como si no me escuchara o no quisiera hacerlo. En plena carrera abrió el libro, sacó el recorte de periódico que hablaba sobre el crimen y que aún conservaba, y lo tiró a una papelera. Como si la sola posibilidad de que nuestros mundos se acercaran, de tenerme cerca, le provocara terror.

Ella se perdió entre la gente. Yo le eché un par de dólares a los músicos.

Barry no acudió a nuestra cita. Estuve sentado en el suelo esperándole casi una hora, pero no apareció. Una hora que no sentí irse, aún demasiado conmocionado por lo que acababa de vivir. Aquella escena no era posible en el mundo de Laura, solo lo era en un mundo lleno de absurdos e irracionalidades como el mío. Aunque tampoco lo eran los crímenes de los Hijos del Azar. Quizás tenía razones para asustarse. Quizás pisaba ya la delgada línea entre lo real y lo imaginario. Durante aquella hora pude verla huir no sé bien hacia dónde. Tras tirar el periódico a una papelera, vagó por los subterráneos agarrada al libro sin leer. Como si fuera una condena con la que no tuviera más remedio que cargar. Pasada una hora, yo seguía esperando a Barry concentrado en el suelo brillante de la estación y sobre él la vi nítidamente salir del subterráneo y caminar por lo que parecía Broadway, casi en los límites de Harlem.

Va al Smoke, pensé, pero… ¿por qué? ¿Por qué recorría mis itinerarios en la novela? ¿Qué pretendía encontrar o averiguar? Quizá… fantaseé, quizá me buscaba a mí.

Por mi parte, yo ya había cogido un metro rumbo a la torre Newman cuando Laura entró en el local. El público se distribuía en las mesas antes de la sesión. Ella pidió una cerveza y se acodó en la barra mientras observaba con hambre a su alrededor. Me sorprendió cómo cambiaba el Smoke a través de sus ojos: estaba lleno de turistas, un hombre albino y barbudo, que cargaba una pequeña mochila, bailoteaba sin gracia con sus ojos bonachones clavados en una rubia esquelética que se balanceaba como una llama. Un moreno hispano también auscultaba su escote con los ojos descarnados por el alcohol y el humo. Pero me llamó especialmente la atención el hombre joven y delgado con sombrero de cowboy, unos vaqueros ceñidos, pañuelo rojo al cuello y cazadora de flecos, que sonría entre mascada y mascada como si no creyera en la mala suerte. De cuando en cuando lanzaba patadas al suelo con sus botas de piel de caimán hasta que reparó en Laura y se apoyó en la barra a su lado.

¿Pero qué coño hacía aquel espantajo? Y sobre todo ¿qué coño le pasaba a Laura?, me pregunté más encelado de lo que podía imaginar, mientras corría por los subterráneos en dirección a un episodio que sabía que no me iba a gustar y ella le devolvía un par de miradas coquetas, yo diría que hasta sexys, apoyándose sobre su bebida con el culo en pompa.

Los músicos salieron al escueto escenario. Ese día presentaban a un invitado especial que se encontraba entre el público. Era la voz más grande que había conocido la ciudad, decía alguien tras un micrófono, le salía el alma por la boca, sus blues no eran aptos para oídos menores de edad, que se abstuvieran aquellos cuya sensibilidad pudiera ser dañada por tal sobredosis de feeling.

Laura sonrió al cowboy. Me llamo Antonio, le dijo, y le hizo un gesto de brindar con su cerveza. Mierda, mierda, mierda. Entonces, escuché una voz negra cercana al escenario, entre un tumulto de cabezas multicolores que en mi Smoke habrían sido inverosímiles. Laura se aupó sobre la banqueta y por fin le vio, en una silla de ruedas, sentado, con una mano atrofiada en el aire y otra que no le pertenecía sujetándole el micro cerca de la boca. El vaquero no le quitaba los ojos de encima a Laura. Al pelo de Laura. Al culo de Laura. A las manos de Laura. El tipo empezó a cantar. Un hombre que era solo una voz. Cuya voz le había gastado la energía que tenía para el resto del cuerpo, ahora inmóvil.

Y yo, sentado a bordo de un vagón que quise que volara, no pude evitar que me sobrecogiera. Era una voz que podría haber llevado a la rebelión a todo un pueblo. Cantaba y medio recitaba un mitin de dolores cardiacos, torturas amorosas inimaginables. Sentí cómo su soledad se le contagiaba a Laura como una lepra del corazón, abrió llagas en todos los hombres, desarmó a cualquier alma que se le acercó. Solo el vaquero seguía mascando chicle, con la entrepierna adelantándose al resto del cuerpo, concentrada en Laura quien se dio la vuelta y le miró con los ojos vencidos:

—La verdad es que hoy hace mucho frío —dijo ella, con un gesto que no le reconocí, escurridizo.

—No eres de aquí, ¿verdad? —respondió él, sin dejar de mascar—. Me ha parecido que buscabas a alguien entre el público.

—No busco a nadie —mintió ella.

—¿Y has venido sola? —insistió aquel paleto con sombrero.

—No buscaba a nadie.

Se produjo un silencio que inundó mi boca de sangre. Vaya mierda de diálogo digno de una novela de Abbott, Laura. Pero qué haces, le dije como si pudiera oírme, esto no es una novela Laura, esta es la puta vida real. Estaba reproduciendo como un papagayo la conversación que yo mantenía con Bessie, ojo de gato, en el Smoke, al principio del libro. ¿Pero por qué estaba yo preocupándome por aquella chalada? Como si no tuviera ya bastante…

—Yo sí te he buscado a ti. Muchas veces —dijo él, como si supiera qué decir para lograr su objetivo, para colarse en aquel cuerpo que era tan mío.

—Dime —susurró ella—. ¿Si no fuera una señora me pedirías que fuera abajo contigo? —hizo un silencio—. Porque podemos jugar a que no lo soy, por una noche, si después me llevas a tu casa.

Y todo aquel discursito lo hizo sin titubear. Recitado de memoria, desde luego, pero sonó como si lo hubiera hecho toda la vida, como si no le quedara otro remedio, confundiendo para siempre los parámetros que hasta entonces la mantenían a salvo.

El viejo seguía gritando su dolor en forma de acorde. Sus dedos atrofiados casi rozaban la luz del escenario.

Salí del metro de Wall Street justo a tiempo para verlos salir abrazados sobre los limpios espejos de la torre Newman. Me quedé sentado allí, esperando a que las señoras de la limpieza terminaran su turno como me había pedido Tony. ¿El bueno de Tony? Aparté de una patada un par de pájaros muertos y me senté en las escaleras como si estuviera en un cine de verano y seguí, asqueado, la secuencia: pude verlos llegar al hotel Berkley, un antro donde alquilaban habitaciones por horas que en la Ciudad Ficción era también un hotel, pero de esos donde los gánsteres jugaban a las cartas. Contemplé cómo los recibía la dueña en zapatillas de felpa. En el interior de una habitación cimbreaba un televisor anticuado y solo alcancé a ver el pie de un hombre enfundado en un calcetín. La mujer los recorrió con la mirada como si en realidad no quisiera clientes y, después de cobrar de mala gana, los condujo por un pasillo con mil quinientas capas de blanco, hasta la habitación.

No podía entenderla, no puedo entenderte, Laura, le dije en alto. Tú no eres yo. Por qué, cómo podías pensar en prestar tu cuerpo por menos de un anillo, una vida solucionada para siempre, por menos de un altar, un reino.

La habitación no tenía una sola luz indirecta. El neón blanco que colgaba del techo tenía el poder de convertir las insinuaciones en miradas directas y brutales como hachazos, los desnudos en feo mármol y el sexo en pornografía casera. La habitación no tenía luces indirectas, ella no llevaba maleta. La habitación no tenía flores de verdad, ella ya no llevaba maleta, las flores de plástico ocultaban su color bajo una gruesa capa de polvo. La habitación tenía grandes radiadores que daban frío y un edredón de raso rosa que no abrigaba, que brillaba pellizcado por la luz de neón. La habitación no tenía luces indirectas, no, tan solo una impúdica luz blanca, como la que despedía el rascacielos de mi amigo, y que dejaba aún más patente que Laura no llevaba maleta.

La puerta se cerró por el peso de sus cuerpos. La luz de los neones de Times Square se colaba por la ventana. Ella se puso algo nerviosa y le pidió entrar al baño. Parecía una mojigata en su noche de bodas en una película cutre de mediodía. Le miró con una timidez pretendida, simpática, como si quisiera parecer experta. El le dijo que ahora volvía, quizás se había ido a buscar un condón. El caso era que, dentro de aquella habitación fría y blanca, Laura no supo cómo actuar. Era la primera vez, pero igual no sería la última. Se recostó sobre la almohada y juntó sus pechos dentro del sujetador. Abrió el libro y leyó la escena en que Bessie y yo nos lo montábamos, arrastrándome de nuevo y sin remedio hasta los brazos de la felina.

Pero él volvió. Y me ahorraré la escena porque es cualquier cosa menos literaria. Cuando terminé con Bessie y Laura quedó tumbada de espaldas al tiparraco aquel que ya roncaba como un cerdo, volvió a abrir el libro e iluminada por la luz que entraba por las ventanas volvió a leer por donde se había quedado, y yo volví a encontrarme sentado en las escaleras de entrada de la torre Newman sin importarme la posibilidad de morir de frío.

No me importaba, no, lo que pudiera venir: buscaríamos juntos el despertar durante toda aquella madrugada gris. Buscaríamos juntos, entre aquellas sábanas aún más grises, nuestro sueño de volver a ser vírgenes.

Cuando mi reloj marcó las doce sentí unas voces acercándose y me refugié tras la escultura en forma cúbica que coronaba la entrada de la torre. Un grupo de chicas, la mayoría de ellas hispanas, empujaron una a una la puerta giratoria y se perdieron en dirección al metro. Atravesé el hall blanco y frío. Me extrañó no encontrar al vigilante tras el mostrador de mármol y que los monitores estuvieran apagados. ¿Por qué has apagado las cámaras, Tony? ¿Qué tienes que contarme?, creo que dije en alto, mientras caminaba hasta los seis ascensores de espejo y cogía el último, el único que llegaba hasta la última planta donde estaba el despacho de Newman.

Respiré hondo e introduje el código de entrada de la última planta que me había enviado en su último mensaje. La puerta se cerró con la severidad de un ataúd. ¿Qué Tony Newman estaría esperándome arriba? El jovial compañero de universidad, el rico heredero que tenía que inventarse un pasado truculento para sobrevivir… ¿O aquel otro temible Newman Júnior del que la gente hablaba, el hijo de un magnate mañoso capaz de todo tipo de atrocidades? Y, si era así, ¿por qué me pedía ayuda? ¿Acaso pensaba que podía reclutarme? ¿Cuáles eran las siete maravillas del mundo, Tony? Mientras ascendía casi hasta el cielo en aquel ascensor, me miré en sus paredes que me devolvieron de nuevo infinitas versiones de mí mismo con idéntico gesto de terror. Nunca me gustaron los espejos. Me gustaba mirar el mundo directamente. Y no su inverso. Yo conocía a Tony. Lo conocía profundamente. No podía haber sido capaz… El era el bueno de la película, Abbott. No destroces a Tony, Abbott.

Se abrieron las puertas y apareció ante mí la oficina con su impecable suelo de madera blanca y las pantallas de los brokers dormidas y alineadas como boxes de caballos de carreras. Con las sillas escrupulosamente colocadas bajo las mesas, las libretas recogidas y la Ciudad Ficción colándose negra y luminosa por todos los ventanales. Al fondo, el despacho de Newman despedía una luz tenue que parecía venir de la lámpara de su mesa de trabajo. La gran butaca de piel gris estaba de espaldas, como otras veces, mirando el horizonte de edificios dorados.

Caminé haciendo sonar mis pasos sobre la tarima, pero la silla no se movió. Según avanzaba me percaté de que uno de los grandes ventanales estaba abierto y el viento del río sacudía los estores del despacho.

—¿Tony?

No hubo respuesta. Sentí el pulso en la garganta.

—Ya estoy aquí, Tony —dije de nuevo, ya en la puerta, sintiéndome como una mosca en una tela de araña.

Entonces mi zapato resbaló sobre algo que había pegado al suelo. Levanté el pie. Era sangre. Se me secó la lengua. Un metro más allá, reparé que había un pájaro muerto en un rincón. Respiré de nuevo. Sin duda había entrado al dejar la ventana abierta y se había estampado contra las paredes, asustado, hasta reventarse.

Me acerqué al sillón lentamente. ¿Tony?, volví a preguntar, como si ello me tranquilizara y giré la butaca. Estaba vacía. El despacho estaba vacío. Tan vacío como una trampa. Intenté pensar con claridad. ¿A qué estaba jugando? ¿Había alguien implicado a quien quería salvar el culo? ¿Quería amenazarme? Una bofetada de frío me sacudió el pelo y me olió a muerte. En el cristal aún resistían las huellas sanguinolentas del día. Los últimos pájaros que habrían querido atravesar el juego de espejos de la gran torre en dirección al norte. Por primera vez, me sentí como uno de esos pájaros.

Caminé hacia la ventana.

La Ciudad Ficción me sonrió con su boca llena de negro y diamantes. Me apoyé sobre el filo invisible de la ventana y miré hacia abajo. Entonces, me sentí caer.

Allí estaba. Solo vestido con sus calzones de marca. Pude ver su escorzo, colgando de las muñecas amoratadas por dos cables de teléfono que hasta entonces no vi que entraban por la ventana. El pelo rubio revuelto bajo una corona de espinas. El abismo negro del mundo bajo sus pies, y el sexto dado, luego lo supe por Ronald, colado en su garganta. Lancé un aullido que se perdió en la nada. Tony se había hecho panteísta para beneficiarse de todos los dioses. Ahora todos ellos le habían dado la espalda.